21 de octubre de 2011

Sobre la novela (21). Horacio González y el vínculo realidad/historia en la narrativa argentina

El sociólogo, docente, investigador y ensayista argentino Horacio González (1944) es el actual director de la Biblioteca Nacional. Nacido en Buenos Aires, es Licenciado en Sociología por la UBA y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo, Brasil. Desde 1968 ha ejercido la docencia en la Universidad Nacional de Rosario y en la Universidad de Buenos Aires, donde es profesor de Teoría Estética y de Pensamiento Social Latinoamericano. También ha dictado cursos de posgrado y especialización como "La sombra de Macedonio Fernández", "Levi-Strauss, vigencia de una aventura intelectual" y "Hamlet y la política" entre otros, y ha participado como conferencista y panelista en numerosos ciclos, cursos y seminarios en distintas instituciones tanto nacionales como internacionales. Fue cofundador de la revista cultural "El Ojo Mocho" y publicó varios libros de ensayos, entre ellos: "La ética picaresca", "La realidad satírica", "El filósofo cesante", "Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y politica en la cultura argentina del siglo XX", "Arlt. Política y locura", "Las multitudes argentinas", "La nación subrepticia. Lo monstruoso y lo maldito en la cultura argentina", "Cóncavo y convexo. Escritos sobre Spinoza", "La crisálida. Metamorfosis y dialéctica", "Retórica y locura. Para una teoría de la cultura argentina", "Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios", "Los asaltantes del cielo. Política y emancipación", "Perón. Reflejos de una vida", "Paul Groussac. La lengua emigrada", "Las hojas de la memoria. Un siglo y medio de periodismo obrero y social" y "El arte de viajar en taxi. Aguafuertes pasajeras". En el nº 5 de la revista "Lezama" que apareció en agosto de 2004, González publicó un artículo acerca de la narrativa nacional y su difícil vinculación con la realidad y la historia. Así, recorre algunas de las novelas argentinas publicadas en los últimos años para tratar de desentrañar si lo que sucede en ellas sucede en la "vida real". En esa recorrida, González analiza algunas de las obras de Aira, Fogwill, Caparrós, Ford, Pauls, Rivera, Piglia, Saccomano, Saer y Viñas, entre otros.

NOVELAS DE LA NACION FANTASMA

Una novela puede definirse por los inevitables grados de distancia que guarda su lenguaje respecto a la lengua social "realmente hablada". Aún las novelas "realistas", elaboran esa distancia como un caso de falta ficticia de distancia. El realismo es un acto de narración tan figurado como los de los consabidos experimentalismos, que entre vítores dicen poner la realidad en jaque. La tantas veces comentada novela "Los pichiciegos" de Rodolfo Fogwill intenta el juego extremo de escarbar en el plano más profundo de la lengua realmente hablada, al punto de que se siente un choque físico con las palabras de un supuesto "idioma nacional". Había que pegarse a una lengua embarrada, realmente usada y más allá de la cual nada había. El ser social estaba ahí, existencialmente engarzado en frases crudas, empíricas. Eran una materia que se tornaba física, corporal. El idioma se hacía no visceral -eso es romanticismo-, sino irreductible en su naturaleza boba y animal.
Sin embargo, es conocido el paradójico efecto que crea el realismo "contagiado" por la superficie más corpórea del idioma positivamente practicado. Si no naufraga en la torpeza de no proponer ninguna operación literaria adicional a lo meramente sonorizado por los hablantes sociales y reales, puede convertirse en un importante proyecto de escritura de la alucinación. Es lo que ocurre con "Los pichiciegos". ¿Podía esta novela tornarse una referencia efectiva a la historia nacional? Dado que su "tema" o su "espacio" es la guerra de Malvinas, ¿podía convertirse entonces en un escrito que pone su cuerpo en el cruce de novela y nación? De otro modo: ¿hay un realismo novelístico vinculado al drama de la historia nacional?
Pensemos en una reciente novela de Guillermo Saccomano, "La lengua del malón". Nada más cercano a un uso ficcional de secuencias de una historia nacional relativamente cercana y operante en el recuerdo colectivo. "¿A quién puede interesarle una historia de homosexuales bajo las bombas del '55?", se pregunta el mismo narrante de los eventos, un profesor que varias décadas después recuerda las figuras, las sombras y los acontecimientos de un tiempo en que por la violencia cesaba el primer gobierno de Perón. ¿Se trata de una novela con fuerte perfume de contexto, por lo tanto, una "novela histórica"? Los nombres de aquella época pasada -los acontecimentos ligados al ataque a la Plaza de Mayo hace casi cinco décadas- introducen una temporalidad familiar, una domesticidad en el trato con los signos visibles de la historia nacional.


No obstante, "La lengua del malón" tiene una argucia evidente. Sitúa las acciones noveladas en un armazón histórico fácilmente identificable y luego enhebra allí una fuerte señalización en dirección a las vidas privadas, a los dramas de identidad social, a las preferencias por hábitos sexuales proscriptos y al erotismo como objeto oscuro, doliente. Lo que llamamos "contexto" tiene así un papel módicamente irrigador de nombres y situaciones suficientemente conocidas por hallarse en el dominio histórico corriente, con su carga de arquetipos ya establecidos en la memoria pública. Precisamente "La lengua del malón" se pone en el interior de esas celdillas prefiguradas, e invita a sus personajes a resolver una parte de su nudo dramático en el mismo momento en que ocurre una manifestación muy visible de un drama nacional, como lo es el bombardeo a Plaza de Mayo en 1955.
Pero como no es una novela "política", llama a sus criaturas a desplegar su vida en torno a consignas muy alejadas de hilo público en el que se juega la lucha por el poder. No sólo no aparece la política como problema principal de las conciencias de los personajes, sino que lo que se plantea como un primer plano de consideraciones de lo que llamaríamos un interés erótico, sostenido por singularidades sexuales que no tenían una lengua pública para debatirse y ejercerse. Lesbianismo. homosexualidad, lo que Proust llamó "la secta secreta que atraviesa la historia de la humanidad", son la materia sensible de la novela de Saccomano. Pero con un sistema de paneles corredizos, los hechos vinculados a la escritura de una novela perdida (de una de las protagonistas de "La lengua del malón") y los deshilachados recuerdos de los intercambios "prohibidos" entre sus personajes, se van superponiendo con el hilo maestro de los acontecimientos célebres, como un Fabrizio del Dongo apareciendo abruptamente en la batalla de Waterloo.
Es así que el profesor Gómez -narrador de "La lengua del malón"- va a acompañar a las multitudes incendiarias y dirá "pude haber entrado, pero me contuve". Se alude así a la quema del Jockey Club, cierta noche de aquellos años. El relato en primera persona toma un hecho histórico del dominio común y lo interroga desde el punto de vista de un personaje turbado, roído. Lo hace sin ironía ni afán revisionista, sino proporcionando un habitáculo "real" donde entran los acontecimientos que más le interesan: la cuestión de la lengua, entendida como trabajo del recuerdo frente a las sensualidades ocultas. Esta solución respecto de la relación de la novela con ciertos hechos resonantes de la memoria nacional elige "no dejar" lo ocurrido en la historia común en un clima evanescente. En este sentido, la opción de Saccomano, sin ser la de la llamada "novela histórica" -que tiene un afán apenas didascálico-, ofrece los acontecimientos vividos y sabidos para un cruce con las subjetividades imprevistas. Elabora así arquetipos muy nítidos, enlazados a través de un plan novelístico que no se aparta de su propósito declarado.
 
 
Esa nitidez del contorno histórico no es la misma que en los últimos años eligieron novelas cuyo "problema" es la historia (y por añadidura, la "historia de la novela"). Es conocido el gran recurso que había encontrado Ricardo Piglia en "Respiración artificial", simular que se narran acontecimientos históricos pero en verdad colocando toda la escritura bajo un juego de apócrifos, que a su vez son problematizados en la propia novela. Aquí hay, desde luego, evanescencia y pensamiento sobre la evanescencia. La hay del mismo modo en las primeras novelas de Aira -por ejemplo "Ema, la cautiva"-, en donde un tema esencial emanado del mito nacional por excelencia, es tratado con un nivel de lenguaje que elude cualquier historicidad, a pesar de que remeda todo tipo de materiales ostensibles de una historia literaria y una literatura histórica. Mantiene el lenguaje como una extraña ecuación lírica, como una maquinaria incesante que trabaja con sus detritus delicados y exóticos.
La misma evanescencia o disipación de la nitidez histórica encontramos en "La historia" de Martín Caparrós, en la que en un vasto proyecto para aliar la idea de novela a la idea de enciclopedia, difumina lo histórico bajo un catálogo fastuoso de situaciones. Estas no sólo representan el origen mítico de la cultura nacional sino el intento de intuir el origen legendario del procedimiento mismo de la narración. Por no decir el género en el que escribe Sergio Chejfec, enteramente de su invención, en el cual la historia ha ocurrido en un tiempo remoto e inubicable, y todo lo que puede decirse está vertido a un idioma que más que hablado, está enclavado en un mundo físico y experiencial inmutable, arcaico. La historia nacional, con todo, yace allí en estado de pérdida y supresión metafísica.
Con el peso de variaciones sugerentes en torno a esa misma metafísica, pero con ocultos lirismos y estudios secretamente sociológicos sobre el estado de la lengua nacional como expresión de luchas y caracterología del "eros" trágico de los tipos sociales, hallamos todo lo que ha escrito Rodolfo Fogwill en los últimos años, buceando en el barro sanguinolento de la técnica y el poder, solo que llama lenguaje a esa sangre embarrada, y trata de convencernos de que las novelas cesaron su ciclo frente a los necesarios tratados perversos sobre la condición humana. ¿Pero cuántas veces ya se ha dicho esto?


Siempre se continuará encontrando incesantes tratamientos de la cuestión histórica, interceptándola bruscamente con lenguajes que tuercen algunas marcas muy evidentes de los sucesos públicos hacia distintos planos dramáticos y temporales del uso de la lengua novelística. Si Saer puede realizar la experiencia de "El entenado" sobre la base de un palimpsesto de escritos y ficciones de exploradores, construyendo una visión casi posmodernista y post-realismo mágico del exotismo americano, Andrés Rivera pone una voz trágica, una primera persona suavemente fatalista, una máquina de trabajar la orilla de melancolía desde los presentes inciertos, tanto en Rosas, Castelli, los sindicalistas escapados de los pogroms del zarismo como en los conspiradores de 1839 contra Rosas, que aún no será un "farmer".
La "evanescencia" de la historia puede obstinarse como base efectiva que en distintos grados, desde la delicada esfumatura de Saer en "Las nubes" (y otras) hasta el "pathos" de efectivo alusivismo de José Pablo Feinmann en sus tensos proyectos autobiográficos y confesionales -que reclaman el soporte transparente de la historia nacional aludida bajo el manto pedagógico del horror y una filosofía del fracaso-, proveerá el tono mismo y las banderas bajo las cuales se escriben novelas, a lo que agregaremos: "entre nosotros". No obstante, pensamos aquí la vinculación entre el espíritu de la novela y las armazones públicas de la historia rememorada en común.
Pero se trata, también, o muy especialmente, de saber si hay una estopa lingüística que en su mismo acto de manifestarse, se ocupe de expresar el temple "macunaímico" o el intento de hacer descansar las novelas en la trama imaginaria de una "neolengua nacional". ¿Herederos de Haroldo Conti pasados por Leopoldo Marechal? Quizás "Oxidación", la última novela de Aníbal Ford, y "Cruz diablo" y "La condición K" de Eduardo Blaustein, cumplan con la ambicionada tarea de colocar la memoria de frágiles humanoides, exploradores y desvencijados corazones perdidos -no quiero olvidar aquí a Zelarayán, aunque sé que olvido a muchos-, en el estuche de una dicción al mismo tiempo lírica y neocriolla. Se trata, desde luego, de perspectivas que se instalan en el humor, en el gracejo del relato evocativamente gauchesco, mirado desde una condescendencia por divinas chifladuras de viajeros con espíritu de circo itinerante y ocultas cuitas en su pasado (fruto de la desvencijada vida nacional).


Desde luego, una novela como "El pasado" de Alan Pauls puede acarrear nuevos significados a este debate entre novela y lengua nacional. Porque como en ningún escrito surgido en los últimos años, aquí se busca la supresión aparente -esto es, la suspensión de la emotividad primera- de los hechos desgarradores que se narran. Los hechos desgarradores son en principio "hechos". Desfilan alocadamente -tales hechos- en varias direcciones al mismo tiempo, hacia delante, hacia los costados, hacia adentro. Son movimientos "espaciales" de la autoconciencia de la novela, que ubica una serie inconcebible de objetos como postulantes naturales a una vida propia que deja en un plano casi objetivo, indiferente, los terribles andrajos de la experiencia amorosa. La lengua adquiere un brillo exhaustivo, lo dice todo con mediciones uniformes, como si tantos planos vitales pudiesen ser constantemente comparados.
Pero no hay "conciencias" en "El pasado", hay una sola dilatación lunar de las cosas, subjetividad automatizada bajo una lupa de horror, que sin embargo lo cuenta todo con la imperturbable calma de un catálogo o un inventario. Hay absurdamente algo de Fogwill, algo de Puig, pero con sorprendentes giros de congelada crueldad en escenas de amor, celosía y traición; todo es aquí alevoso y perjuro, y sin embargo la maquinaria automática del relato no se detiene, explora todo, mide y compara, destruye cualquier vínculo como en un juego inacabable (robot despiadado) y hace saber que sólo pueden llegar hasta nosotros los ecos sueltos de lo que pudo ser una ciudad o sus calles, Buenos Aires, ciertamente, pero rebatida con desgano por un personaje, Rímini, con nombre de otra ciudad lejana, ajena.
Por cierto, la relación entre lengua nacional, cierto sabor local -como hubo de decir aproximadamente Borges- y hazañas de la novela argentina, no puede ser un tema que se ofrezca a la recensión amable y justa. Mejor sería leer "Amalia" y hacer como si lo demás no hubiera existido. Pero sabemos que eso es imposible. Sabemos de un 1955 también explorado por Luis Gusmán -cuyo "Villa" es también un logro del realismo histórico visitado por la "banalidad del mal"- y de una curiosa lengua alegórica repujada en acidas ironías sobre el pasado de los propios conocimientos y las conspiraciones de monasterio, como en "La cátedra" de Nicolás Casullo, donde se reconoce muy bien la aspereza sarcástica con la que se trata el habla del "medio pelo nacional".


La gran odisea, de cuño errante y trágico, escrita por Viñas desde "Los dueños de la tierra" hasta "Prontuario" puede servirnos para juzgar las desavenencias entre las sucesivas crisis del realismo y los diversos accesos de la memoria para apoderarse de los "flecos" (palabra viñesca, es claro, que parte de una teoría del conocimiento que busca una épica pero termina disminuyéndose) de una historia arruinada. Sería interesante medirla con "El pasado" de Pauls y ver allí la cuerda tendida entre una épica nacional que reclama indulgencia melancólica y una heroicidad del relato que coagula las formas amorosas en un mundo de objetos que piden ser contemplados por una imaginaria objetividad redentora. Veríamos, en la literatura argentina, el péndulo que va de la acentuación de lo memorable de la épica nacional hasta la lengua íntima que al desgarrarse se convierte en un mapa terrorífico de "objetos dichos". Objetos computables en algún museo selenita, miles de años después, no menos épicos a pesar de haber sido traducidos a las formas insaciables del más bruto amor.