14 de marzo de 2013

Cuentos selectos (VII). Dino Buzzati: "Una cosa que empieza con ele"

Periodista, dramaturgo, cuentista y novelista, el escritor italiano Dino Buzzati (1906-1972) fue considerado en su época un autor menor que no resistiría el paso del tiempo salvo para la propia literatura italiana. Sin embargo, el tiempo ha sido, justamente, quien se ha ocupado de mostrar la resistencia de su literatura al olvido. Luego de completar sus estudios básicos y graduarse en leyes en Milán, en 1928 ingresó como cronista en el "Corriere della Sera", diario en el que trabajaría por más de cuarenta años. El ejercicio periodístico, que lo mantuvo tan cerca del mundo, no fue óbice para mantener a su obra aislada de los debates en torno al compromiso del escritor con la política. La ciudad aparece en sus libros como infierno; la multitud, como pesadilla. La lucha de clases lo dejaba menos perplejo que las luchas entre jóvenes y viejos, entre vivos y fantasmas. Y todo eso lo asumió empleando a su modo la figura literaria de la parábola, figura que desarrolló al máximo en su narrativa de corte surrealista o metafísico-existencial. En su narrativa, Buzzati demostró poseer muchos y variados recursos, desde el humor soterrado o abiertamente expresivo hasta el terror, desde la alegoría descarada hasta la crítica social, desde la sutileza al uso deliberado de la inmundicia con fines cuasi didácticos. Su actividad literaria se inició en 1933 con la publicación de "Bàrnabo delle montagne" (Barnabo de las montañas) y prosiguió con "Il segreto del Bosco Vecchio" (El secreto del Bosque Viejo), "Il deserto dei Tartari" (El desierto de los tártaros), todas ellas novelas, e "I sette messaggeri" (Los siete mensajeros), su primer libro de cuentos. Luego le seguirían, entre muchos otros, "Paura alla Scala" (Miedo en la Scala), "Il crollo della Baliverna" (El derrumbe de la Baliverna), "Esperimento di magia" (Experimento de magia) e "Il colombre" (El colombre), colecciones de cuentos en los que mezcló elementos fantásticos o de ciencia ficción con enrevesadas situaciones y grandes dosis de desesperación; parábolas claras y rotundas con fantasías de evidente trasfondo social; situaciones entre hilarantes y estremecedoras con historias colmadas de ternura, humor y patetismo. El legendario periodista e historiador italiano Indro Montanelli (1909-2001), su compañero en el "Corriere della Sera", lo describió como un señor "delgado, fibroso, hipocondríaco, que llega al diario en su Topolino modelo antiguo", que va "despacio porque es miedoso", que conduce "con las manos enguantadas como si se tratase de atravesar Europa" y que, "cada vez que se apea, se entrega a toda una liturgia de saludos como si fuese superviviente de un aventurado viaje por tierras lejanas". Por su parte, el destacado crítico literario italiano Emilio Cecchi (1884-1966) escribió: "La maestría de este autor está, por encima de todo, en su habilidad para escribir cuentos, para elegir los elementos indispensables y definirlos en su exactitud, utilizando la palabra justa y reduciendo el efecto externo al mínimo para que influya, como él cree que debe ser, sobre el ánimo del lector. Se trata de una economía narrativa que obedece a esa fidelidad por el gusto nato de contar. No en vano se habla de 'artesanía' para definir su minuciosa pericia narrativa". Se cuenta que en la tarde en que murió en Milán, el aire se hizo oscuro y se desató una sorpresiva tormenta de nieve. En sus libros, la naturaleza y los hombres están unidos por correspondencias secretas y a menudo destructivas. Quizás a Buzzati no le hubiera disgustado esa despedida: que la vida de la ciudad, bajo la tormenta repentina, haya aceptado, como en tantos de sus relatos, el poder del símbolo.

UNA COSA QUE EMPIEZA CON ELE

No bien llegó al pueblo de Sisto y se alojó en la posada de siempre, donde solía parar dos o tres veces al año, Cristóbal Schroder, negociante en maderas, se fue rápido a la cama porque no se sentía bien. Después mandó llamar al doctor Lugosi, el médico, que él conocía desde hacía años. El médico vino y pareció quedar perplejo. Excluyó la posibili­dad de que fuera algo grave, se hizo dar una botellita con orina para examinarla y prometió volver ese mismo día. A la mañana siguiente Schroder se sentía mucho mejor, tanto que quiso levantarse sin esperar al doctor. Estaba afeitándose en mangas de camisa cuando llamaron a la puerta. Era el médico. Schroder le dijo que entrara.

- Estoy muy bien esta mañana -dijo el comerciante sin ni siquiera volverse, mientras seguía afeitándose ante el espejo-. Gracias por haber venido, pero puede irse.
- ¡Qué apuro! -dijo el médico. Y después carraspeó un poco como expresando cierto embarazo-. Esta mañana he venido con un amigo.
Schroder se volvió y vio en el umbral, al lado del doctor, a un señor de unos cuarenta años, sólido, de cara rosada y más bien vulgar, que sonreía en forma obsequiosa. El co­merciante, hombre siempre satisfecho de sí mismo y acos­tumbrado a mandar, miró molesto al médico con aire inte­rrogativo.
- Un amigo mío -repitió Lugosi-. Don Valerio Melito. Más tarde debemos ir juntos a lo de un enfermo, así que le dije que me acompañara.
- Servidor de usted -dijo Schroder fríamente-. Siénten­se, siéntense.
- Hoy -prosiguió el médico como justificándose-, por lo que parece, no hay necesidad de visita. La orina muy bien. Solo querría hacerle una pequeña sangría.
- ¿Una sangría? ¿Y para qué una sangría?
- Le hará bien -explicó el médico-. Se sentirá como nuevo después. Le hace siempre bien a los temperamentos sanguíneos y, además, es cuestión de dos minutos.
Así dijo y sacó de su abrigo un vasito de vidrio que contenía tres sanguijuelas. Lo apoyó en una mesa y agregó:
-Póngase una en cada muñeca. Basta tenerlas quietas un momento y ya se prenden. Le ruego que lo haga usted mismo. ¿Qué quiere que le diga? Hace veinte años que soy médico y nunca he sido capaz de agarrar una sanguijuela con la mano.
- Déme -dijo Schroder con su irritante aire de superiori­dad.


Agarró el vasito, se sentó en la cama y se aplicó en las muñecas las dos sanguijuelas como si no hubiese hecho otra cosa en su vida. Entretanto el extraño visitante, sin quitarse su amplia capa, había depositado en la mesa el sombrero y un paquete oblongo que emitió un rumor metálico. Schroder notó, con cierto vago malestar, que el hombre se había sentado casi en el umbral, como si quisiera mantenerse lejos de él.
- Usted no lo recuerda, pero don Valerio ya lo conoce -dijo a Schroder el médico, sentándose él también, quién sabe por qué, cerca de la puerta.
- No recuerdo haber tenido el honor -respondió Schro­der, que, sentado en la cama, tenía los brazos abandonados sobre el colchón, las palmas vueltas hacia arriba, mientras las sanguijuelas le chupaban las muñecas. Y agregó:
- Pero dígame, Lugosi, ¿llueve esta mañana? No he mirado afuera todavía. Un lindo fastidio si llueve, tengo que andar dando vueltas toda la mañana.
- No, no llueve -dijo el médico sin dar mucho peso a lo que el otro decía-. Pero don Valerio lo conoce, en serio, estaba ansioso por volver a verlo.
- Le diré -dijo Melito con voz desagradablemente caver­nosa-. Le diré: nunca tuve el honor de encontrarlo perso­nalmente, pero sé algo de usted que, de seguro, no imagina.
- No lo sé -respondió el comerciante con absoluta indiferencia.
- ¿Hace tres meses? -preguntó Melito-. Trate de recordar: ¿hace tres meses no pasó usted con su berlina por el camino del Viejo Confín?
- Bah, puede ser -dijo Schroder-. Puede ser perfecta­mente, pero no me acuerdo.
- Bien. ¿Y no recuerda entonces haber patinado en una curva, haberse salido del camino?
- Ya, es verdad -admitió el comerciante mirando fríamente al nuevo y no deseado conocido.
- ¿Y una rueda se salió del camino y el caballo no lograba volverla a meter en la carretera?
- Exactamente, sí. Pero usted, ¿dónde estaba?
- Ah, se lo diré después -respondió Melito estallando en una carcajada y haciéndole un guiño al doctor-. Y entonces usted se bajó, pero luego ni siquiera lograba subir la berlina. ¿No fue así, dígame?
- Exactamente así. Y llovía como Dios manda.
- ¡Caramba, si llovía! -continuó don Valerio, satisfechí­simo-. Y mientras estaba haciendo fuerza, ¿no vino un tipo curioso, un hombre alto, con la cara toda negra?
- Ahora no recuerdo bien -lo interrumpió Schroder-. Disculpe doctor, pero, ¿falta mucho con las sanguijuelas? Están hinchadas como sapos. Para mí ya es suficiente. Y además ya le dije que tengo muchas cosas que hacer.
- ¡Todavía algunos minutos! -exhortó el médico-. ¡Un poco de paciencia, querido Schroder! Después se sentirá como nuevo, verá. No son ni siquiera las diez. ¡Diantre! ¡Tiene todo el tiempo que usted quiera!
- ¿No era un hombre alto, con la cara toda negra, con un extraño sombrero cilindrico? -insistía don Valerio-. ¿Y no tenía una especie de campanita? ¿No recuerda que no deja­ba de sonar?
- Bien, si, me acuerdo -respondió descortés Schro­der-. Pero disculpe, ¿adonde quiere ir a parar?
- ¡Pero nada! -dijo Melito-. Era sólo para decirle que ya lo conocía. Y que tengo buena memoria. Desgraciada­mente ese día yo estaba lejos, más allá de una zanja; estaba a por lo menos quinientos metros de distancia. Estaba debajo de un árbol protegiéndome de la lluvia y pude ver todo.
- ¿Y quién era ese hombre? -preguntó Schroder con aspereza, como para dar a entender que si Melito tenía algo que decir era mejor que lo dijese pronto.
- ¡Ah, no se quién era exactamente, lo vi de lejos! ¿Y usted quién cree que sería?
- Un pobre desgraciado debía de ser -dijo el comer­ciante-. Un sordomudo parecía. Cuando le rogué que vi­niera a ayudarme se puso como a gruñir, no entendí una palabra.
- Y entonces usted fue a su encuentro y él se tiró para atrás, y entonces usted lo agarró de un brazo y lo obligó a empujar la berlina junto con usted. ¿No es así? Diga la verdad.
- ¿Y eso qué tiene que ver? -rebatió Schroder recelan­do-. No le hice nada malo. Además, después le di dos liras.
- ¿Escuchó? -le susurró Melito en voz baja al médico. Después, más fuerte, vuelto hacia el comerciante:
- Nada de malo, ¿quién dice lo contrario? Pero admitirá que lo he visto todo.
- No hay de qué preocuparse, querido Schroder -dijo el médico en este punto, viendo que el comerciante ponía mala cara-. El excelente don Valerio, aquí presente, es un tipo gracioso. Quería simplemente asombrarlo.
Melito se volvió hacia el doctor asintiendo con la cabeza. En el movimiento, los bordes de la capa se abrieron un poco y Schroder, que lo miraba, palideció.
- Disculpe, don Valerio -dijo con voz menos desenvuel­ta que de costumbre-. Usted lleva una pistola. Podía dejarla abajo, me parece. También en esta región existe esa costumbre, si no me engaño.
- ¡Por Dios! ¡Discúlpeme! -exclamó don Melito gol­peándose la frente con la mano para expresar pesar-. ¡No sé realmente cómo disculparme! Me olvidé completamente. No la llevo nunca, habitualmente, y por eso me olvide. Y hoy tengo que ir al campo a caballo.
Parecía sincero, pero en realidad se quedó con la pistola en la cintura, sin dejar de mover la cabeza.
- Y diga -agregó, siempre vuelto hacia Schroder-. ¿Qué impresión le hizo ese pobre diablo?
- ¿Qué impresión me debía hacer? Un pobre diablo, un desgraciado.
- ¿Y esa campanita, esa cosa que no dejaba de sonar, no se preguntó qué sería?
- Y bueno -respondió Schroder controlando las pala­bras, como si presintiera alguna insidia-. Un gitano podía ser. Los he visto tantas veces hacer sonar una campa­na para hacer venir a la gente.
- ¡Un gitano! -gritó Melito poniéndose a reír como si esa idea lo divirtiese una enormidad-. ¡Ah! ¿Creyó que era un gitano?
Schroder se volvió hacia el médico con irritación.
- ¿Qué tiene? -preguntó duramente-. ¿Qué quiere de­cir este interrogatorio? ¡Querido Lugosi, esta historia no me gusta nada! ¡Explíquense si quieren algo de mí!
- No se agite, se lo ruego... -respondió el médico.
- Si quieren decirme que a ese vagabundo le sucedió un accidente y que la culpa es mía hablen claro -prosiguió el comerciante alzando cada vez más la voz-. Hablen claro, queridos señores. ¿Quieren decirme que lo han asesinado?
- ¡Pero qué lo van a asesinar! -dijo Melito sonriendo, adueñándose completamente de la situación-. Pero, ¿qué idea se le ha metido en la cabeza? Si lo he molestado lo siento realmente. El doctor me dijo: don Valerio, venga usted también, está el caballero Schroder. ¡Ah! ¡Lo conoz­co!, le dije yo. Bien, me dijo él, venga usted también, se alegrará de verlo. Lo siento realmente si he sido inoportu­no...
El comerciante advirtió que se había dejado llevar.
- Discúlpeme a mí, más bien, si he perdido la paciencia. Pero parecía casi un interrogatorio en toda la regla. Si hay algo, díganlo sin tantos resguardos.
- Y bien -intervino el médico con mucha cautela-. Y bien: efectivamente hay algo.
- ¿Una denuncia? -preguntó Schroder cada vez mas seguro de sí mismo, mientras trataba de volver a prenderse en las muñecas las sanguijuelas que se habían desprendido durante su acceso de furia-. ¿Hay alguna sospecha sobre mí?
- Don Valerio -dijo el medico-, quizás es mejor que hable usted.
- Bien -comenzó Melito-. ¿Sabe quién era ese indivi­duo que le ayudó a empujar la berlina?
- Pero no, se los juro. ¿Cuántas veces tengo que repetír­selos?
- Le creo -dijo Melito-. Le pregunto solamente si imagina quien era.
- No se, un gitano, pienso. Un vagabundo...
- No. No era un gitano. O, si lo fue alguna vez, ya no lo era. Aquel hombre, para decírselo claramente, es una cosa que empieza con ele.


- ¿Una cosa que empieza con ele? -repitió mecánicamente Schroder, buscando en la memoria, y una sombra de aprehensión empezó a extenderse por su rostro.
- Ya. Comienza con ele -confirmó Melito con una sonri­sa maliciosa.
- ¿Un ladrón, quiere decir? -dijo el comerciante, ilumi­nándosele la cara por la seguridad de haber adivinado.
Don Valerio estalló en una carcajada.
- ¡Ah, un ladrón! ¡Esta si que es buena! ¡Tenía razón, doctor: una persona llena de humor el caballero Schroder!
En ese momento se oyó desde el otro lado de la ventana el ruido de la lluvia.
- Me despido -dijo el comerciante con decisión, quitán­dose las dos sanguijuelas y poniéndolas en el vasito-. Ahora llueve. Debo irme; si no se me hará tarde.
- Una cosa que empieza con ele -insistió Melito po­niéndose de pie él también y maniobrando algo debajo de su amplia capa.
- No sé, le digo. Las adivinanzas no son para mí. Decída­se, si tiene algo que decirme... ¿Una cosa que empieza con ele...? ¿Un lansquenete quizás...? -agregó en tono de burla.
Melito y el doctor, de pie, se habían acercado el uno al otro, apoyando las espaldas en la puerta. Ninguno de los dos sonreía más.
- Ni un ladrón ni un lansquenete -dijo lentamente Meli­to-. Un leproso era.
El comerciante miró a los dos hombres, pálido como un muerto.
- ¿Y bien? ¿Y si hubiera sido un leproso?
- Desgraciadamente lo era -dijo el médico, tratando tímidamente de protegerse detrás de las espaldas de don Valerio-. Y ahora lo es usted también.
- ¡Basta! -gritó el comerciante temblando de ira-. ¡Fuera de acá! Estas bromas no me gustan. ¡Fuera de acá los dos!
Entonces Melito hizo asomar apenas, fuera de la capa, el cañón de la pistola.
- Soy el alcalde, querido señor. Cálmese, le digo.
- ¡Le haré ver quién soy yo! -gritó Schroder-. ¿Qué quiere hacerme ahora?
Melito miraba fijamente a Schroder, listo para repeler un eventual ataque.
- En ese paquete está su campanita -respondió-. Sal­drá inmediatamente de aquí y continuará tocándola hasta que haya salido del pueblo. Y más todavía: hasta que haya salido del reino.
- ¡Yo le haré ver la campanita! -replicó Schroder. Y trataba todavía de gritar, pero la voz se le había apagado en la garganta. El horror de la revelación le había helado el corazón.
Finalmente comprendía: el doctor, al visitarlo el día ante­rior, había tenido una sospecha y había advertido al alcalde. El alcalde, por casualidad, lo había visto tres meses antes agarrar de un brazo a un leproso de paso, y ahora él, Schroder, estaba condenado. La historia de las sanguijuelas había servido para ganar tiempo.
- Me voy sin necesidad de vuestras ordenes, canallas -dijo entonces-. ¡Ya verán ustedes! Ya verán...
- Póngase la chaqueta -ordenó Melito iluminándosele la cara con diabólica satisfacción-. La chaqueta, y afuera inmediatamente.
- Esperarán que tome mis cosas -dijo Schroder con mucha menos violencia que un rato antes-. Apenas haya empaquetado mis cosas me voy, quédense tranquilos...
- Sus cosas deben ser quemadas -advirtió sonriendo malignamente el alcalde-. Tomará la campanita, y basta.
- ¡Mis cosas por lo menos! -exclamó Schroder, hasta ese momento tan satisfecho e intrépido. Y le suplicaba al magistrado como un niño:
- ¡Mis trajes, mi dinero! ¡Me los dejarán por lo menos!
- La chaqueta, la capa y basta. Lo demás debe ser que­mado. De la berlina y el caballo ya se ha dispuesto.
- ¿Cómo? ¿Qué quieren decir? -balbuceó el comercian­te.
- Berlina y caballo ya han sido quemados, como lo orde­na la ley -respondió el alcalde gozando de su desesperación-. No se imaginará que un leproso pueda salir a dar vueltas en berlina, ¿no?
Y estalló en una carcajada soez. Después, brutalmente:
- ¡Fuera! ¡Fuera de acá! -le gritaba a Schroder-. ¿No imaginará que voy a estar aquí discutiendo horas con usted? ¡Fuera inmediatamente, perro!
Schroder temblaba todo, grande y gordo como era, cuan­do salió de la pieza bajo la mira de la pistola. La mandíbula caída, la mirada alelada.
- ¡La campana! -le gritó todavía Melito haciéndolo sal­tar del susto. Y le arrojó de frente, por el piso, el paquete misterioso que resonó metálicamente-. ¡Sácala y átatela al cuello!
Se agachó Schroder, con la fatiga de un viejo decrépito, recogió el paquete, desató lentamente los hilos, sacó del envoltorio una campana de cobre, con la manija de madera torneada, nueva, flamante.
- ¡Al cuello! -le gritó Melito-. ¡Si no te apuras, por Dios que te disparo!
Las manos de Schroder temblaban violentamente y no era fácil cumplir la orden del alcalde. No obstante, el comer­ciante logró pasarse alrededor del cuello la cinta atada a la campanita, que quedó así suspendida sobre el vientre y resonando con cada movimiento.
- ¡Agárrala con la mano, sacúdela por Dios! ¿Harás lo que digo, no? Un hombrón como tú. ¡Vaya, qué lindo lepro­so! -dijo con saña don Valerio mientras el médico se tiraba en un rincón, turbado por la escena repugnante.
Schroder, con pasos de enfermo, comenzó a descender las escaleras. Balanceaba la cabeza de un lado a otro como ciertos idiotas que se encuentran a lo largo de las carreteras. Después de dos escalones se volvió buscando al médico y lo miró largamente en los ojos.
- ¡La culpa no es mía! -balbuceó el doctor Lugosi-. ¡Ha sido una desgracia, una gran desgracia!
- ¡Adelante, adelante! -lo incitaba entre tanto el alcalde como si fuera un animal-. ¡Sacude la campanita te digo! ¡La gente debe saber que llegas!
Schroder comenzó a bajar las escaleras. Poco después llegó a la puerta de la posada y se encaminó lentamente hacia la plaza. Decenas y decenas de personas formaban hilera a su paso, retrayéndose a medida que él se acercaba. La plaza era grande, larga de atravesar. Con gesto rígido él ahora sacudía la campanita, que daba un sonido límpido y festivo: din, don.