UNA COSA QUE EMPIEZA CON ELE
No bien llegó al pueblo de Sisto y se alojó en la posada de siempre, donde solía parar dos o tres veces al año, Cristóbal Schroder, negociante en maderas, se fue rápido a la cama porque no se sentía bien. Después mandó llamar al doctor Lugosi, el médico, que él conocía desde hacía años. El médico vino y pareció quedar perplejo. Excluyó la posibilidad de que fuera algo grave, se hizo dar una botellita con orina para examinarla y prometió volver ese mismo día. A la mañana siguiente Schroder se sentía mucho mejor, tanto que quiso levantarse sin esperar al doctor. Estaba afeitándose en mangas de camisa cuando llamaron a la puerta. Era el médico. Schroder le dijo que entrara.
- Estoy muy bien esta mañana -dijo el comerciante sin ni siquiera volverse, mientras seguía afeitándose ante el espejo-. Gracias por haber venido, pero puede irse.
- ¡Qué apuro! -dijo el médico. Y después carraspeó un poco como expresando cierto embarazo-. Esta mañana he venido con un amigo.
Schroder
se volvió y vio en el umbral, al lado del doctor, a un señor de unos cuarenta
años, sólido, de cara rosada y más bien vulgar, que sonreía en forma
obsequiosa. El comerciante, hombre siempre satisfecho de sí mismo y acostumbrado
a mandar, miró molesto al médico con aire interrogativo.
- Un
amigo mío -repitió Lugosi-. Don Valerio Melito. Más tarde debemos ir juntos a
lo de un enfermo, así que le dije que me acompañara.
- Servidor
de usted -dijo Schroder fríamente-. Siéntense, siéntense.
- Hoy -prosiguió el médico como justificándose-, por lo que parece, no hay necesidad
de visita. La orina muy bien.
Solo querría hacerle una pequeña sangría.
- ¿Una
sangría? ¿Y para qué una sangría?
- Le
hará bien -explicó el médico-. Se sentirá como nuevo después. Le hace siempre
bien a los temperamentos sanguíneos y, además, es cuestión de dos minutos.
Así dijo y sacó de su abrigo un vasito de vidrio que contenía tres sanguijuelas. Lo
apoyó en una mesa y agregó:
-Póngase
una en cada muñeca. Basta tenerlas quietas un momento y ya se prenden. Le ruego
que lo haga usted mismo. ¿Qué quiere que le diga? Hace veinte años que soy
médico y nunca he sido capaz de agarrar una sanguijuela con la mano.
Agarró
el vasito, se sentó en la cama y se aplicó en las muñecas las dos sanguijuelas
como si no hubiese hecho otra cosa en su vida. Entretanto
el extraño visitante, sin quitarse su amplia capa, había depositado en la mesa
el sombrero y un paquete oblongo que emitió un rumor metálico. Schroder notó,
con cierto vago malestar, que el hombre se había sentado casi en el umbral,
como si quisiera mantenerse lejos de él.
- Usted
no lo recuerda, pero don Valerio ya lo conoce -dijo a Schroder el médico,
sentándose él también, quién sabe por qué, cerca de la puerta.
- No
recuerdo haber tenido el honor -respondió Schroder, que, sentado en la cama,
tenía los brazos abandonados sobre el colchón, las palmas vueltas hacia arriba,
mientras las sanguijuelas le chupaban las muñecas. Y agregó:
- Pero dígame, Lugosi, ¿llueve esta mañana? No he mirado afuera todavía. Un lindo fastidio si llueve, tengo que andar dando vueltas toda la mañana.
- Pero dígame, Lugosi, ¿llueve esta mañana? No he mirado afuera todavía. Un lindo fastidio si llueve, tengo que andar dando vueltas toda la mañana.
- No,
no llueve -dijo el médico sin dar mucho peso a lo que el otro decía-. Pero don
Valerio lo conoce, en serio, estaba ansioso por volver a verlo.
- Le
diré -dijo Melito con voz desagradablemente cavernosa-. Le diré: nunca tuve el
honor de encontrarlo personalmente, pero sé algo de usted que, de seguro, no
imagina.
- No
lo sé -respondió el comerciante con absoluta indiferencia.
- ¿Hace
tres meses? -preguntó Melito-. Trate de recordar:
¿hace tres meses no pasó usted con su berlina por el camino del Viejo Confín?
- Bah,
puede ser -dijo Schroder-. Puede ser perfectamente, pero no me acuerdo.
- Bien.
¿Y no recuerda entonces haber patinado en una curva, haberse salido del camino?
- Ya,
es verdad -admitió el comerciante mirando fríamente al nuevo y no deseado
conocido.
- ¿Y
una rueda se salió del camino y el caballo no lograba volverla a meter en la
carretera?
- Exactamente,
sí. Pero usted, ¿dónde estaba?
- Ah,
se lo diré después -respondió Melito estallando en una carcajada y haciéndole
un guiño al doctor-. Y entonces usted se bajó, pero luego ni siquiera lograba
subir la berlina. ¿No fue así, dígame?
- Exactamente
así. Y llovía como Dios manda.
- ¡Caramba,
si llovía! -continuó don Valerio, satisfechísimo-. Y mientras estaba haciendo
fuerza, ¿no vino un tipo curioso, un hombre alto, con la cara toda negra?
- Ahora
no recuerdo bien -lo interrumpió Schroder-. Disculpe doctor, pero, ¿falta mucho
con las sanguijuelas? Están hinchadas como sapos. Para mí ya es suficiente. Y
además ya le dije que tengo muchas cosas que hacer.
- ¡Todavía
algunos minutos! -exhortó el médico-. ¡Un poco de paciencia, querido Schroder!
Después se sentirá como nuevo, verá. No son ni siquiera las diez. ¡Diantre!
¡Tiene todo el tiempo que usted quiera!
- ¿No
era un hombre alto, con la cara toda negra, con un extraño sombrero cilindrico? -insistía don Valerio-. ¿Y no tenía una especie de campanita? ¿No recuerda que
no dejaba de sonar?
- Bien,
si, me acuerdo -respondió descortés Schroder-. Pero disculpe, ¿adonde quiere
ir a parar?
- ¡Pero
nada! -dijo Melito-. Era sólo para decirle que ya lo conocía. Y que tengo buena
memoria. Desgraciadamente ese día yo estaba lejos, más allá de una zanja; estaba a por lo menos quinientos metros de distancia. Estaba debajo de un árbol
protegiéndome de la lluvia y pude ver todo.
- ¿Y
quién era ese hombre? -preguntó Schroder con aspereza, como para dar a entender
que si Melito tenía algo que
decir era mejor que lo dijese pronto.
- ¡Ah,
no se quién era exactamente, lo vi de lejos! ¿Y usted quién cree que sería?
- Un
pobre desgraciado debía de ser -dijo el comerciante-. Un sordomudo parecía.
Cuando le rogué que viniera a ayudarme se puso como a gruñir, no entendí una
palabra.
- Y
entonces usted fue a su encuentro y él se tiró para atrás, y entonces usted lo
agarró de un brazo y lo obligó a empujar la berlina junto con usted. ¿No es
así? Diga la verdad.
- ¿Y
eso qué tiene que ver? -rebatió Schroder recelando-. No le hice nada malo.
Además, después le di dos liras.
- ¿Escuchó? -le susurró Melito en voz baja al médico. Después, más fuerte, vuelto hacia el
comerciante:
- Nada de malo, ¿quién dice lo contrario? Pero admitirá que lo he visto todo.
- Nada de malo, ¿quién dice lo contrario? Pero admitirá que lo he visto todo.
- No
hay de qué preocuparse, querido Schroder -dijo el médico en este punto, viendo
que el comerciante ponía mala cara-. El excelente don Valerio, aquí presente,
es un tipo gracioso. Quería simplemente asombrarlo.
Melito
se volvió hacia el doctor asintiendo con la cabeza. En el movimiento, los bordes
de la capa se abrieron un poco y Schroder, que lo miraba, palideció.
- Disculpe,
don Valerio -dijo con voz menos desenvuelta que de costumbre-. Usted lleva una
pistola. Podía dejarla abajo, me parece. También en esta región existe esa
costumbre, si no me engaño.
- ¡Por
Dios! ¡Discúlpeme! -exclamó don Melito golpeándose la frente con la mano para
expresar pesar-. ¡No sé realmente cómo disculparme! Me olvidé completamente. No
la llevo nunca, habitualmente, y por eso me olvide. Y hoy tengo que ir al campo
a caballo.
Parecía
sincero, pero en realidad se quedó con la pistola en la cintura, sin dejar de
mover la cabeza.
- Y
diga -agregó, siempre vuelto hacia Schroder-. ¿Qué impresión le hizo ese pobre
diablo?
- ¿Qué
impresión me debía hacer? Un pobre diablo, un desgraciado.
- ¿Y
esa campanita, esa cosa que no dejaba de sonar, no se preguntó qué sería?
- Y
bueno -respondió Schroder controlando las palabras, como si presintiera alguna
insidia-. Un gitano podía ser. Los he visto tantas veces hacer sonar una campana
para hacer venir a la gente.
- ¡Un
gitano! -gritó Melito poniéndose a reír como si esa idea lo divirtiese una
enormidad-. ¡Ah! ¿Creyó que era un gitano?
Schroder
se volvió hacia el médico con irritación.
- ¿Qué tiene? -preguntó duramente-. ¿Qué quiere decir este interrogatorio? ¡Querido Lugosi, esta historia no me gusta nada! ¡Explíquense si quieren algo de mí!
- No se agite, se lo ruego... -respondió el médico.
- Si quieren decirme que a ese vagabundo le sucedió un accidente y que la culpa es mía hablen claro -prosiguió el comerciante alzando cada vez más la voz-. Hablen claro, queridos señores. ¿Quieren decirme que lo han asesinado?
- ¡Pero qué lo van a asesinar! -dijo Melito sonriendo, adueñándose completamente de la situación-. Pero, ¿qué idea se le ha metido en la cabeza? Si lo he molestado lo siento realmente. El doctor me dijo: don Valerio, venga usted también, está el caballero Schroder. ¡Ah! ¡Lo conozco!, le dije yo. Bien, me dijo él, venga usted también, se alegrará de verlo. Lo siento realmente si he sido inoportuno...
- ¿Qué tiene? -preguntó duramente-. ¿Qué quiere decir este interrogatorio? ¡Querido Lugosi, esta historia no me gusta nada! ¡Explíquense si quieren algo de mí!
- No se agite, se lo ruego... -respondió el médico.
- Si quieren decirme que a ese vagabundo le sucedió un accidente y que la culpa es mía hablen claro -prosiguió el comerciante alzando cada vez más la voz-. Hablen claro, queridos señores. ¿Quieren decirme que lo han asesinado?
- ¡Pero qué lo van a asesinar! -dijo Melito sonriendo, adueñándose completamente de la situación-. Pero, ¿qué idea se le ha metido en la cabeza? Si lo he molestado lo siento realmente. El doctor me dijo: don Valerio, venga usted también, está el caballero Schroder. ¡Ah! ¡Lo conozco!, le dije yo. Bien, me dijo él, venga usted también, se alegrará de verlo. Lo siento realmente si he sido inoportuno...
El
comerciante advirtió que se había dejado llevar.
- Discúlpeme a mí, más bien, si he perdido la paciencia. Pero parecía casi un interrogatorio en toda la regla. Si hay algo, díganlo sin tantos resguardos.
- Discúlpeme a mí, más bien, si he perdido la paciencia. Pero parecía casi un interrogatorio en toda la regla. Si hay algo, díganlo sin tantos resguardos.
- Y
bien -intervino el médico con mucha cautela-. Y bien: efectivamente hay algo.
- ¿Una
denuncia? -preguntó Schroder cada vez mas seguro de sí mismo, mientras trataba
de volver a prenderse en las muñecas las sanguijuelas que se habían desprendido
durante su acceso de furia-. ¿Hay alguna sospecha sobre mí?
- Don Valerio -dijo el medico-, quizás es mejor que hable usted.
- Don Valerio -dijo el medico-, quizás es mejor que hable usted.
- Bien -comenzó Melito-. ¿Sabe quién era ese individuo que le ayudó a empujar la
berlina?
- Pero
no, se los juro. ¿Cuántas veces tengo que repetírselos?
- Le creo -dijo Melito-. Le pregunto solamente si imagina quien era.
- Le creo -dijo Melito-. Le pregunto solamente si imagina quien era.
- No
se, un gitano, pienso. Un vagabundo...
- No.
No era un gitano. O, si lo fue alguna vez, ya no lo era. Aquel hombre, para
decírselo claramente, es una cosa que empieza con ele.
- ¿Una
cosa que empieza con ele? -repitió mecánicamente Schroder, buscando en la
memoria, y una sombra de aprehensión empezó a extenderse por su rostro.
- Ya.
Comienza con ele -confirmó Melito con una sonrisa maliciosa.
- ¿Un
ladrón, quiere decir? -dijo el comerciante, iluminándosele la cara por la
seguridad de haber adivinado.
Don
Valerio estalló en una carcajada.
- ¡Ah,
un ladrón! ¡Esta si que es buena! ¡Tenía razón, doctor: una persona llena de
humor el caballero Schroder!
En
ese momento se oyó desde el otro lado de la ventana el ruido de la lluvia.
- Me
despido -dijo el comerciante con decisión, quitándose las dos sanguijuelas y
poniéndolas en el vasito-. Ahora llueve. Debo irme; si no se me hará tarde.
- Una
cosa que empieza con ele -insistió Melito poniéndose de pie él también y
maniobrando algo debajo de su amplia capa.
- No
sé, le digo. Las adivinanzas no son para mí. Decídase, si tiene algo que
decirme... ¿Una cosa que empieza con ele...? ¿Un lansquenete quizás...? -agregó
en tono de burla.
Melito y el doctor, de pie, se habían acercado el uno al otro, apoyando las espaldas en la puerta. Ninguno de los dos sonreía más.
Melito y el doctor, de pie, se habían acercado el uno al otro, apoyando las espaldas en la puerta. Ninguno de los dos sonreía más.
- Ni
un ladrón ni un lansquenete -dijo lentamente Melito-. Un leproso era.
El
comerciante miró a los dos hombres, pálido como un muerto.
- ¿Y
bien? ¿Y si hubiera sido un leproso?
- Desgraciadamente
lo era -dijo el médico, tratando tímidamente de protegerse detrás de las
espaldas de don Valerio-. Y ahora lo es usted también.
- ¡Basta! -gritó el comerciante temblando de ira-. ¡Fuera de acá! Estas bromas no me
gustan. ¡Fuera de acá los dos!
Entonces Melito hizo asomar apenas, fuera de la capa, el cañón de la pistola.
Entonces Melito hizo asomar apenas, fuera de la capa, el cañón de la pistola.
- Soy
el alcalde, querido señor. Cálmese, le digo.
- ¡Le haré ver quién soy yo! -gritó Schroder-. ¿Qué quiere hacerme ahora?
- ¡Le haré ver quién soy yo! -gritó Schroder-. ¿Qué quiere hacerme ahora?
Melito
miraba fijamente a Schroder, listo para repeler un eventual ataque.
- En
ese paquete está su campanita -respondió-. Saldrá inmediatamente de aquí y
continuará tocándola hasta que haya salido del pueblo. Y más todavía: hasta que
haya salido del reino.
- ¡Yo
le haré ver la campanita! -replicó Schroder. Y trataba todavía de gritar, pero
la voz se le había apagado en la garganta. El horror de la revelación le había
helado el corazón.
Finalmente
comprendía: el doctor, al visitarlo el día anterior, había tenido una sospecha
y había advertido al alcalde. El alcalde, por casualidad, lo había visto tres meses antes agarrar de un brazo a un leproso de paso, y ahora él,
Schroder, estaba condenado. La historia de las sanguijuelas había servido para
ganar tiempo.
- Me
voy sin necesidad de vuestras ordenes, canallas -dijo entonces-. ¡Ya verán
ustedes! Ya verán...
- Póngase
la chaqueta -ordenó Melito iluminándosele la cara con diabólica satisfacción-.
La chaqueta, y afuera inmediatamente.
- Esperarán
que tome mis cosas -dijo Schroder con mucha menos violencia que un rato
antes-. Apenas haya empaquetado mis cosas me voy, quédense tranquilos...
- Sus
cosas deben ser quemadas -advirtió sonriendo malignamente el alcalde-. Tomará
la campanita, y basta.
- ¡Mis
cosas por lo menos! -exclamó Schroder, hasta ese momento tan satisfecho e
intrépido. Y le suplicaba al magistrado como un niño:
- ¡Mis trajes, mi dinero! ¡Me los dejarán por lo menos!
- ¡Mis trajes, mi dinero! ¡Me los dejarán por lo menos!
- La
chaqueta, la capa y basta. Lo demás debe ser quemado. De la berlina y el
caballo ya se ha dispuesto.
- ¿Cómo?
¿Qué quieren decir? -balbuceó el comerciante.
- Berlina
y caballo ya han sido quemados, como lo ordena la ley -respondió el alcalde
gozando de su desesperación-.
No se imaginará que un leproso pueda salir a dar vueltas en berlina, ¿no?
Y
estalló en una carcajada soez. Después, brutalmente:
- ¡Fuera!
¡Fuera de acá! -le gritaba a Schroder-. ¿No imaginará que voy a estar aquí
discutiendo horas con usted? ¡Fuera inmediatamente, perro!
Schroder
temblaba todo, grande y gordo como era, cuando salió de la pieza bajo la mira
de la pistola. La mandíbula caída, la mirada alelada.
- ¡La
campana! -le gritó todavía Melito haciéndolo saltar del susto. Y le arrojó de
frente, por el piso, el paquete misterioso que resonó metálicamente-. ¡Sácala
y átatela al cuello!
Se
agachó Schroder, con la fatiga de un viejo decrépito, recogió el paquete,
desató lentamente los hilos, sacó del envoltorio una campana de cobre, con la
manija de madera torneada, nueva, flamante.
- ¡Al
cuello! -le gritó Melito-. ¡Si no te apuras, por Dios que te disparo!
Las
manos de Schroder temblaban violentamente y no era fácil cumplir la orden del
alcalde. No obstante, el comerciante logró pasarse alrededor del cuello la
cinta atada a la campanita, que quedó así suspendida sobre el vientre y
resonando con cada movimiento.
- ¡Agárrala
con la mano, sacúdela por Dios! ¿Harás lo que digo, no? Un hombrón como tú.
¡Vaya, qué lindo leproso! -dijo con saña don Valerio mientras el médico se
tiraba en un rincón, turbado por la escena repugnante.
Schroder,
con pasos de enfermo, comenzó a descender las escaleras. Balanceaba la cabeza
de un lado a otro como ciertos idiotas que se encuentran a lo largo de las
carreteras. Después de dos escalones se volvió buscando al médico y lo miró
largamente en los ojos.
- ¡La
culpa no es mía! -balbuceó el doctor Lugosi-. ¡Ha sido una desgracia, una gran
desgracia!
- ¡Adelante,
adelante! -lo incitaba entre tanto el alcalde como si fuera un animal-. ¡Sacude
la campanita te digo! ¡La gente debe saber que llegas!
Schroder
comenzó a bajar las escaleras. Poco después llegó a la puerta de la posada y se
encaminó lentamente hacia la plaza. Decenas y decenas de personas formaban hilera
a su paso, retrayéndose a medida que él se acercaba. La plaza era grande, larga
de atravesar. Con gesto rígido él ahora sacudía la campanita, que daba un
sonido límpido y festivo: din, don.