28 de marzo de 2013

Paparruchadas (3). Érase una vez un Papa

Más de dos mil años antes de que los sistemas de ideas seculares como el liberalismo y el materialismo histórico intentaran fundar sistemas políticos y ejercer el poder a partir de doctrinas económicas, jurídicas y políticas, las grandes religiones procuraron hacerlo aplicando los preceptos de la fe inspirados en textos considerados sagrados, entre ellos el Antiguo y Nuevo Testamento, la Torá y el Talmud, el Corán y otros. Aquellos intentos fallidos están descritos en tablas de arcilla, papiros, pergaminos, libros de historia, investigaciones científicas, ensayos y documentos de la Iglesia. Sin dejar de ser respetuoso de los sentimientos y las convicciones religiosas de todos aquellos que son creyentes, no debería olvidarse que la Iglesia Católica se compone de dos partes: la pública y la privada. La primera es la fachada que todos conocemos: una organización espiritual. La segunda es otra muy distinta: una entidad política-banquera, un sindicato de inversión que maneja operaciones financieras encubiertas.
Desde su formación, la Iglesia Católica ha jugado un papel de relevancia a lo largo de su extensa historia, sobre todo a partir del siglo IV de la era cristiana cuando el emperador romano Flavio Valerio Aurelio Constantino (272-377) se convirtió al cristianismo y, tras la firma del Edicto de Milán en 313, concedió importantes privilegios y donaciones a la Iglesia. Desde que, alrededor del año 772, el papado estableció el poder temporal, es decir el poder político real de la Iglesia sobre determinados territorios (que luego se constituirían en los Estados Pontificios), los papas, por sí mismos o en connivencia con reyes y príncipes, gobernaron en Europa. Sólo en Occidente, como parte del ejercicio de aquel poder, la Iglesia Católica se asoció al estrato político para, mediante alianzas explícitas o de modo directo, gobernar. De la necesidad de homologar las jerarquías eclesiásticas con las temporales surgió la figura de los "príncipes de la Iglesia". La denominación de "sacros" o "sagrados" de los imperios romanos, germánico, carolingio y otros no fueron adornos retóricos sino evidencias del papel que en ellos desempeñaba la Iglesia.
Desde 1095 y hasta alrededor de 1270, los papas, en alianza con príncipes y monarcas, fueron los inspiradores y organizadores de las Cruzadas, grandes expediciones militares encaminadas a establecer el poder cristiano sobre el Oriente Cercano, entonces conocido como Tierra Santa. Otro ejemplo de la vinculación del clero con el poder fueron las Bulas Alejandrinas de 1493, mercedes concedidas por Rodrigo de Borgia (1431-1503) -el Papa Alejandro VI- a los reyes católicos de España, las que de hecho fueron licencias para la ocupación y la anexión del Nuevo Mundo y que sirvieron de base al Tratado de Tordesillas, primer acuerdo político global y primer reparto del mundo entre España y Portugal bajo la mirada aprobadora del Papa, lo que permitió el saqueo de grandes cantidades de oro, piedras preciosas y plata de la conquistada América. A partir de allí, en Iberoamérica los vínculos de la Iglesia con la conquista, luego con las oligarquías y las burguesías nativas y el protagonismo desde posiciones conservadoras y contrarrevolucionarias en cuanto evento político ha tenido lugar en la región en lo últimos quinientos años, son antológicos.
Mediante una ordenanza de Lotario di Segni (1160-1216) -el Papa Inocencio III- se decretó confiscar los bienes de los herejes, enajenarlos y desheredar a sus hijos, lo que se constituyó en la verdadera esencia de la Inquisición y la caza de brujas, y no la pretendida excomunión, permanente o temporal, de personas de otra confesión religiosa. Después de varios siglos de incrementar su patrimonio a través de la trata de personas y la esclavitud, legitimada en 1452 mediante una bula de Tommaso Parentucelli (1397-1455) -el Papa Nicolás V-, la Iglesia también utilizó la servidumbre, el tráfico de indulgencias, la venta de cartas de bendición, títulos, audiencias y procesos de santificación, la falsificación de documentos para apoderarse fraudulentamente de herencias, la cobranza de diezmos, la simonía o venta de cargos y las subvenciones de los Estados.
En las circunstancias creadas en Europa a partir de 1845 en adelante, cuando además del marxismo aparecieron los sindicatos, el movimiento obrero y los partidos políticos de izquierda, la Iglesia regida entonces por Vincenzo Gioacchino Pecci (1810-1903) -el Papa León XIII- reaccionó auspiciando el movimiento de los laicos cristianos que se expresó en la organización de partidos políticos, sindicatos, organizaciones juveniles y femeninas inspirados en la Doctrina Social de la Iglesia, luego conocidos como social y demócrata cristianos. En aquel contexto se dio a conocer la encíclica Rerum Novarum, hasta hoy el más importante documento de política social de la Iglesia Católica que, si bien confronta al marxismo por la posición atea y anticlerical de algunos de sus representantes, también cargó contra los excesos de liberalismo y del libre mercado, igualmente refractarios al clero.
La moderna opulencia del Vaticano se basa en la generosidad de Benito Mussolini (1883-1945), quien gracias a la firma del Tratado de Letrán en 1929 entre su gobierno y el del Vaticano, otorgó a la Iglesia Católica una serie de garantías y medidas de protección. La Santa Sede consiguió que la reconocieran como un Estado soberano, se benefició con la exención impositiva de sus bienes y del pago de derechos arancelarios por lo que importaran del extranjero. Se le concedió la inmunidad diplomática y sus diplomáticos empezaron a gozar de los privilegios con que cuentan los diplomáticos extranjeros acreditados en cualquier país. "Il Duce" se comprometió a introducir la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas de Italia y dejó la institución del matrimonio bajo el patronazgo de las leyes canónicas, que no admitían el divorcio. A este acuerdo le siguió otro entre la Santa Sede y el Tercer Reich de Adolf Hitler (1889-1945). Eugenio Pacelli (1876-1958), nuncio en Berlín durante la Primera Guerra Mundial y futuro Papa Pío XII, fue el encargado de negociar con "Der Führer" el Kirchensteuer, un muy lucrativo impuesto eclesiástico que aún hoy en día deben pagar los creyentes alemanes. El Papa tuvo numerosas intervenciones ante el rumbo que estaba tomando la política alemana y, a pesar de la constante y gran presión mundial, se negó siempre a excomulgar a Hitler y a Mussolini adoptando una falsa pose de neutralidad.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) comenzó a transferir grandes sumas de dinero al Banco del Vaticano. En 1948 fue la primera elección en la que el Partido Comunista, convertido en el más importante de Europa, buscaba el poder. En ese momento hubo una gran campaña del gobierno de Estados Unidos para financiar a la Democracia Cristiana. Este fue el comienzo de la historia del dinero que circuló de los servicios de inteligencia estadounidenses al Vaticano. Una generación más tarde, el banco se había convertido en una muy lucrativa vía para el lavado de dinero y, a fines de los años '80, ya allí funcionaba como un "paraíso fiscal" para sus clientes privilegiados. Hoy, la 
estructura financiera de la Iglesia Católica a nivel mundial es sumamente jerárquica, hasta monárquica podría decirse, con el Papa a la cabeza y diócesis regenteadas por arzobispos y obispos en todo el globo. Cada obispo trabaja en su diócesis como si estuviera a cargo de un principado. Así, la Iglesia Católica es la mayor potencia financiera, acumuladora de riqueza y propietaria de bienes que existe actualmente. Posee más riquezas materiales que cualquier otra institución, banco, corporación, fiduciaria o gobierno en todo el mundo.
Jorge Gómez Barata (1950), profesor, investigador y periodista cubano, autor de numerosos estudios sobre Estados Unidos y especializado en temas de política internacional, publicó el 18 de marzo de 2013 el siguiente artículo en la página web "Moncada. Grupo de Lectores en el Mundo".

ÉRASE UNA VEZ UN PAPA

Un jesuita argentino en el Vaticano es equivalente a un afroamericano en la Casa Blanca y a un descendiente de húngaros en el Eliseo. En el mundo global cada vez importa menos donde nacen o viven las personas, fenómeno que se aplica a los funcionarios internacionales, incluyendo el Papa. Quienes reclamaban innovaciones a la Iglesia están servidos: un Papa renunció, el sucesor es latinoamericano y pertenece a la Compañía de Jesús. Descontando a masones y comunistas, no existe ninguna corporación social tan atacada e incomprendida como los jesuitas, eje de grandes contradicciones dentro y fuera de la Iglesia. En 1540 el Papa Pablo III confirmó la Compañía de Jesús; otro Gregorio XV, en 1622 canonizó a su fundador Iñigo de Oñez y Loyola, mientras que en 1773 el pontífice Clemente XIV, presionado por los poderes temporales europeos, ordenó su disolución hasta que en 1814 Pio VIII decretó su restauración devolviéndole deberes y honores.
Tal vez por la sumisión al Papa y su actitud favorable a la Ilustración, los jesuitas fueron antipáticos a la realeza y a los monarcas europeos quienes los expulsaron de sus dominios: Portugal en 1759, Francia en 1762, España y sus colonias en 1767. Readmitidos, todavía en los siglos XIX y XX se registraron nuevas expulsiones de varios países. En sus primeros ciento cincuenta años de existencia, la Compañía de Jesús fundó y administró más de quinientos centros de estudios superiores en Europa, más de veinte universidades y unos doscientos seminarios y lugares de retiro y estudios para sus miembros. Esa labor misionera y educativa se extendió al Nuevo Mundo y Asia donde, además de a los retoños de la nobleza y de las autoridades coloniales, abarcó a sectores pobres. Luis Buñuel, Charles de Gaulle, Andrzej Wajda y Fidel Castro estuvieron entre sus discípulos. Por otra parte, la elección evidencia que el Colegio de Cardenales tomó nota de que América Latina, hogar de unos quinientos millones de católicos y única región del mundo sin guerras, armas nucleares, crisis ni fundamentalismos, donde el socialismo es una opción para las mayorías, la salud de los gobernantes preocupa a los pueblos y su muerte los conmueve, es el lugar del momento.
Por haber leído historias sagradas y profanas, conozco de antiguas y recientes acusaciones a papas, santos y beatos, entre otras a Pio XII a quien le tocó conducir la Iglesia en la Europa de Mussolini, Hitler y Stalin, los cuestionamientos a Karol Wojtyla que por nacer en 1920 tenía diecinueve años cuando en 1939 su país fue invadido por los nazis y bajo la ocupación se dedicó a estudiar teología y participar en representaciones de teatro clásico polaco. Con Joseph Ratzinger, el renunciante Benedicto XVI fue peor, pues formó parte de la juventud de las SS y sirvió en unidades antiaéreas. El turno le toca ahora al jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio. De acuerdo a su conciencia, circunstancias personales, incluidos el valor, la devoción y a condicionantes tan diversas como imposibles de evadir, las personas, unas más esclarecidas que otras y con más visión que sus contemporáneos, adoptan distintos comportamientos y algunos, muy pocos son santos y héroes: Camilo Torres y Arnulfo Romero están entre ellos. Aunque acepto la santidad de algunas personas, no por los milagros que se le atribuyen sino por la consagración a buenas obras, el amor al prójimo y la lucha por el bien común realizada por religiosos y laicos católicos, tengo la certeza que no hay instituciones santas. No lo son el clero, la curia ni el papado; tampoco los partidos políticos y mucho menos las corporaciones y los bancos, lo cual no significa que sean diabólicas.
Dos mil años no han sido suficientes para establecer la verdad de que sin perder universalidad, originalmente, el cristianismo, el catolicismo, la Iglesia y el mismísimo Jesucristo pertenecen al Tercer Mundo. Por designios divinos, el hijo de Dios nació palestino, cosa que también eran su padre, su madre y sus primeros seguidores y, por conveniencias políticas, el Imperio Romano mediante los emperadores Constantino (315) y Teodosio (380) adoptaron la fe del nazareno, la oficializaron, la convirtieron en religión de Estado, la secuestraron y la llevaron a Roma desde donde se expandió por Europa que con el colonialismo la  reimportó a sus dominios. El catolicismo llegó al Nuevo Mundo con Cristóbal Colón y se estableció con la ocupación. Entró por el Caribe a las Américas; Santo Domingo y Cuba fueron las primeras paradas. En La Española está la Catedral Primada de América y en la isla socialista se conserva la más antigua reliquia católica del hemisferio: una humilde cruz de parra plantada por el Almirante a la entrada del Puerto Santo el 1 de diciembre de 1492 y que como Patrimonio de la Humanidad se guarda en la iglesia de Nuestra Asunción de Baracoa, primera villa fundada en Cuba.
Así, de la mano de los conquistadores y luego de los oligarcas, en una asociación regida por conveniencias mutuas (evangelización y poder), comenzó la Iglesia Católica su andadura latinoamericana donde adquirió un perfil reaccionario y una enorme deuda social y política. En respuesta, el movimiento liberador y luego la izquierda, se ubicaron en la otra orilla y fueron masones, agnósticos, anticlericales y por último ateos. La connivencia cómplice, el desencuentro y la tolerancia mutua son momentos de una noria que a veces parece interminable. Históricamente la Iglesia y la izquierda han sido mutuamente refractarias. A los curas y obispos conservadores todo lo progresista les parece ateo y a los socialistas cualquier hábito, sotana o clérigo les resulta sospechoso. Ser de izquierda, aun cuando se es religioso casi siempre equivale a ser anticlerical, a la vez que invocar la fe para establecer la justicia suele ser rechazado. Algunos prohombres de uno y otro bando trataron de resolver el entuerto: Las Casas fue el primero y Hugo Chávez el más reciente y aunque algo se ha avanzado no es lo suficiente para limar gruesas asperezas.
A los hechos políticos de la época se suma la tradicional posición conservadora de la Iglesia que hasta el mismo siglo XIX rechazó las novedades científicas. No hay nada especial en la reacción de la curia ante las doctrinas económicas y los postulados filosóficos de Marx; antes fueron silenciados y castigados, entre otros muchos: Girolano Savonarola, Nicolás Copérnico, Miguel Servet, Giordano Bruno y Galileo Galilei condenados no por confrontar la fe sino por contradecir los dogmas. En la misma época de Marx y de León XIII, Darwin, hombre de fe, fue excomulgado no por su posición contraria a Dios sino por su ciencia. Aunque se trata de una dialéctica demasiado complicada para ser simplificada en unas líneas, los procesos civilizatorios no se ajustan a los preceptos de los sistemas filosóficos o teológicos o a las teorías mundanas, sino a la inversa. Hoy día se sabe que es errónea la tendencia a convertir la teología cristiana, islámica, sintoísta, hindú o budista, o las tesis filosóficas y las doctrinas económicas en programas políticos, pretensión en la cual han errado faraones, papas, emires y ayatolas, los burgueses e incluso los marxistas que en este asunto no tiraron la primera piedra. No se necesita ser Papa para creer que "la ideología marxista en la forma en que fue aplicada ya no corresponde a la realidad", ni es preciso emular a Carlos Marx para saber que el cristianismo nunca aportó todas las respuestas a los grandes problemas sociales como tampoco lo hizo ninguna corriente de pensamiento; no porque fueran fallidas sino porque la historia no funciona con arreglo a doctrina alguna, sino que más bien ocurre lo contrario.
Aunque comparto el regocijo de los latinoamericanos porque uno de los nuestros ascienda al trono de San Pedro, me parece más significativo para la Iglesia, la cultura y la humanidad que sea jesuita. Los jesuitas son otra cosa, una especie de "segunda oportunidad": no nacieron en Palestina sino en Roma no los fundó Jesucristo sino San Ignacio de Loyola y no llegaron a América comprometidos con la ocupación sino como portadores de una forma de evangelización blanda basada en la predicación y la ilustración. Por su sumisión al Papa (cuarto voto) y por su actitud ante el saber que los hizo liberales, los monarcas europeos los expulsaron de sus países y dominios de ultramar. Elegir un latinoamericano es una concesión al número, lo segundo una rectificación que puede ser una opción por el cambio. Tal vez para introducir otra innovación, el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, adoptó el nombre de Francisco, en homenaje a un recordado monje italiano originalmente noble, bohemio y rico que por optar por los pobres fue desheredado; fundador de tres órdenes religiosas San Francisco murió en la pobreza extrema y en medio de terribles sufrimientos. Bergoglio es el tercer Papa no italiano en línea con el añadido de que esta vez ni siquiera es europeo, no procede de un país comunista y no es un reaccionario al estilo tradicional. Nunca antes en la historia de la Iglesia, los papas italianos habían estado treinta y cinco años alejados del trono de San Pedro.
No me asombra ni me preocupa que el cardenal y ahora papa Jorge Mario Bergoglio no se comportara con la altura que la izquierda estima correcta durante las dictaduras que oprimieron su país, como tampoco me asombran sus diferencias con Néstor y Cristina Fernández de Kirchner. Es más de lo mismo, momentos de un contradictorio y complejo devenir en el cual hay pocos libres de pecados. Lo importante ahora, cuando con un Papa latinoamericano y jesuita aparece una oportunidad es decidir: ¿Embarcamos o arrojamos lastre? La posición es electiva.