25 de abril de 2015

Sobre el neoliberalismo extractivista y la catástrofe ecológica (1)

Hace unos cuarenta años, el etólogo austríaco Konrad Lorenz (1903-1989) advertía en su "Der abbau des menschlichen" (La decadencia del hombre) que "existe entre los grandes éxitos del hombre el dominio del mundo exterior, pero también su incapacidad, realmente desconsoladora, para solucionar los problemas internos de la especie humana. Esto no se debe, en modo alguno, al hecho de que los problemas internos de la especie -sociales en el más amplio sentido- sean quizá más difíciles de solucionar que los del mundo exterior. Al contrario, no hay duda alguna de que la desintegración del átomo enfrenta a la razón con problemas mucho más difíciles que el relativo a cómo se podría impedir que los hombres se aniquilen mutuamente con ayuda de bom­bas atómicas. Hay muchas personas de inteligencia superior a la media que carecen de la suficiente capacidad de pensamiento abstracto para comprender las matemáticas en que se funda la física atómica de nuestros días. En cambio, cualquier persona normal se da perfecta cuenta de lo que se debería hacer y lo que se tendría que evitar para impedir que la humanidad se destruya a sí misma. A pesar de la enorme diferencia de las dificultades que ambos problemas ofrecen a nuestra inteligencia, la humanidad ha resuelto en pocas décadas lo relacionado con la cuestión atómica. En cambio, frente al peligro de la autodestrucción, que surgió con el descubrimiento de la primera arma -el hacha de mano- se encuentra hoy más desamparada de lo que lo estuviera en su época el hombre de Pekín. Da que pensar el hecho de que la inteligencia más modesta sea capaz de comprender lo que no debería ocurrir, pero que, sin embargo, ocurre. En un periodo de tiempo muy pequeño, considerado desde el punto de vista geológico-filogenético, la floreciente civilización humana, en su continuo ascenso, ha modificado de tal ma­nera toda la ecología y sociología de nuestra especie, que una serie de formas de comportamiento endógenas que antiguamente tenían pleno sentido, carecen ahora no sólo de función, sino que se han tornado inclu­so perjudiciales en grandísima medida".
A comienzos del siglo XIX, el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831) decía en su "Phänomenologie des geistes" (Fenomenología del espíritu) que la etapa de la autoconciencia "había culminado con su hundimiento en la noche del pensamiento universal expresado por la iglesia", una experiencia negativa pero, de todas maneras, un experiencia de universalidad y, en ese sentido, de la razón, en la medida en que ésta era universal. Por entonces, Hegel proponía que la razón saliese a hacer la experiencia positiva de la universalidad y fue en esa dirección que comenzó a estudiar la naturaleza preguntándose qué relación guardaba ésta con la racionalidad, un tema que hoy resulta de vida o muerte. El hombre debería definir teórica y prácticamente sus relaciones con la naturaleza. Tanto en las sociedades primitivas como en las estamentales, su enraizamiento en la naturaleza no conocía dudas pues formaba parte esencial de su carácter. La naturaleza era la madre que proporcionaba el alimento, hacía brotar las plantas que proporcionaban los frutos necesarios para la alimentación. En sus bosques nacían y se desarrollaban los animales que proporcionaban la carne. El hombre iba a cazar o a recoger el fruto como se lo había enseñado algún dios, o como lo había hecho por primera vez algún héroe mitológico. La madre naturaleza podía enojarse y enviar castigos a quienes no la respetaban como era debido. Terremotos, tormentas, inundaciones, derrumbes en las montañas, eran todos castigos por la falta de respeto para el trato debido a la madre naturaleza. Es obvio que esta concepción correspondía a un bajo nivel de desarrollo del ser humano y debía ser superada. No obstante, algo esencial debía conservarse y era, claro está, el trato ami­gable con la naturaleza.
Cuando se produjo la gigantesca revolución con la que comenzó la modernidad Hegel pensaba que "la razón, que creyó llegada la hora de su plena emancipación, planta en todas las alturas y en todas las simas el signo de su soberanía". Pero esa "razón" evidentemente no tuvo en cuenta la protección de los equilibrios ecológicos del planeta. La tierra pasó a ser no más que un objeto, una cosa, algo a ser trabajado. Más aún, era capital en potencia, si no, era pérdida. Para redituar beneficios debía ser explotada, ergo, destruida, aniquilada. De su devastación fue que surgió y prosperó el capital: los frutos de la expoliación indiscriminada de la naturaleza se valorizan en los mercados internacionales. Y ya no sólo se destrozan inmensas extensiones de ella, sino que su deterioro ahora está seriamente dañando la capa atmosférica. El ambiente se está tornando irrespirable, la vida sobre el planeta Tierra se encuentra amenazada. En todas las sociedades anteriores a la sociedad burguesa, el todo era claramente anterior a las partes; la comunidad, anterior al indivi­duo. En sentido estricto no existía el individuo como se lo entendió a partir de la modernidad. Él no podía verse a sí mismo si no era formando parte de la comunidad, ya se tratase de la comunidad primitiva, la familia patriarcal o matriarcal, la tribu, la gens, la polis, el feudo o la iglesia. Cuando apareció la individualidad, el "homo economicus", las estructuras anteriores entraron en descomposición.
A mediados del siglo XIX, el químico escocés Robert Angus Smith (1817-1884), a la sazón asistente en el Chemistry Laboratory de la Royal Manchester Institution en Manchester, Inglaterra, observó que en esa ciudad caían precipitaciones que corroían metales, desteñían las ropas, dañaban los vegetales y enfermaban a las personas y los animales. Las denominó "lluvias ácidas", y encontró su origen en la reacción producida por la combinación del óxido de nitrógeno y el dióxido de azufre -emitidos por las chimeneas de las fábricas- con la humedad del aire. A su vez estos, al entrar en contacto con el vapor de agua, generaban ácidos nítricos y sulfúricos que acompañaban a las precipitaciones dando forma a ese devastador fenómeno. Veinte años más tarde, en pleno auge del desarrollo de la Revolución Industrial, Smith volcaría su preocupación por el impacto de las actividades del hombre en el medio ambiente en su ensayo "Air and rain. The beginnings of a chemical climatology" 
(Aire y lluvia. Principios de una climatología química). También por entonces, el filósofo, naturalista y biólogo alemán Ernst Haeckel (1834-1919) acuñaría en su obra "Generelle morphologie der organismen" (Morfología general de los organismos) el término "ökologie" 
(ecología) a partir de las palabras griegas "oikos" (casa, vivienda, hogar) y "logos" (estudio, tratado). Para Haeckel, la ecología debía encarar el estudio de una especie en sus relaciones biológicas con el medio ambiente. A partir de aquella obra -y en un sentido amplio- la ciencia de la Ecología se remitió al estudio de la interacción de los seres vivos con el medio ambiente y su transformación a través del tiempo por las comunidades biológicas.


Otros científicos se ocuparon posteriormente del medio en que vivía cada especie y de sus relaciones simbióticas y antagónicas con otras. Así, en la segunda década del siglo XX, tanto el biólogo y zoólogo alemán August Thienemann (1882-1960) en su "Der produktionsbegriff in der Biologie" (El concepto de producción en Biología) como el zoólogo y naturalista inglés Charles Elton (1900-1991) en su "Animal ecology" (Ecología animal), impulsaron la ecología de las comunidades. Trabajaron en conceptos como el de cadena alimentaria, o el de pirámide de las especies, que sostiene que el número de individuos -desde las plantas hasta los animales herbívoros y carnívoros- disminuye progresivamente desde la base hasta la cima. Sin embargo, con el tiempo el concepto de ecología se extendió hasta abarcar el análisis de las propiedades del medio, incluyendo el desplazamiento de materia y energía y su evolución a raíz de la presencia de conjuntos biológicos. Luego, con el correr de los años, aquellas originales inquietudes irían derivando hacia otras más preocupantes a medida que el exponencial desarrollo de la tecnología llevó al agravamiento dramático e incesante de los problemas ambientales a escala mundial, llevando así a que los temas ecológicos pasaran a concitar la máxima atención.
Para el sociólogo y filósofo franco-brasileño Michäel Löwy (1938) la presente crisis económica va de la mano de esa crisis ecológica; ambas son parte de una coyuntura histórica más general. En un escenario que se distingue por la "mercantilización de todo", tal como lo define el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein (1930) en su "World-systems analysis" (Análisis de los sistemas-mundo), "la humanidad -dice Löwy en el prefacio de su libro 'Écosocialisme' (Ecosocialismo)- se enfrenta con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización Occidental moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y acumulación de capital, en la despiadada explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico -el calentamiento global- que pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana. Más allá de un cierto umbral, que podría alcanzarse mucho mas rápido de lo previsto, el sistema climático podría exasperarse de manera irreversible; ya no se puede excluir un cambio súbito y brutal, que haría subir la temperatura global varios grados, a un nivel insoportable. Frente a esta comprobación, confirmada por los científicos y compartida por millones de ciudadanos del mundo entero conscientes del drama, ¿qué hacen los poderosos, la oligarquía de los multimillonarios que dirige la economía mundial?".
Esta estimación es compartida por el periodista francés Hervé Kempf (1957). Especializado en temas ecológicos, en su libro "Comment les riches détruisent la plannète" (Cómo los ricos destruyen el planeta) afirma categórico: "El sistema mundial que rige actualmente la sociedad humana, el capitalismo, se opone de manera ciega a los cambios que es indispensable esperar si se quiere conservar para la existencia humana su dignidad y su promesa. No podemos obviar, por parte de la oligarquía, un deseo inconsciente -incontenible- de catástrofe, la búsqueda de una apoteosis del consumo que llegaría hasta el consumo del propio planeta Tierra por medio del agotamiento. La violencia constituye el núcleo del proceso que funda la sociedad de consumo: el desgaste de los objetos, el valor creado es mucho más intenso en su violento agotamiento. Para los ricos el único valor de nuestra existencia es que necesitan nuestro voto en cada elección para hacer que sean electos los políticos cuya campaña ellos han financiado. A medida que descendemos en la escala de la riqueza, los filtros de las posibilidades de cada uno van despojando la marea de los frutos del cuerno de la abundancia. Los pobres ya no son los mismos de hace veinte años. Antes se trataba de ancianos que pronto iban a  desaparecer; hoy, los pobres son, ante todo, jóvenes llenos de futuro -sí-, pero en la pobreza. El capitalismo moderno está organizado como una gigantesca sociedad anónima. Es necesario comprender que crisis ecológica y crisis social son las dos caras de un mismo desastre. Una cara es el eco de la otra, ambas se influencian mutuamente, se agravan correlativamente".
También la periodista e investigadora canadiense Naomi Klein (1970) critica el hiperconsumismo propiciado por las marcas, la explotación corporativa de las comunidades golpeadas por el desastre o "la ficción del crecimiento infinito en un planeta finito". Lo hace desde las páginas de su nuevo libro, "This changes everything. Capitalism vs. the climate" (Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima), en el que asegura que "aún hay tiempo de evitar la catástrofe del calentamiento pero no dentro de las reglas del capitalismo tal como están armadas hoy, lo que, sin dudas, es el mejor argumento de todos los tiempos para cambiar dichas reglas". Retomando los argumentos utilizados en "No logo. Taking aim at the brand bullies" (No logo. El poder de las marcas) y "The shock doctrine. The rise of disaster capitalism" (La doctrina de shock. El auge del capitalismo del desastre), sus libros anteriores, Klein insiste en que no se puede prevenir el desastre ecológico que enfrenta la humanidad sin entender esta ideología autómata perpetuada por años. Esa filosofía -el neoliberalismo- promueve un sistema de alto consumo y con hambre de carbón, alienta las megafusiones, los acuerdos comerciales hostiles al medio ambiente y a las leyes laborales, y la hipermovilidad global, lo que permitió que las grandes corporaciones como Exxon, por ejemplo, "hiciera en 2014 más dinero que ninguna compañía en la historia del dinero". Ese poder descomunal aplasta el proceso democrático y les permite a esas empresas tratar a la atmósfera como un "vertedero de basura".


En 1988 el físico y climatólogo estadounidense James Hansen (1941), a la sazón director del Goddard Institute for Space Studies de la NASA, dio un testimonio histórico en el Congreso de Estados Unidos al declarar que la ciencia era 99% inequívoca cuando afirmaba que el mundo se estaba calentando y que se necesitaba actuar en conjunto para reducir emisiones. Este diagnóstico fue hecho en pleno auge de la "revolución conservadora" encabezada por Ronald Reagan (1911-2004) y Margaret Thatcher (1925-2013), una contrarrevolución presuntuosa que dio lugar al neoliberalismo con su culto a las privatizaciones, la globalización y la conversión de las democracias en plutocracias. Basada en tres pilares de hierro (la descentralización del poder del Estado, la globalización financiera y la socialización del déficit público financiado con deuda y no con impuestos progresivos), esa nueva estrategia capitalista fue la que condujo irremediablemente a la crisis global del siglo XXI. En ese sentido y entrelazando la ciencia con la psicología, la geopolítica, la economía, la ética y el activismo para dar forma a la cuestión del clima, Klein expone en su libro la "deriva del capitalismo hacia el monopolio", el "intento de los intereses corporativos de captar y achicar drásticamente la esfera pública" y de "los capitalistas del desastre que usan las crisis para pasar por encima de la democracia". "Todo intento de levantarse contra el desafío del clima no será fructífero a menos que se entienda como parte de una batalla más profunda de miradas del mundo", dice Klein. "Nuestro sistema económico y el planetario están en guerra". Y esto es así, efectivamente.