"Si
hacemos un balance de nuestra literatura de la primera mitad del siglo XX,
nadie podrá dudar que Buzzati es uno de nuestros autores más sólidos y que
mejor han resistido el paso de los años", decía Italo Calvino (1923-1985) en
ocasión de conmemorarse el décimo año de
la muerte de Dino Buzzati y el cuadragésimo de la publicación de "Il deserto
dei tartari" (El desierto de los tártaros), la más famosa de sus novelas. Curiosamente,
Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor; se definía como un simple
periodista que escribía de tanto en tanto ficciones a las que no atribuía gran
valor. Su vasta obra cuentística se distribuye en libros tales como "I sette
messaggeri" (Los siete mensajeros), "Paura alla Scala" (Miedo en La Scala), "In quel
preciso momento" (En aquel preciso momento), "Il crollo della Baliverna" (El derrumbe
de la Baliverna), "Esperimento di magia" (Experimento de magia), "Sessanta racconti" (Sesenta relatos), "Il colombre" (El colombre) y "Le notti difficili" (Las noches
difíciles), además de numerosas antologías aparecidas póstumamente. Su obra
literaria está imbuida de cierto pesimismo
irónico ante la angustia
y la impotencia de los hombres transitando por un mundo incomprensible, y de
una exaltación de los procesos oníricos mediante una actitud metódica de investigación
del inconsciente que oscila entre el existencialismo y el surrealismo. Pero, a pesar
de que en muchas de sus historias el tiempo transcurre como una rutina de una
atracción tan poderosa como inútil y la muerte es un lugar muy próximo
aunque no se sabe dónde está, en ellas existe siempre una creencia
indestructible en la dignidad del ser humano, una fe sin resquicios en las
viejas verdades del corazón. A pesar del vacío existencial y sus perplejidades,
Buzzati siempre se dedicó a la búsqueda de lugares inexplorados en una especie
de nostalgia por los espacios vertiginosos, y esos espacios siempre tienen un inquietante
trasfondo fantástico, tal como ocurre en "Los amigos".
El luthier
Amedeo Torti y su esposa estaban tomando el café. Los niños ya se habían
acostado. Ambos callaban, como de costumbre.
- ¿Quieres
que te diga algo? -dijo ella de pronto-. Todo el día he tenido una extraña
sensación... Como si esta noche fuera a venir a vernos Appacher.
- ¡Pero ni
siquiera en broma digas esas cosas! -soltó el marido con gesto de fastidio. En
efecto, Toni Appacher, violinista, viejo amigo íntimo suyo, había muerto veinte
días atrás.
- Ya sé, ya
sé que es horrible -repuso ella-, pero es una idea de la cual no logro
librarme.
- Eh,
ojalá... -murmuró Torti con vago arrepentimiento, pero sin ganas de ahondar en
el tema. Y sacudió la cabeza.
Callaron
de nuevo. Eran las diez menos cuarto. Sonó entonces el timbre de la puerta. Un
timbrazo más bien largo, perentorio. Ambos se sobresaltaron.
- ¿Quién
será a esta hora? -dijo ella. En la antesala se oyó el andar arrastrado de
Inés, la puerta que se abría, luego un cuchicheo. La muchacha, palidísima, se
asomó al comedor diario.
- ¿Quién
era, Inés? -preguntó la señora.
La
sirvienta se volvió hacia su patrón, balbuceando:
- Señor
Torti, venga un momento... ¡Si supiera!
- Pero,
¿quién es? ¿Quién es? -inquirió la patrona enojada, aunque ya sabía muy bien
quién era.
Inés se
inclinó como quien tiene que decir cosas muy secretas. Las palabras le salieron
en un hálito:
- Está… está...
Señor Torti, venga usted... ¡Ha vuelto el maestro Appacher!
- ¡Que
disparate! -exclamó Torti, irritado por tantos misterios, y a su esposa:
- Voy yo... Tú quédate aquí.
Salió al
oscuro corredor, tropezó con el canto de un mueble, abrió con ímpetu la puerta
que comunicaba con la antesala. Allí, de pie, con su aire un poco tímido,
estaba Appacher. No exactamente igual al Appacher de costumbre, sino algo menos
sustancioso por una especie de indecisión en los contornos. ¿Era un fantasma?
Tal vez no todavía. Tal vez no se había liberado totalmente de eso que los
hombres denominan materia. Un fantasma pero con cierta consistencia residual.
Vestido de gris como acostumbraba, la camisa a rayas celestes, una corbata roja
y azul, y el sombrero de fieltro muy blando que estrujaba nerviosamente entre
las manos (se entiende: un traje fantasma, una corbata fantasma y así todo). Torti
no era hombre impresionable; todo lo contrario. Sin embargo quedó sin aliento. No
es broma ver que reaparece en casa el amigo más viejo y más querido a quien se
ha acompañado al cementerio veinte días antes.
- ¡Amedeo!
-soltó el pobre Appacher, como quien prueba el terreno, sonriendo.
- ¿Tú aquí?
¿Tú aquí? -casi le reprochó Torti, porque de los opuestos y tumultuosos
sentimientos nacía en él, quién sabe cómo, tan sólo una carga de cólera.
¿Acaso no
debía ser un consuelo inmenso volver a ver al viejo amigo? Para llevar a cabo
tal encuentro, ¿no habría dado Torti de buena gana sus millones? Sí, no cabe
duda, lo habría hecho sin meditarlo siquiera. Cualquier sacrificio. Y entonces,
¿por qué ahora no experimentaba esa felicidad? ¿Por qué, en cambio, una sorda
irritación? Después de tantas angustias, tantos llantos, tantas molestias
impuestas por las llamadas conveniencias, ¿había que volver a empezar de
nuevo? En los días de la dolorosa despedida, la carga de afecto por el amigo se
había desagotado hasta el fondo, y ahora no quedaba ya disponible nada de ella.
- Pues sí,
aquí estoy -respondió Appacher, machucando más aún el ala del sombrero-. Pero
yo... bien lo sabes, entre nosotros no hacen falta cumplidos... Tal vez
moleste...
- ¿Molestar?
¿Y lo llamas molestar? -lo apremió Torti, ya arrebatado de ira-. Vuelves, no
quiero ni saber de dónde y en estas condiciones... ¡Y luego hablas de molestar!
¡Qué descaro tienes!
Y luego,
hablando consigo mismo, totalmente exasperado:
- ¿Y ahora
qué hago?
- Oye,
Amedeo -dijo Appacher-, no te enfurezcas... Después de todo no es culpa mía...
También allá -hizo un vago ademán- hay cierta confusión... En resumen, tendría
que permanecer aquí todavía alrededor de un mes. Un mes, si no más... Y tú
sabes que mi casa ya fue desarmada; adentro hay nuevos inquilinos...
- ¿Y
entonces, quieres decir, te quedarías a dormir aquí, en mi casa?
- ¿Dormir?
Ya no duermo... No se trata de dormir... Me bastaría un rinconcito... No
molestaré: no como, no bebo y no... En suma, no necesito cuarto de baño...
¿Sabes? Sólo para no tener que dar vueltas toda la noche, tal vez bajo la
lluvia.
- Pero la
lluvia... ¿te moja?
- Mojarme
no, naturalmente -y soltó una leve risita-, pero siempre causa unas molestias
terribles.
- Y entonces,
¿pasarías aquí las noches?
- Si tú me
lo permites...
- ¡Si lo
permito! No entiendo... Una persona inteligente, un viejo amigo... alguien que
ya tiene toda la vida detrás... ¿cómo es posible que no sé dé cuenta? Claro,
¡tú nunca has tenido familia!
El otro,
confuso, retrocedía hacia la puerta.
- Oye,
discúlpame, yo creía... Vamos, sólo se trata de un mes...
- Pero,
¡entonces no quieres entenderme! -exclamó Torti, casi ofendido-. No es por mí
que me preocupo... ¡Los niños! ¡Los niños! Acaso te parece poca cosa el
mostrarte ante dos inocentes que no tienen todavía diez años. Después de todo,
deberías darte cuenta del estado en que te hallas. Perdóname la brutalidad, pero
tú, tú eres un espectro... y donde están mis hijos yo no dejo entrar un
espectro, querido mío...
- ¿Entonces,
nada?
- Entonces,
querido, no sé qué decir...
Quedó allí
con la palabra trunca. De pronto Appacher había desaparecido. Sólo se oían
pasos precipitados que bajaban la escalera.
Daban las
doce y media de la noche cuando el maestro Mario Tamburlani, director del
Conservatorio, donde además vivía, volvió de un concierto a su casa. Llegado a
la puerta de su departamento, ya había hecho girar la llave en la cerradura
cuando oyó detrás un susurro:
- ¡Maestro,
maestro!
Al
volverse de pronto descubrió a Appacher. Tamburlani era famoso por su
diplomacia, su "savoir faire", su perspicacia, su capacidad de obrar con maña en
la vida; dotes o defectos que lo habían llevado mucho más alto de cuanto
pudieran hacerlo sus relativos méritos. En un abrir y cerrar de ojos evaluó la
situación.
- Oh,
querido, querido -murmuró en tono afectuosísimo y patético, mientras tendía
las manos al violinista aunque deteniéndose a más de un metro de distancia-.
Oh, querido, querido... Si supieras el vacío que...
- ¿Cómo?
¿Cómo? -preguntó el otro, que estaba un tanto sordo, porque en los fantasmas se
atenúa la agudeza de los sentidos-. Ten paciencia, ya no oigo como antes...
- Oh, lo
entiendo, querido... Pero no puedo gritar. Ada está durmiendo y además...
- Disculpa,
¿no podrías dejarme entrar un momento? Hace varias horas que camino...
- No, no,
por favor, guay si se despierta Blitz.
- ¿Cómo?
¿Cómo has dicho?
- Blitz, mi
perro lobo, ¿lo conoces, no?... Haría tanto escándalo... Pronto se despertaría
el portero... y luego vaya a saber...
- Entonces,
no podría, por algunos días...
- ¿Venir a
quedarte aquí conmigo? Oh, querido Appacher, ¡claro, claro! Figúrate si por un
amigo como tú... Sin embargo discúlpame, oye, pero, ¿cómo hacemos con el perro?
La
objeción dejó alelado a Appacher. Intentó entonces apelar a la emoción:
- Llorabas,
maestro, llorabas hace un mes, en el cementerio, cuando pronunciaste el discurso
antes de que me cubriesen de tierra... ¿te acuerdas? Yo oía tus sollozos, ¿qué
crees?
- Oh,
querido, querido, no me lo digas... me viene tal ansiedad aquí (y se llevó una
mano al pecho)... Dios mío, me parece que Blitz...
En efecto,
dentro del departamento se oía un sordo gruñido premonitorio.
- Aguarda
querido, entro un momento para que se quede quieta esa bestia insoportable...
Querido, sólo un momento.
Ágil como
una anguila, se deslizó adentro y cerró a su paso la hoja de la puerta,
trancándola bien. Después, silencio. Appacher esperó unos minutos. Luego
susurró:
- Tamburlani,
Tamburlani.
Del otro
lado no hubo respuesta. Entonces Appacher golpeó débilmente con los nudillos.
Pero el silencio era absoluto.
Avanzaba
la noche. Appacher pensó intentar en casa de Gianna, joven de costumbres
ligeras y buen corazón con quien había estado muchas veces. Gianna ocupaba dos
piecitas en un viejo conventillo popular apartado. Cuando llegó eran pasadas
las tres. Por suerte, como a menudo ocurría en semejante colmena, la puertita
de entrada estaba entornada. Appacher llegó con esfuerzo al quinto piso. Ya
estaba cansado de dar vueltas. No le costó trabajo encontrar la puerta en la
galería aunque la oscuridad era total. Llamó discretamente. Tuvo que insistir
antes de oír señales de vida. Luego, la somnolienta voz de ella:
- ¿Quién
es? ¿Quién es a esta hora?
- ¿Estás
sola? Abre... soy yo, Toni.
- ¿A esta
hora? -repitió ella sin entusiasmo, pero con la dócil humildad de siempre-,
aguarda... ya voy.
Un
chancleteo desganado, la llave del interruptor de la luz, la cerradura que
giraba.
- ¿Cómo es que vienes a esta hora? -y abierta la puerta, Gianna se
disponía a correr a su cama, dejando al hombre la molestia de volver a cerrar,
cuando advirtió el extraño aspecto de Appacher. Se quedó mirándolo alelada y
sólo entonces surgió de la niebla de la somnolencia un recuerdo espantoso.
- Pero
tú... pero tú... pero tú...
Quería decir: "pero tú estás muerto, ahora lo
recuerdo". Sin embargo le faltaba valor. Retrocedió con el brazo tendido para
rechazarlo por si acaso se le acercaba.
- Pero tú... pero tú... -después lanzó
una especie de alarido-: ¡Vete... vete, te lo ruego! -suplicaba con los ojos
desencajados por el terror. Y él:
- Por
favor, Gianna... tan sólo quería descansar un poco.
- ¡No, no,
vete! ¡Cómo puedes pensar... acaso me quieres volver loca! ¡Vete! ¡Vete!
¿Quieres despertar a todo el conventillo?
Dado que
Appacher no daba señales de moverse, la muchacha, sin quitarle de encima la
mirada, buscó detrás suyo a ciegas con las manos, a tientas sobre un aparador.
Bajo los dedos le apareció una tijera.
- Me voy,
me voy -repuso él, desorientado, pero la mujer, con el coraje que da la
desesperación, ya le apretaba contra el pecho la ridícula arma y la doble
hoja, al no hallar resistencia, se hundió muy suavemente en el fantasma.
- Oh, Toni,
perdona, no quise -exclamó espantada la muchacha, mientras él:
- No, no...
¡Ah, qué cosquillas, por favor... qué cosquillas! -y rompió a reír
frenéticamente, como loco.
Afuera, en
el patio, un postigo se golpeó con estruendo. Luego se oyó una voz furibunda:
- Pero, ¿se
puede saber qué pasa? ¡Son casi las cuatro...! ¡Es un escándalo, cuernos!
Appacher
huía ya como el viento. ¿Con quién más probar? ¿Con el buen don Raimondo,
vicepárroco de San Calixto, en las afueras, y antiguo compañero de gimnasio
que le había suministrado en el lecho de muerte los últimos consuelos de la
religión?
- Atrás,
atrás, aparición demoníaca -fue la recepción del digno sacerdote al
presentársele el violinista.
- Pero si
soy Appacher, ¿no me reconoces...? Don Raimondo, deja que me esconda en tu
casa. Falta poco para el alba. No hay un perro que me quiera recibir... Los
amigos han renegado de mí. Al menos tú...
- No sé
quién eres -respondió el cura con voz melancólica y solemne-. Podrías ser el
demonio, o hasta una ilusión de mis sentidos, no sé. Pero si eres en verdad
Appacher, ya está, entra nomás, ésa es mi cama, recuéstate y descansa...
- Gracias,
gracias, don Raimondo, yo sabía...
- No te
preocupes -prosiguió suavemente el cura-, no te preocupes si ya el obispo
sospecha de mí... No te preocupes, te lo suplico, de que tu presencia aquí
pueda originar graves complicaciones... En suma, no te inquietes por mí. Si has
sido enviado aquí para mi ruina, pues bien, ¡hágase la voluntad de Dios! Pero,
¿qué haces ahora? ¿Te vas?
Y es por
esto que los espíritus -si acaso algún alma desdichada se demora en la tierra
con obstinación- no quieren vivir con nosotros, sino que se refugian en las
casas abandonadas, entre las ruinas de las torres legendarias, en las capillas
perdidas en la selva, en las solitarias escolleras que el mar azota sin cesar y
lentamente se derrumban.