La escritora y periodista argentina Luisa
Valenzuela (1938) posee una vasta obra que comprende las novelas "Hay que
sonreír", "El gato eficaz", "Como en la guerra", "Cola de lagartija", "Realidad
nacional desde la cama", "La travesía" y "El mañana"; los libros de cuentos y
microrrelatos "Los heréticos", "Aquí pasan cosas raras", "Libro que no muerde", "Cambio
de armas", "Donde viven las águilas", "Simetrías", "Brevs. Microrrelatos completos hasta hoy", "Acerca de Dios (o aleja)", "Tres por cinco" y "Juego de villanos"; y los
ensayos "Peligrosas palabras", "Escritura y secreto", "Los deseos oscuros y los
otros (cuadernos de New York)", "Taller de escritura breve" y "Entrecruzamientos". Ahora
acaba de publicar "Diario de máscaras", un libro en el que resume su fascinación
por esos misteriosos artefactos que desde tiempos inmemoriales forman parte
esencial de los rituales de Carnaval y cuya búsqueda la llevó a diferentes
geografías del planeta. Contado con registros tan distintos como la anécdota de
viaje, descripciones casi antropológicas acerca de creencias, rituales y
ceremonias de culturas de todo el mundo y explicaciones sobre cada una de las
máscaras adquiridas, el libro condensa, en definitiva, a la escritora, la
viajera y la coleccionista. Aunque este texto marca quizá la relación más
profunda entre las máscaras -presentes a montones en el galpón de su actual
casa- y su obra literaria, el tema estuvo presente varias veces en su obra
previa. De hecho, aparece ya en el cuento que da nombre a su temprano libro "Aquí pasan cosas raras", y también surge en relatos como "Ceremonias de rechazo"
del libro "Cambio de armas" o en "El fontanero azul", incluido en "Donde viven las
águilas". "Las máscaras -define Valenzuela- son umbrales, entidades liminares
entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los
mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del
desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el
desenfreno". En febrero de 2012 viajó a Cerdeña, isla italiana que cuenta con
uno de los carnavales más atractivos del planeta. El objetivo del viaje era
escribir una nota sobre máscaras, especialmente sobre las más emblemáticas de
ese lugar: la de la Filonzana, la del Mamuthòn y la del Issohador. Sin embargo,
en medio del Carnaval, se encontró con una máscara sin terminar cuyos rasgos
tenían un notable parecido con el tres veces presidente de la Argentina Juan
Domingo Perón (1895-1974). Allí también se enteró de una historia que lo
involucraba: hablaba sobre la posibilidad de que tuviera un origen sardo, un
nombre verdadero -Giovanni Piras-, ocultado por la máscara del nombre que todos
conocemos y un enigma que, de tanto querer ocultar, él mismo habría olvidado.
Este secreto sólo podía ser contado a través de una novela, y eso fue lo que
hizo tras su regreso. Lo que sigue es un resumen editado de las entrevistas
concedidas el corriente año por la
autora a Mora Cordeu (para la entrada del 16 de febrero de la página web de la
agencia de noticias "Télam") y a Juan Pablo Bertazza (para el suplemento "Radar
Libros" del diario "Página/12" aparecido el 29 de marzo).
¿Cuándo
empezó toda esta locura por las máscaras?
No sé exactamente cuándo, de hecho siempre tuve
algunas máscaras que me gustaban mucho. Me acuerdo de que una poeta amiga le
regaló a mi mamá una máscara chiquita que me fascinaba y ella no le daba bola,
la dejaba ahí tirada y yo no decía nada, quizás ésa es la primera máscara. Pero
yo creo que tuvo mucho que ver México, sobre todo cuando me compré una casa en
Tepoztlán y veía las máscaras que llegaban desde Guerrero, que son
maravillosas. Las máscaras resumen muchas de mis pasiones: los viajes, el
teatro, lo sagrado, es una metáfora muy familiar y accesible para ahondar en
misterios como la muerte y el lenguaje. Además son ambivalentes: la máscara en
realidad desenmascara mientras que la máscara real parece ser la que usamos
todos los días.
¿Qué
relación mantenés con ellas? ¿Hay alguna preferida?
Tengo varias a las que quiero mucho: como la
coreana a la que le falta un mentón, otra puntiaguda de Puerto Rico, a ésas las
quiero. Y nunca las uso, tengo un par de amigos que sí se las ponen y cada vez
que lo hacen adoptan una actitud, una transformación inmediata. Yo las respeto
tanto que no las toco: convivo con ellas y les hablo, son una compañía.
Desde
distintas perspectivas en el texto aparece el viaje, la escritura y las
máscaras ¿Cómo llegaste a enhebrar esta ecuación?
Ese entramado afloró con toda naturalidad porque
pude aunar mis pasiones y mi forma de conectarme con el mundo. Por un lado
yendo de acá para allá, sumergiéndome en su misterio, el que las máscaras
representan y ponen en acto. Al fin y al cabo, son intermediarias entre los
seres humanos y las deidades. Entre lo profano y lo sagrado, son los más vitales
de los objetos inanimados, las piezas de arte que sin querer ser arte bailan
con nosotros. Además, este libro me sumergió en la vasta biblioteca al respecto
que fui acumulando durante años y viajes, y me permitió homenajear el
centenar de máscaras que tengo frente a mí, extraña compañía, y recordar a
aquellas que, cargada de asombro y a veces de pavor, admiré en mis incursiones
por rituales, fiestas patronales y populares, carnavales de todo color y laya.
En el
libro emerge la viajera que encontró una llave -la máscara- para adentrarse en
lugares muy disímiles y decodificar aspectos esenciales de una cultura ¿Tuviste
esta percepción?
Me parece muy perspicaz la metáfora de la llave.
Yo la encontré en forma más bien inconsciente para enriquecer mi pasión nómada,
para darle una forma. Otros usan la máscara para abrir distintas puertas: la
del espacio sagrado, la de la alegría, la del misterio, al del secreto, la del
arte, la del pavor...
"Nunca
es el hombre menos sí mismo que cuando habla de su persona. Dadle una máscara y
os dirá la verdad". Esta frase que citás de Oscar Wilde acentúa el aspecto
revelador de la máscara...
El genial
Oscar Wilde entendió de inmediato la ambivalencia vital de la máscara, que
oculta y a la vez revela. Lo saben muy bien los actores, que al calarse la
máscara pueden entrar en contacto mucho mejor con los propios sentimientos.
Hacia el final de "Amadeus", en una de las escenas
más recordadas de la película, un hombre solemne y enmascarado visita a Mozart
para pedirle -en realidad, exigirle- la composición de un réquiem, un encargo
urgente que lo obligará a poner todas sus demás ocupaciones en un segundo
plano. Lo interesante es que aquello que desencadena el espiral de enfermedad y
locura irreversible de Amadeus no es otra cosa que esa máscara a partir de la
cual Mozart confunde a Salieri con su propio padre muerto y ya no puede escapar
de ese callejón sin salida.
Es cierto,
yo siempre me acuerdo de esas máscaras aterradoras de Ojos bien cerrados pero
en Amadeus Salieri usa una máscara bauta, la de los carnavales de Venecia. Es
una máscara con una saliente que incluso distorsiona la voz, eso era para
impedir el reconocimiento en los carnavales orgiásticos del siglo XVII en
Venecia.
¿Las máscaras provocan un cambio en los sentidos?
Claro,
pensá que se modifica incluso la respiración: entra poco oxígeno y entre los
yuyos que queman, el efecto del fuego y todas las máscaras que ves a tu
alrededor, entrás en un estado tercero, casi alucinatorio. La visión suele
reducirse un poco: a través de las máscaras de los yaquis, un pueblo indígena
del estado de Sonora, por ejemplo, no se ve nada; de hecho, ellos hacen también
la danza del venado, donde directamente te ponen una vincha que casi te tapa
los ojos para andar agachado como el venado. En el otro extremo, hay una etnia
en Nigeria que produce máscaras de carrera con una abertura de ojos muy grande
para poder correr: corren las personas pero, en realidad, compiten las
máscaras. También el olfato se modifica, porque algunas máscaras no tienen
fosas nasales: entrás en otro plano, en mundos y tiempos paralelos, algunos
pueden bailar días enteros y, por el contrario, hay rituales de eternidad que
duran diez minutos, pero todo adquiere otra dimensión.
Da la impresión de que las culturas que desarrollan
las máscaras son las más postergadas.
Bueno, hay
algo de eso por lo de la inversión que propone el Carnaval. Aunque también hay
máscaras en países como Suiza, Alemania y ni hablar de Italia con lo que es la
Commedia dell'Arte. Pero es verdad que hay máscaras maravillosas en algunos
países de Europa Central como Hungría. Lo interesante, además, es cómo el tema
de las máscaras termina hermanando a culturas tan lejanas geográficamente:
mientras ciertas tribus de Africa entienden que la transpiración que sale de
las máscaras es el desborde de la palabra de los ancestros, los chané, una
tribu amazónica del Chaco salteño, consideran que el alma de los muertos se va
al palo borracho, al árbol, por lo que la máscara lo que hace es recuperar al
ancestro. Quizá por eso para muchas culturas las más importantes son las
máscaras usadas, a tal punto que en México llegan a falsificar el uso de
algunas, es decir, tienen que estar bailadas.
Además, hay una clara relación entre las
máscaras y la muerte.
Es que las
máscaras son más sublimes que bellas, justamente porque dialogan con la muerte:
hay infinidad de máscaras mortuorias como la de oro de Agamenón; también hay
muchas mexicanas y peruanas que se utilizan en los funerales para liberar el
espíritu de los muertos. Son impresionantes en ese sentido las máscaras de los
dogones, etnia que pudo sustraerse al Islam y mantener gran parte de su
tradición, y en cuyos rituales funerarios cada persona debe de esculpir su
propia máscara a partir de unos modelos muy concretos. Esas máscaras no se
pueden nombrar y ellos tienen todo un lenguaje cifrado para mencionarlas. Por
otro lado, hay máscaras malas, como la de los poro, en Africa, que las mujeres
no pueden ver porque, de lo contrario, sucedería una desgracia. Esas están muy
cargadas y trato de no tenerlas en casa.
En ese
adentrarse en los ritos del carnaval, en el misterio de sus máscaras, ¿no hay
una necesidad de llegar al hueso, de tocar de alguna manera lo “otro”, con o
sin connotaciones religiosas?
En ese sentido podríamos decir que las máscaras
ofician para mí como una forma de escritura. Porque como escritora, y desde la
ficción, pretendo alcanzar el borde de lo inefable. Busco ponerle palabras a
aquello que no parecería poder ser dicho. Las máscaras en su amplísimo poder
polisémico, parecerían ser poderosos ayudantes. Y son 'pharmacos', al estilo
griego: esos chivos expiatorios que pueden absorber el mal y alejarlo de la
comunidad.
¿Encontraste elementos comunes en los carnavales de Latinoamérica? ¿Dónde hay una tradición más rica?
No hay duda que México es el más rico en ese
aspecto. Y no sólo por los carnavales, también en cada fiesta patronal bailan
las máscaras, en honor al Santo o en contraposición, desafiando el poder de los
españoles o burlándose de él. A veces se vuelven muy violentas pero siempre
respetando ciertos códigos. Los Tastoanes de Tonalá con máscaras monstruosas
representan al indígena azuzando al español que los castiga con una vara de
membrillo. O los indígenas de la morenada de Naolinco que con máscaras feroces
pero llenas de humor se cascan con un palo durante las fiestas de San Mateo. El
elemento común que más me llamó la atención es la máscara de diablo. Aparece en
la América Hispánica, en ese sincretismo inevitable cuando los misioneros
inculcaron el cristianismo y los nativos lo interpretaron a su modo, asumiendo
la figura del Malo con ironía, de manera festiva, porque no hay nada mejor que
reír de los estigmas que el otro -a veces enemigo- pretende endilgarnos.
Hay un capítulo acerca de las máscaras en el Chaco salteño, podes contarme sobre esa idea de que primero no encontraste las máscaras pero si la narración ¿Cómo se articula la palabra y la máscara?
Yo percibo esa articulación en forma directa.
Cada una de mis máscaras es como un libro, brinda la apertura a otro
entendimiento. Para los chané las máscaras son el alma de sus antepasados, que
al morir el cuerpo van a refugiarse en el chuchán, ése árbol que por acá
llamamos palo borracho y que en esta época estalla en intensas flores rosadas.
El mascarero tras un secreto ritual, al talar el árbol rescata el alma y talla
la máscara.
En ese capítulo mencionás al cacique Máximo y la sensación de perdida por las tierras confiscadas, por los jóvenes en busca de nuevos horizontes, por las máscaras que se lleva el hombre blanco. ¿Cuál es el efecto de esa enajenación de culturas originarias?
En ese capítulo mencionás al cacique Máximo y la sensación de perdida por las tierras confiscadas, por los jóvenes en busca de nuevos horizontes, por las máscaras que se lleva el hombre blanco. ¿Cuál es el efecto de esa enajenación de culturas originarias?
La llamada civilización avanza borrando los
trazos de un contacto muy especial y diverso con el conocimiento. En el caso de
los chané que pierden el monte, y la cultura que éste encierra, y los jóvenes
que heredarían dicha cultura deben partir a buscar trabajo en otras latitudes,
la máscara sagrada se transforma. Si en el tiempo del ritual debían ser
destruidas después de las ceremonias, que coinciden con nuestro carnaval, el
cacique Máximo especuló que, comprada por el hombre blanco, la máscara es
también destruida porque pierde su poder metafórico y ritual. Por eso ahora los
chané fabrican, para su venta, bellas máscaras de animales policromadas y conmovedoras,
que no son destinadas al ritual.
¿Esos ritos ancestrales pueden escapar a las vicisitudes del presente?
En un corso en la ciudad de Tartagal años atrás
vi la transformación de las máscaras del pin-pin en algo más actual pero que
conservan su fisonomía característica y les sirve a los chané para burlase
sobre todo del dominador, que somos nosotros. En la región del Sibudoy, en
la frontera entre Colombia y Ecuador, todavía tallan unas máscaras con muecas o
sacando la lengua, que expresan el resentimiento y la burla que el indio no se
animaba a exteriorizar frente a los colonizadores. Porque las máscaras suelen
ser, también, una forma de rebeldía, de trasgresión.
Otro aspecto es la relación entre máscara y mujer, Las máscaras como un invento femenino, que los hombres hicieron suyas, como los selk'nam en Tierra del Fuego o las maoríes que recuperan las máscaras de sus antiguas diosas.
Me llama mucho la atención cómo, en muy diversas
regiones del mundo, de Tierra del Fuego al Africa ecuatorial, el mito narra que
las máscaras fueron inventadas por las mujeres para entretener e instruir a la
tribu, pero más tarde los hombres, conscientes de su poder, se apropiaron de
las máscaras y mataron a las mujeres conocedoras del secreto. Lo dicen
antropólogos de la talla de Martin Gusinde, el padre José Mosé o Michael
Taussig. Por eso me maravilló tanto encontrar en el centro de la isla norte de
Nueva Zelanda a un grupo de mujeres aborígenes que estaba recreando las
máscaras de las diosas desaparecidas del panteón maorí, a quienes Maui, el
mítico héroe mortal, les había arrebato los poderes, condenándolas al olvido:
la resurrección de un saber ancestral al que esas mujeres maoríes estaban
abocadas con toda felicidad.
En el relato surge la imposibilidad de definir a la máscara, de ver cómo se integra a escenarios diferentes o se singulariza en su propia realidad. ¿Cuál de todas te impactó más y por qué?
La máscara, por antonomasia, es la ambivalencia
misma. Y la multiplicidad infinita. Al respecto dos zonas son las más cercanas
a mi corazón. México por un lado donde la máscara sigue muy viva en todo su
esplendor y diversidad y Mali. En particular la etnia Dogón de Mali, en el
África subsahariana, porque tienen una noción muy compleja y sabia de todo lo
que la máscara representa, su simbología y su proximidad incuestionable con el
lenguaje humano.
¿Soñás con
máscaras?
Tengo un
sueño recurrente: compro un montón de máscaras y no sé cómo traerlas y subir al
avión con todas, me da miedo perder el avión por el lastre, me aparece esa
palabra. Entonces le pido a gente amiga con la que estoy viajando que las vayan
metiendo en valijas o bolsos de mano para no tener problemas con la aduana. En
los aeropuertos me suelen pasar cosas muy divertidas porque traigo máscaras en
la mano y, a veces, en países como Colombia, quienes controlan se terminan
probando las máscaras.
Si bien en el libro decís que, en rigor, no sos
una coleccionista porque tu pasión no es inmoderada, ¿pensás cerrar en algún
momento la persiana a las máscaras?
Sólo
cuando me quede sin espacio físico donde colgarlas: yo pensé que después de
escribir un libro así no iba a querer ver otra máscara en mi vida, y sin
embargo, seguí buscando. De hecho, después de escribirlo conseguí en el norte
de Laos una máscara hermosa que abre la boca. Lo curioso es que, aun cuando no
las busco, las máscaras vienen a mí: en ese mismo viaje que hice el verano
pasado, ya con el libro escrito, apenas llegué a Vietnam sentí que tenía que
resignarme, que ahí no iba a ver máscaras, aunque hay muchos títeres de agua. Y
de repente, cuando estaba caminando por Hanoi, una ciudad que detestaba, veo en
un kiosco una máscara, tipo careta, pero muy especial, y le pregunto al
vendedor: "¿Esto es de acá?". "Sí, del festival del otoño", me responde. No
quiero que la colección tenga fin porque es un hilo con la vida, con el
disfrute, con la comprensión de otras culturas y de otras dimensiones.