20 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (3)

"El pensamiento de Descartes representa una revolución en distintos campos del saber -afirma el historiador catalán Francesc Lluís Cardona (1940) en su introducción al "Discurso del método" publicado en 1998 en España-. Enriqueció las matemáticas, la física, la metafísica, la tecnología y descubrió la geometría analítica. A partir de los famosos ejes cartesianos, desarrollados en la geometría analítica, no solamente une el espacio geométrico a las ecuaciones, sino que pone las bases de la física-matemática, indispensable para el desarrollo de la mecánica newtoniana. Descartes ha sido denominado el padre de la filosofía moderna y en cierto sentido, también podemos decir que es el padre de la psicología moderna, pues sus estudios sobre el alma humana cambiaron completamente la concepción de la psiquis". Su consagrado "pienso, luego existo" implicó, en primer lugar, la constatación de la re­gla metódica de la evidencia intelectual, pero, en segundo lugar y a la vez, sirvió para establecer la naturale­za de la realidad humana como "realidad pensante". El hombre sólo tiene acceso inmediato a los contenidos de su propio pensamiento y, en consecuencia, la evidencia no es una regla convencional para alcanzar la ver­dad sino la única posibilidad de verificación de sus ideas. En efecto, en su filosofía Descartes se centró en el sujeto o mente que conoce, el centro de atención dejó de ser Dios y se desplazó al conocimiento, siendo precisamente la gnoseología la rama de la filosofía que más desarrolló. Ello ocurrió en una época en la que se produjo una ostensible ruptura con las dos fuentes del conocimiento filosófico predominantes hasta entonces: el Corpus Aristotelicum y la Biblia.
Fue también en esa época -el siglo XVII- en la que el modo de producción capitalista se afianzó mediante el resquebrajamiento de las grandes agrupaciones de artesanos, la tendencia del capital estrictamente industrial a emanciparse del capital mercantil y los comienzos de la explotación agraria capitalista con los consiguientes negocios de tipo financiero. Tras el desmoronamiento político y económico del feudalismo, en el ámbito del pensamiento filosófico se llevó a cabo una crítica profunda a las ideas asociadas con ese régimen. El primer paso en esa dirección se había dado durante el Renacimiento cuando, desde un punto de vista basado en el humanismo clásico, intelectuales como Dante Alighieri (1265-1321) o Niccolò Maquiavelo (1469-1527) trataron de introducir un nuevo modelo de hombre y de renovar la teoría política, el primero desde las páginas de su "De Mònarchia" (De Monarquía) y el segundo con su "Il principe" (El príncipe), obras en las que defendieron la autoridad civil sobre la eclesiástica. Esa controversia trajo aparejado un cuestionamiento a la vieja tradición ideológica. Ya no era posible aceptar como apodíctica a la autoridad de los dogmas; ésta debía provenir de la libre observación del sujeto. Ya en el siglo XVI, tras el movimiento de la Reforma, la reivindicación de la individualidad se acentuaría ostensiblemente.
Aquella temática se estructuró con mayor rigor en el siglo XVII y abarcaría la observación directa de la realidad, el desplazamiento de la autoridad tradicional como criterio de verdad y el cuestionamiento del ordenamiento social. Ahora se tomaba como base de sustentación el previo análisis de las estructuras fundamentales del conocimiento humano. El hombre ya no era sólo un animal creyente sino que también, y por sobre todas las cosas, era un animal racional. Surgieron voces como la de Francis Bacon (1561-1626), quien en su "Novum organum scientiarum" (Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza) sentenciaba: "Algunos han intentado basar un sistema de filosofía natural en el libro I del Génesis, en el libro de Job y en otros variados pasajes de las Sagradas Escrituras buscando las cosas muertas entre las vivas. Las cabezas de los hombres han estado preocupadas con religión y teología durante tantos siglos, y los gobiernos, fundamentalmente las monarquías, no se previnieron de esta clase de novedades (las ciencias) aún especulativas puras, hasta tal punto que quienes se dedican a ellas lo hacen con riesgo de perder sus bienes y no reciben recompensa alguna sino que por el contrario, están expuestos al desprecio y al odio".
Descartes, al iniciar su filosofía desde la duda metódica, también puso entre paréntesis no sólo el conocimiento vulgar, sino todo aquel conocimiento que aunque estructurado científicamente, respondía a la cosmovisión filosófica de la época. "Desde mi infancia -escribió en el 'Discurso del método'- fui educado en el estudio de las letras y tenía yo un gran deseo en aprenderlas, pues me aseguraban que con ellas se podía lograr un conocimiento claro y seguro de todo lo que es provechoso para la vida. Pero en cuanto hube finalizado mis estudios, al fin de los cuales se suele ser admitido en el rango de los doctos, mudé completamente de parecer. Pues me acuciaban tantas dudas y errores que me parecía que habiéndome esforzado por instruirme, no había conseguido sino que descubrir cada vez más mi ignorancia". Y agregó más adelante: "En lo que se refiere a las demás ciencias, al tomar sus principios de la filosofía yo juzgaba que, sobre tan débiles fundamentos, no podía haberse construido nada firme".
Educado en el Collège Henri IV de La Flèche, primero, y en la Université de Poitiers, después, entidades educativas en las que se impartía una meticulosa formación escolástica, Descartes conoció en toda su amplitud las consecuencias de una ciencia basada en la silogística aristotélica. El silogismo (del griego syllogismos = razonamiento) creado por Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) es una forma de razonamiento que consta de tres proposiciones de modo que dos de ellas actúan como premisas de las que deriva una tercera que se considera la conclusión de dicho razonamiento. Pero, si las premisas son indemostrables o meros axiomas (la interpretación de las Sagradas Escrituras, por ejemplo), resulta difícil aceptar esta lógica como científica ya que todos los conocimientos científicos deben basarse en la demostración. El silogismo, entonces, fue considerado como una afirmación obvia, vacía, redundante y, como instrumento, inadecuado para el progreso de los conocimientos. Partiendo de esta convicción, tanto desde el empirismo de Bacon como desde el racionalismo de Descartes, se llevó adelante un ataque sistemático a esa estructura privilegiada de la lógica tradicional.
La Europa de entonces se hallaba sumergida en una crisis secular que abarcó distintos ámbitos: el estancamiento de la población, el retroceso de la actividad agraria, dificultades para la industria urbana y para el comercio tradicional. Esto supuso la profundización de la polarización de los sectores económicos y de las clases sociales. Mientras las clases dominantes y los Estados protagonizaron un descomunal asalto a la renta, el resto de las poblaciones padecieron una degradación de las condiciones sociales: endeudamiento, empobrecimiento y alienaciones de tipo económico y jurídico. Y, por supuesto, la brutal guerra de los Treinta Años, una guerra en la que intervinieron la mayoría de las grandes potencias europeas de la época y que produjo la devastación de territorios enteros, hambrunas y enfermedades que diezmaron la población civil, la destrucción de miles de villas y pueblos, además de llevar a la bancarrota a muchas de las potencias implicadas. El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) caracterizó a este conflicto como "la última fase de la transición del feudalismo al capitalismo".


Dentro de ese clima, muchos de los representantes del pensamiento renovador prefirieron llevar una vida de semi-reclusión, residiendo en comarcas tranquilas, alejados de los peligros de las grandes ciudades, y su producción estuvo signada, más de una vez, por la autocensura. Es el caso de nuestro Descartes, pero también el de Baruch de Spinoza (1632-1677). Otros, en cambio, aquellos que vivían en países donde las luchas políticas eran intensas, pero por lo mismo reflejaban la toma de conciencia de grandes sectores sociales, se entregaron de lleno a la lucha política y pusieron sus ideas al servicio de la nobleza o de la burguesía, tal como lo hicieron Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704). Aquella nueva situación socio-política que comenzó a gestarse en Europa, determinó en muchos aspectos la problemática filosófica al exigir, para su propio desarrollo, el avance ininterrumpido de la razón y la aplicación técnica de los resultados de la ciencia. Esto es, que los intelectuales se abocasen más a las cuestiones de interés científico que a vanas dialécticas acerca del orden divino. Para esa etapa histórica el conocimiento significaba, por sobre todas las cosas, poder y dominio.
Fue en ese contexto que Descartes presentó en el "Discurso del método" sus cuatro reglas "para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias". Así, propuso: "Primero, no admitir nada como verdadero si no supiese con evidencia que lo es; es decir, tratar de evitar en todos los casos la precipitación y la prevención, y no incluir en mis juicios nada más que lo que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna posibilidad de ponerlo en duda. Segundo, dividir cada una de las dificultades en tantas partes como fuera posible para su mejor solución. Tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los más simples y fáciles de conocer para luego ir ascendiendo poco a poco hasta el conocimiento de los más complicados, e inclusive suponer algún orden entre los que no se preceden naturalmente. Y, por último, hacer en todos los casos recuentos tan integrales y revisiones tan generales que llegase a estar seguro de no olvidar nada". Es evidente que, para emprender el proceso deductivo de elaboración de su filosofía, Descartes necesitó un punto firme de partida, una idea clara y distinta que le sirviese de sustento. Para ello prescindió del testimonio de los sentidos y de la ima­ginación descalificándolos como fuentes de certeza, pero confió firmemente en la razón y en su veracidad. Se limitó a someter íntegramente todo su contenido de conciencia a la dura prueba de la duda universal "llevada tan lejos como me fuere posible".
Su aspiración era llegar a una certeza absoluta, a una verdad inconmovible capaz de resistir todos los ataques de los escépticos y que le sirviese como fundamento para edificar toda su filosofía. Pretendía corroborar su certeza asentándola sobre bases firmes. La famosa "duda cartesiana" no era un fin en sí misma, sino un medio para llegar a la verdad y un instrumento para elaborar una filosofía sólidamente construida. Era, también, el medio más eficaz para escudriñar a fondo su conciencia, examinando una por una todas las certezas admitidas por él hasta ese momento y someterlas a una prueba radical y decisiva, a una crítica implacable, que le permitiese eliminar todos los conocimientos en que pudiera hallar la más leve posibilidad de error. Si bien excluyó de su duda las "verdades reveladas", se permitió sin embargo decir en sus "Meditaciones metafísicas": "Pudiera ser que la idea que tenemos de un Dios bueno no fuera más que una fábula, y que estuviéramos a merced de un genio maligno que se entretuviera en engañarnos. Dios permite que nos equivoquemos algunas veces, y pudiera ser que permitiera que nos equivocáramos siempre. Por esto es necesario tomar toda clase de precauciones, y la más eficaz es someter todos nuestros conocimientos al examen de la duda, rechazando implacablemente todos aquellos en que podamos hallar el más leve indicio de inverosimilitud".


Huelga decir que, tanto su persona como su doctrina han sido objeto de las interpretaciones más diversas, lo cual se debe, por una parte, a la aparente claridad y sencillez de su filoso­fía, y por otra, a la polimorfa variedad de consecuencias a que ha dado origen, mu­chas de ellas ajenas por completo a su intención. Para el matemático, físico y filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662), por ejemplo, la pretendida generalidad del método cartesiano era inútil porque no era capaz de adaptarse a los múltiples objetos de estudio que pueden llegar a presentarse. Hacen falta métodos particulares para los problemas específicos, en caso contrario, el método resulta ser tan general que deja de ser método. El autor de los "Pensées" (Pensamientos), reunión de escritos y fragmentos que fueran publicados póstumamente, consideraba que, en la tarea humana, no podía haber en ningún caso métodos plenamente fiables. "Retrocediendo hacia los primeros fundamentos en la cadena de las causas y las razones llegamos necesariamente a términos que no podemos explicitar más, o bien a principios que ya no admiten demostración alguna. Así pues, la certeza absoluta no se halla a nuestro alcance".
Por su parte Adrien Baillet (1649-1706), teólogo y crítico literario francés, primer biógrafo de Descartes, lo presentó como un cristiano sincero vibrante de fe, un apologista que ante todo se proponía defender la religión contra los libertinos. Sin embargo, su ortodoxia y hasta su sinceridad religiosa fueron puestas en litigio por algunos contemporáneos pro­testantes como el teólogo holandés Gijsbert Voet (1589-1676) y católicos como el aristócrata Pierre de Valois (1648-1694). Otros, como los escritores franceses Félicité La Mennais (1782-1854), Jean Baptiste Lacordaire (1802-1861) y Charles de Montalembert (1810-1870), fundadores de la congregación Frères de l'Instruction Chrétienne (Hermanos de la Instrucción Cristiana), llegaron a calificarlo de "Lutero de la filosofía". Más tarde, el filósofo francés Alfred Fouillée (1838-1912) en su biografía de Descartes publicada en 1893, sostuvo que su máxima aspiración "habría sido la tranquilidad. Buscó refugio en Holanda para poder pensar y escribir libremente, sin miedo a correr la suerte de Galileo. Su religiosidad sólo fue aparente. En realidad fue un indiferente en religión, temeroso de las autoridades, a las que engañó con declaraciones hipócritas para que le dejaran vivir en paz".
Pero, más allá de estas disquisiciones motorizadas por ciertos escrúpulos religiosos, más interesantes resultan las apreciaciones de hombres de ciencia como Jean D'Alembert (1717-1783), que lo presentó como el libertador de la razón, el revolucionario intelectual por excelencia y destructor de las tradiciones; Georg W.F. Hegel (1770-1831), para quien fue el padre de la filosofía moderna; Victor Cousin (1792-1867), que lo consideró el creador del racionalismo moderno; o Edmund Husserl (1859-1938), que lo ponderó como precursor del idealismo. Como puede verse, la he­rencia de Descartes es polivalente, y casi todas las actitudes poste­riores son un poco deudoras de su actitud ante la filosofía, la cual sigue siendo un signo de contradicción. Lo cierto es que marcó una huella profunda al establecer principios cuyas consecuencias habrían de ser incalculables y ante las que, se­guramente, él mismo se habría sorprendido.