"El pensamiento de Descartes representa una
revolución en distintos campos del saber -afirma el historiador catalán
Francesc Lluís Cardona (1940) en su introducción al "Discurso del método"
publicado en 1998 en España-. Enriqueció las matemáticas, la física, la
metafísica, la tecnología y descubrió la geometría analítica. A partir de los
famosos ejes cartesianos, desarrollados en la geometría analítica, no solamente
une el espacio geométrico a las ecuaciones, sino que pone las bases de la
física-matemática, indispensable para el desarrollo de la mecánica newtoniana.
Descartes ha sido denominado el padre de la filosofía moderna y en cierto
sentido, también podemos decir que es el padre de la psicología moderna, pues
sus estudios sobre el alma humana cambiaron completamente la concepción de la
psiquis". Su consagrado "pienso, luego existo" implicó, en primer lugar, la
constatación de la regla metódica de la evidencia intelectual, pero, en
segundo lugar y a la vez, sirvió para establecer la naturaleza de la realidad
humana como "realidad pensante". El hombre sólo tiene acceso inmediato a los
contenidos de su propio pensamiento y, en consecuencia, la evidencia no es una
regla convencional para alcanzar la verdad sino la única posibilidad de
verificación de sus ideas. En efecto, en su filosofía Descartes se centró en el
sujeto o mente que conoce, el centro de atención dejó de ser Dios y se desplazó
al conocimiento, siendo precisamente la gnoseología la rama de la filosofía
que más desarrolló. Ello ocurrió en una época en la que se produjo una ostensible
ruptura con las dos fuentes del conocimiento filosófico predominantes hasta
entonces: el Corpus Aristotelicum y la Biblia.
Fue
también en esa época -el siglo XVII- en la que el modo de producción
capitalista se afianzó mediante el resquebrajamiento de las grandes agrupaciones
de artesanos, la tendencia del capital estrictamente industrial a emanciparse
del capital mercantil y los comienzos de la explotación agraria capitalista con
los consiguientes negocios de tipo financiero. Tras el desmoronamiento político
y económico del feudalismo, en el ámbito del pensamiento filosófico se llevó a
cabo una crítica profunda a las ideas asociadas con ese régimen. El primer paso
en esa dirección se había dado durante el Renacimiento cuando, desde un punto
de vista basado en el humanismo clásico, intelectuales como Dante
Alighieri (1265-1321) o Niccolò Maquiavelo (1469-1527) trataron de
introducir un nuevo modelo de hombre y de renovar la teoría política, el
primero desde las páginas de su "De Mònarchia" (De Monarquía) y el segundo
con su "Il principe" (El príncipe), obras en las que defendieron la autoridad
civil sobre la eclesiástica. Esa controversia trajo aparejado un cuestionamiento
a la vieja tradición ideológica. Ya no era posible aceptar como apodíctica a la
autoridad de los dogmas; ésta debía provenir de la libre observación del
sujeto. Ya en el siglo XVI, tras el movimiento de la Reforma, la reivindicación
de la individualidad se acentuaría ostensiblemente.
Aquella temática se estructuró con mayor rigor
en el siglo XVII y abarcaría la observación directa de la realidad, el
desplazamiento de la autoridad tradicional como criterio de verdad y el cuestionamiento
del ordenamiento social. Ahora se tomaba como base de sustentación el previo
análisis de las estructuras fundamentales del conocimiento humano. El hombre ya
no era sólo un animal creyente sino que también, y por sobre todas las cosas, era
un animal racional. Surgieron voces como la de Francis Bacon (1561-1626),
quien en su "Novum organum scientiarum" (Indicaciones relativas a la
interpretación de la naturaleza) sentenciaba: "Algunos han intentado basar
un sistema de filosofía natural en el libro I del Génesis, en el libro de Job y
en otros variados pasajes de las Sagradas Escrituras buscando las cosas muertas
entre las vivas. Las cabezas de los hombres han estado preocupadas con religión
y teología durante tantos siglos, y los gobiernos, fundamentalmente las
monarquías, no se previnieron de esta clase de novedades (las ciencias) aún
especulativas puras, hasta tal punto que quienes se dedican a ellas lo hacen
con riesgo de perder sus bienes y no reciben recompensa alguna sino que por el
contrario, están expuestos al desprecio y al odio".
Descartes,
al iniciar su filosofía desde la duda metódica, también puso entre paréntesis
no sólo el conocimiento vulgar, sino todo aquel conocimiento que aunque
estructurado científicamente, respondía a la cosmovisión filosófica de la
época. "Desde mi infancia -escribió en el 'Discurso del método'- fui educado
en el estudio de las letras y tenía yo un gran deseo en aprenderlas, pues me
aseguraban que con ellas se podía lograr un conocimiento claro y seguro de todo
lo que es provechoso para la vida. Pero en cuanto hube finalizado mis estudios,
al fin de los cuales se suele ser admitido en el rango de los doctos, mudé
completamente de parecer. Pues me acuciaban tantas dudas y errores que me
parecía que habiéndome esforzado por instruirme, no había conseguido sino que
descubrir cada vez más mi ignorancia". Y agregó más adelante: "En lo
que se refiere a las demás ciencias, al tomar sus principios de la filosofía yo
juzgaba que, sobre tan débiles fundamentos, no podía haberse construido nada
firme".
Educado en
el Collège Henri IV de La Flèche, primero, y en la Université de
Poitiers, después, entidades educativas en las que se impartía una meticulosa
formación escolástica, Descartes conoció en toda su amplitud las consecuencias
de una ciencia basada en la silogística aristotélica. El silogismo (del griego
syllogismos = razonamiento) creado por Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.)
es una forma de razonamiento que consta de tres proposiciones de modo que dos
de ellas actúan como premisas de las que deriva una tercera que se considera
la conclusión de dicho razonamiento. Pero, si las premisas son indemostrables o
meros axiomas (la interpretación de las Sagradas Escrituras, por ejemplo),
resulta difícil aceptar esta lógica como científica ya que todos los
conocimientos científicos deben basarse en la demostración. El silogismo,
entonces, fue considerado como una afirmación obvia, vacía, redundante y, como
instrumento, inadecuado para el progreso de los conocimientos. Partiendo de
esta convicción, tanto desde el empirismo de Bacon como desde el racionalismo
de Descartes, se llevó adelante un ataque sistemático a esa estructura
privilegiada de la lógica tradicional.
La Europa
de entonces se hallaba sumergida en una crisis secular que abarcó
distintos ámbitos: el estancamiento de la población, el retroceso de la
actividad agraria, dificultades para la industria urbana y para el comercio
tradicional. Esto supuso la profundización de la polarización de los sectores
económicos y de las clases sociales. Mientras las clases dominantes y los
Estados protagonizaron un descomunal asalto a la renta, el resto de las poblaciones
padecieron una degradación de las condiciones sociales: endeudamiento, empobrecimiento
y alienaciones de tipo económico y jurídico. Y, por supuesto, la brutal guerra
de los Treinta Años, una guerra en la que intervinieron la mayoría de
las grandes potencias europeas de la época y que produjo la devastación
de territorios enteros, hambrunas y enfermedades que diezmaron
la población civil, la destrucción de miles de villas y pueblos, además
de llevar a la bancarrota a muchas de las potencias implicadas. El historiador
británico Eric Hobsbawm (1917-2012) caracterizó a este conflicto como "la
última fase de la transición del feudalismo al capitalismo".
Dentro de
ese clima, muchos de los representantes del pensamiento renovador prefirieron
llevar una vida de semi-reclusión, residiendo en comarcas tranquilas, alejados
de los peligros de las grandes ciudades, y su producción estuvo signada, más de
una vez, por la autocensura. Es el caso de nuestro Descartes, pero también el
de Baruch de Spinoza (1632-1677). Otros,
en cambio, aquellos que vivían en países donde las luchas políticas eran intensas,
pero por lo mismo reflejaban la toma de conciencia de grandes sectores sociales,
se entregaron de lleno a la lucha política y pusieron sus ideas al servicio de
la nobleza o de la burguesía, tal como lo hicieron Thomas Hobbes (1588-1679)
y John Locke (1632-1704). Aquella nueva situación socio-política que comenzó a
gestarse en Europa, determinó en muchos aspectos la problemática filosófica al
exigir, para su propio desarrollo, el avance ininterrumpido de la razón y la
aplicación técnica de los resultados de la ciencia. Esto es, que los intelectuales
se abocasen más a las cuestiones de interés científico que a vanas dialécticas
acerca del orden divino. Para esa etapa histórica el conocimiento significaba,
por sobre todas las cosas, poder y dominio.
Fue en ese
contexto que Descartes presentó en el "Discurso del método" sus cuatro reglas
"para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias". Así,
propuso: "Primero, no admitir nada como verdadero si no supiese con
evidencia que lo es; es decir, tratar de evitar en todos los casos la
precipitación y la prevención, y no incluir en mis juicios nada más que lo que
se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna
posibilidad de ponerlo en duda. Segundo, dividir cada una de las dificultades
en tantas partes como fuera posible para su mejor solución. Tercero, conducir
ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los más simples y fáciles de
conocer para luego ir ascendiendo poco a poco hasta el conocimiento de los más
complicados, e inclusive suponer algún orden entre los que no se preceden naturalmente.
Y, por último, hacer en todos los casos recuentos tan integrales y revisiones
tan generales que llegase a estar seguro de no olvidar nada". Es evidente
que, para emprender el proceso deductivo de elaboración de su filosofía,
Descartes necesitó un punto firme de partida, una idea clara y distinta que le
sirviese de sustento. Para ello prescindió del testimonio de los sentidos y de
la imaginación descalificándolos como fuentes de certeza, pero confió
firmemente en la razón y en su veracidad. Se limitó a someter íntegramente todo
su contenido de conciencia a la dura prueba de la duda universal "llevada tan
lejos como me fuere posible".
Su aspiración era llegar a una certeza absoluta,
a una verdad inconmovible capaz de resistir todos los ataques de los escépticos
y que le sirviese como fundamento para edificar toda su filosofía. Pretendía corroborar
su certeza asentándola sobre bases firmes. La famosa "duda cartesiana" no era
un fin en sí misma, sino un medio para llegar a la verdad y un instrumento para
elaborar una filosofía sólidamente construida. Era, también, el medio más eficaz
para escudriñar a fondo su conciencia, examinando una por una todas las certezas
admitidas por él hasta ese momento y someterlas a una prueba radical y
decisiva, a una crítica implacable, que le permitiese eliminar todos los
conocimientos en que pudiera hallar la más leve posibilidad de error. Si bien
excluyó de su duda las "verdades reveladas", se permitió sin embargo decir en
sus "Meditaciones metafísicas": "Pudiera ser que la idea que tenemos de un Dios
bueno no fuera más que una fábula, y que estuviéramos a merced de un genio
maligno que se entretuviera en engañarnos. Dios permite que nos equivoquemos
algunas veces, y pudiera ser que permitiera que nos equivocáramos siempre. Por
esto es necesario tomar toda clase de precauciones, y la más eficaz es someter
todos nuestros conocimientos al examen de la duda, rechazando implacablemente
todos aquellos en que podamos hallar el más leve indicio de inverosimilitud".
Huelga
decir que, tanto su persona como su doctrina han sido objeto de las
interpretaciones más diversas, lo cual se debe, por una parte, a la aparente
claridad y sencillez de su filosofía, y por otra, a la polimorfa variedad de
consecuencias a que ha dado origen, muchas de ellas ajenas por completo a su
intención. Para el matemático, físico
y filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662), por ejemplo, la pretendida
generalidad del método cartesiano era inútil porque no era capaz de adaptarse a
los múltiples objetos de estudio que pueden llegar a presentarse. Hacen falta métodos
particulares para los problemas específicos, en caso contrario, el método
resulta ser tan general que deja de ser método. El autor de los "Pensées" (Pensamientos), reunión de escritos y fragmentos que fueran publicados póstumamente, consideraba que, en la
tarea humana, no podía haber en ningún caso métodos plenamente fiables. "Retrocediendo
hacia los primeros fundamentos en la cadena de las causas y las razones
llegamos necesariamente a términos que no podemos explicitar más, o bien a
principios que ya no admiten demostración alguna. Así pues, la certeza absoluta
no se halla a nuestro alcance".
Por su
parte Adrien Baillet (1649-1706), teólogo y crítico literario francés,
primer biógrafo de Descartes, lo presentó como un cristiano sincero vibrante de
fe, un apologista que ante todo se proponía defender la religión contra los
libertinos. Sin embargo, su ortodoxia y hasta su sinceridad religiosa fueron
puestas en litigio por algunos contemporáneos protestantes como el teólogo holandés
Gijsbert Voet (1589-1676) y católicos como el aristócrata Pierre de Valois (1648-1694).
Otros, como los escritores franceses Félicité La Mennais (1782-1854), Jean
Baptiste Lacordaire (1802-1861)
y Charles de Montalembert (1810-1870), fundadores de la congregación Frères
de l'Instruction Chrétienne (Hermanos de la Instrucción Cristiana), llegaron a
calificarlo de "Lutero de la filosofía". Más tarde, el filósofo francés Alfred
Fouillée (1838-1912)
en su biografía de Descartes publicada en 1893, sostuvo que su máxima aspiración
"habría sido la tranquilidad. Buscó refugio en Holanda para poder pensar y
escribir libremente, sin miedo a correr la suerte de Galileo. Su religiosidad
sólo fue aparente. En realidad fue un indiferente en religión, temeroso de las
autoridades, a las que engañó con declaraciones hipócritas para que le dejaran
vivir en paz".
Pero, más
allá de estas disquisiciones motorizadas por ciertos escrúpulos religiosos, más
interesantes resultan las apreciaciones de hombres de ciencia como Jean D'Alembert
(1717-1783), que lo presentó como el libertador de la razón, el revolucionario
intelectual por excelencia y destructor de las tradiciones; Georg W.F. Hegel (1770-1831),
para quien fue el padre de la filosofía moderna; Victor Cousin (1792-1867),
que lo consideró el creador del racionalismo moderno; o Edmund Husserl (1859-1938), que
lo ponderó como precursor del idealismo. Como puede verse, la herencia de
Descartes es polivalente, y casi todas las actitudes posteriores son un poco
deudoras de su actitud ante la filosofía, la cual sigue siendo un signo de
contradicción. Lo cierto es que marcó una huella profunda al establecer
principios cuyas consecuencias habrían de ser incalculables y ante las que, seguramente,
él mismo se habría sorprendido.