Julio
Cortázar escribió nueve libros de cuentos: "Bestiario", "Final del juego", "Las
armas secretas", "Todos los fuegos el fuego", "Octaedro", "Alguien que anda por ahí", "Queremos tanto a Glenda", "Deshoras" y "La
otra orilla" (obra escrita en 1945 y publicada póstumamente cincuenta años
después). También otros cuatro libros de difícil clasificación ya que no entran
en ningún género preciso: "Historias de cronopios y de famas", "La vuelta al día
en ochenta mundos", "Último round" y "Un tal Lucas", misceláneas que contienen -además de cuentos
cortos- fragmentos, poemas, narraciones, imágenes, comentarios, etc. "Final del
juego" fue publicado por primera vez por la editorial mexicana Los
Presentes y fue traducido a diferentes idiomas como el francés, inglés, alemán y portugués. En 1964, la
editorial argentina Sudamericana sacó una segunda edición en la que apareció el
cuento "Los amigos".
En los últimos años se ha instalado la
opinión de que la obra cuentística de Cortázar ha envejecido de forma más
digna y saludable que sus novelas. A estas alturas es casi un cliché, pero una
opinión que se repite en el mundillo literario es que, finalmente, son sus
cuentos de los que lo llevarán al olimpo de los grandes escritores del mundo,
en desmedro de sus novelas, que no generan el mismo fervor en sus relecturas. Quizás es que sus libros de cuentos alcanzaron
alturas insospechadas y, en comparación, sus novelas no tanto (salvo el caso de "Rayuela", que sigue siendo su obra mas reconocida). Pero en todos los casos
habría que analizar el contexto en que fueron publicados tanto los unos como
las otras.
Lo cierto
es que Cortázar fue uno de los autores más innovadores y originales de su
tiempo que, con su obra, inauguró una nueva forma de hacer literatura en el
mundo hispano. Como afirma la investigadora argentina en arte contemporáneo Laeticia
Mello (1983), "Cortázar, como autor, amplió profundamente los horizontes de la
tradición de la literatura latinoamericana. Sus obras, muchas de ellas
demarcadas en el contexto del ‘Boom Latinoamericano’, crearon una
nueva posibilidad de lectura quebrando los cánones del realismo mágico,
desdoblando la linealidad temporal e iniciando interrogantes sobre la verdadera
comprensión de lo real y lo fantástico. Los personajes de sus historias adquieren
una autonomía y profundidad psicológica a través de la utilización de múltiples
perspectivas, voces narrativas y desafiantes neologismos".
En "Algunos
aspectos del cuento", texto aparecido en el nº 60 de la revista "Casa de las
Américas" en julio de 1970, el propio Cortázar definía los pormenores de la
escritura de un cuento. "En un cuento de gran calidad -explicó-, el cuentista
se ve precisado a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que
sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean
capaces de actuar en el lector como una especie de apertura, de fermento
que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá
de la anécdota literaria contenida en el cuento. El cuentista sabe que no
puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único
recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia
abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora,
expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio
del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión
espiritual y formal para provocar esa apertura". Esto es precisamente lo que
ocurre en un cuento como "Los amigos".
En ese
juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que
liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán
recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un
instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi.
Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de
que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en
las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán;
buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos.
Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo
de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había
que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al
Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba
y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el
Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le
daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en
marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara
como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si
todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que
los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de
cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y
saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían
las cosas como era debido -y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él
mismo- todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la
cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún
teléfono público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose
despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después
sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba
en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por
Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la
puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un
camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los
del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para
mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba
rabia.
A las
siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció
enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina
del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a
Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo
que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán
puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había
previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio
entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió
en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí.
Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había
sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.