Ahora bien, retornando a la
situación de la actual Argentina, el presidente -acompañado por su equipo de La
Libertad Avanza-, insiste en asegurar que su accionar está guiado por “las
fuerzas del cielo”, una frase que tomó del capítulo 3, versículo 19 del libro
de los Macabeos, el cual forma parte del Antiguo Testamento. En él se relata la
revuelta de un movimiento judío de liberación contra el ejército de invasores
griegos en el año 166 a.C. Pero, es evidente que su política económica
desconoce el valor de cualquier sacrificio individual en pos de lo colectivo. ¿Para
eso lo guían las fuerzas del cielo? La justicia social es obscena, dice,
desconociendo y repudiando todo lo que tenga que ver con la solidaridad. “¡No
nos van a doblegar! ¡Nosotros conocemos las Sagradas Escrituras” vocifera en
sus discursos pero, indudablemente, no conoce el versículo 21 del capítulo 10
del Evangelio de Marcos en el que Jesús mira a un hombre, siente un profundo afecto
por él y le dice: “anda y vende todas tus posesiones y entrega el dinero a los
pobres, y tendrás tesoro en el Cielo. Después ven y sígueme”.
Resulta evidente que el presidente no entiende nada de justicia social. Ésta es un principio moral no una herejía, es la base de cualquier sociedad con valores. Si la justicia social es un pecado capital, entonces toda la doctrina social de la Iglesia también lo sería. Las políticas actuales están desconectadas de la realidad de la gente, especialmente de los más pobres. Cotidianamente es posible ver a personas durmiendo en la calle recostadas sobre restos de colchones o simplemente sobre trapos sucios o cartones, mujeres con varios chicos andrajosos y mugrientos a su alrededor tirados sobre la vereda, centenares de míseros cartoneros que arrastran, cual bestias de carga, carros repletos de cosas que encontraron en los contenedores de basura para venderlas y poder sobrevivir, decenas de jubilados que se reúnen frente al edificio del Congreso para reclamar que les aumenten sus míseros haberes y son brutalmente reprimidos con gases y balas de goma por las fuerzas policiales, el deterioro de los hospitales públicos debido a la reducción de su financiamiento, discapacitados y niños flacuchos y harapientos pidiendo unos pesos a los automovilistas detenidos por el semáforo… Pues bien, en medio de esa situación social el presidente libertario insiste en autopercibir su tarea presidencial como una especie de llamado celestial para conquistar una tierra prometida liberal para una Argentina errática. ¿Éstas son las condiciones de la tierra prometida? ¿Es posible una república democrática sin justicia social?
Las fuerzas del cielo son para el presidente una especie de agente protector al cual se encomienda como una suerte de amuleto para lograr el éxito de su gestión, pero su frecuente mención y sus contradicciones con las citas de los evangelios bíblicos, no hacen más que generar confusión. No debe sorprender entonces que, ante la crueldad, la injusticia, la infamia y la podredumbre que imperan en el país, muchas personas ya no sólo descrean de los políticos sino también del “altísimo creador del cielo y de la tierra”. Y si todavía amplios sectores de la población, a pesar de sus desilusiones y frustraciones, siguen creyendo en las monsergas del presidente, es porque para ellos la responsabilidad principal de sus males la tienen aquellos que están por debajo en la pirámide social o que son seguidores de algún partido populista o de izquierda. Semejante estimación es aprovechada por el presidente para desatar su discurso reaccionario dividiendo a los argentinos entre “héroes” y “ratas miserables”.
En medio de un contexto de crisis e incertidumbre, este gobernante desaforadamente devoto de la escuela económica austríaca -una escuela cuyos discípulos propugnan el individualismo y se sienten moralmente superiores-, tanto en sus discursos oficiales como en entrevistas y publicaciones en las redes sociales, reitera permanentemente agravios contra periodistas, actores, cantantes, residentes médicos, miembros de partidos opositores y ciudadanos críticos calificándolos de “imbéciles”, “basuras”, “parásitos mentales”, “zurdos de mierda”, “soretes”, “hijos de puta”, “pelotudos”, “imbéciles”, etc. etc. Calificativos todos ellos muy lejanos de la agresividad que mostraba Jesús cuando la injusticia o las necesidades afectaban a las personas.
Ya durante la campaña electoral había proferido gansadas como que Dios, tal como había hecho con Moisés, le había revelado que tenía para él la misión divina de derrotar al “maligno”. También declaró que era católico y que además practicaba un poco el judaísmo. Debe ser tan poco lo que lo practica que no conoce las órdenes de las escrituras hebreas que exhortaban insistentemente al cuidado de los parias, los marginados, los enfermos, las viudas, los huérfanos y los migrantes, lo cual era un mandato de Dios. Tampoco conoce el “Libro de los Salmos”, uno de los veinticuatro libros sagrados canónicos del judaísmo, en el que el rey David enuncia lo que luego sería incorporado a la liturgia de los Levitas, una de las doce tribus de Israel: “el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos”; y luego su hijo, el rey Salomón, estimuló al pueblo israelita bramando: “¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!”. Nada más lejos de las faenas de quien se autodefinió como el “primer presidente judío espiritualmente”.
Y cuando asumió como presidente, mintió deliberadamente durante el juramento constitucional que implica el compromiso de “desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”, y juró “por Dios, la Patria y los Santos Evangelios” pero se abstuvo de decir que “si así no lo hiciere, que Dios y la Patria me lo demanden”. Obvió deliberadamente el segundo mandamiento de la ley religiosa judía y cristiana que recibió Moisés en el Monte Sinaí, aquel que dice “No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios, porque no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano el nombre del Señor Dios”. Tal vez sabiendo que al jurar se invocaba la veracidad divina como garantía de la propia veracidad y hacerlo falsamente era tomar en vano el nombre de Dios, cometió ese “desliz”. Y ese perjurio fue sólo el comienzo del accionar del libertario mandamás.
Desde el comienzo de su gestión quedó claro que no observó fielmente la Constitución de la Nación Argentina ni desempeñó con lealtad y patriotismo el cargo de presidente para observarla fielmente. La misma se redactó por primera vez en el año 1853 y tuvo diversas reformas en los años 1860, 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994. En ella se habla de “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. En dicha Constitución, el Estado tiene un rol central como garante de los derechos individuales y colectivos. Para su organización establece tres poderes: el Ejecutivo, para su administración general; el Legislativo, para elaborar y aprobar leyes; y el Judicial, para resolver los conflictos que se presentan cotidianamente en la sociedad. A la luz de los acontecimientos actuales, ninguno de esos poderes funciona debidamente y la corrupción en la mayoría de sus integrantes es notoriamente visible.
Quien encabeza el Poder Ejecutivo muestra cotidianamente su menosprecio por dicha Constitución. De manera autócrata gobierna por decreto, y ha manifestado en reiteradas ocasiones su “desprecio infinito” por el Estado calificándolo de “organización criminal”, “representación del maligno”, “ladrón estacionario” y llamó a “dinamitarlo” porque, según sus propias palabras, lo mejor para el planeta es “dejar que el Mercado encuentre las mejores soluciones”. En otro discurso consideró que “la ideología del Estado omnipresente propone al Estado como una suerte de Dios que puede traer el paraíso a la vida terrenal si le rindiéramos pleitesía. Cada vez que avanza el Estado, hay más pobreza, hay más calamidades, hay miseria”. La destrucción del Estado, ¿también fue un mandato que Dios le dio a su “enviado”?
Abogar por la desaparición del Estado y privilegiar la “mano invisible” del Mercado, supone una mayor acumulación de riquezas para una minoría selecta y los más altos índices de pobreza y exclusión para una abrumadora mayoría. La aplicación de políticas neoliberales que predominan hoy, no sólo en los países del Sur sino también en los países del Norte, está provocando un aumento de las desigualdades sociales. El conflicto básico hoy en el mundo es entre los intereses las clases dominantes y las necesidades de las clases populares. Y el neoliberalismo autoritario que aplica el presidente argentino no ha hecho más que beneficiar a los oligopolios en desmedro de miles de pequeñas y medianas empresas nacionales que son las que generan la mayor cantidad de puestos de trabajo y contribuyen significativamente al empleo registrado. Y por más que el “Dios hecho hombre” lo niegue, lo cierto es que ha aumentado el desempleo, bajó la calidad del trabajo y creció la informalidad laboral. Por eso es posible observar en las calles una oleada de ciclistas y motociclistas que realizan trabajos de mensajería, trámites, reparto de mercaderías, correo privado u otro tipo de entregas y que, a sabiendas de que cuanto más hagan más cobrarán, cometen todo tipo de imprudencias que implican un peligro cotidiano tanto para ellos como para quienes se crucen en su agitado itinerario.
Resulta evidente que el presidente no entiende nada de justicia social. Ésta es un principio moral no una herejía, es la base de cualquier sociedad con valores. Si la justicia social es un pecado capital, entonces toda la doctrina social de la Iglesia también lo sería. Las políticas actuales están desconectadas de la realidad de la gente, especialmente de los más pobres. Cotidianamente es posible ver a personas durmiendo en la calle recostadas sobre restos de colchones o simplemente sobre trapos sucios o cartones, mujeres con varios chicos andrajosos y mugrientos a su alrededor tirados sobre la vereda, centenares de míseros cartoneros que arrastran, cual bestias de carga, carros repletos de cosas que encontraron en los contenedores de basura para venderlas y poder sobrevivir, decenas de jubilados que se reúnen frente al edificio del Congreso para reclamar que les aumenten sus míseros haberes y son brutalmente reprimidos con gases y balas de goma por las fuerzas policiales, el deterioro de los hospitales públicos debido a la reducción de su financiamiento, discapacitados y niños flacuchos y harapientos pidiendo unos pesos a los automovilistas detenidos por el semáforo… Pues bien, en medio de esa situación social el presidente libertario insiste en autopercibir su tarea presidencial como una especie de llamado celestial para conquistar una tierra prometida liberal para una Argentina errática. ¿Éstas son las condiciones de la tierra prometida? ¿Es posible una república democrática sin justicia social?
Las fuerzas del cielo son para el presidente una especie de agente protector al cual se encomienda como una suerte de amuleto para lograr el éxito de su gestión, pero su frecuente mención y sus contradicciones con las citas de los evangelios bíblicos, no hacen más que generar confusión. No debe sorprender entonces que, ante la crueldad, la injusticia, la infamia y la podredumbre que imperan en el país, muchas personas ya no sólo descrean de los políticos sino también del “altísimo creador del cielo y de la tierra”. Y si todavía amplios sectores de la población, a pesar de sus desilusiones y frustraciones, siguen creyendo en las monsergas del presidente, es porque para ellos la responsabilidad principal de sus males la tienen aquellos que están por debajo en la pirámide social o que son seguidores de algún partido populista o de izquierda. Semejante estimación es aprovechada por el presidente para desatar su discurso reaccionario dividiendo a los argentinos entre “héroes” y “ratas miserables”.
En medio de un contexto de crisis e incertidumbre, este gobernante desaforadamente devoto de la escuela económica austríaca -una escuela cuyos discípulos propugnan el individualismo y se sienten moralmente superiores-, tanto en sus discursos oficiales como en entrevistas y publicaciones en las redes sociales, reitera permanentemente agravios contra periodistas, actores, cantantes, residentes médicos, miembros de partidos opositores y ciudadanos críticos calificándolos de “imbéciles”, “basuras”, “parásitos mentales”, “zurdos de mierda”, “soretes”, “hijos de puta”, “pelotudos”, “imbéciles”, etc. etc. Calificativos todos ellos muy lejanos de la agresividad que mostraba Jesús cuando la injusticia o las necesidades afectaban a las personas.
Ya durante la campaña electoral había proferido gansadas como que Dios, tal como había hecho con Moisés, le había revelado que tenía para él la misión divina de derrotar al “maligno”. También declaró que era católico y que además practicaba un poco el judaísmo. Debe ser tan poco lo que lo practica que no conoce las órdenes de las escrituras hebreas que exhortaban insistentemente al cuidado de los parias, los marginados, los enfermos, las viudas, los huérfanos y los migrantes, lo cual era un mandato de Dios. Tampoco conoce el “Libro de los Salmos”, uno de los veinticuatro libros sagrados canónicos del judaísmo, en el que el rey David enuncia lo que luego sería incorporado a la liturgia de los Levitas, una de las doce tribus de Israel: “el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos”; y luego su hijo, el rey Salomón, estimuló al pueblo israelita bramando: “¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!”. Nada más lejos de las faenas de quien se autodefinió como el “primer presidente judío espiritualmente”.
Y cuando asumió como presidente, mintió deliberadamente durante el juramento constitucional que implica el compromiso de “desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”, y juró “por Dios, la Patria y los Santos Evangelios” pero se abstuvo de decir que “si así no lo hiciere, que Dios y la Patria me lo demanden”. Obvió deliberadamente el segundo mandamiento de la ley religiosa judía y cristiana que recibió Moisés en el Monte Sinaí, aquel que dice “No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios, porque no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano el nombre del Señor Dios”. Tal vez sabiendo que al jurar se invocaba la veracidad divina como garantía de la propia veracidad y hacerlo falsamente era tomar en vano el nombre de Dios, cometió ese “desliz”. Y ese perjurio fue sólo el comienzo del accionar del libertario mandamás.
Desde el comienzo de su gestión quedó claro que no observó fielmente la Constitución de la Nación Argentina ni desempeñó con lealtad y patriotismo el cargo de presidente para observarla fielmente. La misma se redactó por primera vez en el año 1853 y tuvo diversas reformas en los años 1860, 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994. En ella se habla de “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. En dicha Constitución, el Estado tiene un rol central como garante de los derechos individuales y colectivos. Para su organización establece tres poderes: el Ejecutivo, para su administración general; el Legislativo, para elaborar y aprobar leyes; y el Judicial, para resolver los conflictos que se presentan cotidianamente en la sociedad. A la luz de los acontecimientos actuales, ninguno de esos poderes funciona debidamente y la corrupción en la mayoría de sus integrantes es notoriamente visible.
Quien encabeza el Poder Ejecutivo muestra cotidianamente su menosprecio por dicha Constitución. De manera autócrata gobierna por decreto, y ha manifestado en reiteradas ocasiones su “desprecio infinito” por el Estado calificándolo de “organización criminal”, “representación del maligno”, “ladrón estacionario” y llamó a “dinamitarlo” porque, según sus propias palabras, lo mejor para el planeta es “dejar que el Mercado encuentre las mejores soluciones”. En otro discurso consideró que “la ideología del Estado omnipresente propone al Estado como una suerte de Dios que puede traer el paraíso a la vida terrenal si le rindiéramos pleitesía. Cada vez que avanza el Estado, hay más pobreza, hay más calamidades, hay miseria”. La destrucción del Estado, ¿también fue un mandato que Dios le dio a su “enviado”?
Abogar por la desaparición del Estado y privilegiar la “mano invisible” del Mercado, supone una mayor acumulación de riquezas para una minoría selecta y los más altos índices de pobreza y exclusión para una abrumadora mayoría. La aplicación de políticas neoliberales que predominan hoy, no sólo en los países del Sur sino también en los países del Norte, está provocando un aumento de las desigualdades sociales. El conflicto básico hoy en el mundo es entre los intereses las clases dominantes y las necesidades de las clases populares. Y el neoliberalismo autoritario que aplica el presidente argentino no ha hecho más que beneficiar a los oligopolios en desmedro de miles de pequeñas y medianas empresas nacionales que son las que generan la mayor cantidad de puestos de trabajo y contribuyen significativamente al empleo registrado. Y por más que el “Dios hecho hombre” lo niegue, lo cierto es que ha aumentado el desempleo, bajó la calidad del trabajo y creció la informalidad laboral. Por eso es posible observar en las calles una oleada de ciclistas y motociclistas que realizan trabajos de mensajería, trámites, reparto de mercaderías, correo privado u otro tipo de entregas y que, a sabiendas de que cuanto más hagan más cobrarán, cometen todo tipo de imprudencias que implican un peligro cotidiano tanto para ellos como para quienes se crucen en su agitado itinerario.
En el sistema capitalista
de producción orientado hacia el libre mercado, se requiere la desregulación y
las privatizaciones bajo el auspicio del neoliberalismo. Esto significa que el
Estado deje de trabajar para el bienestar de la gente y lo haga para los
intereses de las grandes corporaciones globales, que son, en definitiva, las
que controlan el sistema del libre mercado. De esta manera, el llamado Tercer
Mundo, se está moviendo desde el Estado-Nación hacia el Estado-Mercado. Según
los defensores de este sistema, este último fomenta el máximo potencial de los
individuos y consigue, sin ningún impedimento, el libre acceso a las fuentes de
energía como el petróleo y el litio. Todo ello tras la instalación de un
sistema político que cercene los derechos de las comunidades.
El “león” que preside la
Argentina se declara abiertamente partidario de la Escuela Austríaca de
Economía, la que justamente es la que promueve el individualismo, sosteniendo
que todos los fenómenos sociales no son producto de la acción conjunta de las
colectividades sino de las creencias, las metas y las acciones de los
individuos, que son los que consiguen la evolución de las sociedades. Es este
presidente quien reivindica al egoísmo como la única forma de vivir en paz, y ese
sustantivo se ha convertido en el emblema de la “batalla cultural” que lleva
adelante. Pero esa “batalla” no es más que una convocatoria a vivir en el
egoísmo extremo, una promoción a un modelo de acumulación perverso en perjuicio
de la clase trabajadora para beneficiar a los sectores concentrados. De nuevo
habría que preguntarle al “mesías” enviado por Dios si alguna vez leyó la “Epístola
a los romanos”, el sexto libro del Nuevo Testamento, en cuyo capítulo 12 puede
leerse: “La lucha contra el pecado del egoísmo requiere de una verdadera humildad.
La humildad sin prejuicios restaura y desarrolla las relaciones. No tenga más
alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura,
conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. No es casual que,
cada vez que hace una cita bíblica, elija al Antiguo Testamento, donde el
castigo y el orden encajan con su ideología, mientras evita el Evangelio que
interpela a los poderosos, bendice a los pobres y postula la justicia social
como horizonte. O sea que no hace más que distorsionar maliciosamente la Biblia.
Falsamente asegura que al “ponerle un cepo al Estado”, a nivel mundial se habla del “milagro económico argentino”. Al respecto, el historiador argentino Felipe Pigna (1959) opinó en una entrevista que cree “que en la sociedad no hay una claridad sobre lo que es el Estado y hasta dónde llega. Sin dudas hay muchos errores cometidos con anterioridad, vinculados a un mal manejo del Estado, al manejo discrecional de fondos estatales y gente que no se siente bien tratada por ese Estado que sostiene con sus impuestos. Entonces un alto porcentaje entiende que la inexistencia del Estado es una solución, sin saber el alcance que realmente tiene esta entidad. Sin entender que el Estado significa curarse, estudiar, jubilarse”. Y agregó: “Estos son tiempos sin mucho lugar para el análisis, pero el Estado es imprescindible. Las grandes sociedades desarrolladas son tremendamente estatistas y lo vemos en países como Estados Unidos o Japón. Pregonan el libre mercado, el capitalismo, pero allí el Estado no se retira en absoluto. Obviamente aquí hay que mejorar al Estado. Tiene que ser un Estado reformado, vaciado de vicios, con servicios de calidad, con una plantilla pública de empleados eficientes, pero que haya que reformarlo no significa que haya que eliminarlo”.
No obstante, el presidente
defiende su “ajuste brutal” sobre el Estado y ha eliminado o desfinanciado -sin
hacerlas auditar adecuadamente- instituciones valiosas como el Instituto
Nacional de Tecnología Industrial, el Instituto Nacional de Tecnología
Agropecuaria, el Instituto Nacional del Cáncer, el Instituto Nacional de
Enfermedades Cardiovasculares, el Servicio Meteorológico Nacional, la Agencia
Nacional de Seguridad Vial, el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenobofia
y el Racismo, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, el Fondo Fiduciario
para la Protección Ambiental de los Bosques Nativos, el Fondo Fiduciario para
la Promoción Científica y Tecnológica, el Programa de Crédito Argentino para la
Vivienda Única Familiar, el Hospital Nacional de
Salud Mental Laura Bonaparte, el Hospital Pediátrico Juan Garrahan, el Instituto de Oncología Ángel Roffo, la Red por
los Derechos de las Personas con Discapacidad, el Instituto Nacional de Cine y Artes
Audiovisuales, etc. etc. Entonces, nuevamente cabría preguntarse si
no urge la elaboración de alternativas al dogma del ajuste y la construcción de
alternativas económicas, sociales y políticas al neoliberalismo imperante.
En ese sentido se expresó filósofo
argentino Ricardo Forster (1957) en una entrevista. En ella consideró
fundamental “dar un debate planteando ideas y proyectos del campo popular y
democrático, pero hacerlo en debate con el presente, con lo que está pasando. Y
rompiendo el esquema que las extremas derechas están ofreciendo a la sociedad,
que es algo horrible, pero que se trasviste como si fuera algo positivo porque
se lo hace en nombre de la libertad”. Y agregó: “Se debe comenzar a mirar desde
el presente hacia adelante. Lo que está en disputa es hacia dónde va la
sociedad argentina. El problema, y no sólo en Argentina, es que le cuesta mucho
al discurso progresista, democrático, popular, recobrar esa capacidad que tenía
de interpelar de cara al futuro”.
Por su parte, el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (1968), también en una entrevista, expresó que “es un buen momento para volver a reivindicar la idea del vínculo entre la patria y la otredad. Aquel lugar por donde parece irse la patria, sobre todo bajo este tipo de Gobierno, es en el de la disolución del otro. Este es un modelo de Gobierno que prioriza que le cierren los números y el cumplimiento con los organismos internacionales. Cuando la prioridad la tiene el número, el cálculo y la estrategia, siempre va a quedar algo afuera”, sentenció. Por último, destacó que “si la política no está al servicio del otro no es política, sino negocio. Una política que no se brinde al otro pierde, para mí, su naturaleza. La veo como estructuras más ligadas al servicio de la expansión de los distintos poderes”.
Tiempo antes, en una conferencia, afirmó que “Dios ha sido monopolizado por las prácticas de poder de las religiones institucionales negando la posibilidad de acceder a él desde cualquier otra narrativa. Como la cuestión del saber es siempre una cuestión de poder, la filosofía decide intervenir sobre la cuestión de Dios como un modo de emancipar las preguntas originarias. Dios no tiene dueño. La filosofía por ello oscila entre seguir preguntándose por el más allá del más allá y la deconstrucción permanente de aquellos discursos de los que ostentan ser los verdaderos representantes del Cielo en la Tierra”. A esta altura, no hace falta mencionarlos. Existe en la Argentina uno de los mejores ejemplos de dicha ostentación.
Por su parte, el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (1968), también en una entrevista, expresó que “es un buen momento para volver a reivindicar la idea del vínculo entre la patria y la otredad. Aquel lugar por donde parece irse la patria, sobre todo bajo este tipo de Gobierno, es en el de la disolución del otro. Este es un modelo de Gobierno que prioriza que le cierren los números y el cumplimiento con los organismos internacionales. Cuando la prioridad la tiene el número, el cálculo y la estrategia, siempre va a quedar algo afuera”, sentenció. Por último, destacó que “si la política no está al servicio del otro no es política, sino negocio. Una política que no se brinde al otro pierde, para mí, su naturaleza. La veo como estructuras más ligadas al servicio de la expansión de los distintos poderes”.
Tiempo antes, en una conferencia, afirmó que “Dios ha sido monopolizado por las prácticas de poder de las religiones institucionales negando la posibilidad de acceder a él desde cualquier otra narrativa. Como la cuestión del saber es siempre una cuestión de poder, la filosofía decide intervenir sobre la cuestión de Dios como un modo de emancipar las preguntas originarias. Dios no tiene dueño. La filosofía por ello oscila entre seguir preguntándose por el más allá del más allá y la deconstrucción permanente de aquellos discursos de los que ostentan ser los verdaderos representantes del Cielo en la Tierra”. A esta altura, no hace falta mencionarlos. Existe en la Argentina uno de los mejores ejemplos de dicha ostentación.