24 de junio de 2025

A noventa años del fallecimiento del inolvidable Carlos Gardel

Un día como hoy, hace noventa años, fallecía quien fuera considerado el mejor cantante de tango de todos los tiempos: Carlos Gardel. Sobre su lugar de nacimiento aún existen controversias. Algunas investigaciones sostienen que nació en Tacuarembó, Uruguay, el 11 de diciembre de 1887; otras afirman que nació en Toulouse, Francia, el 11 de diciembre de 1890. Ésta última, la más reconocida, está basada en la existencia en la ciudad francesa de su partida de nacimiento y su fe de bautismo con el nombre Charles Romuald Gardès.
De la misma ciudad era oriunda su madre, Marie Berthe Gardès (1865-1943), una mujer de origen muy humilde que, siendo veinteañera, mantuvo una relación amorosa con un hombre casado, producto de la cual quedó embarazada y a sus veinticinco años tuvo a su único hijo. Este hecho la convirtió en la vergüenza de la familia y su vida se transformó en un verdadero tormento, por lo cual, con el apoyo de algunos amigos franceses, se embarcó hacia Buenos Aires, ciudad a la que llegó el 13 de marzo de 1893, hecho del cual existe una constancia en los archivos del Hotel de Inmigrantes, un espacio que funcionaba como centro de registro y alojamiento temporal. En la capital argentina se instaló en distintos conventillos del barrio de San Nicolás -primero en Uruguay 162 y luego en Corrientes 1553- y comenzó a trabajar en un taller de planchado con una remuneración que apenas le alcanzaba para subsistir.
También existe una constancia de la trayectoria escolar del niño a quien ya se le llamaba Carlos. Entre 1897 y 1904 estudió en el Colegio Salesiano Pío IX, donde permaneció pupilo en 1901 y 1902 y fue compañero de coro de Ceferino Namuncurá (1886-1905), el joven que en 2007 sería proclamado beato por la Iglesia católica. Dadas las condiciones paupérrimas y degradantes signadas por una pobreza extrema (existen hipótesis de que el joven pudo haber frecuentado ámbitos ubicados en los márgenes de la legalidad), en septiembre de 1904 se escapó del inquilinato y poco después fue detenido por la policía. En el registro de la comisaría este suceso quedó registrado como que el detenido era “Carlos Gardes, de 14 años, de nacionalidad francesa”, algo de lo que darían cuanta distintos prontuarios policiales que lo mencionan desde 1904 hasta 1915 con el abal de sus huellas digitales, tal como se pudo comprobar en investigaciones realizadas años más tarde por criminólogos y médicos forenses.
Como tantos otros hijos de inmigrantes, desde su niñez y adolescencia tuvo que empezar a trabajar. Lo hizo en los teatros de la calle Corrientes en los cuales ofició de aplaudidor, tramoyista, utilero, comparsista, y hasta de extra, trabajos por los cuales algunos se le retribuían con dinero y otros a cambio de entradas. Él mismo reconocería años después que, gracias a ese contacto con actores y cantantes, de quienes imitó los ejercicios de vocalización, fue que consiguió la “voz blanca” con la cual se dio a conocer.
Inducido por algunos de integrantes de la “troupe de animadores” (tal como se conocía a quienes hacían esas tareas), comenzó a vagar por las calles del barrio del Abasto donde conoció a algunos “caudillos de barrio”, tal como se conocía a los miembros del Partido Autonomista Nacional (PAN), un partido político liberal conservador que había nacido en 1874 tras la fusión de los partidos Autonomista de Adolfo Alsina (1829-1877) y Nacional de Nicolás Avellaneda (1837- 1885). En el comité del PAN ubicado en la calle Anchorena 666 cantó zambas y otras canciones del género folklórico.
Poco después conoció en la casa de un amigo ubicada en la calle Guardia Vieja en el mismo barrio, al cantante, guitarrista y compositor uruguayo José Razzano (1887-1960), con quien dos años después formó un dúo y comenzó a cantar en bares para ayudar a su madre con lo poco que ganaba. Pronto, su voz comenzó a ser familiar para toda la gente del barrio. Fue así que, en 1914, empezó a cantar en el Café O’Rondemán, ubicado en la esquina de Agüero y Humahuaca frente al Mercado del Abasto y, dado el éxito obtenido, con sus ingresos pudo alquilar un modesto departamento en la calle Corrientes 1714 al que se mudó con su madre.
Bastante cerca de su nueva vivienda, en el Teatro Esmeralda, cantó “Mi noche triste”, el tango compuesto por Samuel Castriota (1885-1932) y Pascual Contursi (1888-1932), lo que constituyó un éxito consagratorio. Por entonces había modificado su apellido substituyendo la “s” final por la “l”, y ya todos lo conocían como “El Morocho del Abasto”. Más adelante, en 1923, además se nacionalizó argentino.
La primera grabación del dúo Gardel-Razzano se realizó el 9 de abril de 1917 en un caserón al lado del hotel Savoy, en la calle Cangallo (hoy Presidente Perón), cerca de la esquina con avenida Callao. Allí grabaron “Cantar eterno”, un tango del compositor argentino Ángel Villoldo (1861-1919) -quien es considerado como uno de los pioneros del tango en Buenos Aires-, acompañados por los guitarristas Ángel Domingo Riverol (1893-1935), Guillermo Barbieri (1894-1935) y Domingo Julio Vivas (1895-1952). La aparición de los discos de Gardel-Razzano marcó el inicio de una demanda creciente de esas reproducciones e implicó a su vez el florecimiento de la industria discográfica. Asimismo, en la época inicial de la radiotelefonía, el dúo realizó la primera transmisión desde una radio. Fue en Radio Splendid, una emisora en la cual Gardel también cantó 
acompañado por la orquesta del compositor de tangos uruguayo Francisco Canaro (1888-1964), algo que contribuyó a promover la afición del público por la radio.
Así, la popularidad del dúo fue creciendo, traspuso los límites del Abasto y se hizo conocer en otros barrios de la ciudad. Tras su presentación en el Armenonville, uno de los cabarés más lujosos de Buenos Aires ubicado en el barrio de la Recoleta -donde cobraban $ 70 por noche, una importante suma para esa época- la fama del dúo fue acrecentándose noche tras noche y derivó en una agitada actividad que los llevó a presentarse en diversos teatros en la capital porteña y en varias provincias acompañados de artistas de primera magnitud. Actuaron incansablemente viajando a Uruguay, Brasil, España y Francia hasta que, en 1925, debido a problemas en sus cuerdas vocales, Razzano tuvo que dejar de cantar. A partir de entonces pasó a ser responsable de los negocios de Gardel, cuando éste se lanzó como solista. Pronto se convirtió en el máximo exponente del tango y su éxito trascendió las fronteras. Gracias a ello, en 1927 el “Zorzal Criollo”, tal el apodo con el que se lo conocía en el mundo de la música, compró una casona en la calle Jean Jaurès 735 en su querido barrio del Abasto, a la cual se mudó junto con su madre.


En los primeros años de la década del ’30 la actividad de Gardel fue incansable. Compuso la música de tangos insignes como “Mi Buenos Aires querido”, “Por una cabeza”, “Volver” y “El día que me quieras” entre muchos otros, todos ellos con letra del escritor brasileño-argentino Alfredo Le Pera (1900-1935). Realizó numerosas giras, grabaciones, actuaciones en teatros y películas… En un viaje a Francia, en 1930, les sugirió a los dramaturgos y directores de cine Luis Bayón Herrera (1889-1956) y Manuel Romero (1891-1954) que escribieran el libreto de una película con temática argentina. El resultado fue el filme “Luces de Buenos Aires”, el que fue dirigido por el chileno Adelqui Migliar (1891-1956) y protagonizado, además de Gardel (fue su primer largometraje sonoro), por la actriz y cantante de tangos Sofía Bozán (1904-1958) y el boxeador y actor Pedro Quartucci (1905-1983), ambos argentinos. El rodaje se realizó en los sets que tenía la empresa estadounidense Paramount en Joinville-le-Pont, cerca de París. El éxito fue tal que la compañía envió copias a otros países. En varios de ellos, el público interrumpía la exhibición de la película después de que Gardel cantara “Tomo y obligo” y pedía escucharlo nuevamente, un hecho inédito en la historia del cine.
En 1932 la misma empresa lo contrató para tres producciones más. En los mismos estudios filmó “Melodía de arrabal”, película dirigida por el francés Louis Gasnier (1875-1963) en la que cantó los tangos “Melodía de arrabal”, “Silencio”, “Cuando tú no estás” y “Mañanita de sol”, este último a dúo con Imperio Argentina (1910-2003), la actriz y cantante hispano-argentina que coprotagonizó la película, y el cortometraje “La casa es seria” dirigido por Lucien Jaquelux (1894-1946), en la que cantó “Recuerdo malevo” y “Quiéreme”.
Y luego, en 1934, en los estudios que la Paramount tenía en Astoria, Nueva York, actuó junto a la actriz argentina Mona Maris (1906-1991) en “Cuesta abajo”, filme dirigido por el citado Gasnier en el que cantó “Amores de estudiante”, “Por tu boca roja”, “Criollita decí que sí”, “Cuesta abajo” y “Mi Buenos Aires querido”. Posteriormente lo contrataron para tres filmes más: “El tango en Broadway”, “El día que me quieras” y “Tango Bar”. Por entonces también, el canal de televisión inglés British Broadcasting Corporation (BBC) emitió su primera transmisión televisiva, la que comenzó con el cortometraje en blanco y negro “El carretero” que Gardel había filmado en Buenos Aires en 1930 dirigido por Eduardo Morera (1906-1997). Se sabe que además de este cortometraje musical sonoro, protagonizó catorce más, pero fueron reproducidos sólo diez ya que cinco se arruinaron en el laboratorio. Los que se pudieron ver, además del citado, fueron “Añoranzas”, “Canchero”, “Enfundá la mandolina”, “Mano a mano”, “Padrino pelao”, “Rosas de otoño”, “Tengo miedo”, “Viejo smoking” y “Yira yira”.
A fines de ese año viajó a Toulouse para visitar a su madre y a toda la familia francesa. Luego regresó a Astoria y comenzó a trabajar en los preparativos de las próximas películas. El 28 de marzo de 1935 se embarcó en el puerto de Nueva York, dando así inicio a la que sería su última gira, la cual comprendió Puerto Rico, Aruba, Curazao, Venezuela y Colombia. La misma debía continuar en Panamá y Cuba para concluir finalmente en México antes de emprender el regreso a Estados Unidos. La gira se desarrolló con un enorme éxito, realizando presentaciones en teatros colmados de admiradores en todas las ciudades que visitó y donde fue apodado el “Rey del Tango”.


Tal como lo contaría en 1947 José Razzano, su ex compañero en el dúo que conformaron entre 1911 y 1925, en el libro “Vida de Gardel” escrito por el escritor y comediógrafo argentino Francisco García Jiménez (1899-1983), a las 11 de la mañana del lunes 24 de junio de 1935, Gardel y sus compañeros de viaje se reunieron en las habitaciones del Hotel Granada de Bogotá para bajar luego al comedor para almorzar. Allí firmó fotos, posó para las cámaras, charló con un grupo de admiradoras, empresarios y periodistas, y recibió al director de orquesta colombiano Efraín Orozco (1897-1975). A las 13:15 salieron del hotel. Tuvieron que hacerlo por la puerta trasera, para esquivar a la multitud que bloqueaba la salida principal para despedir a su ídolo. El grupo partió hacia el aeropuerto para tomar el Ford trimotor F-31 de la empresa Servicio Aéreo Colombiano (SACO). A pesar de los oscuros nubarrones, el vuelo a Cali no se canceló. Gardel esperaba ansioso el fin de esa gira para regresar a la Argentina, donde quería formar una productora propia.
El avión aterrizó en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín para cargar combustible. Los pasajeros descendieron y fueron a tomar un refrigerio y, cuando terminaron, se dirigieron de nuevo hacia el avión. En el trayecto, Gardel saludó efusivamente a la multitud que había ido a despedirlo agitando pañuelos. En pleno carreteo de despegue comenzó a fallar uno de los motores laterales y el avión se desvió. Exactamente a las 15:10 hs. embistió a otro avión similar de la empresa de origen alemán Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos (SCADTA) parado al final de la pista esperando su turno para despegar. Tras una violenta explosión, ambas naves se incendiaron.
Fueron diecisiete los muertos. Además de Gardel también fallecieron los antes mencionados Lepera, Barbieri y Riverol, y José Corpas Moreno (1907-1935), el secretario del cantor. Fue así como se apagó la voz de quien fuera reconocido como el máximo exponente del tango. Fue enterrado primero en Medellín, pero luego Armando Defino (1890-1962) -su albacea- logró la repatriación del cuerpo. “A las seis de la tarde del 18 de diciembre fue exhumado el cadáver de Carlos Gardel”, decía la edición del 19 de diciembre de 1935 del diario colombiano “El Tiempo”. Para salir de Medellín, el ataúd fue cargado en un tren que pasó por Amagá y llegó a La Pintada. Allí fue cargado en una pequeña berlina para ser transportado hasta Valparaíso. Como allí no había rutas, el féretro fue cargado a lomo de mula recorriendo angostos senderos del cerro de Caramanta al borde de precipicios. El cortejo fúnebre pasó por Marmato y llegó a Supía, donde los habitantes de la ciudad rindieron un homenaje a los restos mortales. Desde allí hasta la ciudad de Pereira el trayecto continuó en berlina. En Pereira se realizó el transbordo a un tren que llevó los restos hasta el Puerto de Buenaventura, adonde llegó el 29 de diciembre. Allí fueron embarcados en el vapor Santa Mónica para ser llevado hasta Panamá, donde fueron transbordados al vapor Santa Rita para cruzar el Canal y seguir hasta Nueva York, a donde llegaron el 7 de enero de 1936. En esa ciudad, Gardel fue velado por más de una semana en una casa funeraria del Barrio Latino. Luego fue embarcado en el vapor Panamerican y llegó a Rio de Janeiro el 31 de enero. Tras un homenaje del pueblo con ofrendas florales, los restos mortales llegaron pocos días después al puerto de Montevideo donde, por pedido de los admiradores uruguayos, se realizó un desembarco transitorio y durante toda la noche fueron velados en dependencias de la Aduana.
Finalmente, los restos de Gardel llegaron a Buenos Aires a las 10 de la mañana del 5 de febrero. En la Dársena Norte del puerto fueron recibidos por una impresionante multitud que acompañó luego la procesión hacia el estadio Luna Park ubicado en el barrio de San Nicolás, donde se realizó el velatorio final. En definitiva, el viaje desde Medellín hasta Buenos Aires duró cincuenta y un días y recorriendo 18.000 kilómetros. Después de ese multitudinario funeral, a las 10 de la mañana del día siguiente, recubierto por el poncho que Gardel usaba en sus viajes, el ataúd fue llevado en un carruaje tirado por seis caballos a lo largo de la avenida Corrientes hasta el Cementerio de la Chacarita acompañado por miles de personas que caminaron bajo los rayos de sol. El recorrido llevó casi cuatro horas y en las esquinas y desde los balcones, la gente arrojaba flores ante el paso de los restos de su ídolo.


Conocido muchos apodos como “Carlitos”, “El zorzal criollo”, “El morocho del Abasto”, “El mago”, “El rey del tango”, “El mudo”, “El troesma”, “El francesito” o “El bronce que sonríe”, con su particular voz Gardel realizó alrededor de mil grabaciones de tangos (la mayoría), zambas, chacareras, foxtrots, habaneras, milongas y rancheras. Post mortem recibió innumerables homenajes y distinciones. Se construyó un mausoleo en el cementerio de la Chacarita y, en su honor, varias calles, avenidas y plazas de Buenos Aires llevan su nombre.

14 de junio de 2025

Cuentos selectos (XXXIV). Wenceslao Fernández Flórez: “Yo y el ladrón”

Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) fue un prolífico escritor español que publicó algo más de cuarenta novelas y narraciones breves. Nacido en La Coruña, comenzó su carrera como escritor en diarios y revistas con tan sólo quince años de edad. Lo hizo primero en diario coruñés “La Mañana” y posteriormente colaboró en “El Heraldo de Galicia”, en el “Diario de A Coruña”, en “Tierra Gallega” y en “El Noroeste” de Murcia. También dirigió el semanario “La Defensa” de Betanzos y el “Diario Ferrolano” de Ferrol. Considerado como uno de los grandes humoristas de las letras españolas del siglo XX, alcanzó la popularidad desde 1915 tras su llegada a Madrid, en donde trabajó en “El Imparcial” y en el periódico “ABC”, donde publicó la columna parlamentaria “Acotaciones de un oyente” hasta 1936.
Compaginando su labor periodística con su vocación literaria, publicó relatos cortos, novelas y pequeños ensayos en los cuales compaginó el humor, el pesimismo, la ironía y la crítica social. Entre sus numerosas obras pueden citarse las novelas “El bosque animado”, “El hombre que compró un automóvil”, “La novela número 13”, “Una isla en el Mar Rojo”, “El malvado Carabel”, “Las siete columnas”, “El secreto de Barba Azul”, “Volvoreta”, “La procesión de los días”, “Relato inmoral” y “La tristeza de la paz”. También los tomos de cuentos “Tragedias de la vida vulgar”, “Ha entrado un ladrón”, “Las flores del diablo”, “Las gafas del diablo”, “Visiones de neurastenia” y “Fantasmas”. También publicó los libros de ensayos y artículos “Las gafas del diablo”, “Los que no fuimos a la guerra” y “Crónicas parlamentarias”, y su autobiografía bajo el título “El terror rojo”. Varias de sus novelas fueron adaptadas al cine como “El hombre que se quiso matar”, “Huella de luz” o “La casa de la lluvia”, con guiones escritos por él mismo.
El carácter humorístico de sus obras más famosas ha sido el más destacado por la crítica literaria, aunque también cultivó la ficción dramática, fantástica y de terror y la sátira política. En 1917 obtuvo el premio del Círculo de Bellas Artes, en 1926 recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1934 fue elegido miembro de la Real Academia Española.


Antes del comienzo de la Guerra Civil en 1936, se declaraba abiertamente liberal y llegó a atacar los pilares básicos del Movimiento Nacional capitaneado por el jefe de la Falange Española Francisco Franco (1892-1975), razón por la cual, una vez que el franquismo asumió el poder, fue amenazado de muerte y pudo hallar refugio primero en la Embajada de Argentina y luego en la de Holanda, ambas en Madrid. Quiso abandonar el país, pero le fue impedido por el Ministerio de Gobernación, y recién en julio de 1937, tras la intervención del Ministerio de Defensa, consiguió salir de España y se estableció por un tiempo en una pensión que los jesuitas poseían en La Haya. En mayo de 1938 se instaló en Portugal, donde permaneció hasta el final del conflicto entre el bando republicano y el bando nacional. Allí colaboró en el “Diário de Noticias” y el “Diário da Manhã”, medios en los cuales escribió en español numerosos artículos de propaganda franquista, dejando atrás los comentarios políticos que había realizado en 1932. A su regreso a Madrid admitió que ello no le causaba alegría ya que su exilio había sido para él un “sufrimiento muy grande, tan grande que hasta su sombra es un intolerable sufrimiento. Yo he buscado en Madrid mi sonrisa, y no la encontré”. Ello no le impidió proseguir dedicándose a la escritura. Por ejemplo, en 1955, basándose en su novela “Luz de Luna” que había publicado en 1915, escribió el guion de la película “Camarote de lujo” que dirigiría Rafael Gil Álvarez (1913-1986), en la cual expresó algunas críticas al gobierno de Franco. No obstante ello, continuó escribiendo y gozó de buen prestigio bajo el franquismo, el régimen autoritario que perduró hasta 1975.
Fernández Flórez falleció en abril de 1964 a causa de un colapso cardiaco. Sus restos mortales fueron trasladados desde Madrid hasta el Cementerio Municipal de Santo Amaro en La Coruña. Cuando llegó la Transición, el periodo de la historia en que España pasó a regirse por una Constitución que restauraba la democracia, buena parte de la crítica literaria no le perdonó sus escarceos ideológicos y buscó silenciar su nombre y su obra. Fue considerado un “escritor trivial”, un “gran reaccionario”, un “escéptico total” y un “vago panteísta”. En cambio, otro sector de la crítica resaltó su “amor a la naturaleza”, su “respeto y admiración por las personas” y su “conocimiento del mundo rural y campesino de Galicia”.
Muy lejos de allí, tanto en el espacio como en el tiempo, el escritor argentino Carlos Penelas (1946) escribió un artículo titulado “Wenceslao Fernández Flórez, un grande que hay que releer”, una gacetilla en la que resaltó que “el escritor y periodista gallego abrió una senda de luz y modernidad en la narrativa española. Más allá del humor, de su literatura con marcada preocupación moral, tenía cierto pesimismo en torno al ser humano y a las sociedades”. Y agregó: “Para Fernández Flórez es la pasión lo que mueve las acciones humanas. Suele, además, ironizar sobre la hipocresía social. Bajo el aparente humor ofrece una visión desencantada del ser humano y de la sociedad. Detrás de su temple, de su comicidad basada en la distorsión de los hechos, conlleva una intensión crítica; nos muestra una mirada pesimista del mundo y de la historia”.


Por su parte el filólogo español Delfín Carbonell (1938), en un artículo que publicó en “Cuadernos Hispanoamericanos”, manifestó que Fernández Flórez “expresa la angustia de la existencia a través de la vulgaridad (humor irónico y caricatura) a diario. Demuestra ser capaz de pintar dos facetas de la existencia: la humorística y la tragicomedia. Su mundo es un mundo de risas y lágrimas que demuestra una profunda preocupación por el problema fundamental y sincero o el significado de la existencia. Presenta ejemplos de personas vulgares... hombres profundamente mortificados por la casualidad de circunstancias que no comprenden o que son incapaces de superar”. Y según el “Diccionario Columbia de Literatura Europea Moderna”, fue “ante todo un humorista que, en sus mejores obras, ofrece una visión desoladora y amarga de la vida y del mundo, a la vez personal y universal”.
El cuento que sigue a continuación, “Yo y el ladrón”, formó parte del libro “La nube enjaulada” que Fernández Flórez publicó en 1944. Muchos años después, en 2007, la escritora argentina Patricia Suárez (1969) lo incluyó en “Reír o no reír. Antología de cuentos de humor”, una compilación de relatos que incluyó, entre otros, a prestigiosos escritores como Roberto J. Payró (1867-1928), Adolfo Bioy Casares (1914-1999), Liliana Heker (1943) y Ana María Shua (1951). Otro tanto hizo en 2012 el escritor español José María Merino (1941) en “Los mejores relatos españoles del siglo XX”, una antología que incluyó a renombrados narradores hispánicos, entre ellos Ramón del Valle Inclán (1866-1936), Pío Baroja (1872-1956), Miguel Delibes (1920-2010) y Ana María Matute (1925-2014).
 
YO Y EL LADRÓN
 
Cuando el señor Garamendi se marchó a veranear, me dijo:
- Hombre, usted, que no tiene nada que hacer, présteme el favor de echar, de cuando en cuando, un ojo a mi casa.
No es cierto que yo no tenga nada que hacer, y el señor Garamendi lo sabe perfectamente; pero él opina que cuando uno no sale a veranear, y no es por causa de algún gran negocio, es para dedicarse totalmente al descanso, con la voluptuosa pereza de no buscar los billetes ni cargar con la familia. M limité a preguntar:
- ¿Qué entiende usted exactamente por “echar un ojo”?
- Creo que está bien claro -contestó de mal humor.
- ¿Debo pasearme por las habitaciones de su casa con un ojo abierto, posando sucesivamente la mirada en los muebles, en los…?
- No. ¡Qué tontería! Quiero decir que me agradará que pase usted algún día frente al edificio y vea si siguen cerradas las persianas, y que le pregunte al portero si hay novedad, y hasta que suba a tantear la puerta. Usted no sabe nada de estos asuntos, pero en el mundo hay muchos ladrones, y entre los ladrones existe una variedad que trabaja especialmente durante el verano, y es a la que más temo. Se enteran de cuáles son los pisos que han quedado sin moradores, y los desvalijan sin prisas y cómodamente. Algunas veces se quedan allí dos o tres días viviendo de lo que encuentran, durmiendo en las magníficas camas de los señores, eligiendo concienzudamente lo que vale y lo que no vale la pena de llevarse. No hay defensa contra ellos. La primera noticia que se tiene es el desorden que se advierte en la casa al volver, cuando ya todo es irremediable y lo robado está mal vendido o bien oculto.
- Bueno -concedí bostezando-, pues echaré ese ojo.
La verdad es que no pensaba hacerlo. Garamendi abusa un poco de mí con sus encomiendas engorrosas desde que me hizo dos o tres favores que él recuerda mejor que yo. Luego…, luego me abruma con sus gabanes, con sus puros, con sus gafas, con su vientre, con sus muelas de oro. Cuando descubro un nuevo defecto en él, tengo un placer íntimo. Entonces le encontré pusilánime. Tener miedo a los ladrones me pareció la más grotesca puerilidad. Yo no creo en eso.
Pasaron los días; me recreé en el calorcillo de Madrid, me senté en algunas terrazas, recordé mi niñez volviendo a ver las viejas películas que los cines exhiben a más bajo precio en estos meses, y una tarde que estaba más ocioso y más emperezado que nunca en mi despacho, pensando vagamente en que era demasiado ascético al dormir tan sólo una hora de siesta cuando nada me impedía dormir dos, y que la humanidad no me agradecería jamás este sacrificio, recordé de repente:
- ¡Anda! Pues no he pasado ni una sola vez ante la casa de Garamendi.
Y únicamente -lo aseguro- para poder darle mi palabra de honor de que había atendido su encargo, aproximé lentamente mi mano al teléfono y marqué su número.
Oí, medio desmoronado en la butaca, el ruido del timbre que sonaba en la desierta vivienda del veraneante. ¡Trrrr…! ¡Trrrr…! Y… nada más.
Una voz apagada, desconocida, llegó por el hilo:
- ¿Diga?
- ¿Cómo “diga”? -exclamé extrañadísimo- ¿No es esa la casa del señor Garamendi?
La voz se hizo atiplada como la de las máscaras que disimulan, y clamó con una alegría que no venía a cuento:
- ¡Sí, sí! ¡Es aquí, es aquí! ¿Cómo está usted?
Me quedé estupefacto.
- Oiga -hablé-, ¿me hace el favor de decir qué está haciendo…?
Siguió un silencio embarazoso.
- ¿No será usted un ladrón?
Nueva pausa.
- Si es usted un ladrón, no me lo niegue -exigí.
- Bueno -dijo la voz, ya con un acento natural, un poco ronca-. La verdad es que, en efecto, soy un ladrón.
- ¡Pues me ha fastidiado usted, porque tengo mucha amistad con el señor Garamendi, y me encargó al marchar que le vigilase su casa! A ver ahora qué le digo.
- Puede usted contarle lo que sucede -insinuó la voz, un poco acobardada.
- ¡Bonita idea! -protesté-. ¿Cómo voy a confesarle que estuvimos dialogando? Aún, si usted no hubiese cometido la idiotez de contestar…
- Fue un impulso espontáneo -se disculpó-. Estaba aquí, junto al teléfono; sonó y, maquinalmente, me puse al habla. Yo también tengo teléfono, y la costumbre…
- ¡Vaya conflicto!
- Crea usted que lo siento de veras.
- Claro que si le pido que deje ahí todo y vaya a entregarse a la comisaría más próxima…
- No; no lo haría… ¿Para qué engañarle?
- Al menos, dígame: ¿se lleva usted mucho?
- No hablemos de eso; una porquería. Perdone si le ofendo, pero ese amigo de usted no tiene nada que le quite a uno de cuidados.
- ¡Hombre, no me diga…! La escribanía de plata es maciza y valiosa…
- Ya está en el saco, y unas alhajitas y el puño de oro de un bastón y dos gabanes de invierno. Nada. No es negocio.
- ¿Vio usted una bandejita de plata que debe de haber en el comedor, con unas flores en relieve?
- Sí.
- ¿Está en el saco?
- No. Las otras, sí; pero ésa apenas tiene un baño; es de metal blanco.
- Bien; pero no negará que es bonita.
- No vale nada.
- Llévesela usted.
- No quiero.
- ¡Llévesela usted, idiota! ¿No comprende que si la deja van a darse cuenta de que no es de plata? Y… se la he regalado yo. Llévesela.
- En fin…, por hacerle un favor; pero sólo me servirá de estorbo.
- ¿Ha recorrido ya toda la casa? Yo no conozco más que el despacho. Creo que está bien puesto, ¿no?
- ¡Psch! Muchas pretensiones; poco gusto. Debe de tratarse de un caballero roñoso.
- Es triste, pero no lo puedo negar. Y también es cierto que carece de gusto.
- ¿Quiere usted creer que tiene dos escupideras en el salón?
- ¡No!
- Como usted lo oye. ¿No ha entrado nunca en el salón? Pues se ha perdido un espectáculo divertido. Yo tengo costumbre de visitar casas bien amuebladas y le aseguro que ésta es una calamidad.
- ¡Vaya, señor! Siempre me pareció que Garamendi presumía demasiado. Ahora que… la alcoba de la señora…, de ésa sí que dicen que es un estuche, ¿verdad? Garamendi afirma que le costó una fortuna. ¿Cómo es, cómo es?
- No me fijé en detalles… ¿Quiere que vuelva?
- ¡Oh, por Dios! No vaya usted a creer que me gusta el cotilleo. Era por… ¡qué sé yo!
- Lo que encontré allí fueron pieles bastante buenas.
- Lo creo. Tiene una capa de renard.
- Está en el saco. Y un gabán de cibelina.
- Sí; eso vale más, pero también es más llamativo. Lo envidiable es la capa de renard.
- ¿Le gustaba a usted?
- Le gustaba a Albertina… una amiga mía…; para decirlo de una vez: a mi novia. Un día vimos a la señora de Garamendi con su capa y Albertina no habla de otra cosa. Creo que me quiere menos porque piensa que nunca podré regalarle unas pieles de zorro como ésas.
- ¿Quién sabe? ¡Caramba! No hay que amilanarse.
- No… nunca; es bien seguro…
Un silencio.
- Oiga…, señor.
- Dígame.
- Si usted me permite, yo tengo mucho gusto en ofrecerle esas pieles…
- ¡Qué disparate!
- Nada… Me ha sido usted simpático y…
- Pero… ¿cómo voy a consentir…? ¿Va usted a quedarse sin ellas por…?
- No se preocupe. Yo ya tengo las otras, y no va a ser uno más pobre…
- ¡Ea, que no!
- Bien; pues entonces se las ofrezco a Albertina. Ahora no podrá usted desdeñarlas… Piense en la alegría que tendrá…
- Sí; eso es cierto…
- ¿Adónde las envío?
Le di mis señas.
- ¿Manda usted algo más?
- Nada más. Y muy reconocido. Que termine “eso” con suerte.
- Gracias, señor.