8 de octubre de 2025

Un poco de ironía ante las próximas elecciones legislativas en medio de la incertidumbre y la inestabilidad de la economía global

El próximo domingo 26 de octubre se celebran en todo el país las elecciones legislativas nacionales 2025, en las que se renovará la mitad del Congreso de la Nación. Ese día se elegirán veinticuatro senadores nacionales y ciento veintisiete diputados que ocuparán sus bancas en el Parlamento. Dada la proximidad de este evento, ya pueden verse y escucharse en los medios periodísticos numerosas propuestas de parte de los candidatos. Están los que prometen promover la eficiencia, la transparencia, la meritocracia, el esfuerzo personal, el respeto por las normas y la honestidad en la administración de los recursos públicos; los que dicen que van a impulsar proyectos para alcanzar una sociedad pujante y moderna que marque el camino de crecimiento que lleve a los argentinos a sentirse orgullosos de pertenecer a una potencia mundial; los que aseguran que van a impulsar el fortalecimiento de la democracia y el sistema republicano, la consolidación de las instituciones, el respeto a la división de poderes, el desarrollo económico, la independencia de la justicia, la calidad de la educación, la solidaridad social y la felicidad personal de los habitantes de la Argentina; los que manifiestan que van devolverle a la gente un horizonte de esperanza ya que, para los argentinos, la tarea más importante es la capacidad de realización; los que declaran que van a usar trapo y lavandina para terminar con la mugre de la corrupción; los que afirman que buscan el progreso y el desarrollo como realización humana y material en una sociedad donde la ley sea justa para todos; los que garantizan que, con sus leyes, van a lograr una comunidad en donde reine la armonía, la sana convivencia y la seguridad para que la vida y la libertad sean valores supremos…
También están los que, desde las coaliciones de izquierda, hacen propuestas más reformistas y populares, prometiendo romper con el FMI, el Banco Mundial y los demás organismos financieros internacionales; estatizar bajo el control de los trabajadores y usuarios a los laboratorios, droguerías y servicios estratégicos para terminar con los negociados; apoyar a los pequeños productores y chacareros y hacer que los grandes estancieros y las agroexportadoras paguen más retenciones; elevar las jubilaciones y los salarios mínimos hasta cubrir el costo de la canasta familiar; equiparar los salarios de los funcionarios públicos con los de un o una docente; recuperar el petróleo, el gas, la minería y los demás recursos naturales mediante su nacionalización; anular los tarifazos en los servicios públicos; embargar los bienes personales de los culpables de delitos de corrupción; terminar con la burocracia sindical que no defiende a los trabajadores, etc. etc. Proyectos todos ellos que suenan mucho más atractivos que los anteriores, pero que, a simple vista y repasando un poco la historia, tras la irrupción del peronismo como movimiento que representa a los sectores populares, sus ofertas tienen muy poco arraigo en el electorado argentino. Y, además, al igual que los otros candidatos, tampoco dicen como conseguirán implementar todas sus propuestas, las que, a fin de cuentas, no son más que fantasías. Tal vez son como las que Jorge L. Borges (1899-1986) llamaba “fantasías puras” en “Otras inquisiciones”, diciendo que eran “las mejores” porque no buscaban “justificación o moralidad”. En fin, promesas y más promesas.


Pero, de lo que prácticamente nadie habla es de la condición semicolonial que impera en la Argentina, de la influencia de las clases dominantes estrictamente ligadas a los grandes oligopolios, de la especulación financiera, de las empresas que poseen cuentas en paraísos fiscales y fugan divisas al exterior, de la ausencia de un empresariado que impulse el mercado interno y proteja las industrias nacionales… Y claro, tampoco dicen como van a hacer para que, con sus proyectos de leyes, se logre salir de esa aciaga condición. En todas sus promesas, ¿los candidatos están diciendo la verdad? O será como decía el protagonista de “El pozo”, la novela que el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994) publicó en 1939, el que, agotado del envilecimiento de la existencia humana, decía que había “varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Y lo que estos candidatos justamente están haciendo es eso: ocultar la esencia de los acontecimientos. ¿O acaso hablan de la situación por la que está pasando el mundo a raíz de la confrontación entre Estados Unidos y China? Porque, tras estar perdiendo terreno estratégico frente a la potencia oriental, lo que está haciendo el presidente norteamericano es tratar de robustecer su posición en América Latina y el Caribe, endureciendo aún más sus posiciones para tratar de alcanzar un control total sobre esta región e integrarla a su área de influencia. Esto le permitiría acumular la fortaleza que hoy no tiene para confrontar directamente con China, su verdadero objetivo, en la medida que la considera su mayor obstáculo para recuperar el carácter de potencia hegemónica mundial.


El acercamiento de China a América Latina y el Caribe es algo que inquieta desde hace más de diez años a la Casa Blanca, la que ha tomado medidas de diverso tono en los países de la región para tratar de frenar la creciente influencia de Beijing. Porque lo que Estados Unidos está buscando es recuperar esta región como su patio trasero y poder explotar sus riquezas naturales en su propio beneficio. Sin embargo, las políticas del presidente Trump hacia el sur del río Grande, en ocasiones está generando el efecto contrario y no hace más que abrirle nuevas oportunidades al gigante asiático. Por eso las tácticas del presidente neofascista-imperialista se centran en la injerencia en las elecciones regionales para tratar de instalar gobiernos afines, por un lado, y por otro lado ejercer cada vez más una presión económica mediante la aplicación de sanciones, bloqueos financieros y operaciones de desestabilización política en alianza con algunas burguesías locales. ¿Alguno de los candidatos dice en sus propuestas cómo afrontar esta problemática? ¿Alguno dice cómo defender la soberanía e independencia del país? Porque se trata de un combate por la dignidad, por un futuro en el que los argentinos decidan su destino sin imposiciones externas, sin chantajes financieros. Porque es más que evidente que, amparados por los personalismos y los sectarismos de la gran mayoría de la dirigencia política, hoy muchísimos argentinos sufren en su vida diaria las consecuencias del fracaso de la globalización neoliberal y de los cantos de sirena del presidente anarco-capitalista, quien está convirtiendo al país en una nación cada vez más plebeya al imponer una derecha cavernaria sustentada sobre las debilidades tanto de las coaliciones opositoras como las de los ciudadanos.
Ahora bien, ante la proximidad de las elecciones legislativas, al ver y escuchar las promesas sustentadas en frases trilladas y pomposas de todos los candidatos, resulta ineludible recordar las famosas “Aguafuertes porteñas” que el escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) publicara semanalmente hace casi un siglo atrás en el diario “El Mundo”. Por entonces la Argentina vivía una situación social marcada por el colapso económico internacional producto de la caída de la bolsa de valores de Nueva York en octubre de 1929, y la etapa conocida como “década infame” que comenzó en septiembre de 1930 tras el golpe de Estado que derrocó al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen (1852-1933). Fue un período histórico turbulento en el que prevalecieron el fraude electoral, las intervenciones federales a las provincias, la persecución a los opositores, la tortura a los detenidos políticos y la proliferación de los negociados, situaciones todas ellas generadas por la influencia y participación, en los sucesivos gobiernos fraudulentos, de grupos militares de tendencias fascistas que terminaron de asentarse en 1945 de la mano del general Juan D. Perón (1895-1974) en una variante atenuada pero en definitiva fascistoide.
Fue en ese ambiente que nació “Argentina. Periódico de arte y crítica”, una publicación dirigida por Cayetano Córdova Iturburu (1902-1977) en la cual colaboraron, entre muchos otros, Macedonio Fernandez (1874-1952), Ricardo Güiraldes (1886-1927), Raúl González Tuñón (1905-1974), Ulyses Petit de Murat (1907-1983) y el ya mencionado Roberto Arlt. En un artículo aparecido en el primer número, Córdova Iturburu decía sin ambages: “El espíritu burgués -que en realidad no es otra cosa que carencia de espíritu- es el mal de nuestro país. El mundo sufre en estos momentos las convulsiones de una quiebra. Y la culpa de esa quiebra debe adjudicarse, sin titubeos, al burgués. El burgués ha hecho de la política un negocio, del arte un negocio, de la religión un negocio, de la vida un negocio. El burgués ha convertido la organización social y la estructura económica en una forma de satisfacer sus apetitos con impunidad y ha hecho de las armas y de la religión garantías de su impunidad”. La dureza de este discurso originó que sólo apareciesen tres números de la revista durante los dos primeros años de la “década infame”.
En medio de ese ambiente dominado por la oligarquía terrateniente y la incipiente burguesía industrial, y en el que también participaron activamente algunos sectores del movimiento estudiantil y organizaciones fascistas, el autor de recordadas novelas como “El juguete rabioso”, “Los siete locos” y “Los lanzallamas” publicó la “aguafuerte” titulada “¿Quiere ser usted diputado?”, la que hoy en día, dada la época electoralista que vive la Argentina, tiene una excepcional vigencia. Algunos de los párrafos más sobresalientes de dicha “aguafuerte” decían: “Si usted quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes: ‘Soy un ladrón, he robado... he robado todo lo que he podido y siempre’. La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos eran ‘honestos’. Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta. Hablaron tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que ‘el país necesita gente honesta’. No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de ‘honradez’. En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un sólo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo”.
El texto del discurso dice así: “Señores: aspiro a ser diputado porque aspiro a robar en grande y a ‘acomodarme’ mejor. Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado. Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente, no desvergonzadamente, sino ‘evolutivamente’. Me permito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo... prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado. Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar”.
Y agregó: “Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines... ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio ‘ipso facto’ a mi candidatura... Piénsenlo, aunque sea un minuto señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo, verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina... Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia. Señores... con este discurso, lo matan o lo eligen presidente de la República”.
Si bien este irónico texto fue escrito en la década del ’30 del siglo pasado, es notoria su vigencia en la actualidad. Es imprescindible para los argentinos no negar la realidad porque hacerlo puede convertirse en el causante de desgracias. Basta con ver lo sucedido en las últimas décadas cuando las políticas que entusiasmaron a muchísimas personas, no se adaptaron a la realidad, provocó desastres y les destruyó la esperanza y las arrastró a la miseria. En fin, volviendo a octubre de 2025, en medio de la eclosión política y financiera del gobierno libertario, se presentan como candidatos a legisladores -representando a partidos que no son más que coaliciones improvisadas-, personajes con funestos antecedentes muchos de los cuales fueron denunciados penalmente por malversación de fondos públicos y defraudación en perjuicio del Estado, por enriquecimiento ilícito y vínculos con el narcotráfico, por la posesión de sociedades en paraísos fiscales y por el enriquecimiento mediante mecanismos poco transparentes de contratación. Esto por citar sólo a algunos de los candidatos en las próximas elecciones legislativas en los veinticuatro distritos del país. Probablemente los haya honestos, pero, a medida que pasa el tiempo, la ciudadanía desconfía cada vez más de ellos, lo que se percibe tanto en las encuestas como en el ausentismo electoral. A lo mejor, si los candidatos se apoyan en la sugerencia de Arlt, les vaya un poco mejor.

5 de octubre de 2025

Gobierno argentino: ¿crematomanía, síndrome de Hubris o simplemente neofascismo?

Allá por 1997, el empresario estadounidense de ascendencia japonesa Robert Kiyosaki (1947) junto a la empresaria también estadounidense Sharon Lechter (1954) publicaban “Rich dad, poor dad” (Padre rico, padre pobre), obra en la que hablaron de la necesidad de las personas de alcanzar una sólida educación financiera para no tener que trabajar para otros sino hacerlo sólo para sí mismas. Afirmaron que ser inversor en alguna corporación era mucho mejor que ser un empleado asalariado, ya que esa era la manera de ganar dinero sin necesidad de trabajar activamente ya que, según sus propias palabras, “los pobres y la clase media trabajan para ganar dinero, los ricos hacen que el dinero trabaje para ellos”. Parece evidente que muchos de los funcionarios del gobierno argentino y los grandes empresarios que lo apoyan han leído ese libro. Día tras día se suceden nuevos episodios de corrupción vinculados a estafas, sobornos, cohechos, vínculos con el narcotráfico, etc. etc., todo lo cual hace que ese grupo de inescrupulosos se enriquezcan a costa del Estado, la entidad política, jurídica y social que supuestamente venían a destruir. Basta con ver sus declaraciones juradas que, a pesar de estar amañadas, muestran sus descomunales aumentos patrimoniales. No sorprende entonces que, según informes del Foro Económico Mundial de Davos, además de sus gravísimos problemas vinculados a la recesión económica, la deuda externa, el desempleo, la pobreza y la desigualdad, la Argentina se encuentre entre los países con mayor corrupción y con bajísimas calificaciones en los indicadores de calidad institucional y transparencia.
Entonces, cuando uno se pregunta qué es lo que mueve a estos personajes a actuar de la manera en que lo hacen, podría conjeturar que padecen lo que en psicología se conoce como “crematomanía”, un término proveniente del griego -“krematos” (dinero) y “mania” (frenesí)- que significa “obsesión por el dinero”, una enfermedad cuya sintomatología se caracteriza por el obstinado apego a la acumulación de riquezas como el principal objetivo en la vida. Esta adicción desmedida se hizo muy evidente en el presidente Javier Milei y la secretaria general de la presidencia, su hermana Karina Milei, tras divulgarse los siderales montos en dólares que cobraba para dar una conferencia o asistir a una cena privada, y tras conocerse los casos de la estafa con la criptomoneda $Libra y el cobro de coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS). También podría vincularse a esta obsesión a los secuaces del gobierno libertario, sean estos ministros, secretarios, senadores, diputados, gobernadores, intendentes, jueces o grandes empresarios oligarcas que, con sus medidas económicas, dejan de lado cuestiones esenciales como la salud, la educación, la ciencia, la cultura, la seguridad, las obras públicas y una correcta administración de los recursos naturales y económicos. O tal vez padezcan el síndrome de Hubris, un trastorno psiquiátrico acuñado por el médico neurólogo británico David Owen (1938). En 2008, partiendo del término griego “hybris”, en su ensayo “In sickness and in power” (En el poder y en la enfermedad) se refirió a las personas que ejercen algún poder sumidas en la arrogancia, la soberbia, la desmesura, el narcicismo y el desprecio por las críticas y las opiniones de los demás, cualidades todas ellas que bien podrían aplicarse al presidente argentino y a muchos de sus lacayos.
Justamente sobre este trastorno psicológico, allá por 2013 el periodista y médico neurólogo argentino Nelson Castro (quien hace poco sin ser un “zurdo de mierda” le soltó la mano a la derecha libertaria), en un programa televisivo diagnosticó que la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner padecía el síndrome de Hubris. Y hace unos días, en el editorial de su programa radial, aseveró que, al igual que la ex presidenta, el actual presidente padece el mismo síndrome y explicó que, en estos casos, “la persona cree que es la dueña de la verdad, que es infalible y que, si alguien le dice algo, tiene una finalidad conspirativa”. “Estamos ante un presidente de la República con un problema psíquico importante en cuanto a comportamiento y conducta”, subrayó. Y agregó que se trata de un “tema de extrema sensibilidad” y que el presidente mantiene “una relación patológica con su hermana”. Por su parte, la psiquiatra y docente argentina Graciela Peyrú (1941), presidenta de la Fundación para la Salud Mental, en una entrevista analizó las características de las personas que padecen manías y sugirió que Javier Milei tiene muchos rasgos que podrían coincidir con ese diagnóstico. “Hay una patología mental, una enfermedad mental que se llama manía”, explicó. “Es un trastorno mental que se caracteriza por tener una gran imagen, una excelente opinión sobre uno mismo y no conocer límites”. Y agregó: “Quien padece una manía no tiene casi autocrítica, no tiene casi dudas, porque se siente a sí mismo como un genio todopoderoso. Y otra característica de la manía es la irritabilidad, enojarse, insultar al otro, despreciarlo, humillarlo. Los comentarios, por ejemplo, de Milei sobre los periodistas son absolutamente despreciativos, y sobre otra gente también, absolutamente humillantes, absolutamente despectivos. Y eso está dicho desde un ser que cree que es mucho mejor que los otros”.
También la psicoanalista, politóloga y docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires Nora Merlin (1982) se refirió a la salud mental del presidente. En varias entrevistas brindadas en 2023, poco antes de que ganara las elecciones, la especialista consideró que las distintas manifestaciones en público de Milei durante la campaña electoral, más allá de su salud mental, lo que habían mostrado eran rasgos de una personalidad que “excede los límites del sistema democrático”. “Hay una incontinencia verborrágica agresiva, violenta, misógina, hostil. Sin hacer diagnóstico psicológico, esos son rasgos de carácter que son incompatibles con la democracia. Porque en la democracia hay reglas, hay límites, no se puede decir cualquier cosa, y este personaje pasa esos límites. La vida democrática y civilizada requiere de filtros y de diques, no se puede decir cualquier cosa. Este personaje tiene una modalidad fascista. Sus modos de relacionarse son modos fascistas”, manifestó. En otra entrevista aseveró que uno de los idearios del sistema neoliberal es que es una fábrica de individuos emprendedores (sos el empresario de vos mismo, sos tu propia construcción), una fábrica de deudores a los que se les llama ‘capital humano’. En él, la subjetividad es mercancía, cada individuo debe valerse por sí mismo en una concepción meritocrática, es un sálvese quien pueda”. Y prosiguió: “El neoliberalismo se ha anudado a la revolución tecnológica que virtualizó la vida. Es un dispositivo de poder que está organizado por la pulsión de muerte, orientada a la desintegración de todo: de los lazos amorosos, amistosos, de la cultura, de la democracia, de los Estados, de las regulaciones, de la autoridad, de la política. Este sistema no sólo está enfermo, como decía Freud, sino que va a explotar. Es un sistema enfermo que enferma, por eso la depresión se tornó en una epidemia global”.
Todo esto en medio de un régimen político basado en la mercantilización, la privatización y la financiarización como ejes centrales de la acumulación de riquezas. Esto es un capitalismo ilimitado que el presidente llama “anarcocapitalismo”, el cual privatiza los beneficios y socializa las pérdidas amparado por un Poder Legislativo que actúa como un mero espectador y un Poder Judicial convertido en el principal aliado de las corporaciones económico-financieras y mediáticas. Así, es dable pensar que este proceso de enriquecimiento de los menos, acompañado por un afán obsceno de ostentación, y el empobrecimiento de los más, acompañado por un estado ánimo que oscila entre el inconformismo y la resignación, no es una “revolución liberal” como la llama el presidente sino una “revolución pasiva”, término que el filósofo, sociólogo y periodista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) acuñó en sus “Quaderni del carcere” (Cuadernos de la cárcel) para referirse a un proceso de transformación gradual y progresivo de las estructuras sociales, políticas e institucionales desarrollado desde el poder, apoyándose en la alta burguesía acomodada en desmedro de las clases medias y populares desorganizadas. La noción de “revolución pasiva” no sólo es aplicable al gobierno libertario, sino también a gobiernos como el kirchnerismo, el cual implementó algunas transformaciones estructurales, pero preservó las relaciones capitalistas fundamentales mientras aparentaba responder a las demandas populares.
En este escenario, no son pocos los filósofos y sociólogos que definen este fenómeno que ha emergido en el contexto de la digitalización y la globalización neoliberal como “neofascismo”, un sistema que se distingue del fascismo clásico por su capacidad de operar mediante redes digitales, su articulación con el capitalismo financiero y su adaptación a las condiciones de la democracia formal. Así por ejemplo, el Doctor en Comunicación Social argentino Fernando Esteche (1967) escribió en “Autoritarismo en nuestra América en el siglo XXI”, un ensayo que forma parte del libro “No al fascismo”, que “el neofascismo contemporáneo se caracteriza por la utilización de las redes sociales para la manipulación cognitiva, la construcción de realidades paralelas mediante la desinformación sistemática”, un método habitual utilizado no sólo por el presidente argentino, sino también por otros mandatarios de América como el estadounidense Donald Trump, el panameño José Mulino, el costarricense Rodrigo Chaves, la peruana Dina Boluarte, el paraguayo Santiago Peña, el salvadoreño Nayib Bukele y el ecuatoriano Daniel Noboa en la actualidad, y en su momento también utilizado por el chileno Sebastián Piñera, el brasileño Jair Bolsonaro, el uruguayo Luis Lacalle Pou y el colombiano Iván Duque.
Allá por los años ’50 del siglo pasado, cuando todavía no existían las redes sociales, la manipulación de la conciencia de las personas se hacía mediante una propaganda efectiva realizada con el control de medios de comunicación como los periódicos y las revistas. En ese sentido se expresó la filósofa e historiadora alemana nacionalizada estadounidense Hannah Arendt (1906-1975) en su ensayo “The origins of totalitarianism” (Los orígenes del totalitarismo), libro en el cual expresó que el mecanismo de la propaganda era “una mezcla curiosamente variable de credulidad y cinismo con la que se espera que las personas reaccionen a las cambiantes declaraciones mentirosas de los líderes”. Y agregó premonitoramente: “Las formas de la organización totalitaria están concebidas para traducir las mentiras propagandísticas tejidas en torno a una ficción central; para construir, incluso bajo circunstancias no totalitarias, una sociedad cuyos miembros actúen y reaccionen según las normas de un mundo ficticio”. Y en un artículo publicado en el diario “Página/12” en mayo de 2016, la citada psicoanalista Nora Merlin decía que resultaba acuciante considerar lo que se plantea como una amenaza para la sociedad. “Los medios de comunicación -escribió- están patologizando la cultura, generando diversas formas de malestar, como sentimientos negativos, inhibiciones y la ruptura de lazos sociales, al alimentar la intolerancia, la segregación y el aislamiento. Gran parte del espacio público ocupado por los medios de comunicación se transformó en la sede del odio y la agresión entre las personas. El prójimo es atacado, concebido como a un enemigo o un objeto hostil al que se lo puede humillar, degradar, maltratar, etc. Se produce un efecto de identificación entre los espectadores que conduce a una cultura transformada en un campo minado por la violencia y el odio en sus variadas expresiones”.
Añadió luego: “Frente a este panorama, surgen interrogantes: ¿dónde quedan las categorías de verdad, decisión racional y autonomía del sujeto para filtrar y administrar la información y los afectos que éstos instalan? ¿Quién se hace responsable de los efectos patológicos que se constatan en la subjetividad y en los lazos sociales?”. Es una pregunta que deberían responder todos los presidentes mencionaos anteriormente porque, como escribió la psicóloga, “responder a estas cuestiones resulta indispensable para una concepción democrática que debe incluir no sólo la lógica de las instituciones y de la división de poderes, sino también un debate plural, que nunca se agote ni cancele, entre los distintos actores sociales involucrados. Resulta altamente saludable que se escuchen pluralidad de voces, evitando la monopolización de la palabra y la instalación de un discurso único, asegurando que los mensajes sean transmitidos libremente, pero garantizando el derecho que tienen los ciudadanos a que la información sea veraz, vertida de manera responsable y racional”. Y concluyó: “Ante la constatación de la patología que producen los medios de comunicación y con el objetivo de proteger la salud de la población, resulta necesario atender los efectos negativos que ellos producen. No se trata aquí de una práctica de censura ni de un planteo de tipo moral, sino de asumir una decisión responsable fundamental a favor de preservar la salud psíquica de la comunidad. El Estado, sus representantes e instituciones, deben encarnar una función simbólica, de contención y pacificación a nivel individual y social, capaz de garantizar el bien común, la disminución de la violencia y de la hostilidad en los lazos sociales”.
Así como el nazismo alemán creó el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, el fascismo italiano la Secretaría de Prensa y Propaganda y el franquismo español la Cadena de Prensa del Movimiento para influir en la opinión pública, el actual neofascismo utiliza las redes sociales como medio de difusión de su ideología con un discurso sustentado en el odio, las narrativas extremistas, las teorías de la conspiración y los perfiles falsos, manteniendo de ese modo una férrea comunicación con la población para intentar vencer en lo que denominan “batalla cultural”. Sus responsables, financiados por los respectivos gobiernos y los grandes empresarios, asumen que deben ganar la batalla cultural para conseguir la hegemonía del anarcocapitalismo, el neoliberalismo, el libertarismo o como quiera que se autodenominen los actuales exponentes del neofascismo. Hace años que varios prestigiosos historiadores, sociólogos y filósofos opinaron sobre el progenitor de esta ideología política: el fascismo. Lo hicieron, entre otros, Walter Laqueur (1921-2018) en “Fascism. Past, present, future” (Fascismo. Pasado, presente, futuro), Umberto Eco (1932-2016) en “Il fascismo eterno” (El fascismo eterno) y Michael Löwy (1938) “Neofascismo: um fenômeno planetário” (Neofascismo: un fenómeno planetario). Más recientemente lo hizo Jason Stanley (1969) en “How fascism works” (Cómo funciona el fascismo), obras todas ellas en las cuales desarrollaron el concepto de fascismo como una variante radicalizada, hiper autoritaria y violenta del capitalismo, que no vacila en privar de sus derechos fundamentales a los sectores vulnerables, agudiza la explotación laboral y reprime con dureza a los opositores. Todos estos conceptos son ampliamente compatibles con el neofascismo que predomina en numerosos países en la actualidad. ¿Esto ocurrirá porque, tal como decía el dramaturgo y poeta alemán Berthold Brecht (1898-1956), “no hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado”?
Como bien dice el dirigente político salvadoreño Sigfrido Reyes (1960) en “La ola neofascista en América Latina: fundamentos ideológicos y ejercicio del poder”, ensayo que forma parte del mencionado libro “No al fascismo”, “la última figura en abonar el terreno del neofascismo en América Latina la constituye Javier Milei y su autoproclamado movimiento ‘libertario’. Es una verdadera paradoja que a los fascistas modernos les incomode llamarse como tales y prefieren usar el mote de libertarios, o incluso anarco-capitalistas. En el caso de Milei estamos en realidad frente a un caso de neoliberalismo radical que combina autoritarismo con el desmantelamiento acelerado del Estado, aderezado todo ello con un discurso de intolerancia, fanatismo y adhesión incondicional a la política de los Estados Unidos en todos los ámbitos, incluyendo el alineamiento con el sionismo internacional. Milei, tanto en la campaña que lo llevó al gobierno como sus prácticas al frente de la Argentina, apuesta por la consumación de la política neoliberal iniciada por gobiernos derechistas tradicionales del pasado, incluyendo el último de Mauricio Macri”. En definitiva, puede aseverarse que el neofascismo neoliberal llevado adelante por Milei está directamente emparentado con el mercado, la iniciativa privada y el extremo individualismo, favoreciendo a las grandes corporaciones en desmedro de las pequeñas y medianas empresas al generar políticas flexibilizadoras y aperturistas que repercuten negativamente sobre la producción nacional. Además, en consonancia con los fascismos del siglo XX, se ocupa de la represión sistemática de los opositores políticos sean estos movimientos sociales, grupos minoritarios o sectores marginados considerados peligrosos para sus planes. De modo que, retomando los conceptos vertidos inicialmente sobre los trastornos psiquiátricos, cabe asegurar que, para mantener la salud mental, los ciudadanos comunes y corrientes además de alimentarse saludablemente, mantenerse hidratados, dormir bien y practicar alguna actividad relajante, es indispensable que luchen contra el
neofascismo.