10 de julio de 2025

La controvertida existencia de Dios y la espuria apropiación de su nombre por parte de ominosos personajes de la historia (2/2)

Ahora bien, retornando a la situación de la actual Argentina, el presidente -acompañado por su equipo de La Libertad Avanza-, insiste en asegurar que su accionar está guiado por “las fuerzas del cielo”, una frase que tomó del capítulo 3, versículo 19 del libro de los Macabeos, el cual forma parte del Antiguo Testamento. En él se relata la revuelta de un movimiento judío de liberación contra el ejército de invasores griegos en el año 166 a.C. Pero, es evidente que su 
política económica desconoce el valor de cualquier sacrificio individual en pos de lo colectivo. ¿Para eso lo guían las fuerzas del cielo? La justicia social es obscena, dice, desconociendo y repudiando todo lo que tenga que ver con la solidaridad. “¡No nos van a doblegar! ¡Nosotros conocemos las Sagradas Escrituras” vocifera en sus discursos pero, indudablemente, no conoce el versículo 21 del capítulo 10 del Evangelio de Marcos en el que Jesús mira a un hombre, siente un profundo afecto por él y le dice: “anda y vende todas tus posesiones y entrega el dinero a los pobres, y tendrás tesoro en el Cielo. Después ven y sígueme”.
Resulta evidente que el presidente no entiende nada de justicia social. Ésta es un principio moral no una herejía, es la base de cualquier sociedad con valores. Si la justicia social es un pecado capital, entonces toda la doctrina social de la Iglesia también lo sería. Las políticas actuales están desconectadas de la realidad de la gente, especialmente de los más pobres. Cotidianamente es posible ver a personas durmiendo en la calle recostadas sobre restos de colchones o simplemente sobre trapos sucios o cartones, mujeres con varios chicos andrajosos y mugrientos a su alrededor tirados sobre la vereda, centenares de míseros cartoneros que arrastran, cual bestias de carga, carros repletos de cosas que encontraron en los contenedores de basura para venderlas y poder sobrevivir, decenas de jubilados que se reúnen frente al edificio del Congreso para reclamar que les aumenten sus míseros haberes y son brutalmente reprimidos con gases y balas de goma por las fuerzas policiales, el deterioro de los hospitales públicos debido a la reducción de su financiamiento, discapacitados y niños flacuchos y harapientos pidiendo unos pesos a los automovilistas detenidos por el semáforo… Pues bien, en medio de esa situación social el presidente libertario insiste en autopercibir su tarea presidencial como una especie de llamado celestial para conquistar una tierra prometida liberal para una Argentina errática. ¿Éstas son las condiciones de la tierra prometida? ¿Es posible una república democrática sin justicia social?
Las fuerzas del cielo son para el presidente una especie de agente protector al cual se encomienda como una suerte de amuleto para lograr el éxito de su gestión, pero su frecuente mención y sus contradicciones con las citas de los evangelios bíblicos, no hacen más que generar confusión. No debe sorprender entonces que, ante la crueldad, la injusticia, la infamia y la podredumbre que imperan en el país, muchas personas ya no sólo descrean de los políticos sino también del “altísimo creador del cielo y de la tierra”. Y si todavía amplios sectores de la población, a pesar de sus desilusiones y frustraciones, siguen creyendo en las monsergas del presidente, es porque para ellos la responsabilidad principal de sus males la tienen aquellos que están por debajo en la pirámide social o que son seguidores de algún partido populista o de izquierda. Semejante estimación es aprovechada por el presidente para desatar su discurso reaccionario dividiendo a los argentinos entre “héroes” y “ratas miserables”.
En medio de un contexto de crisis e incertidumbre, este gobernante desaforadamente devoto de la escuela económica austríaca -una escuela cuyos discípulos propugnan el individualismo y se sienten moralmente superiores-, tanto en sus discursos oficiales como en entrevistas y publicaciones en las redes sociales, reitera permanentemente agravios contra periodistas, actores, cantantes, residentes médicos, miembros de partidos opositores y ciudadanos críticos calificándolos de “imbéciles”, “basuras”, “parásitos mentales”, “zurdos de mierda”, “soretes”, “hijos de puta”, “pelotudos”, “imbéciles”, etc. etc. Calificativos todos ellos muy lejanos de la agresividad que mostraba Jesús cuando la injusticia o las necesidades afectaban a las personas.
Ya durante la campaña electoral había proferido gansadas como que Dios, tal como había hecho con Moisés, le había revelado que tenía para él la misión divina de derrotar al “maligno”. También declaró que era católico y que además practicaba un poco el judaísmo. Debe ser tan poco lo que lo practica que no conoce las órdenes de las escrituras hebreas que exhortaban insistentemente al cuidado de los parias, los marginados, los enfermos, las viudas, los huérfanos y los migrantes, lo cual era un mandato de Dios. Tampoco conoce el “Libro de los Salmos”, uno de los veinticuatro libros sagrados canónicos del judaísmo, en el que el rey David enuncia lo que luego sería incorporado a la liturgia de los Levitas, una de las doce tribus de Israel: “el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos”; y luego su hijo, el rey Salomón, estimuló al pueblo israelita bramando: “¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!”. Nada más lejos de las faenas de quien se autodefinió como el “primer presidente judío espiritualmente”.
Y cuando asumió como presidente, mintió deliberadamente durante el juramento constitucional que implica el compromiso de “desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”, y juró “por Dios, la Patria y los Santos Evangelios” pero se abstuvo de decir que “si así no lo hiciere, que Dios y la Patria me lo demanden”. Obvió deliberadamente el segundo mandamiento de la ley religiosa judía y cristiana que recibió Moisés en el Monte Sinaí, aquel que dice “No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios, porque no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano el nombre del Señor Dios”. Tal vez sabiendo que al jurar se invocaba la veracidad divina como garantía de la propia veracidad y hacerlo falsamente era tomar en vano el nombre de Dios, cometió ese “desliz”. Y ese perjurio fue sólo el comienzo del accionar del libertario mandamás.
Desde el comienzo de su gestión quedó claro que no observó fielmente la Constitución de la Nación Argentina ni desempeñó con lealtad y patriotismo el cargo de presidente para observarla fielmente. La misma se redactó por primera vez en el año 1853 y tuvo diversas reformas en los años 1860, 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994. En ella se habla de “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”. En dicha Constitución, el Estado tiene un rol central como garante de los derechos individuales y colectivos. Para su organización establece tres poderes: el Ejecutivo, para su administración general; el Legislativo, para elaborar y aprobar leyes; y el Judicial, para resolver los conflictos que se presentan cotidianamente en la sociedad. A la luz de los acontecimientos actuales, ninguno de esos poderes funciona debidamente y la corrupción en la mayoría de sus integrantes es notoriamente visible.
Quien encabeza el Poder Ejecutivo muestra cotidianamente su menosprecio por dicha Constitución. De manera autócrata gobierna por decreto, y ha manifestado en reiteradas ocasiones su “desprecio infinito” por el Estado calificándolo de “organización criminal”, “representación del maligno”, “ladrón estacionario” y llamó a “dinamitarlo” porque, según sus propias palabras, lo mejor para el planeta es “dejar que el Mercado encuentre las mejores soluciones”. En otro discurso consideró que “la ideología del Estado omnipresente propone al Estado como una suerte de Dios que puede traer el paraíso a la vida terrenal si le rindiéramos pleitesía. Cada vez que avanza el Estado, hay más pobreza, hay más calamidades, hay miseria”. La destrucción del Estado, ¿también fue un mandato que Dios le dio a su “enviado”?
Abogar por la desaparición del Estado y privilegiar la “mano invisible” del Mercado, supone una mayor acumulación de riquezas para una minoría selecta y los más altos índices de pobreza y exclusión para una abrumadora mayoría. La aplicación de políticas neoliberales que predominan hoy, no sólo en los países del Sur sino también en los países del Norte, está provocando un aumento de las desigualdades sociales. El conflicto básico hoy en el mundo es entre los intereses las clases dominantes y las necesidades de las clases populares. Y el neoliberalismo autoritario que aplica el presidente argentino no ha hecho más que beneficiar a los oligopolios en desmedro de miles de pequeñas y medianas empresas nacionales que son las que generan la mayor cantidad de puestos de trabajo y contribuyen significativamente al empleo registrado. Y por más que el “Dios hecho hombre” lo niegue, lo cierto es que ha aumentado el desempleo, bajó la calidad del trabajo y creció la informalidad laboral. Por eso es posible observar en las calles una oleada de ciclistas y motociclistas que realizan trabajos de mensajería, trámites, reparto de mercaderías, correo privado u otro tipo de entregas y que, a sabiendas de que cuanto más hagan más cobrarán, cometen todo tipo de imprudencias que implican un peligro cotidiano tanto para ellos como para quienes se crucen en su agitado itinerario.


Por supuesto que esta situación, ni la de los jubilados, ni la de los médicos residentes, ni la de los investigadores científicos, ni la de los docentes universitarios, ni la de miles y miles de argentinos, preocupa al “comandante de las fuerzas del Cielo”. Lo que él privilegia es el cuidado de sus cinco perros clonados y, por supuesto, la promoción de negocios tanto personales como para sus amigos privados, ya sean empresarios de criptomonedas, pastores evangélicos, o lo que sea. Claro está que su Dios no es el de la solidaridad ni la justicia; es el Mercado, el mérito individual y la crueldad como forma de gobernar. Desde luego es necesario que los ciudadanos se pregunten qué es lo mejor para el país, si lo es una política social del Estado manchada de burocracia y corrupción, o si lo es la libertad absoluta del Mercado teñida de violencia y egoísmo. Una pregunta, sin dudas, muy difícil de responder. Y, en todo caso, ¿no deberían preguntarse también si no existe otra alternativa?
En el sistema capitalista de producción orientado hacia el libre mercado, se requiere la desregulación y las privatizaciones bajo el auspicio del neoliberalismo. Esto significa que el Estado deje de trabajar para el bienestar de la gente y lo haga para los intereses de las grandes corporaciones globales, que son, en definitiva, las que controlan el sistema del libre mercado. De esta manera, el llamado Tercer Mundo, se está moviendo desde el Estado-Nación hacia el Estado-Mercado. Según los defensores de este sistema, este último fomenta el máximo potencial de los individuos y consigue, sin ningún impedimento, el libre acceso a las fuentes de energía como el petróleo y el litio. Todo ello tras la instalación de un sistema político que cercene los derechos de las comunidades.
El “león” que preside la Argentina se declara abiertamente partidario de la Escuela Austríaca de Economía, la que justamente es la que promueve el individualismo, sosteniendo que todos los fenómenos sociales no son producto de la acción conjunta de las colectividades sino de las creencias, las metas y las acciones de los individuos, que son los que consiguen la evolución de las sociedades. Es este presidente quien reivindica al egoísmo como la única forma de vivir en paz, y ese sustantivo se ha convertido en el emblema de la “batalla cultural” que lleva adelante. Pero esa “batalla” no es más que una convocatoria a vivir en el egoísmo extremo, una promoción a un modelo de acumulación perverso en perjuicio de la clase trabajadora para beneficiar a los sectores concentrados. De nuevo habría que preguntarle al “mesías” enviado por Dios si alguna vez leyó la “Epístola a los romanos”, el sexto libro del Nuevo Testamento, en cuyo capítulo 12 puede leerse: “La lucha contra el pecado del egoísmo requiere de una verdadera humildad. La humildad sin prejuicios restaura y desarrolla las relaciones. No tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. No es casual que, cada vez que hace una cita bíblica, elija al Antiguo Testamento, donde el castigo y el orden encajan con su ideología, mientras evita el Evangelio que interpela a los poderosos, bendice a los pobres y postula la justicia social como horizonte. O sea que no hace más que distorsionar maliciosamente la Biblia.


Falsamente asegura que al “ponerle un cepo al Estado”, a nivel mundial se habla del “milagro económico argentino”. Al respecto, el historiador argentino Felipe Pigna (1959) opinó en una entrevista que cree “que en la sociedad no hay una claridad sobre lo que es el Estado y hasta dónde llega. Sin dudas hay muchos errores cometidos con anterioridad, vinculados a un mal manejo del Estado, al manejo discrecional de fondos estatales y gente que no se siente bien tratada por ese Estado que sostiene con sus impuestos. Entonces un alto porcentaje entiende que la inexistencia del Estado es una solución, sin saber el alcance que realmente tiene esta entidad. Sin entender que el Estado significa curarse, estudiar, jubilarse”. Y agregó: “Estos son tiempos sin mucho lugar para el análisis, pero el Estado es imprescindible. Las grandes sociedades desarrolladas son tremendamente estatistas y lo vemos en países como Estados Unidos o Japón. Pregonan el libre mercado, el capitalismo, pero allí el Estado no se retira en absoluto. Obviamente aquí hay que mejorar al Estado. Tiene que ser un Estado reformado, vaciado de vicios, con servicios de calidad, con una plantilla pública de empleados eficientes, pero que haya que reformarlo no significa que haya que eliminarlo”.
No obstante, el presidente defiende su “ajuste brutal” sobre el Estado y ha eliminado o desfinanciado -sin hacerlas auditar adecuadamente- instituciones valiosas como el Instituto Nacional de Tecnología Industrial, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, el Instituto Nacional del Cáncer, el Instituto Nacional de Enfermedades Cardiovasculares, el Servicio Meteorológico Nacional, la Agencia Nacional de Seguridad Vial, el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenobofia y el Racismo, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, el Fondo Fiduciario para la Protección Ambiental de los Bosques Nativos, el Fondo Fiduciario para la Promoción Científica y Tecnológica, el Programa de Crédito Argentino para la Vivienda Única Familiar, el Hospital Nacional de Salud Mental Laura Bonaparte, el Hospital Pediátrico Juan Garrahan, el Instituto de Oncología Ángel Roffo, la Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, etc. etc. Entonces, nuevamente cabría preguntarse si no urge la elaboración de alternativas al dogma del ajuste y la construcción de alternativas económicas, sociales y políticas al neoliberalismo imperante.
En ese sentido se expresó filósofo argentino Ricardo Forster (1957) en una entrevista. En ella consideró fundamental “dar un debate planteando ideas y proyectos del campo popular y democrático, pero hacerlo en debate con el presente, con lo que está pasando. Y rompiendo el esquema que las extremas derechas están ofreciendo a la sociedad, que es algo horrible, pero que se trasviste como si fuera algo positivo porque se lo hace en nombre de la libertad”. Y agregó: “Se debe comenzar a mirar desde el presente hacia adelante. Lo que está en disputa es hacia dónde va la sociedad argentina. El problema, y no sólo en Argentina, es que le cuesta mucho al discurso progresista, democrático, popular, recobrar esa capacidad que tenía de interpelar de cara al futuro”.
Por su parte, el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (1968), también en una entrevista, expresó que “es un buen momento para volver a reivindicar la idea del vínculo entre la patria y la otredad. Aquel lugar por donde parece irse la patria, sobre todo bajo este tipo de Gobierno, es en el de la disolución del otro. Este es un modelo de Gobierno que prioriza que le cierren los números y el cumplimiento con los organismos internacionales. Cuando la prioridad la tiene el número, el cálculo y la estrategia, siempre va a quedar algo afuera”, sentenció. Por último, destacó que “si la política no está al servicio del otro no es política, sino negocio. Una política que no se brinde al otro pierde, para mí, su naturaleza. La veo como estructuras más ligadas al servicio de la expansión de los distintos poderes”.
Tiempo antes, en una conferencia, afirmó que “Dios ha sido monopolizado por las prácticas de poder de las religiones institucionales negando la posibilidad de acceder a él desde cualquier otra narrativa. Como la cuestión del saber es siempre una cuestión de poder, la filosofía decide intervenir sobre la cuestión de Dios como un modo de emancipar las preguntas originarias. Dios no tiene dueño. La filosofía por ello oscila entre seguir preguntándose por el más allá del más allá y la deconstrucción permanente de aquellos discursos de los que ostentan ser los verdaderos representantes del Cielo en la Tierra”. A esta altura, no hace falta mencionarlos. Existe en la Argentina uno de los mejores ejemplos de dicha ostentación.

9 de julio de 2025

La controvertida existencia de Dios y la espuria apropiación de su nombre por parte de ominosos personajes de la historia (1/2)

No son pocas las barbaridades, las mentiras y los exabruptos que proliferan en la Argentina de hoy en día. Entre la malicia y las ambiciones de los políticos y los grandes empresarios, y la ingenuidad y el hastío de buena parte de la ciudadanía, es posible escuchar insensateces tales como “la justicia social es una aberración, es un pecado capital”, “va a llegar un momento donde la gente se va a morir de hambre pero no se necesita intervenir, alguien lo va a resolver”, “los voy a dejar sin un peso, los voy a fundir a todos”, “el que fuga dólares es un héroe ya que logró escaparse de las garras del Estado”, “los opositores son parásitos mentales”, “que los trabajadores se olviden de las paritarias libres”, “no odiamos lo suficiente a los periodistas”, etc. etc. En medio de escuchar semejantes idioteces, como si no fuera poco los ciudadanos tuvieron que prestar oídos a una senadora cordobesa que aseguró que Dios se había hecho hombre, refiriéndose al anarcocapitalista presidente argentino.
Por su parte, un politólogo de la ultraderecha argentina, ante la pregunta que le hicieron en una entrevista televisiva sobre los agravios del presidente hacia una gran parte de la sociedad, muchos de los cuales no piensan igual que él, lo comparó con el mismísimo Jesucristo ya que “el mesías del catolicismo también tuvo maneras violentas de referirse a sus enemigos”; y aseguró: “No está mal tener formas violentas contra el mal”. Seguramente se refería al relato evangélico que muestra a Jesús enojado con los fariseos y los escribas a los que llamó hipócritas porque no escuchaban sus palabras, pero esta filípica no era más que una lamentación no un llamado a ponerlos en la picota. ¿Será posible que la gente acepte estos disparates con total naturalidad? Resulta obvio que ni el presidente ni el “experto” en ciencias políticas leyeron el versículo 32 del capítulo 12 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús les decía a los miembros de su “pequeño rebaño” que vendieran sus posesiones y le diesen limosna a los que pasaban necesidades, que no temieran ya que Dios les entregaría el reino del Cielo.
Claro, es evidente que para los poderosos de hoy en día su reino está en la Tierra. No necesitan ser dadivosos ni caritativos, su paraíso no es celestial, es terrenal. O acaso el gobierno libertario argentino no le está aplicando a los multimillonarios tasas impositivas más bajas que a ningún otro grupo económico, ampliando cada vez más la desigualdad social. Es más, en sus pomposos discursos el presidente aseguró que regular los monopolios, destruirle las ganancias, afectaría el crecimiento económico del país; que los grandes capitalistas son los héroes de la historia del progreso de la humanidad; que son benefactores sociales porque lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuyen al bienestar general, etc. etc. ¿Cómo terminará todo esto? Sólo Dios lo sabe, aseguró otro periodista. Dios, Dios, todos se la pasan hablando de Dios, respaldando sus actos en el “señor todopoderoso”.


Ciertamente, el embustero mandatario argentino no es el único que lo hace. A lo largo de la historia no fueron pocos los que lo hicieron. Por ejemplo, el dictador español Francisco Franco (1892-1975) lo hizo tras su victoria en la Guerra Civil en un acto llevado a cabo en una iglesia de Madrid, donde dijo que “por la gracia de Dios” había vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad. “Señor Dios -continuó el tirano- préstame tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria tuya y de la Iglesia. Señor: que todos los hombres conozcan a Jesús, que es Cristo, hijo de Dios vivo”. Otro tanto hizo Adolf Hitler (1889-1945) en Alemania al crear el movimiento “Deutsche Christen”, una organización de cristianos alemanes que se presentaban a sí mismos como “las S.S. de Cristo en lucha por la destrucción de los males físicos, sociales y espirituales”. Hacían referencia a la “SchutzStaffel”, la organización paramilitar que tenía como norma la aplicación del terror y el crimen como solución a los asuntos políticos. Y en agosto de agosto de 1945, a pocos meses de haber asumido la presidencia de Estados Unidos, Harry S. Truman (1884-1972), quien en sus discursos decía que “con la ayuda de Dios, el futuro de la humanidad resultará en un mundo de justicia, armonía y paz”, con el fin de forzar a Japón a rendirse durante la Segunda Guerra Mundial, ordenó los bombardeos de las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki. Las bombas atómicas, lanzadas sobre la población civil, causaron la muerte de más de doscientas mil personas y los sobrevivientes sufrieron graves consecuencias físicas por la radiación. Para justificarse, el presidente que conocía bien la “Biblia”, asistía a la iglesia con regularidad y oraba a diario pidiendo la guía de Dios, declaró que “cuando tienes que tratar con una bestia tienes que tratarlo como a una bestia”.
Unos años después, en Argentina, el general Juan D. Perón (1895-1974)​, cuando asumió su segunda presidencia, declaró que había aceptado ese “sacrificio confiando solamente en que la Providencia habría de permitirme completar una obra que en la primera presidencia no pudo ser completada”. Y al poco tiempo, le pedía a Dios que para terminar con “los malos de adentro y con los malos de afuera, con los deshonestos y con los malvados”, no tuviera que emplear la represión aplicando “penas terribles”. Por su parte en Paraguay, el dictador Alfredo Stroessner (1912-2006) creaba una secta político-religiosa conocida como “Pueblo de Dios”, la que se autoproclamaba como católica, apostólica y paraguaya, y ante sus integrantes aseguraba que tenía “la misión divina” de ser presidente.
También hubo discursos invocando a Dios de dos genocidas dictadores latinoamericanos durante los años ’70 del siglo XX: Augusto Pinochet (1915-2006) y Jorge Rafael Videla (1925-2013). El chileno, con motivo del primer aniversario del golpe de Estado que lo había llevado al poder, proclamó: “¡Oh Dios todopoderoso, tú que por tu sabiduría infinita nos has ayudado a desenvainar la espada para que nuestra querida patria encuentre su libertad, yo te pido ante mis conciudadanos lo que tantas veces te pedí en el silencio de la noche: concédele hoy tu ayuda a este pueblo que, en la fe, busca su mejor destino”. Y el argentino, quien se consideraba un “soldado divino”, con respecto a los miles de desaparecidos durante su dictadura declaró que lo suyo había sido “una guerra justa, una guerra defensiva” porque estaba en juego “el futuro de la Argentina”, y que Dios nunca le había soltado la mano. “Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna”.
También hubo alusiones a la “sacrosanta deidad” en boca de sujetos como Donald Trump (1946) quien aseguró que fue “salvado por Dios para hacer grande de nuevo a Estados Unidos”. Esto además de otros funestos personajes como Fujimori en Perú, Netanyahu en Israel, Bolsonaro en Brasil, Orbán en Hungría, Kast en Chile, Áñez en Bolivia, Peña en Paraguay, Bukele en El Salvador… la lista es extensa.


Por cierto, en lo concerniente particularmente al caso de América Latina, ya existen antecedentes de estos desatinos desde la época de su conquista y ocupación por parte de exploradores y soldados, principalmente españoles y portugueses. El navegante y cartógrafo Cristóbal Colón (1451-1506), devoto lector de la Biblia, quien ya había llegado a estas tierras en 1492, 1493 y 1498 financiado por los Reyes Católicos de España, en 1502, mientras se preparaba para realizar su cuarto viaje, escribió el “Libro de las Profecías”, obra en la que anotó pasajes de la Biblia para acompañar sus consideraciones sobre sus exploraciones como un “portador de Cristo” al Nuevo Mundo. “Es a mí a quien Dios ha elegido como su mensajero -escribió- al mostrarme dónde se encontraban el nuevo cielo y la nueva tierra de que el Señor había hablado por boca de san Juan en su Apocalipsis, y de que antes había hecho mención Isaías”. Y también afirmó que había sido el Espíritu Santo quien lo había ayudado especialmente a entender tanto el mensaje de las “sagradas escrituras” como las ciencias de la navegación y la geografía que se requerían para aquella misión de su vida.
Otro tanto hizo el oficial naval portugués y almirante de la flota española Fernando de Magallanes (1480-1521), tanto en la costa brasileña como en la Patagonia argentina durante la que se convertiría en la primera circunnavegación de la Tierra. Allí estableció, entre 1519 y 1520, relaciones comerciales con los indígenas e intentó convertirlos al cristianismo. Antes de emprender el largo viaje, él y los tripulantes habían asistido a una ceremonia religiosa para obtener el favor divino y la protección durante la expedición, ceremonia que tuvo lugar en el convento de Nuestra Señora de la Victoria en Sevilla. Años después, en 1532, el capitán general y alguacil mayor español Francisco Pizarro (1478-1541) conquistó el Imperio Inca en nombre de Dios y del rey de España, utilizando la religión como justificación para su expansión y dominio. Como se ve, todos ellos justificaron sus actos respaldados por Dios. Los saqueos, la usurpación de las tierras, la esclavización y el exterminio de los pueblos originarios que siguieron después de estas expediciones, ¿también fueron una misión encomendada por Dios? No es necesario profesar cualquier religión monoteísta o ser ateo o agnóstico para advertir que todo esto no fue más que una descomunal farsa.
Hubo, a través del tiempo, distintos argumentos que utilizaron algunos filósofos para aceptar o negar la existencia de Dios. El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), por ejemplo, defendió la existencia de Dios como garantía de la moralidad y la justicia en el mundo, pero argumentó que definirlo como un ser necesario no implicaba su existencia. Por su parte el matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) no se molestó en tratar de probar si Dios existía, simplemente argumentó que creer en él era conveniente. Para el sociólogo alemán Karl Marx (1818-1883) Dios no constituía ningún problema, ya que no era más que una imagen soñada por el hombre. Más categórico fue el filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970), quien argumentó que la idea de la existencia de Dios era una fuente de dogmatismo y fanatismo que impedía el libre pensamiento y el análisis racional del mundo.
Sabido es que gran parte de las personas son creyentes, ya sea que practiquen el catolicismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo o cualquier otra religión. Para todas ellas la idea de la existencia de un Dios es importante ya que les ayuda a ordenar y encontrarle un sentido a sus vidas. Hay, sin dudas, razones motivacionales para las creencias religiosas, muchas veces en aquellas personas socialmente aisladas, ya que la fe religiosa tal vez les permite sentir que no están verdaderamente solas. Así como en Brasil se venera como santo a Pedro de Alcántara (1499-1562), en Perú a Martín de Porres (1579-1639), en México a Cristóbal Magallanes (1869-1927), en Chile a José Agustín Fariña (1879-1936) y en Argentina a Ceferino Namuncurá (1886-1905), por citar sólo algunos ejemplos, en Bolivia los pobladores de La Higuera y Vallegrande canonizaron como santo a Ernesto “Che” Guevara (1928-1967) después de su asesinato, tras su intento de generar un foco revolucionario en la nación andina que se expandiera al resto de Latinoamérica. Luego de ese incidente comenzó a decirse que el Che era San Ernesto de La Higuera, santo de Vallegrande, alguien que, a pesar de su asma y la falta de comida, en la selva había luchado por los pobres y había entrado puro en el cielo. En fin, cada uno tendrá sus razones y sus argumentos para crear santos y sostener sus creencias en ellos.
Ahora bien, cuando por un lado existen la miseria, la desgracia y la crueldad que perviven en muchas partes del mundo, por otro lado, existe la creencia de que hay un Dios que creó el mundo, que es perfecto, que está en todos lados, que todo lo sabe, que todo lo ve y que todo lo puede. Ante la incompatibilidad de estas dos cuestiones, cabe la pregunta de si alguien tan perfecto pudo haber creado algo tan imperfecto. Una respuesta sencilla sería pensar que creer en Dios es el consuelo que le queda a los creyentes frente a la miseria que abruma a buena parte de los seres humanos; es la posibilidad de despojarse de toda responsabilidad y quedar libre de toda culpa ya que, pase lo que pase, Él siempre estará al lado de sus fieles y su palabra los guiará en tiempos difíciles. Pero, ciertamente no es tan sencilla la cuestión.


Desde tiempos lejanos hubo conceptos sobre Dios muy favorables difundidos por teólogos cristianos como Agustín de Hipona (354-430) y Tomás de Aquino (1225-1274), por el hinduista Mahatma Gandhi (1869-1948) y por sionistas como Martin Buber (1787-1965) y David Ben Gurión (1886-1973), además de varios escritores renombrados como Cervantes, Shakespeare, Shaw, Bécquer y Tolstói. En la vereda de enfrente, se destacaron algunas rotundas sentencias como las del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) quien aseveró que “el hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza” o que “negar a Dios será la única forma de salvar el mundo”; la del poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867) quien sostuvo que “Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir”; la del historiador francés Alphonse de Lamartine (1790-1869) quien afirmó que “Dios no es más que una palabra para explicar el mundo”; la de la filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) quien comentó que “me resulta más fácil creer en un mundo sin creador que en un creador cargado con todas las contradicciones del mundo”; o la del escritor portugués José Saramago (1922-2010) quien declaró que “hay quien me niega el derecho de hablar de Dios porque no creo, y yo digo que tengo todo el derecho del mundo. Quiero hablar de Dios porque es un problema que afecta a toda la humanidad. Sinceramente, creo que la muerte es la inventora de Dios. Si fuéramos inmortales no tendríamos ningún motivo para inventar un Dios”.
Pero, además del autor de “El Evangelio según Jesucristo”, hubo también muchos escritores que se manifestaron de manera más ambigua sobre la existencia de Dios. El colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), por ejemplo, expresó: “Me desconcierta tanto pensar que Dios existe como que no existe”. Por su parte el uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) reveló: “Yo no sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda”; o el ruso Máximo Gorki (1868-1936) quien sentenció: “¿Crees en Dios? Si crees en Él existe; sino crees, no existe”. Más irónicos fueron el argentino Ernesto Sábato (1911-2011) cuando aseguró que “Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia”; o el irlandés Oscar Wilde (1854-1900) al decir que “a veces pienso que Dios creando al hombre sobreestimó un poco su habilidad”. Y más sarcástico fue el inglés Arthur C. Clarke (1917-2008) al afirmar que “puede que nuestro papel en este planeta no sea alabar a Dios sino crearlo”.
También hubo (¿ambivalentes?, ¿contradictorias?) apreciaciones sobre la existencia de Dios vertidas a lo largo de su vida por el científico más importante del siglo XX, el físico alemán Albert Einstein (1879-1955). Radicado en Estados Unidos ante la llegada del nazismo al poder, en una entrevista, cuando le preguntaron por Dios respondió que era la pregunta más difícil del mundo y que no podía responderse “simplemente con un sí o un no. Dios es un misterio, pero un misterio comprensible. No tengo nada sino admiración cuando observo las leyes de la naturaleza. No hay leyes sin un legislador. El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir”. Y agregó: “Intente penetrar con nuestros medios limitados a los secretos de la naturaleza y encontrará que, detrás de todas las concatenaciones perceptibles, queda algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración a esta fuerza que está más allá de lo que podemos comprender es mi religión. En ese sentido soy, de hecho, religioso”.
En otras oportunidades había dicho que Dios era sofisticado, pero no malévolo, o que el azar no existía ya que Dios no jugaba a los dados, afirmaciones ambas que daban a entender que creía en la existencia de Dios. También dijo que la ciencia y la religión debían coexistir, complementarse y enriquecerse mutuamente ya que, según sus propias palabras, “la ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega”. Sin embargo, hacia el final de su vida, en una carta que le envió a un amigo, expresó: “La palabra Dios es para mí nada más que la expresión y el producto de las debilidades humanas y la Biblia es una colección de leyendas venerables, pero más bien primitivas. No hay interpretación, sin importar cuán sutil sea, que pueda cambiar esto para mí”.