17 de mayo de 2024

Las diez reglas de escritura de Elmore Leonard

Elmore Leonard fue un escritor nacido el 11 de octubre de 1925 en New Orleans, en el estado de Luisiana, Estados Unidos, al que la crítica ha calificado como maestro de la novela policíaca y de la ironía. Su padre trabajaba en 
la fábrica de automóviles General Motors, lo que obligaba a la familia a trasladarse con frecuencia, hasta que fijaron su residencia en Detroit en 1934. Tras estudiar graduarse en Filología y Filosofía en la Universidad de Detroit intentó ingresar a la Infantería de Marina pero fue rechazado por sus problemas de visión. Entonces se alistó en la Armada, donde sirvió durante tres años en los Batallones de Construcción Naval en el Pacífico Sur en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Publicó sus primeros relatos en dicha Universidad y en la revista “Argosy”, y desde entonces compaginó sus tareas en una agencia de publicidad con la literatura. En los años ‘50 se dedicó a escribir para la Enciclopedia Británica, mientras seguía produciendo novelas y relatos ambientados en el Oeste. Sus personajes y descripciones del submundo eran absolutamente reales, verosímiles y convincentes, y su estilo duro con una mezcla de humor lo posicionaron como uno de los escritores más talentosos dentro del género.
A partir de 1961 se volcó de lleno en la redacción de sus novelas -cultivando sobre todo el género del western y el policial-, la realización de guiones cinematográficos y la adaptación de sus propias obras para la gran pantalla. Estas últimas, dirigidas por cineastas como John Sturges (1910-1992), Martin Ritt (1914-1990), Budd Boetticher (1916-2001), Richard Quine (1920-1989), Barry Sonnenfeld (1953), James Mangold (1963), Quentin Tarantino (1963) o Steven Soderbergh (1963) entre otros, se convirtieron en exitosas películas. Lo mismo sucedió con sus libretos para numerosas series televisivas.
Leonard tuvo en su haber varios premios literarios: en 1983 obtuvo el Edgar Allan Poe a la mejor novela; en 1991 el Premio Hammett, en 1992 el Grand Master Award, galardón concedido por la Asociación de Escritores de Misterio de Norteamérica en reconocimiento a su sólida e innovadora trayectoria en el género, en 2006 el Cartier Diamond Dagger de la Asociación de Escritores de Novela Negra, en 2008 el F. Scott-Fitzgerald y en 2012 el de la National Book Foundation de Estados Unidos en reconocimiento a toda su obra literaria.
Fue autor de alrededor de medio centenar de novelas entre las que se encuentran “Maximum Bob” (El juez), “Rum punch” (Cocktail explosivo), “LaBrava” (Joe LaBrava), “Touch” (Toque), “Glitz” (Brillo), “Tishomingo blues” (El blues del Misisipi), “Bandits” (Bandidos), “Pagan babies” (Almas paganas), “Out of sight” (Tú ganas Jack), “Be cool” (Tómatelo con calma), “Unknown man Nº 89” (El desconocido nº 89), “Cat chaser” (El cazador de gatos), “Split images” (Imágenes divididas),“The hot kid” (Un tipo implacable), “Road dogs” (Perros callejeros) y “Get shorty” (Cómo conquistar Hollywood).
“Cuando comencé a escribir westerns -declaró alguna vez- también trabajaba como redactor publicitario, haciendo anuncios para Chevrolet. Tenía una familia que alimentar así que me levantaba a las 5 de la mañana y trabajaba dos horas antes de ir al trabajo. Hice cinco libros y treinta cuentos de esa manera”. En una entrevista manifestó que le gustaba escribir libros, así que “es lo que hago. No me tomo un tiempo entre libro y libro por ninguna razón particular. Quiero decir, si lo hago es que quizás sólo estoy pensando en el siguiente. Muchos escritores harían tres libros en diez años, incluso menos. Bueno, es que ellos salen fuera a comer y todo eso. Hablan del tema con amigos en lugar de trabajar”.
En un reportaje realizado por el diario “The New York Times” y publicado el 16 de julio de 2001, Leonard definió sus reglas para la escritura diciendo: “A lo largo del camino me hice con algunas reglas que me ayudan a permanecer invisible cuando estoy escribiendo un libro, que me ayudan a mostrar más que a contar lo que está pasando en la historia. Si tienes imaginación y facilidad para la palabra, y el sonido de tu voz te satisface, la invisibilidad no es lo que estás buscando, y podrías saltearte estas reglas. Pero aun así, deberías mantenerlas vigiladas”. Dichas reglas eran las siguientes:
1. Nunca empieces un libro hablando del clima. Si sólo te sirve para crear atmósfera y no para mostrar la reacción de algún personaje ante el clima, no debes usarlo demasiado. El lector buscará las reacciones del personaje. Hay algunas excepciones, claro. Si te llamas Barry López y conoces más maneras de describir el hielo y la nieve que un esquimal, puedes hablar del clima tanto como te den las ganas.
 

2. Evita los prólogos. Pueden resultar molestos, especialmente un prólogo después de una introducción que viene antes de la dedicatoria. Por lo general se los encuentra en los ensayos. En una novela, el prólogo cuenta los antecedentes de la historia, pero no hace falta contarlos al principio, puedes ponerlos donde quieras. Siempre hay excepciones, claro. En “Sweet thursday” (Dulce jueves), por ejemplo, John Steinbeck pone un prólogo, pero está bien porque un personaje del libro deja claras las reglas, explicándonos como le gusta que le cuenten las cosas.
 

3. No uses más el verbo “dijo” en el diálogo. La frase, en el diálogo, pertenece al personaje. El verbo viene a ser el escritor husmeando donde no debe. De todos modos, el verbo “decir” es bastante menos invasivo que “gruñir”, “exclamar”, “preguntar” o “advertir”. Cierta vez leí un “ella aseveró” al final de una frase de un personaje de Mary McCarthy y tuve que parar de leer y conseguir un diccionario.
 

4. Nunca uses un adverbio para modificar el verbo “decir”. Usar un adverbio de esta manera (o de casi cualquier manera) es un pecado mortal. El escritor se expone a interrumpir el ritmo de la charla cuando usa este tipo de palabras. Un personaje cuenta en una de mis novelas cómo solía escribir sus romances históricos “llenos de violaciones y adverbios”.
 

5. Controla los signos de exclamación. Se permiten alrededor de dos o tres exclamaciones por cada cien mil palabras en prosa. Ahora, si aprendes a utilizar los signos de exclamación como lo hace Tom Wolfe, entonces sí, puedes usarlos profusamente.
 

6. Nunca uses las expresiones “de pronto” o “repentinamente”. Esta regla no requiere ninguna explicación. He notado que los escritores que usan “de pronto” suelen tener menos control en el uso de los signos de exclamación.


 
7. Usa los dialectos o las jergas locales muy de vez en cuando. Si empiezas a llenar la página de diálogos ininteligibles, ya no podrás parar. Salvo que escribas como Annie Proulx, que es capaz de captar muy bien el sabor del habla de Wyoming.
 

8. Evita las descripciones demasiado detalladas de los personajes. Algo de lo que Steinbeck se cuidó mucho. En “Hills like white elephants” (Colinas como elefantes blancos), Hemingway usa una única descripción para el personaje de la mujer que acompaña al norteamericano: “Se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa”. Es la única referencia física en la historia, pero aun así vemos a la pareja y la conocemos por los tonos de voz, sin adverbios que los acompañen.
 

9. No entres en demasiados detalles al describir lugares y cosas. Si no eres Margaret Atwood, que pinta escenas con el lenguaje, o no puedes describir el paisaje como lo hace Jim Harrison, no lo hagas. Pero aún si eres bueno en esto, ten en cuenta que el meollo de la historia debe ser la acción, no la descripción.
 

10. Trata de eliminar las partes que los lectores tienden a saltear. Piensa en lo que te salteas de una novela: largos párrafos de prosa que contienen demasiadas palabras. Ahí el escritor está hablando del tiempo o ha entrado en la mente del personaje, y el lector, o bien ya sabe lo que piensa el personaje, o bien no le interesa. Apuesto lo que sea a que, en cambio, no te salteas los diálogos. Mi regla más importante es una que las engloba a las diez. Si la gramática se inmiscuye en la historia, la abandono. No puedo permitir que lo que aprendí en las clases de redacción altere el sonido y el ritmo de la narración. Lo que intento es permanecer invisible, no distraer al lector de lo que es escritura obvia. Joseph Conrad habló una vez de las palabras que se inmiscuyen en lo que uno quiere contar. Si escribo una escena, siempre desde el punto de vista del personaje que me da la mejor visión de la vida en esa escena en particular, puedo concentrarme en las voces de los otros personajes contando quienes son y cómo se sienten, qué ven y qué sucede. Así es como desaparezco de la escena.
 

Fiel a los consejos expresados en su decálogo, en sus novelas la escritura clara y vibrante nunca incurrió en distracciones ni adornos, dándole preferencia a la acción y al diálogo a menudo irónico y corrosivo sobre cualquier clase de descripción física o psicológica. Leonard falleció el 20 de agosto de 2013 en su casa de Detroit, ciudad en la que ambientó la mayoría de sus obras. Tras su deceso, muchos críticos literarios opinaron que no se había limitado a repetir los clichés del género negro sino que había sabido desprenderse de las formas usuales y reinventar el género para una nueva generación de lectores. Entre sus numerosos admiradores hubo escritores de la talla de Ed McBain (1926-2005), Stephen King (1947) y Martin Amis (1949-2023). Diría McBain “Elmore Leonard es un maestro de la ironía”, King contó alguna vez “fui a una librería y me llevé todo lo que encontré de Elmore Leonard”, y Amis afirmaría que “Elmore Leonard es un genio literario”.
También los medios de prensa ponderaron al escritor tras la aparición de alguna de sus obras. En España, por ejemplo, pudo leerse: “El talento de Elmore Leonard reside en gran parte en su capacidad para mostrarnos a sus personajes desde todos los ángulos, a la manera de Chandler o Hammett” (Diario 16); “Si alguien quiere pasárselo bien leyendo una novela de acción y suspenso, la novela es de Elmore Leonard” (Guía del ocio) y “Elmore Leonard es un maestro de la novela policíaca. Deslumbrado, el lector que haya paladeado su fórmula se lanzará a la búsqueda de otros libros suyos” (El País). Mientras tanto en Inglaterra: “Váyase a casa, desconecte el teléfono, olvídese de todo... y sumérjase en su lectura” (The Independent) y “Elmore Leonard hizo gala en su escritura de una energía superior a la de muchos autores con la mitad de años que él” (The Sunday Telegraph).
Otro tanto ocurrió en Estados Unidos. Allí aparecieron en los medios periodísticos elogios y ponderaciones como “Elmore Leonard saca tanto partido de sus argumentos que, cuando uno cree que estás llegando a un final, acelera para tomar todavía unas cuantas curvas más” (Washington Post), “Nuestro mayor novelista policíaco” (USA Today), “Puede que Elmore Leonard sea la última esperanza de la letra impresa: consigue que los cinéfilos muerdan el anzuelo” (The New York Observer), “El gran novelista del crimen” (Newsweek) y “Libro tras libro, Elmore Leonard va pintando un mundo violento, sórdido y misterioso de extraordinaria coherencia literaria” (The New Yorker ).
Al día siguiente de su fallecimiento la revista estadounidense “Esquire” republicó un texto de Leonard que originalmente había aparecido en 2005 bajo el título “What I've learned” (Lo que he aprendido). En él, entre otros conceptos sostuvo que “cuando uno conoce a alguien que lo aburre, tiene que tolerarlo hasta que se va. Pero cuando uno se encuentra con un personaje aburrido, da vuelta la página”. Y en el diario argentino “Página/12” la escritora Silvina Friera (1974) lo despidió con “Una prosa desnuda, directo al hueso”, un artículo en el que señaló que “el lenguaje sofisticado era para Leonard una piedra en el zapato de la narración, una intromisión que él rechazaba de plano”. Y concluyó: “el día perfecto o ideal para sus lectores en todo el mundo es volver sobre sus páginas, escuchar las voces de esos rufianes adorables y sentir una vez más el placer de aquello que parece imposible. Pero es cierto. Leonard es el último genio de la literatura americana”.

8 de mayo de 2024

Paul Auster: “Parece que vivimos de una manera tan acelerada que es difícil para la gente encontrar el espacio mental para tener el tiempo de sentarse, pensar en silencio y leer”

En 1976, año en que Estados Unidos celebraba el bicentenario de su independencia y se publicaban las novelas “Sleeping murder” (Un crimen dormido) y “A demon in my view” (Me parecía un demonio), dos obras emblemáticas de la literatura policial escritas respectivamente por dos maestras de ese género, las británicas Agatha Christie (1890-1976) y Ruth Rendell (1930-2015), Paul Auster lanzaba bajo el pseudónimo de Paul Benjamin “Squeeze play” (Jugada de presión), una suerte de novela policíaca con la que obtuvo escaso éxito editorial. Pasaría casi una década hasta la publicación de “City of glass” (Ciudad de cristal), un relato que luego junto a “Ghosts” (Fantasmas) y “The locked room” (La habitación cerrada), conformó “The New York trilogy” (La trilogía de Nueva York), el libro que se convertiría en su obra más célebre e impulsaría su reconocimiento tanto en Estados Unidos como a nivel internacional. Más adelante, hacia fines de los años ’80 publicó otras dos novelas: “In the country of last things” (El país de las últimas cosas) y “Moon palace” (El palacio de la luna).
En la década siguiente predominó su dedicación al cine, lo cual se cristalizó en su trabajo como guionista de “Blue in the face” (Azul en la cara) y “Smoke” (Cigarros), ambas de 1995 dirigidas por el director de cine estadounidense de origen chino Wayne Wang (1949). Más adelante escribió y dirigió “Lulu on the bridge” (Heridas de amor) y “The inner life of Martin Frost” (La vida interior de Martin Frost). Tras filmar esta última, volvió al mundo de la literatura en clave de fantasía con las novelas “Timbuktu” (Tombuctú), “The music of chance” (La música del azar) y “Leviathan” (Leviatán). Ya en el nuevo siglo renovó su notoriedad con las novelas “The book of illusions” (El libro de las ilusiones), “Oracle night” (La noche del oráculo), “The Brooklyn follies” (Las locuras de Brooklyn) y “Man in the dark” (Un hombre en la oscuridad); los ensayos “The art of hunger” (El arte del hambre) y “Experiments in truth” (Experimentos con la verdad); y los libros de memorias “The story of my typewriter” (La historia de mi máquina de escribir), “Winter journal” (Diario de invierno) y “Report from the interior” (Informe del interior) entre varias otras obras.


Su extensa obra, que incluye novelas, poemarios, relatos, ensayos y guiones de cine, fue traducida a más de cuarenta idiomas. Sus últimas publicaciones fueron “Here and now” (Aquí y ahora), “The life and work of Stephen Crane” (La llama inmortal de Stephen Crane), “Baumgartner”, “Bloodbath nation” (Un país bañado en sangre) y “4 3 2 1”. Lo que sigue a continuación es la segunda parte de la entrevista aparecida de “Lire Magazine” en marzo de 2013, a la que se le suman fragmentos de una realizada por Silvina Friera en ocasión de la visita de Auster a la 44º Feria del Libro y que fuera publicada en “Página/12” el 29 de abril de 2018, y otra a cargo de Paula Escobar aparecida en el periódico chileno “La Tercera” el  5 de noviembre de 2021.
 
¿Es aficionado a las biografía de escritores?
 
Sí, me encanta leer esa clase de libros. Y observo que la primera parte del libro es siempre más interesante que la segunda. La infancia. La juventud. Antes de que el escritor o el poeta se conviertan en sí mismos. Eso es lo que más me interesa. Luego, cuando ese hombre o esa mujer ya son escritores, sólo se habla de publicaciones, de críticas, de viajes, de medallas: no tiene gran importancia. Pero enterarse de las cosas menudas de la juventud, eso… La biografía de Samuel Beckett que escribió James Knowlson, por ejemplo, me ayudó a valorar a Beckett, su forma de ser, su familia.
 
¿Quiénes son para usted los maestros de la autobiografía?
 
El escritor en quien estaba pensando mientras escribía “Diario de invierno”, el que me acompaña, de toda la vida, cuando escribo acerca de mi vida es Montaigne. Montaigne inventó otra forma de pensar. Es la primera vez en que alguien, tomándose a sí mismo como asunto, brinda una forma atractiva y profunda de entender al hombre. ¡Y qué estilo! ¡Que energía en la prosa! Leo a Montaigne una y otra vez. Pero, ¡ojo!, que no es autobiográfico. No se le olvide que son ensayos, una forma que inventó él, por lo demás. También me parece muy interesante Rousseau. En un registro diferente. Descubrí “Las confesiones” de Rousseau a los veintidós años. Lo que más me impresionó es que sabemos que está mintiendo. Pero confiesa cosas tan feas que nos escandaliza: cómo abandonó a sus hijos, por ejemplo… La parte en que Rousseau, en un bosque, le tira una piedra a un árbol diciendo, como un niño, “si le doy es que mi vida entera va a ser maravillosa”, esa parte es excepcional. ¿Sabe la historia? Rousseau tira la piedra y no le da al árbol. Se acerca, vuelve a tirar una piedra y falla otra vez. Da un paso más, tira otra vez la piedra y tampoco atina. Hasta que está pegado al árbol, lo tiene al alcance de la mano, y entonces tira la piedra y, claro, le da al árbol; y Rousseau exclama: “¡Ahora tendré una vida perfecta!”. En mi novela “La música del azar”, uno de los personajes, Nash, lee “Las confesiones”. 
 
Y en “El libro de las ilusiones”, a otro personaje, David Zimmer, lo obsesiona Chateaubriand... Tras Montaigne y Rousseau, es otra forma de contar la propia vida.
 
¡Ah, las “Memorias de ultratumba”! Chateaubriand es una maravilla. De entrada, escribe bien. Para mí fue un descubrimiento. Tardío. Leí por primera vez a Chateaubriand a los cuarenta y cinco años y fue una revelación. Y, además, cuenta algo así como una historia doble: mezcla el presente y el pasado de forma muy interesante. Pero, de todos ellos, el que más me llega hasta dentro sigue siendo Montaigne. 
 
¿Qué relación mantiene con la verdad?
 
Absoluta. Rousseau, al contar su vida, miente. Yo no. Sino todo lo contrario. Hay que ceñirse cuanto sea posible a los recuerdos. Y decir claramente de qué nos hemos olvidado. Las cosas que ya no recordamos.
 
Es cuanto alguien escribe acerca de uno mismo y de los suyos aparece el tema de la traición. Hablaba usted antes de esa prima con la que riñó, después de que se publicase “La invención de la soledad”, porque hablaba de su padre, de los secretos familiares… ¿Hasta dónde le parece lícito llegar?
 
Ésa es una pregunta muy difícil. En “Diario de invierno” hay nombres que no menciono. No doy el nombre de la mayoría de las personas que aparecen en este libro. Ni siquiera menciono a esa prima, que hoy en día ya ha muerto. Recordé, en “La invención de la soledad” ese asesinato de 1919, cuando mi abuela mato a mi abuelo de un disparo de revólver. Era un secreto familiar. Nadie hablaba de él. Pero existía un archivo público de ese suceso. ¡Salió en todos los periódicos de la época! Mi familia no quería hablar de eso, desde luego, pero era algo que existía, sucedió igual que lo conté, no me inventé nada. ¿Es una traición? Escribí en 1979, cuando ya habían pasado sesenta años del hecho. Creía que, después de tantos años, ya tenía derecho a hablar de ello. Que era un período suficiente para que no fuera ya un insulto para nadie.
 
¿Siente nostalgia?
 
¿De qué? ¿De la infancia? No, no mucho. Lo pasado ya está perdido. Pero cuantos más años cumplo más me acuerdo de mi juventud. Me fascinas las primeras veces. La primera vez que supe montar solo en bicicleta, la primera vez que supe atarme solo los cordones de los zapatos... Son las marcas de la independencia, de la fundación de uno mismo, de la construcción de uno mismo. Acabo de concluir mi siguiente libro que se va a llamar “Informe del interior”. Es algo así como un compañero de este libro de ahora, la historia no de mi cuerpo sino de la formación de mis ideas, de la aventura anímica e intelectual que corrí siendo más joven.  Cuento en él que, en toda mi vida, a los seis años fue cuando más sentí más dichoso, porque a esa edad descubrí que podía vestirme solo, atarme los zapatos solo y que, por lo tanto, era independiente. Antes de aquello lo único que hacía era existir. Después, sabía que existía. ¡Y la diferencia es tremenda!
 
¿Qué relación tiene con su propia muerte?
 
¡Pues que espero que ocurra lo más lejos posible del día de hoy! Es todo lo que sé…
 
Y eso es lo que le deseo. ¿Qué le dice esa frase de Joseph Joubert que cita en “Diario de invierno”: “Hay que morir amable (si se puede)”?
 
¡Es una frase extraordinaria! Todo reside en ese «si se puede», claro.  Joubert es para mí una referencia permanente, lo vuelvo a leer continuamente. Es un escritor completamente desconocido, incluso en Francia, me parece. Traduje algo de él cuando era joven. Un escritor que nunca escribió un libro. Increíble, ¿no? Pero dice unas cosas tan lúcidas… Me gusta mucho también esto otro, que le traduzco de memoria: “Las personas que nunca se rinden se quieren más de lo que quieren a la verdad”. ¿A que es profundo?
 
 
Al principio de “4321”, el narrador plantea que Ferguson, el personaje, entendía que el mundo se componía de dos reinos, el visible y el invisible, y que las cosas que no podían verse eran más reales que las se veían. ¿Por qué lo invisible tiene más intensidad que lo visible?
 
Lo invisible puede ser que se sienta de una forma más intensa. Me parece una verdad que no se puede refutar. A veces la gente no dice o no hace lo que realmente siente, lo cual nos confunde, y en especial cuando somos niños. Mientras la vida va pasando, somos como unos juguetes de un montón de fuerzas que no podemos ni concebir ni comprender; fuerzas históricas, económicas, sociales, inclusive hasta meteorológicas. Un día te despiertas y nunca sabes si te vas a morir; todo se percibe como genial ese día que comienza, pero de pronto se avecina una tormenta y al final del día terminas muriendo.
 
La señora Baldwin le hace una recomendación al joven aspirante a escritor, en una de las versiones de Ferguson, y le recuerda una frase de Poe: “Sé audaz, lee mucho, escribe mucho, publica poco”. ¿La audacia es lo primero que pierde un escritor cuando ya tiene varios libros escritos y publicados?
 
No. Creo que el escritor se vuelve más audaz a medida que escribe. Pero hay muchas posibilidades: algunos escritores son cada vez más audaces, otros se van debilitando y siguen en el mismo lugar.
 
¿Cómo definiría el acto de la escritura? ¿Qué es escribir para usted?
 
Escribir es una construcción que me conecta con el mundo. Los escritores y los artistas son personas que, por diferentes motivos, están lastimadas, heridas. Y necesitan hacer arte para tratar de curarse. La escritura me conecta con el mundo de una manera que la vida cotidiana no logra hacerlo. Esa sensación de estar conectado es tan intensa e irremplazable que la quiero vivir y seguir experimentando. Escribir es muy difícil; pero el placer está en la lucha, en el esfuerzo. La propia dificultad de escribir es lo que la hace interesante. Si escribir fuese fácil, no valdría la pena hacerlo, ¿no?
 
¿Cómo es su propia relación con el éxito y la fama?
 
Ha sido una vida extraña. Al principio, nadie se preocupaba por mí, y luego las cosas empezaron a ir mejor. Pero siempre he tenido mis detractores, ya sabes, especialmente en Estados Unidos. Hay gente que le encantaba derribarme; eso me mantiene alerta, tengo que decirlo. Es imposible para mí volverme complaciente, porque todavía me siento asediado, y no creo que eso sea algo malo. Así es que no camino sintiéndome como una persona grandiosa en absoluto. Me siento como un escritor luchador, tratando de hacer mi mejor esfuerzo. Y entonces, todas esas cosas del mundo exterior realmente no tienen importancia. Parecen importar en el momento, pero luego, a medida que pasan los años, comprendes que el trabajo es lo único que cuenta, eso es todo. Y quién sabe el verdadero valor de cualquier cosa hasta más tarde, y será mucho más tarde, no estaré cerca para saberlo. Entonces, estoy haciendo lo mejor que puedo mientras todavía estoy respirando. Y depende de otros tomar decisiones al respecto más tarde, si alguien todavía se preocupa por los libros. Quiero decir, ¿quién sabe cuál será el futuro del mundo? Simplemente no puedo decirlo. Sé que necesitamos historias, pero tal vez haya otras formas de contar historias y los libros comenzarán a disminuir. No sé.
 
Ha dicho en una entrevista reciente que en su país el interés por la lectura se está perdiendo hoy en día, ¿por qué?
 
Sucedió lentamente. Creo que es por todas estas otras formas de distracción. Los grandes períodos de la producción literaria siempre han sido en tiempos antes del cine, antes de la televisión, antes de la radio... y ahora internet. Hay tanto para distraer a la gente... Y parece que vivimos de una manera tan acelerada que es difícil para la gente encontrar el espacio mental para tener el tiempo de sentarse, pensar en silencio y leer. La gente corre, corre, corre, corre, no sé a dónde van, pero corren. Y la lectura es algo muy lento. Y realmente tienes que entregarte a un libro; no tienes que prestar atención a una película de la misma manera.
 
Pero incluso con esa realidad, dice que nunca se ha cansado de esta aventura de escribir. ¿Cómo y dónde encuentra su energía y su entusiasmo?
 
No tengo ni idea. Es algo que me ha estado impulsando desde que era joven. Y sigo queriendo hacerlo. Sé, ahora que estoy envejeciendo, que cada vez será menos lo que seré capaz de hacer. Y probablemente llegará un momento en el que... no sé si me detendré, pero será cada vez más difícil escribir. Me resulta aún más difícil escribir ahora que cuando era más joven.
 
¿Por qué?
 
Es muy difícil hacerlo. Y se necesita un gran esfuerzo para escribir. Supongo que también me vuelvo cada vez más exigente conmigo mismo. He escrito muchos libros ahora, y no quiero repetirme y quiero que todo lo que escriba a partir de este momento sea realmente esencial. No quiero simplemente escribir otro libro. Sea lo que sea, quiero que signifique algo que sea significativo y esencial. Y entonces, no lo sé, ya veremos. Es muy raro en la historia de la humanidad que alguien haya escrito algo muy bueno después de los ochenta años. Parece casi una ley, aunque hay excepciones. Y ahora voy a cumplir setenta y cinco años en febrero, y es un poco loco pensar que todavía me siento a menudo como un niño por dentro. Pero mi cuerpo me dice lo contrario.
 
En “La llama inmortal de Stephen Crane” dice que es la angustia lo que genera arte. ¿Por qué?
 
Sí, hay algo en el arte que se genera por algún tipo de conflicto interno, o algún tipo de tristeza, o algún tipo de confusión. Pero no puedes hacer arte, me parece, cuando te sientes uno con el mundo y muy conectado con las cosas. Es cuando las cosas empiezan a romperse que te das cuenta de lo complicado y difícil que es el mero hecho de vivir. Creo que eso parece generar arte. Pero podría estar equivocado y tal vez solo estoy hablando de mí mismo.