En su último libro señala que una de las consecuencias no tan estudiadas del genocidio es la violenta reorganización del tejido social...
Uno de mis objetivos era tratar de plantear que no todos los procesos de aniquilamiento tienen la misma lógica y que ninguno es único. En ese sentido, la modernidad implementó algunas lógicas específicas, una de las cuales fue utilizar el terror del exterminio masivo de población como elemento de transformación de las relaciones sociales, un concepto que en Argentina se tomó desde la propia autodenominación de la dictadura militar: Proceso de Reorganización Nacional. De forma hegemónica, siempre se tendió a ver que los efectos de un proceso de este tipo eran vividos por la población aniquilada, los sobrevivientes y, en todo caso, sus familiares. Con este modelo se pierde de vista el efecto que impone ese terror en el conjunto. Si se piensa el genocidio como un modo de reorganización social, el objetivo prioritario no son sólo las víctimas directas sino el conjunto de la sociedad. Las víctimas constituyen una herramienta, un medio para producir una transformación en el conjunto. Ese es el efecto que deja en términos no sólo de terror, sino de construcción de la subjetividad, de compulsión a la repetición y de imposibilidad de elaboración.
Hay un actor no tan abordado, que no es ni víctima ni victimario sino "espectador" del exterminio, pero que apoya por acción u omisión. ¿Es posible un genocidio sin consenso?
No me gusta el concepto de "espectador" porque no da cuenta de figuras que son más complejas, también vinculadas a la lógica de consenso. La población de un modo u otro participa de esos procesos: sufriéndolos, porque se transforma al conjunto de la sociedad en un enorme campo de concentración, o lo hace dando mayores o menores niveles de complicidad o apoyo a estas prácticas, más allá de si existe un involucramiento directo en las actividades represivas. De hecho, la mayoría de la población está en esta situación intermedia y compleja por la cual tiene problemas para zanjar su propia historia. En el caso argentino vale preguntarse cuál era el consenso político predominante en 1972 ó 1973 y cómo fue variando hacia 1976. Es sencillo señalar que una porción que respaldaba ciertas transformaciones sociales en Argentina participó de ese pasaje cuando comenzó a desarrollarse desenfrenadamente el terror de la operatoria militar. Más allá de aquel que siempre estuvo de acuerdo en la necesidad de un aniquilamiento, la enorme mayoría se involucró en ese pasaje que tiene que ver con ese modo de reorganización de relaciones sociales y también con el presente. Esta cuestión es la que no se saldó, lo que aparece reprimido, y por eso toda una generación -que es la contemporánea a la que vivió el proceso genocida- no puede hacer un análisis crítico de ese pasado porque podría cuestionar su presente. Pensando en términos freudianos, el lógico resultado de esa traba sería la compulsión a la repetición con otros sujetos, en otro contexto y con otras características, por una imposibilidad de elaborar los efectos. O lo que es muy común, el rechazo por su propia identidad pasada, un rechazo y desprecio que aparece mucho entre los intelectuales en los '90 que no pueden asumir como propios sus escritos de la década del '70, y eso parece un modo de clausurar la elaboración de lo que fue esa generación que ellos integraban. Un desprecio por las víctimas, que en el fondo es un desprecio por ellos mismos, en esa imposibilidad de zanjar su historia, de no poder explicar ese pasaje y el papel que allí tuvo el terror.
¿Cómo se generan estos mecanismos de autodefensa social, como la "Teoría de los dos demonios" en Argentina, donde la sociedad elige asumir la victimización?
Son procesos que van pasando de lo individual a lo colectivo, no hay que pensarlos desde una lógica conspirativa. La "Teoría de los dos demonios" sigue siendo un modo terrible de pensar los hechos, pero es incorrecto afirmar que hay alguien que la elaboró maquiavélicamente, luego la impuso en los medios y obligó a la gente a asumirla. Es un modo sumamente lógico y comprensible por el cual algunas personas intentaron explicarse los hechos de una forma que primero era autojustificatoria y después clausuraba la posibilidad de mirar críticamente el pasado. Si la sociedad sufrió en los años '70 una agresión de "agentes externos" que atacaron al conjunto de la población y que no tienen nada que ver con esa misma sociedad, entonces no hay mucho para analizar: todos son víctimas, cada uno hizo lo que pudo y no queda más que condenar esas fuerzas "demoníacas". De ese modo, se impide cualquier trabajo crítico y se vuelve funcional a esa lógica de clausura. Claro que este supuesto equilibrio entre "las fuerzas de la subversión internacional" y la "locura de las Fuerzas Armadas" es muy ordenador. El objetivo es evidente: la negación de la experiencia para impedir esa pregunta interna tan necesaria sobre la responsabilidad individual, que debiera quebrar esos estereotipos.
¿Se intenta siempre eludir responsabilidades?
A mi modo de ver, es la explicación más coherente, desde un análisis de la subjetividad. Porque cada uno debiera hacerse cargo por su propia responsabilidad y luego la sociedad debería asumir qué hace con cada uno de esos niveles de responsabilidad. Y allí la Justicia debe cumplir un rol fundamental; pero hay otras muchas situaciones que no pueden ser tratadas por el Derecho, lo que no significa que no puedan y no deban ser elaboradas. La pregunta reprimida es, por ejemplo, qué hacemos con las responsabilidades políticas. ¿Qué se hace, por ejemplo, con un juez que hizo caso omiso de los habeas corpus? ¿Qué se hace con un docente que enseñaba, haya sido con mucha o poca convicción, los contenidos vinculados a la lucha civilizatoria para defender el occidente cristiano? ¿Qué se hace con un periodista que avaló las campañas de propaganda dictatorial? Es difícil llevar estos temas al ámbito jurídico y en muchos sentidos podría resultar impertinente porque no existen figuras de este tipo en el Código Penal y quizá tampoco debieran existir. Hay preguntas legítimas, más allá del contexto de terror y dando por sentado que no hubo colaboración en un hecho directo de violación de los derechos humanos, lo cual sí generaría la necesidad de condena jurídica. Pero un juez no puede ir preso por haber ignorado los habeas corpus, sobre todo cuando sabía que estaba en juego su vida. Sin embargo es legítimo preguntarse si puede seguir siendo juez, porque su función era preservar la vida de los ciudadanos, aun a riesgo de la propia. ¿Puede seguir siendo periodista alguien que eludió decir la verdad, que colaboró en la difusión de la mentira o en el ocultamiento del horror? Estos son los temas no zanjados por estos modelos exculpatorios que terminan por clausurar cualquier discusión.
¿La continuidad de esos modelos puede apuntarse en la recurrencia de consignas como "basta de volver con el pasado" y "hay que mirar para adelante"?
Es interesante la aparición de esas ideas y que no surja su analogía con la elaboración individual. Jamás ningún proceso de elaboración psíquica individual plantearía que es posible elaborar el trauma "mirando hacia delante". Nadie sale de un trauma sin mirar atrás todo lo que haga falta. Es más, y siguiendo con la analogía, no hay modo de mirar para adelante sin saber de dónde se viene, sin observar con mucha atención y cuidado lo que eso nos dejó en el presente, a ver cuánto de lo que somos es producto de ese trauma.
¿Por qué se complejiza tanto la tipificación del genocidio?
A la tipificación de genocidio se le impusieron tantas condiciones y se la acotó de tal manera para que finalmente no termine siendo aplicable a ninguna situación. Una definición más simple implicaría que gran parte de los Estados modernos podrían ser acusados de estar implementando procesos genocidas y que, por tanto, eso debiera obligar a la intervención internacional. Esto es algo que en el nivel abstracto los Estados dicen querer producir pero a nivel concreto evitan, porque implicaría aceptar condicionantes para su acción política que no están dispuestos a tolerar. De ahí esa dualidad: por un lado un discurso de prevención del genocidio, y por el otro una falta total de operatividad en la intervención, siempre amparados en que cada caso, en el momento de su ocurrencia, nunca es categorizado como genocidio porque se elaboró una definición tan confusa -sobre todo, excluyendo el motivo central de todo genocidio, que es el político-, que cualquier ejemplo siempre se escapa de la definición. Con sólo invocar que existe un motivo político, eso ya implica zafarse, y en ese mismo sentido, todo proceso genocida puede eludir su propia condición. Es más, hasta podría haber zafado el propio nazismo porque se podría aducir, con buenos fundamentos, que había motivos políticos detrás de su accionar. Pero hay un tema aun más grave en los últimos años a partir de la creación del Tribunal Penal Internacional (TPI), que reproduce esa definición confusa y contraria a la igualdad ante la ley. Se ha comenzado a utilizar la lógica de prevención del genocidio como un modo de avanzar sobre la soberanía territorial de países que no están cometiendo procesos genocidas. Es decir, plantea una situación contradictoria con la cual, si bien nada puede ser calificado como genocidio, el Departamento de Estado de Estados Unidos intenta obtener la facultad de intervenir en todo lugar donde un comité conformado por funcionarios estadounidenses determine que existe riesgo de procesos genocidas y "otras masacres" para, con el concepto de "masacre", incorporar todos los casos que no están categorizados como genocidio y autoadjudicarse la capacidad de intervención económica, diplomática y militar en dichos territorios. Esta reformulación de toda una lucha histórica, la de la instalación del derecho penal internacional, va a terminar funcionando como una herramienta para destruir las normativas del derecho garantista construidas con la modernidad. En esto hay que estar muy atentos, porque la realidad cambia vertiginosamente y los discursos caducan y terminan abonando acciones contrarias a sus propósitos iniciales. En las últimas convenciones se llegó a plantear que no sólo el Estado comete crímenes de lesa humanidad y en las actuaciones del TPI se observa que de cuatro casos que lleva adelante desde su creación, sólo uno es contra un Estado -Sudán, condenado por Estados Unidos y el Consejo de Seguridad de la ONU-, y los otros tres contra movimientos insurgentes no estatales. Esto plantea la pregunta de hacia dónde va todo este desarrollo que surgió como un intento de poner un límite a la capacidad estatal de aniquilar a sus propios ciudadanos, y hoy termina constituyéndose en una herramienta para incrementar la posibilidad de que el Estado persiga o asesine.
La aparición de masacres recientes como la invasión de Israel sobre la Franja de Gaza, ¿complejiza aun más el debate sobre la definición de genocidio?
Permanentemente hubo y sigue habiendo ocurrencia de fenómenos de aniquilamiento masivo de población y en ese sentido, si se asume la necesidad de intervención internacional, hay determinados Estados que se van a ver interpelados en forma directa. En verdad, la mayoría de los Estados saben que en algún momento se pueden ver interpelados o que van a ver limitadas sus capacidades represivas si debieran ajustarse a estas normas de derecho internacional, más allá de la categorización o no de ciertos hechos como genocidio, lo cual es discutible -cuanto menos hasta el momento- en el caso de la invasión israelí de Gaza. Pero yo no veo una voluntad efectiva ni del Estado de Israel ni de ningún otro Estado por ajustarse a la normativa internacional, por eso esta dualidad: la condena pública en un sentido pero después la imposibilidad de la condena concreta. Otro tema muy fuerte de discusión posterior es cómo interviene la comunidad internacional para no justificar acciones que pueden ser más graves que aquellas que están siendo denunciadas. Un ejemplo muy claro es el caso de los Balcanes, donde la intervención de la OTAN en Kosovo en algún punto protegió a la población albano-kosovar, pero al mismo tiempo colaboró y fue cómplice de las violaciones cometidas contra la población serbio-kosovar. Lo que sucedió fue que la intervención pretendía inclinar el conflicto hacia la fracción más cercana a los "intervencionistas", lo que no es un modo de prevenir la comisión de violaciones de derechos humanos, sino simplemente la de prevenir las violaciones contra una parte, garantizando las violaciones hacia la otra.
¿Observa una perspectiva de consenso a corto plazo entre las grandes potencias con respecto a la definición de genocidio?
Se trata de una decisión más importante para los pueblos que para los gobiernos. Los gobiernos lo van a aceptar en la medida en que haya una presión de sus sociedades para lograrlo, cuanto menos en el orden interno y después en el internacional. Por eso, la lógica debiera ser la inversa de la que se lleva a cabo: si son las potencias que hoy dominan el planeta las que integran el Consejo de Seguridad de la ONU, difícilmente sea desde allí de donde provenga un intento de limitar este tipo de prácticas. Por eso la importancia de la discusión, sobre todo en aquellas sociedades procesadas por este trauma y que lo han vivido en su propio territorio; porque pueden tener mayor conciencia de sus efectos y de la necesidad de analizarlos y ponerle fin. Va a ser un proceso lento, y lo lógico sería que funcione desde abajo hacia arriba. Es ilusorio pensar que aquellas mismas fracciones que cometen las violaciones a los derechos humanos, sean las que generen un modo de limitación del propio ejercicio de la violencia.