Entre tantísimos otros, Virginia Woolf (1882-1941) se ocupó de él en "The common reader" (El lector común), tal como lo hizo Vladimir Nabokov (1899-1977) en "Lectures on russian literature" (Curso de literatura rusa) y Constantin Stanislavski (1863-1938) en "My life in art" (Mi vida en el arte). De entre la copiosa bibliografía existente, se reproducen más abajo textos de Juan Gelman, Máximo Gorki, Irene Nemirovsky y Juan Villoro.
Máximo Gorki (1868-1936). Novelista, ensayista y dramaturgo ruso cuyo verdadero nombre era Alexéi Maximóvich Peshkov. Maestro del realismo, es considerado una de las personalidades más relevantes de la cultura y de la literatura de su país. Gorki ("amargo" en ruso), fue un autodidacta que publicó sus primeros relatos cortos en un periódico de Tiflis en 1892. Su libro "Apuntes y veladas" de 1898, que reunía dichas narraciones, tuvo un gran éxito y le hizo famoso en toda Rusia. Por entonces ya había abandonado el romanticismo de sus inicios y había comenzado a escribir de un modo realista sobre la dureza de la vida de las clases bajas. Fue el primer autor ruso que escribió de una manera comprensiva y favorable sobre los trabajadores, los vagabundos y los ladronzuelos, gentes hasta entonces marginadas en la literatura. Entre sus dramas figuran "Los pequeños burgueses" y "Los bajos fondos", y entre sus novelas "La madre", "La vida de Klim Samgin" y "Los Artamonov". También es autor de una trilogía autobiográfica compuesta por "Infancia", "Entre los hombres" y "Mis universidades". A su obra "Recuerdos de Tolstoi, Chejov y Andreiev" pertenece el siguiente artículo titulado "Lo mezquino se venga del hombre".
Tenía el arte de descubrir y destacar la vulgaridad, un arte que sólo consigue la persona de miras muy altas y se crea sólo con el ardiente deseo de ver que la gente es sencilla, armónica. En una ocasión, alguien contaba que el editor de una revista que continuamente insistía en la necesidad del amor y la caridad entre los hombres insultó groseramente a un maquinista del tren y que, en general, trataba muy mal a su personal de servicio. "¡No faltaba más! -dijo Anton Pavlovich-. ¿No saben que es un aristócrata, un hombre culto...? ¡Además estudió en el seminario! Su padre iba en alpargatas y él con botas de charol". Y en el tono de sus palabras -aristócrata- sonaba a algo ridículo y bufa.
"¡Un gran talento! -decía de un periodista-. Siempre escribe de forma tan honorable, tan humana... como una gaseosa. Llama a su mujer tonta delante de los demás. El cuarto de la criada está lleno de humedades". ¿Le gusta N.N., Anton Pavlovich? "Sí... mucho. Es una persona muy agradable. Sabe de todo. Lee mucho. A mi no me ha devuelto tres libros. Es distraído. Hoy le dice que usted es maravilloso y mañana le cuenta al primero que se encuentra que usted le ha robado al marido de su amante unos calcetines de seda, negros con rayas azules". Un amigo se quejaba de lo aburridas que resultaban las secciones "serias" de las revistas: "No lea esos artículos -le aconsejó convencido Anton Pavlovich-. Son trabajos de amigos. Uno publica un artículo, el otro le hace objeciones y un tercero concilia las divergencias de los otros dos. Parece que juegan a las cartas con un imbécil. Ninguno se pregunta qué le importa eso al lector". Una vez le vino a visitar una señora rica, robusta, guapa, bien vestida, y empezó a hablarle al "estilo Chejov": "¡Me aburre la vida! Es todo tan gris: la gente, el cielo, el mar, hasta las flores me parecen grises. No tengo ganas de nada... Tengo el alma hastiada, como si estuviera enferma...". "¡Y es una enfermedad! -le respondió convencido Anton Pavlovich-. Es una enfermedad. En latín se llama morbus fingidus". Afortunadamente para ella no sabía latín, o al menos lo ocultaba.
"Los críticos se parecen a los tábanos, que no dejan en paz a los caballos cuando están arando -decía sonriendo-. El caballo está trabajando con sus músculos en tensión, como las cuerdas de un contrabajo, y en ese preciso instante se posa en la grupa un tábano que le hace cosquillas y zumba alrededor. Hay que mover la cola para espantarlo. ¿Qué pretende con su zumbido? Seguramente ni siquiera él lo sabe. Simplemente que tiene un carácter nervioso y muestra que él está ahí. ¡También yo estoy aquí! ¿No ven como zumbo? Sobre todo zumbo. Llevo veinticinco años leyendo las críticas de mis cuentos y no recuerdo ni un comentario de valor, ni un buen consejo. Una vez me dejó impresionado Skriabichevski, pues escribió que yo moriría borracho tras una tapia".
A veces me parecía que en su relación con la gente había un sentimiento de cierto desaliento, cercano a una fría y silenciosa desesperación. "¡Qué extraños son los rusos! -me dijo en una ocasión-. Se parecen a un cedazo, no retienen nada. En su juventud llenan su alma con todo lo que les cae entre las manos, pero después de los treinta años sólo les queda la cascara. Para vivir bien, como personas, ¡hay que trabajar! Trabajar con amor y con fe. Y en nuestro país no hay nada de eso. El arquitecto, después de construir dos o tres buenas casas, se sienta a jugar a las cartas, se pasa la vida jugando o tras los bastidores de un teatro. El médico, cuando adquiere experiencia, no se interesa por la ciencia, no lee más que las 'Novedades terapéuticas', y a los cuarenta años ya está convencido de que todas las enfermedades se deben a un resfriado. No me he encontrado nunca un funcionario que entendiera el sentido del trabajo; por lo general, está en una capital, se le ocurren unas órdenes, las escribe y las envía a Zmiev y Smorgon para que se cumplan. Pero el hecho de que estos papeles puedan privar a alguien de su libertad le importa a este funcionario menos que a un ateo las penas del infierno. El abogado, una vez que ha conseguido prestigio por una buena defensa de un caso, ya no se preocupa de la defensa de la verdad y sólo defiende el derecho a la propiedad, apuesta en las carreras, come ostras y se las da de una gran sensibilidad artística. El actor que hace dos o tres papeles soportables ya no quiere interpretar más, sino que se pone un sombrero de coma y presume de ser un genio. Rusia es un país de glotones y perezosos, es terrible lo que comen y beben, de día les gusta dormir y roncan soñando. Se casan para aparentar orden, y tienen amantes por prestigio social. Tienen una actitud perruna: les dan en el cogote y gruñen bajito escondiendo el rabo entre las piernas, y se echan de espaldas, patas arriba y mueven el rabo".
Había en sus palabras un desprecio frío y triste, pero, a pesar del mismo, era compasivo cuando alguien se metía con otro delante de él. Siempre salía en su defensa: "Pero, ¿no te das cuenta? Es ya viejo, tiene setenta años". O bien: "¿No ves que es muy joven? Es una simple tontería". Y, cuando hablaba así, yo no veía en su rostro rechazo. "La vulgaridad, en la juventud, sólo parece algo curioso y ridículo, pero poco apoco envuelve al hombre, impregna el cerebro y la sangre con su niebla gris, como el veneno o el gas, y el hombre se convierte en un viejo anuncio comido por la herrumbre; en él hay algo escrito, pero no hay forma de saber qué".
Al leer los cuentos de Chejov, uno cree estar sumergido en un día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente que en él se recortan con una nitidez hiriente los árboles desnudos, los estrechos edificios, la masa gris de la multitud. Todo es extraño, solitario, inmóvil, desamparado. Las profundas lejanías azuladas, desiertas, al fundirse con el pálido cielo, soplan con un frío angustioso sobre la tierra cubierta de suciedad helada. La mente del autor, como un sol de otoño, ilumina con descarada claridad los destrozados caminos, las retorcidas calles, las sucias y apretadas casas en las que se ahogan de aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de un insensato y soñoliento bullicio...
"¡Un gran talento! -decía de un periodista-. Siempre escribe de forma tan honorable, tan humana... como una gaseosa. Llama a su mujer tonta delante de los demás. El cuarto de la criada está lleno de humedades". ¿Le gusta N.N., Anton Pavlovich? "Sí... mucho. Es una persona muy agradable. Sabe de todo. Lee mucho. A mi no me ha devuelto tres libros. Es distraído. Hoy le dice que usted es maravilloso y mañana le cuenta al primero que se encuentra que usted le ha robado al marido de su amante unos calcetines de seda, negros con rayas azules". Un amigo se quejaba de lo aburridas que resultaban las secciones "serias" de las revistas: "No lea esos artículos -le aconsejó convencido Anton Pavlovich-. Son trabajos de amigos. Uno publica un artículo, el otro le hace objeciones y un tercero concilia las divergencias de los otros dos. Parece que juegan a las cartas con un imbécil. Ninguno se pregunta qué le importa eso al lector". Una vez le vino a visitar una señora rica, robusta, guapa, bien vestida, y empezó a hablarle al "estilo Chejov": "¡Me aburre la vida! Es todo tan gris: la gente, el cielo, el mar, hasta las flores me parecen grises. No tengo ganas de nada... Tengo el alma hastiada, como si estuviera enferma...". "¡Y es una enfermedad! -le respondió convencido Anton Pavlovich-. Es una enfermedad. En latín se llama morbus fingidus". Afortunadamente para ella no sabía latín, o al menos lo ocultaba.
"Los críticos se parecen a los tábanos, que no dejan en paz a los caballos cuando están arando -decía sonriendo-. El caballo está trabajando con sus músculos en tensión, como las cuerdas de un contrabajo, y en ese preciso instante se posa en la grupa un tábano que le hace cosquillas y zumba alrededor. Hay que mover la cola para espantarlo. ¿Qué pretende con su zumbido? Seguramente ni siquiera él lo sabe. Simplemente que tiene un carácter nervioso y muestra que él está ahí. ¡También yo estoy aquí! ¿No ven como zumbo? Sobre todo zumbo. Llevo veinticinco años leyendo las críticas de mis cuentos y no recuerdo ni un comentario de valor, ni un buen consejo. Una vez me dejó impresionado Skriabichevski, pues escribió que yo moriría borracho tras una tapia".
A veces me parecía que en su relación con la gente había un sentimiento de cierto desaliento, cercano a una fría y silenciosa desesperación. "¡Qué extraños son los rusos! -me dijo en una ocasión-. Se parecen a un cedazo, no retienen nada. En su juventud llenan su alma con todo lo que les cae entre las manos, pero después de los treinta años sólo les queda la cascara. Para vivir bien, como personas, ¡hay que trabajar! Trabajar con amor y con fe. Y en nuestro país no hay nada de eso. El arquitecto, después de construir dos o tres buenas casas, se sienta a jugar a las cartas, se pasa la vida jugando o tras los bastidores de un teatro. El médico, cuando adquiere experiencia, no se interesa por la ciencia, no lee más que las 'Novedades terapéuticas', y a los cuarenta años ya está convencido de que todas las enfermedades se deben a un resfriado. No me he encontrado nunca un funcionario que entendiera el sentido del trabajo; por lo general, está en una capital, se le ocurren unas órdenes, las escribe y las envía a Zmiev y Smorgon para que se cumplan. Pero el hecho de que estos papeles puedan privar a alguien de su libertad le importa a este funcionario menos que a un ateo las penas del infierno. El abogado, una vez que ha conseguido prestigio por una buena defensa de un caso, ya no se preocupa de la defensa de la verdad y sólo defiende el derecho a la propiedad, apuesta en las carreras, come ostras y se las da de una gran sensibilidad artística. El actor que hace dos o tres papeles soportables ya no quiere interpretar más, sino que se pone un sombrero de coma y presume de ser un genio. Rusia es un país de glotones y perezosos, es terrible lo que comen y beben, de día les gusta dormir y roncan soñando. Se casan para aparentar orden, y tienen amantes por prestigio social. Tienen una actitud perruna: les dan en el cogote y gruñen bajito escondiendo el rabo entre las piernas, y se echan de espaldas, patas arriba y mueven el rabo".
Había en sus palabras un desprecio frío y triste, pero, a pesar del mismo, era compasivo cuando alguien se metía con otro delante de él. Siempre salía en su defensa: "Pero, ¿no te das cuenta? Es ya viejo, tiene setenta años". O bien: "¿No ves que es muy joven? Es una simple tontería". Y, cuando hablaba así, yo no veía en su rostro rechazo. "La vulgaridad, en la juventud, sólo parece algo curioso y ridículo, pero poco apoco envuelve al hombre, impregna el cerebro y la sangre con su niebla gris, como el veneno o el gas, y el hombre se convierte en un viejo anuncio comido por la herrumbre; en él hay algo escrito, pero no hay forma de saber qué".
Al leer los cuentos de Chejov, uno cree estar sumergido en un día triste de finales de otoño, cuando el aire es tan transparente que en él se recortan con una nitidez hiriente los árboles desnudos, los estrechos edificios, la masa gris de la multitud. Todo es extraño, solitario, inmóvil, desamparado. Las profundas lejanías azuladas, desiertas, al fundirse con el pálido cielo, soplan con un frío angustioso sobre la tierra cubierta de suciedad helada. La mente del autor, como un sol de otoño, ilumina con descarada claridad los destrozados caminos, las retorcidas calles, las sucias y apretadas casas en las que se ahogan de aburrimiento y pereza unos seres pequeños y desgraciados llenando sus casas de un insensato y soñoliento bullicio...
De su trabajo literario hablaba muy poco y sin ganas, quiero decir con pudor y probablemente con la misma precaución con que hablaba de León Tolstoi. Sólo en contadas ocasiones explicaba, riendo, algún tema, y siempre con buen humor: "¿Sabe? Estoy escribiendo sobre una profesora; es atea y adora a Darwin, está convencida de la necesidad de luchar contra los prejuicios y las supersticiones del pueblo, pero esa misma profesora, a las doce de la noche, pone a cocer en el baño a un gato negro para sacarle el arco, un hueso que atrae al hombre enamorándolo". De sus obras de teatro decía que eran "alegres" y parecía estar sinceramente convencido de que en realidad escribía "obras alegres". Quizá por eso Savva Morózov insistía hasta con obstinación en que las obras de Chejov hay que ponerlas en escena como obras líricas.
A veces su enfermedad le producía un estado hipocondríaco e incluso misantrópico. Esos días era caprichoso con sus argumentos y pesado en el trato con la gente. Una vez, acostado en el diván, con una tos seca y jugando con un termómetro entre los dedos, decía: "Vivir para morirse no es nada divertido, pero vivir sabiendo que uno va a morir antes de tiempo es una solemne tontería. Nos hemos acostumbrado a vivir con la esperanza puesta en el buen tiempo, en la cosecha, en una extraordinaria aventura amorosa, con la esperanza de hacernos ricos o de que nos den un cargo muy importante, pero yo no noto en la gente la esperanza de ser más inteligente. Pensamos que con el nuevo zar las cosas irán mejor y que dentro de doscientos años irán mucho mejor, pero nadie se preocupa de que este mundo sea mejor mañana. En general, la vida cada día se hace mucho más complicada y va avanzando sin que se sepa hacia dónde, pero la gente cada vez es más tonta y cada vez hay más gente que se queda a un lado del camino de la vida".
De Tolstoi hablaba siempre con una sonrisa especial en los ojos, una sonrisa casi imperceptible, tierna, y hablaba con cierto pudor, bajando la voz, como si se tratara de algo fantástico y misterioso, que exigiera unas palabras prudentes y suaves... Una vez Tolstoi se admiraba de un cuento de Chejov, creo que era "Dushenka": "Es como un encaje realizado por una casta doncella; en la antigüedad había jóvenes hilanderas así, solteronas empedernidas que toda su vida, todos sus sueños de felicidad los vertían en sus encajes. Soñaban para sus encajes en las cosas más maravillosas, todo su amor confuso y puro lo encerraban en ellos". Tolstoi hablaba con mucho nerviosismo y con las lágrimas en los ojos. Chejov ese día tenía mucha fiebre y la cara cubierta de manchas rojas; con la cabeza inclinada estaba limpiando escrupulosamente sus lentes. Estuvo callado un buen rato y luego con un suspiro dijo algo azorado y en voz baja: "Tiene erratas".
Se podría escribir mucho de Chejov, pero habría que hacerlo de forma precisa y concisa, y yo no sé hacerlo. Sería muy bonito escribir sobre él de la misma forma que él escribió "La estepa" -un relato aromático, ligero-, así, con la tristeza pensativa rusa. Una historia escrita para uno mismo. Es bueno acordarse de un hombre como él; inmediatamente penetra en la vida de uno un aire de vitalidad, de nuevo se ilumina el sentido de la vida con toda claridad. El hombre es el eje del mundo. Y me podrán decir, ¿y sus defectos? Todos tenemos hambre de amor por el hombre y, cuando se tiene hambre, hasta el pan mal cocido es dulce.
Se podría escribir mucho de Chejov, pero habría que hacerlo de forma precisa y concisa, y yo no sé hacerlo. Sería muy bonito escribir sobre él de la misma forma que él escribió "La estepa" -un relato aromático, ligero-, así, con la tristeza pensativa rusa. Una historia escrita para uno mismo. Es bueno acordarse de un hombre como él; inmediatamente penetra en la vida de uno un aire de vitalidad, de nuevo se ilumina el sentido de la vida con toda claridad. El hombre es el eje del mundo. Y me podrán decir, ¿y sus defectos? Todos tenemos hambre de amor por el hombre y, cuando se tiene hambre, hasta el pan mal cocido es dulce.
Juan Gelman (1930). Poeta argentino en cuya obra se conjugan la búsqueda de un lenguaje trascendente y la experimentación con el compromiso social y político. Su primera obra publicada, "Violín y otras cuestiones", recibió inmediatamente el elogio de la crítica. A ella le siguieron "En el juego en que andamos", "Gotán", "Los poemas de Sidney West", "Fábulas", "Salarios del impío", "Sombra de vuelta y de ida", "Incompletamente", "Salarios del impío", "Valer la pena", "País que fue será" y "Mundar" entre muchas otras. Considerado unánimemente como uno de los más grandes poetas contemporáneos, ha sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía en 1997, el Premio Juan Rulfo en 2000 y el Premio Cervantes en 2007. A Chejov le dedicó "Respiraciones", el artículo que sigue.
Sucedió en Moscú en 1887 y -dicen- fue un estreno escandaloso: el de "Ivanov", la primera pieza teatral en varios actos que Anton Chejov escribiera. Los actores que encarnaban a tres de sus personajes se tomaron tan a pecho y a trago el papel de borracho que destrozaron algún mueble de la escenografía y desvariaban con el texto. Chejov no podía reconocer lo que había escrito. Aceptó sin embargo reestrenarla en San Petersburgo dos años después y emprendió su penosa reescritura. "Es como comprar un viejo par de pantalones de un uniforme militar y tratar desesperadamente de convertirlo en un frac -supo contar en una carta-. No sabe uno si soltar risas trágicas o relinchar como un caballo". Se ignora si Chejov se rió o relinchó durante ese trabajo. El hecho es que recortó una cuarta parte del texto y la pieza fue un éxito: construye un retrato doble de la hipocresía social y personal. Las falsedades y decepciones de los personajes nacen de una atmósfera general de aburrimiento, sordidez y malicia. Como en muchas otras de sus obras dramáticas y de ficción, Chejov convierte a la tragedia en carne de comedia. Pareciera sugerir lo cómico del duelo, más trágico que el duelo mismo, y -tal vez- su resolución.
El gran escritor ruso, autor de espléndidos relatos, se sentía pendularmente atraído y repelido por la expresión teatral, que visitó menos asiduamente que la narrativa. En 1896 se estrena en la capital zarista "Chayka", obra en cuatro actos mal recibida por el público. Chejov huye despavorido en la mitad del segundo jurando que nunca más escribirá para la escena. Pero dos años después, reescrita, "Chayka" es "La gaviota" aclamada en el Teatro de Arte de Moscú. En 1897 se representa "El tío Vanya", nueva versión de "El demonio del bosque" creada en 1889. Luego escribe y corrige "Las tres hermanas" (1901/1902) y concluye "El jardín de los cerezos" en 1904, año de su muerte. Son las cuatro obras más conocidas y representadas de Chejov, y figuran entre las de mayor estatura del teatro ruso del siglo XIX y aún del XX.
Alrededor de Chejov se han sedimentado los equívocos, quizás los más densos que afligen a la literatura rusa. Occidente lo ha considerado "el poeta de la Rusia crepuscular", "el bardo de la depresión y la frustración" y ha inventado el adjetivo "chejoviano" para definir los vacíos del tedio. Lo dijo Gershwin en una canción: "Tengo más cielos grises/ que los que cualquier comedia rusa/ puede garantizar". Y la Garbo en una película de los '30 refiriéndose a la casa veraniega del personaje en la playa: "Hay mucha soledad allí, únicamente yo y las gaviotas. Te hace pensar en una obra de teatro rusa".
En la Unión Soviética, los sacerdotes del realismo socialista leían la obra de Chejov como una crítica a las clases dominantes del zarismo. Pero es probable que Cynthia Ozik tenga razón: "En realidad, Chejov es un escritor que ha volcado su alma del lado de la piedad y escruta la santidad y la fragilidad inmaculada del oculto luchador que hay debajo en cada quien". Es cierto que eludía el compromiso tanto en política como en su vida amorosa: solía decir que "la indiferencia de un hombre bueno vale tanto como cualquier religión". Pero la censura zarista le tachaba en un cuento navideño el párrafo siguiente: "Creer en Dios es fácil. Los inquisidores (y daba nombres de ministros del Zar) creían en El. No, hay que creer en el hombre". Se percibe aquí un soplo gorkiano.
Los escritos de Chejov padecieron también la mano de los censores estalinistas. En todas las ediciones soviéticas de su correspondencia desaparecieron muchos pasajes francos sobre el sexo que contradicen la imagen creada de un hombre casi despojado de sensualidad. Es verdad que en materia de censura literaria, oficial o de parientes y herederos del autor, en todas partes se cuecen habas. En Rusia, al parecer, se cuecen habas solamente. Mientras estudiaba medicina en Moscú, Chejov hacía algún dinero escribiendo reseñas de espectáculos teatrales para diferentes semanarios. Era duro. Advirtió sobre unas representaciones de Sarah Bernhardt: "Cada suspiro... sus lágrimas, sus convulsiones de agonizante, toda su actuación no es más que una lección inteligente e impecablemente aprendida". Criticaba no poco las puestas en escena de sus piezas que Stanislavski inventaba para el Teatro de Arte de Moscú. A la vez, su propia obra dramática le era fuente de insatisfacciones y de dudas. Aun así insistía, atrapado por lo sacro que en el teatro respira desde el fondo de los siglos.
Juan Villoro (1956). Escritor y periodista mexicano. Ha colaborado en las revistas "Cambio", "Gaceta del Fondo de Cultura Económica", "Crisis", "La Orquesta", "La Palabra y el Hombre", "Nexos", "Siempre!" y "Pauta"; así como en los periódicos y suplementos "La Jornada", "Uno más uno", "Diorama de la Cultura" y "El Gallo Ilustrado". Entre sus obras más representativas encontramos "Tiempo transcurrido" (crónicas); "El mariscal de campo", "La noche navegable", "El cielo inferior", "Albercas", "Palmeras de la brisa rápida, un viaje a Yucatán", "La alcoba dormida", "Autopista sanguijuela" y "La casa pierde" (cuentos); "Los once de la tribu" y "Efectos personales" (ensayos); y "El disparo de argón" y "Materia dispuesta" (novela). "La habitación iluminada", texto del que se reproducen algunos párrafos a continuación, pertenece a "Efectos personales".
Al modo de los iconos de la iglesia ortodoxa rusa, la imagen de Anton Chejov preside el cuento contemporáneo. Los practicantes del género suelen tener una foto suya cerca del escritorio de los desafíos. Ya sea recostado en una escalera con un perro en brazos, viendo a la cámara con espejuelos en la etapa de Yalta o antes de llevar barba en sus años de estudiante de medicina (los rasgos tártaros más notorios), conserva una serena fotogenia. Sus retratos parecen entrañar una moral. Arte de la reticencia, el cuento no tuvo un profeta enardecido. Chejov mira a través del tiempo como si recordara la transgresión sutil que buscó en sus historias: "una vida que ninguna circular prohibía, pero que no estaba permitida del todo".
A diferencia de la novela, género en perpetua polémica con su tradición que se renueva transgrediendo sus normas, el cuento ha buscado maneras de reinventarse dentro de un canon estricto. Los usuarios de esta severidad suelen escribir teorías, tesis o decálogos del perfecto cuentista. Se puede ser novelista sin una pedagogía de la novela; en cambio, de manera implícita o explícita, los grandes del cuento han dejado constancia de su proceso de aprendizaje. En un oficio que se ejerce con ánimo de compartir lecciones, el maestro absoluto ha sido Chejov.
Un aprendizaje chejoviano básico: el diálogo en apariencia banal. Dos personas comparten nimiedades que poco a poco revelan su vida interior. Las conversaciones -muchas veces armadas en forma de disputa- delatan lo que los personajes no se atrevían a decir y ni siquiera suponían que llevaban dentro. El cuento chejoviano depende de una zona implícita, aludida pero no expresada. Una masa de silencio sostiene la urdimbre del relato.
Aunque escribió algunos clásicos del género, como "El monje negro", es poco lo que el cuento fantástico le debe a Chejov. En cambio, el cuento realista le debe prácticamente todo. Un inventario exprés de sus discípulos norteamericanos: Sherwood Anderson, Hemingway, Salinger, Malamud, Cheever, Carver, Joy Williams, Richard Ford, David Leavitt. En una entrevista de 1957, William Faulkner comentó: "En la novela puedes ser más descuidado, incluir más basura y ser perdonado. Un cuento se acerca a la poesía en que casi cada palabra debe ser exacta. En la novela puedes ser descuidado, en el cuento no. Me refiero a los buenos cuentos, como los que escribió Chejov".
En ocasiones, el propio Chejov podría ser más chejoviano. Sus principios estéticos han calado tan hondo que tranquiliza comprobar que no siempre los puso en práctica. El cuento "Luces" abunda en digresiones y "Pesadilla" desemboca en esta explicación didáctica: "Así empezó y acabó el esfuerzo sincero que hacía por mostrarse útil uno de esos muchos hombres bienintencionados, pero demasiado satisfechos e irreflexivos". Por Chejov sabemos que el juicio de los personajes debe depender del lector y que no hay mayor artificio que presentar a un hombre como "sincero".
Admirador de Pushkin, Tolstoi y Turgueniev, Chejov lamentaba el desaliño en la prosa de Dostoyevski, las exageraciones emocionales a las que sucumbían sus personajes y su tendencia a soltar parrafadas edificantes. De acuerdo con Nabokov, Chejov dotó a la prosa rusa de una pureza equivalente a la de Pushkin en la poesía; no fue un estilista enfático como Turgueniev ni aspiró al ingenio del virtuoso; decantó la prosa a través de supresiones y de reconocer el tono unitario de la lengua, los matices de cielo invernal en los que hablan sus personajes.
Chejov creía en el trabajo con un fervor casi sagrado y en la bondad como una técnica. Al rememorar su amistad con él, Bunin se sosprende de que ni su madre ni su hermana recordaran haberlo visto llorar nunca. Lejos del sentimentalismo, Chejov practicó la filantropía como una tarea objetiva de la que no se ufanaba. Su caritativa personalidad fue elogiada por autores proclives a la megalomanía, que no hubieran hecho nada por vivir como él: Gorki, Mann, el propio Bunin.
Austero, modesto, más interesado en los demás que en sí mismo, cálido, llevadero, Chejov suscita desde el competitivo presente la sospecha de que es demasiado bueno para escribir bien. Amigo de la reticencia y de la duda, no participó en partidos ni movimientos políticos, pero buscó sin descanso formas prácticas de combatir la injusticia. No se puede perder de vista que vivió en un país tiranizado por Alejandro III, donde el recurso de castigo más habitual era el azote y la policía operaba como un tenebroso clan secreto.
En el código Chejov sobreviven los endebles, pero fracasan los sumisos: "Esas personas desdichadas y sumisas son las más insoportables, las más molestas. Todos sus actos quedan impunes. Cuando una persona desdichada, en respuesta a un reproche merecido, levanta sus ojos profundos y culpables, esboza una dolorosa sonrisa y acerca humildemente la cabeza, parece como si la justicia misma no tuviera ánimos para levantar la mano en su contra". Chejov detesta la impunidad del sabelotodo tanto como la del sometido. La debilidad le interesa como forma de resistencia. Así escribió las historias del cochero que encuentra en su caballo a su mejor confidente, la campesina que busca en el bosque al cazador que la detesta pero es el único hombre con el que ha perdido un hijo, la inmerecida dicha de un oficial al que una muchacha besa por error en la oscuridad, la tormenta de nieve que favorece a una mujer desdichada trayéndole atractivos pretendientes. Cuatro terrones de azúcar, el rumor del aire en una botella vacía, un plato de cerezas, claves del universo. El escritor no se hacía ilusiones respecto a su posteridad. Sostenía que siete años después de su muerte, sería olvidado...
Irene Nemirovsky (1903-1942). Novelista de origen ucraniano hija de uno de los banqueros más ricos de Rusia. Tras el triunfo de la Revolución Soviética, en 1919 se radicó con su familia en Francia. Allí se licenció en Letras en la Universidad de la Sorbona y comenzó a escribir. En 1929 se dio a conocer con "David Golder", una novela en la que el protagonista es un banquero inspirado en su padre. Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, publicó otras ocho novelas ("El baile", "Los perros y los lobos" y "Las moscas del otoño", entre otras). En 1942, pocos días después de haber terminado "Suite francesa" y mientras estaba bosquejando dos nuevos libros ("La batalla" y "La liberación"), fue detenida por la gendarmería e internada en un campo de concentración francés para ser enviada luego a Auschwitz, donde finalmente murió. Ferviente lectora de Oscar Wilde, Joris Karl Huysmans y Guy de Maupassant, tomó como modelo literario a Turgueniev, de quien aprendió la técnica de documentación paralela o previa a la escritura. Es autora de una biografía novelada de Chejov -"La vida de Chejov"-, en cuyo último capítulo cuenta la noche del 14 de julio en Baden Weiler, la estación termal alemana de la Selva Negra donde falleció el autor de "La dama del perrito".
Olga Leonardovna, esposa de Anton Chejov, lo acompañaba en esa ocasión. El la había enviado a pasear, ya que se sentía mucho mejor, pero ella no lo abandonaba; tenía miedo. Sin embargo, él insistió. Entonces ella bajó al parque y al volver lo encontró inquieto. ¿Por qué no comía? Debía de tener hambre. Hasta el último momento pensó más en ella que en sí mismo. Ninguno de los dos había oído el gong que anunciaba la comida. Olga Leonardovna se acostó sobre un diván, cerca de la cama de Anton Pavlovich. Permanecía silenciosa, triste, cansada, aunque como dijera más tarde, no tuvo "la menor sospecha de que el fin estuviera tan cercano". Para distraerla, Anton Pavlovich empezó a imaginar un relato, "describiendo una estación termal muy elegante, con muchos bañistas ahítos, sanos, amantes de la buena mesa, ingleses y americanos de rojas mejillas, y he aquí que todos... vuelven al hotel soñando con una buena comida y el cocinero se ha ido. ¿Cómo reaccionaría esta gente feliz, mimada, ante este contratiempo?". Hablaba, y Olga Leonardovna lo escuchaba riendo. Caía la noche. Poco a poco, el hotel y la pequeña ciudad se calmaron y se durmieron entre los bosques y las colinas. El enfermo calló. Algunas horas después llamaba a su mujer a su lado y le pedía que le trajera al médico. "Por primera vez en su vida -dice Olga Leonardovna-, reclamaba él mismo un médico". El hotel estaba lleno de gente, pero todos dormían, y la mujer de Chejov se sentía aún más abandonada y sola en medio de esa multitud indiferente. Se acordó de que dos estudiantes rusos vivían no lejos de allí; los despertó. Uno de ellos corrió a buscar a un médico, mientras Olga Leonardovna rompía hielo para ponerlo sobre el corazón del moribundo. El la rechazó dulcemente: "No se pone hielo sobre un corazón vacío...". Era una cálida noche de julio. Todas las ventanas estaban abiertas, pero el enfermo respiraba con dificultad. El médico le dio una inyección de aceite alcanforado, que no reanimó su corazón. Era el fin. Trajeron champaña. "Anton Pavlovich -escribe Olga Knipper- se sentó y, gravemente, le dijo en voz alta -en alemán- al doctor (hablaba muy mal el alemán): ¡Ich sterbe! (me muero). Después tomó la copa, se dio vuelta hacia mí y sonriendo con su maravillosa sonrisa, dijo: 'Hacía mucho que no tomaba champaña'. Bebió todo tranquilamente hasta el fondo y se acostó suavemente sobre el costado izquierdo". Una mariposa de noche, enorme y negra, entró en ese instante en el cuarto. Volaba de una pared a la otra, se golpeaba contra las lámparas encendidas, caía dolorosamente, las alas quemadas, y retomaba su vuelo, ciego y fatal. Después encontró la ventana abierta, sobre la tibia noche oscura, y desapareció. Chejov, mientras tanto, había dejado de hablar, de respirar, de vivir.