semiólogo italiano y el guionista francés charlaron sobre el destino del libro impreso en un futuro digital. Eco posee una biblioteca de alrededor de cuarenta mil volúmenes, treinta incunables y una singular colección de libros sobre el "saber oculto". Carriére, por su parte, una un poco más modesta que contiene otro puñado de incunables, una importante sección sobre el surrealismo y cuatro mil volúmenes sobre los mitos de fundación de diversas naciones y religiones. En relación al tema que preocupa a ambos intelectuales, el español Román Gubern (1934), escritor e historiador de los medios de comunicación de masas, sostiene en su ensayo "Metamorfosis de la lectura" que la historia de la escritura es "todo agitación y desplazamiento. Cambian los materiales en que se escribe: tablillas de arcilla, papiro, pergamino, papel. Cambian las maneras en que se despliegan estos materiales: en rollos o atados a uno de los bordes laterales. Cambian las técnicas de impresión: la tinta de los manuscritos, los tipos móviles inventados en China, la imprenta de Gutenberg, la mecanización de la imprenta durante la revolución industrial. Cambia el libro impreso: de pastas duras o rústico, regular o de bolsillo". Y agrega: "La irrupción de las tecnologías digitales es otro capítulo de esta historia", guardando cierta concordancia con lo expuesto por el filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004) en una conferencia dictada en 1997: "La cuestión del libro, y de la historia del libro, no se confunde con la de la escritura, del modo de escritura o de las técnicas de inscripción. Hay libros, cosas que se denominan legítimamente libros. Sin embargo, éstos han sido y son todavía escritos según unos sistemas de escritura radicalmente heterogéneos. El libro no está pues ligado a una escritura. La cuestión del libro tampoco se confunde adecuadamente con la de las técnicas de impresión y de reproducción: había libros antes y después de la invención de la imprenta, por ejemplo. La cuestión del libro no se confunde, finalmente, con la de los soportes. De forma estrictamente literal, o de forma metonímica, se puede hablar de libros portados por los soportes más distintos. No es seguro que la unidad y la identidad de la cosa denominada "libro" sean incompatibles con estas nuevas tecnologías... Los medios digitales a veces contradicen al libro, a veces lo continúan y hasta lo extreman". Inquietos por la eventual tensión entre la inmaterialidad y la materialidad de los libros, Eco y Carriére continúan, en esta segunda parte de la charla, hablando sobre las venturas y desventuras del libro.
J.C.C.: Volvamos a los cambios tecnológicos que deberían llevarnos, o no, a apartarnos de los libros. Sin duda, los instrumentos de la cultura hoy en día son más frágiles y menos duraderos que los incunables, que resisten espléndidamente al tiempo. Y aun así, estos nuevos instrumentos, lo queramos o no, revolucionan nuestras formas de pensar y nos alejan de esas formas de pensamiento que los libros indujeron.
U.E.: La velocidad con la que la tecnología se renueva nos obliga, en efecto, a un ritmo insostenible de reorganización permanente de nuestras costumbres mentales. Cada dos años habría que cambiar de computadora porque estas máquinas se han concebido exactamente para eso: para que se vuelvan obsoletas al cabo de un período determinado, cuando arreglarlas sale más caro que comprar una nueva. Cada año habría que cambiar de coche porque el nuevo modelo presenta ventajas en su seguridad, extras electrónicos, etcétera. Y cada nueva tecnología implica la adquisición de un nuevo sistema de reflejos, que requiere nuevos esfuerzos, y todo ello en términos de tiempo cada vez más breves. Ha sido necesario más de un siglo para que las gallinas aprendieran a no cruzar la calle. La especie, al final, se ha adaptado a las nuevas condiciones de circulación. Pero nosotros no tenemos todo ese tiempo a nuestra disposición.
J.C.C.: Y además, ¿podemos adaptarnos de verdad a un ritmo que está acelerando de forma tan injustificada? Por ejemplo, el montaje cinematográfico. Con los videoclips hemos llegado a un ritmo tan rápido que ya no podemos correr más. Acabaremos no viendo nada. Pongo este ejemplo para mostrar de qué modo una técnica ha generado su lenguaje específico y cómo el lenguaje, a su vez, ha obligado a la técnica a desarrollarse, de forma cada vez más apresurada, más atropellada. En las películas de acción norteamericanas, o en las supuestas tales que vemos hoy en día, ningún plano debe durar más de tres segundos. Se ha convertido en una especie de regla. Un hombre vuelve a casa, abre la puerta, cuelga el abrigo, sube al primer piso. No sucede nada, no está amenazado por ningún peligro, y la secuencia se articula en dieciocho planos. Como si la técnica creara la acción, como si la acción estuviera en la misma cámara, y no en lo que nos muestra. Al principio, el cine era una técnica sencilla. Se colocaba una cámara fija y se rodaba una escena teatral: entraban actores, hacían lo que tenían que hacer y salían. Luego, muy rápidamente, nos dimos cuenta de que si colocábamos una cámara en un tren en movimiento, las imágenes desfilaban primero por la cámara y luego por la pantalla. La cámara podía tener movimiento, elaborarlo y devolverlo. De este modo, la cámara empezó a moverse, al principio con prudencia, dentro de los estudios. Poco a poco se fue convirtiendo en un personaje. Giraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Y entonces fue necesario pegar las dos imágenes así obtenidas. Era el principio de un nuevo lenguaje, el montaje. Buñuel, que nació en 1900, con el surgimiento del cine, me contaba que cuando iba a Zaragoza a ver una película, en 1907 o 1908, había en "explicador" que con un bastón aclaraba lo que estaba pasando en la pantalla. El nuevo lenguaje todavía no resultaba comprensible. No había sido asimilado. Desde entonces nos hemos acostumbrado a ese lenguaje, pero los grandes maestros del cine, aún hoy, no dejan de mejorarlo, no dejan de refinarlo, de perfeccionarlo y también, por suerte, de pervertirlo. Como en la literatura, también en el cine tenemos tanto un "lenguaje noble", a menudo grandilocuente y academicista, como un lenguaje corriente, banal, y un dialecto. Sabemos también, como decía Proust de los grandes escritores, que todo gran cineasta inventa, por lo menos en parte, su lenguaje personal.
U.E.: Amintore Fanfani, político nacido a principios del siglo pasado y, por lo tanto, en una época en que el cine todavía no era realmente popular, contaba en una entrevista que no solía ir al cine sencillamente porque no entendía que el personaje que veía en contracampo era el mismo que acababa de ver de frente un momento antes.
J.C.C.: En efecto, se tomaban precauciones notables para no desorientar a los espectadores, que entraban en un nuevo territorio de expresión. En el teatro clásico, la acción tiene la misma duración de lo que vemos. No hay cortes dentro de una escena de Shakespeare o de Racine. En la escena y en la sala, el tiempo es el mismo. Creo que Godard fue uno de los primeros en filmar, en "Sin aliento", una escena con dos personajes en una habitación y conservar una fase de montaje sólo unos momentos, unos pocos fragmentos de esa larga escena.
U.E.: Sin embargo, me parece que el cómic había pensado desde hacía mucho tiempo en esa construcción artificial del tiempo de la narración. De todas formas, yo que soy un apasionado y un coleccionista de los cómics de los años treinta, soy incapaz de leer los álbumes más recientes, los más vanguardistas, digamos. No nos lo ocultemos. Un día jugaba con mi nieto de seis años, que estaba probando uno de esos juegos electrónicos que tanto gustan, y me ganó dramáticamente por 280 a 10. Aun así, soy un antiguo jugador de "flipper" y a menudo, cuando tengo un momento, juego en mi computadora a matar marcianos llegados del espacio, en todo tipo de guerras galácticas y con cierto éxito. Pero ante ese resultado tuve que inclinarme. Igualmente, mi nieto, por muy dotado que sea, cuando tenga veinte años, quizá no conseguirá entender ya las nuevas tecnologías. Hay ámbitos del conocimiento en los que es imposible pretender mantenerse al día. En el ámbito de la física nuclear, no se puede seguir siendo un investigador excepcional durante un arco de tiempo prolongado, independientemente de los esfuerzos que se hagan para mantenerse al día. A una determinada edad estás fuera de juego: o te conviertes en profesor o encuentras trabajo en una empresa. Eres un genio a los veintidós años porque lo has entendido todo, pero a los veinticinco tienes que ceder el testigo. Lo mismo que para un jugador de fútbol. A cierta edad te conviertes en un entrenador.
J.C.C.: Una vez fui a ver a Lévi Strauss siguiendo una sugerencia de Odile Jacob, que quería que escribiéramos un libro juntos. Lévi Strauss, muy amablemente, rehusó diciendo: "No quiero repetir lo que ya he dicho antes". Qué lucidez. También en antropología llega un momento en que tus juegos, nuestros juegos, están hechos. En cualquier caso, ¡Lévi Strauss festejó sus cien años!
U.E.: Yo hoy ya no soy capaz de enseñar por las mismas razones. Nuestra insolente longevidad no debe ocultarnos el hecho de que el mundo del conocimiento está en permanente revolución y que nosotros hemos podido captar algo durante un período necesariamente limitado.
J.C.C.: ¿Cómo puedes explicarte la capacidad de adaptación de tu nieto, capaz de controlar a los seis años estos nuevos lenguajes que para nosotros, a pesar de nuestros esfuerzos, nos resultan ajenos?
U.E.: Es un niño parecido a otros niños de su edad, que desde que tenía dos años ha sido expuesto cotidianamente a diversos estímulos que, para mi generación, no existían. Cuando traje mi primera computadora a casa, en 1983, mi hijo tenía exactamente veinte años. Le enseñé la adquisición de mi nuevo juguete, y encontré, obviamente, varios tipos de dificultades (en esa época escribíamos en DOS con lenguajes de programación como Basic o Pascal; no teníamos Windows, que ha cambiado nuestras vidas). Un día, al verme en apuros, mi hijo se acercó a la computadora y me dijo: "Mira, deberías hacer esto". Y la computadora
funcionó. He resuelto en parte este misterio imaginándome que, cuando yo no estaba, mi hijo jugaba con la computadora; pero queda sin respuesta la pregunta de cómo consiguió aprender más rápidamente que yo, ya que accedíamos a la máquina de forma alternada. El ya tenía la mano informática. Nosotros habíamos adquirido gestos como girar la llave para poner en marcha el coche o encender el interruptor... para él se trataba de hacer "clic", pulsar sencillamente. La mano de mi hijo estaba años luz más adelantada que la mía.
J.C.C.: Girar o hacer "clic". Tu observación está cargada de enseñanzas. Si pienso en nuestro uso del libro, nuestro ojo va de izquierda a derecha, de arriba abajo. Con la escritura árabe y persa, o con el hebreo, es al contrario. El ojo va de derecha a izquierda. Me he preguntado si estos dos movimientos habrán tenido un influjo en los movimientos de la cámara de cine. La mayor parte de los "travellings" en el cine occidental van de izquierda a derecha, mientras que en el cine iraní, por poner sólo un ejemplo, van al contrario. ¿Por qué no imaginar que nuestras costumbres de lectura pueden influir en nuestros modos de visión, en los movimientos instintivos de nuestros ojos?
U.E.: En efecto, habría que verificar si un agricultor occidental empieza a trabajar los campos yendo de izquierda a derecha para luego volver de derecha a izquierda; y si un agricultor egipcio o iraní, en cambio, va de derecha a izquierda para luego volver atrás de izquierda a derecha. El trazado del arado, en efecto, corresponde exactamente a la escritura bustrofédica, pero en un caso se empezaría desde la derecha y, en el otro, desde la izquierda. Es un problema significativo que, según mi opinión, no se ha estudiado bastante. Los nazis habrían podido identificar inmediatamente a un campesino judío. Pero volvamos a nosotros. Hemos hablado del cambio y de su aceleración. Pero también hemos dicho que existen técnicas que no cambian, el libro, por ejemplo. Podríamos añadir la bicicleta y también las gafas. Por no hablar de la escritura alfabética. Una vez alcanzada la perfección, es imposible superarla.
J.C.C.: Vuelvo, si me lo permites, al cine y a su extraordinaria fidelidad hacia sí mismo. ¿Piensas que con internet volvemos a la era alfabética? Yo diría que el cine es un triángulo proyectado sobre una superficie plana desde hace más de cien años. Es una linterna mágica perfeccionada. El lenguaje ha evolucionado, pero la forma continúa siendo la misma. Las salas se están equipando progresivamente para acoger el cine tridimensional y la "visión global". Esperemos que no se trate de simples hallazgos aparentes. ¿Podremos ir más allá algún día, por lo menos en el plano formal? ¿El cine es joven o viejo? No tengo la respuesta. Sé que la literatura es antigua. Es lo que me dicen. Pero quizá no es tan antigua, en resumidas cuentas. Quizá deberíamos evitar hacer el papel de Nostradamus; si no, corremos el riesgo de ver desmentidas nuestras profecías.
U.E.: A propósito de profecías desmentidas, he recibido una gran lección en mi vida. En aquella época, me refiero a los años sesenta, trabajaba en una editorial. Nos llegó la obra de un sociólogo norteamericano que hacía un análisis muy interesante de las nuevas generaciones y anunciaba la irrupción de una nueva generación de cuello blanco y cabellos rapados, tipo militar, completamente desinteresada por la política, etcétera, etcétera. Decidimos encargar la traducción, pero resultó que no era buena y me pasé más de seis meses corrigiéndola. Pues bien, durante esos meses -pasamos de principios de 1967 a las manifestaciones de Berkeley y sucesivamente a Mayo del 68- el análisis del sociólogo se había vuelto completamente obsoleto. Por lo cual, tomé el manuscrito mecanografiado y lo tiré a la basura.
J.C.C.: Hemos hablado de soportes duraderos bromeando sobre nosotros mismos, sobre nuestras sociedades que no saben cómo archivar de forma duradera nuestra memoria. Pero creo que necesitaríamos también profetas duraderos. Ese futurólogo de Davos que, ciego y sordo ante la crisis financiera que se acercaba, anunciaba un barril de petróleo a 500 dólares, ¿por qué debería tener razón? ¿Tiene un diploma de profeta? El precio del petróleo subió a
150 dólares el barril, luego lo vimos bajar de nuevo a 50 sin ninguna explicación razonable. Subirá quizá, o bajará aún más. No sabemos nada. El futuro no es una profesión. La característica de los profetas, de los verdaderos y de los falsos, es que se equivocan siempre. Ya no recuerdo quién decía: "Si el porvenir es el porvenir, siempre es inesperado". La gran cualidad del porvenir es que es incansablemente sorprendente. Siempre me ha llamado la atención que, en la gran literatura de ciencia ficción que va desde principios del siglo XX hasta los años cincuenta, ningún autor se imaginara el plástico, que tanto espacio ha ganado en nuestra vida. No proyectamos siempre en la ficción, o en el porvenir, sólo a partir de lo que conocemos. Pero el porvenir no procede de lo que ya conocemos. Se podrían citar mil ejemplos. Cuando en los años sesenta fui a México con Buñuel para trabajar en un guión, a un lugar auténticamente remoto, llevaba conmigo una pequeña máquina de escribir portátil con una cinta roja y negra. Si por desgracia la cinta se hubiera estropeado, no habría tenido ninguna posibilidad de encontrar otra en Zitacuaro, la ciudad cercana. Me imagino la comodidad que habría supuesto para nosotros una computadora... Pero entonces estábamos muy lejos de imaginarlo.
U.E.: En algunos casos, quizá debamos relativizar el progreso que se atribuye a estas tecnologías. Pienso en concreto en el ejemplo que ponías, de un Restif de la Bretonne imprimiendo al alba aquello de lo que había sido testigo durante la noche.
J.C.C.: Es una hazaña innegable. El gran coleccionista brasileño José Mindlin me enseñó una edición de "Los miserables" publicada e impresa en Río, en portugués, en 1862; es decir, el mismo año de su publicación en Francia. ¡Sólo dos meses después de París! Mientras Victor Hugo escribía, Hetzel, su editor, enviaba el libro, capítulo tras capítulo, a los editores extranjeros. Dicho de otro modo, la difusión de la obra era más o menos como la de esos "best-sellers" que hoy en día se proponen en más de un país y en más de una lengua simultáneamente. Algunas veces es útil relativizar nuestras pretendidas proezas tecnológicas. En el caso de Victor Hugo, las cosas fueron más deprisa que hoy en día.
U.E.: Le pasó también a Alessandro Manzoni. La primera edición de "Los novios" en 1827, tuvo unas treinta ediciones pirata en todo el mundo que no le reportaron ni una lira. Para la edición revisada de 1840 quiso hacer una publicación en fascículos semanales con el editor Radaelli de Milán, con muchas y bellísimas ilustraciones (y siguió personalmente el trabajo del dibujante Goñi): pensaba que era imposible piratear un fascículo en una semana. Se equivocaba. Un editor napolitano lo pirateó semana tras semana y Manzoni perdió su dinero en esa empresa. Es otra demostración de la relatividad de nuestras proezas tecnológicas. Pero habría más ejemplos. En el siglo XVI, Robert Fludd publicaba en un año tres o cuatro libros. Vivía en Inglaterra, los libros se publicaban en Amsterdam. Recibía galeradas, las corregía, controlaba las imágenes, mandaba todo otra vez a Amsterdam... ¿Cómo lo hacía? ¡Se trata de libros ilustrados de seiscientas páginas! Debemos pensar que el correo funcionaba mejor que hoy. Galileo mantenía correspondencia con Kepler y todos los sabios de su época. Estaba informado inmediatamente de cualquier nuevo descubrimiento. Quizá podamos añadir una nota a esta comparación que parece aventajar al pasado. En los años sesenta, como editor, hice que tradujeran el libro de Derek de Solla Price, "Little science, big science" (Pequeña ciencia, gran ciencia). Apoyándose en estadísticas, el autor demostraba que el número de publicaciones científicas del siglo XVII era tal que un buen científico podía mantenerse al corriente de todo lo que se publicaba, mientras que hoy a ese mismo científico le resultaba imposible incluso echarles una ojeada a todos los resúmenes de los artículos publicados en su ámbito de investigación.
J.C.C.: Considera nuestros "pen-drives" y otros métodos para archivar información y llevarla con nosotros. También en este nivel no hemos inventado nada. A finales del siglo XVIII, los aristócratas llevaban consigo durante sus desplazamientos, en pequeñas maletas, bibliotecas de viaje. Treinta o cuarenta volúmenes, en formato de bolsillo; no se separaban de ninguna manera de lo que un hombre de bien tenía que saber. Esas bibliotecas, obviamente, no estaban computadas en gigas, pero el principio estaba ya establecido. Esto me recuerda otra forma de "atajo" que resulta más problemática. En los años sesenta yo vivía en Nueva York, en un apartamento que había puesto a mi disposición un productor cinematográfico. No había libros en ese apartamento, salvo una biblioteca que contenía obras maestras de la literatura mundial "extractadas". He ahí algo que es propiamente irreal: "Guerra y paz" en cincuenta páginas, Balzac en un volumen. ¡Un trabajo inmenso para algo totalmente absurdo!
U.E.: Claro que hay resúmenes y resúmenes. En Italia, en los años treinta y cuarenta se publicaba una colección estupenda, llamada "La Scala d'Oro". Se trataba de una serie de libros subdivididos por edades. Estaba la serie de siete a ocho años, la de ocho a nueve y la que llegaba hasta los catorce, todo ello ilustrado de forma maravillosa por los mejores artistas de la época. Estaban todas las grandes obras maestras de la literatura. Cada obra era contada por un buen escritor que tenía en cuenta la edad del lector. Entendámonos, era un poco "ad usum delphini" (accesible a todos los públicos). Por ejemplo, Javert no se suicidaba, dimitía. Debo decir que solamente cuando, ya mayorcito, leí "Los miserables" en versión original supe por fin toda la verdad sobre Javert. Pero debo reconocer que lo esencial me había sido transmitido.
J.C.C.: Las nuevas tecnologías tienen un vertiginoso ritmo de innovación y, por eso mismo, una rápida obsolescencia. No hay nada más efímero que los "soportes duraderos", que obligan a coleccionar lo que la tecnología desplaza: para leerlos deben conservarse los antiguos lectores. Aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos, pero ya no podemos ver un cinta de video o un CD-ROM de hace apenas algunos años.
U.E.: Hubo sucesivos planes políticos, culturales y religiosos que buscaron la destrucción de los libros. Incluso hubo quienes pretendían esgrimir un libro como símbolo, como por ejemplo el "Libro Rojo" de Mao, que se presentaba como un símbolo no violento. Naturalmente, no se decía que la glorificación de ese pequeño libro implicaba la desaparición de todos los demás. Hubo también libros cuya existencia se conoce, pero que nadie ha leído; obras maestras desconocidas; otras de autoría sospechosa. Una vez escribí en broma que si todas las obras de Shakespeare hubieran sido escritas por Bacon, éste nunca habría tenido tiempo para escribir las suyas, que, por lo tanto, fueron escritas por Shakespeare. Nuestro conocimiento del pasado se debe a cretinos, imbéciles o adversarios.
J.C.C.: Nada hay más poderoso que la interpretación para producir consideraciones insensatas...
U.E.: Lo mismo sucede en filosofía. La filosofía de Bertrand Russell no ha generado tantas interpretaciones como la de Heidegger. ¿Por qué? Porque Russell es especialmente claro e inteligible, mientras que Heidegger es oscuro. No digo que uno tenga razón y el otro no. Por lo que me concierne, no tomo partido por ninguno de los dos. Pero cuando Russell dice una estupidez, la dice de forma clara, mientras que con Heidegger, aunque diga un truismo, nos cuesta un gran esfuerzo darnos cuenta. Para pasar a la historia, para durar, hay que ser oscuros. Heráclito ya lo sabía... En su ensayo sobre "Hamlet", por ejemplo, T.S. Eliot dice que no es una obra maestra: es una tragedia desordenada que no consigue armonizar fuentes distintas. Por esta razón se ha vuelto enigmática y todos siguen interrogándose al respecto. No es una obra maestra por sus cualidades literarias, sino porque se resiste a nuestras interpretaciones.
J.C.C.: Volvamos a los cambios tecnológicos que deberían llevarnos, o no, a apartarnos de los libros. Sin duda, los instrumentos de la cultura hoy en día son más frágiles y menos duraderos que los incunables, que resisten espléndidamente al tiempo. Y aun así, estos nuevos instrumentos, lo queramos o no, revolucionan nuestras formas de pensar y nos alejan de esas formas de pensamiento que los libros indujeron.
U.E.: La velocidad con la que la tecnología se renueva nos obliga, en efecto, a un ritmo insostenible de reorganización permanente de nuestras costumbres mentales. Cada dos años habría que cambiar de computadora porque estas máquinas se han concebido exactamente para eso: para que se vuelvan obsoletas al cabo de un período determinado, cuando arreglarlas sale más caro que comprar una nueva. Cada año habría que cambiar de coche porque el nuevo modelo presenta ventajas en su seguridad, extras electrónicos, etcétera. Y cada nueva tecnología implica la adquisición de un nuevo sistema de reflejos, que requiere nuevos esfuerzos, y todo ello en términos de tiempo cada vez más breves. Ha sido necesario más de un siglo para que las gallinas aprendieran a no cruzar la calle. La especie, al final, se ha adaptado a las nuevas condiciones de circulación. Pero nosotros no tenemos todo ese tiempo a nuestra disposición.
J.C.C.: Y además, ¿podemos adaptarnos de verdad a un ritmo que está acelerando de forma tan injustificada? Por ejemplo, el montaje cinematográfico. Con los videoclips hemos llegado a un ritmo tan rápido que ya no podemos correr más. Acabaremos no viendo nada. Pongo este ejemplo para mostrar de qué modo una técnica ha generado su lenguaje específico y cómo el lenguaje, a su vez, ha obligado a la técnica a desarrollarse, de forma cada vez más apresurada, más atropellada. En las películas de acción norteamericanas, o en las supuestas tales que vemos hoy en día, ningún plano debe durar más de tres segundos. Se ha convertido en una especie de regla. Un hombre vuelve a casa, abre la puerta, cuelga el abrigo, sube al primer piso. No sucede nada, no está amenazado por ningún peligro, y la secuencia se articula en dieciocho planos. Como si la técnica creara la acción, como si la acción estuviera en la misma cámara, y no en lo que nos muestra. Al principio, el cine era una técnica sencilla. Se colocaba una cámara fija y se rodaba una escena teatral: entraban actores, hacían lo que tenían que hacer y salían. Luego, muy rápidamente, nos dimos cuenta de que si colocábamos una cámara en un tren en movimiento, las imágenes desfilaban primero por la cámara y luego por la pantalla. La cámara podía tener movimiento, elaborarlo y devolverlo. De este modo, la cámara empezó a moverse, al principio con prudencia, dentro de los estudios. Poco a poco se fue convirtiendo en un personaje. Giraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Y entonces fue necesario pegar las dos imágenes así obtenidas. Era el principio de un nuevo lenguaje, el montaje. Buñuel, que nació en 1900, con el surgimiento del cine, me contaba que cuando iba a Zaragoza a ver una película, en 1907 o 1908, había en "explicador" que con un bastón aclaraba lo que estaba pasando en la pantalla. El nuevo lenguaje todavía no resultaba comprensible. No había sido asimilado. Desde entonces nos hemos acostumbrado a ese lenguaje, pero los grandes maestros del cine, aún hoy, no dejan de mejorarlo, no dejan de refinarlo, de perfeccionarlo y también, por suerte, de pervertirlo. Como en la literatura, también en el cine tenemos tanto un "lenguaje noble", a menudo grandilocuente y academicista, como un lenguaje corriente, banal, y un dialecto. Sabemos también, como decía Proust de los grandes escritores, que todo gran cineasta inventa, por lo menos en parte, su lenguaje personal.
U.E.: Amintore Fanfani, político nacido a principios del siglo pasado y, por lo tanto, en una época en que el cine todavía no era realmente popular, contaba en una entrevista que no solía ir al cine sencillamente porque no entendía que el personaje que veía en contracampo era el mismo que acababa de ver de frente un momento antes.
J.C.C.: En efecto, se tomaban precauciones notables para no desorientar a los espectadores, que entraban en un nuevo territorio de expresión. En el teatro clásico, la acción tiene la misma duración de lo que vemos. No hay cortes dentro de una escena de Shakespeare o de Racine. En la escena y en la sala, el tiempo es el mismo. Creo que Godard fue uno de los primeros en filmar, en "Sin aliento", una escena con dos personajes en una habitación y conservar una fase de montaje sólo unos momentos, unos pocos fragmentos de esa larga escena.
U.E.: Sin embargo, me parece que el cómic había pensado desde hacía mucho tiempo en esa construcción artificial del tiempo de la narración. De todas formas, yo que soy un apasionado y un coleccionista de los cómics de los años treinta, soy incapaz de leer los álbumes más recientes, los más vanguardistas, digamos. No nos lo ocultemos. Un día jugaba con mi nieto de seis años, que estaba probando uno de esos juegos electrónicos que tanto gustan, y me ganó dramáticamente por 280 a 10. Aun así, soy un antiguo jugador de "flipper" y a menudo, cuando tengo un momento, juego en mi computadora a matar marcianos llegados del espacio, en todo tipo de guerras galácticas y con cierto éxito. Pero ante ese resultado tuve que inclinarme. Igualmente, mi nieto, por muy dotado que sea, cuando tenga veinte años, quizá no conseguirá entender ya las nuevas tecnologías. Hay ámbitos del conocimiento en los que es imposible pretender mantenerse al día. En el ámbito de la física nuclear, no se puede seguir siendo un investigador excepcional durante un arco de tiempo prolongado, independientemente de los esfuerzos que se hagan para mantenerse al día. A una determinada edad estás fuera de juego: o te conviertes en profesor o encuentras trabajo en una empresa. Eres un genio a los veintidós años porque lo has entendido todo, pero a los veinticinco tienes que ceder el testigo. Lo mismo que para un jugador de fútbol. A cierta edad te conviertes en un entrenador.
J.C.C.: Una vez fui a ver a Lévi Strauss siguiendo una sugerencia de Odile Jacob, que quería que escribiéramos un libro juntos. Lévi Strauss, muy amablemente, rehusó diciendo: "No quiero repetir lo que ya he dicho antes". Qué lucidez. También en antropología llega un momento en que tus juegos, nuestros juegos, están hechos. En cualquier caso, ¡Lévi Strauss festejó sus cien años!
U.E.: Yo hoy ya no soy capaz de enseñar por las mismas razones. Nuestra insolente longevidad no debe ocultarnos el hecho de que el mundo del conocimiento está en permanente revolución y que nosotros hemos podido captar algo durante un período necesariamente limitado.
J.C.C.: ¿Cómo puedes explicarte la capacidad de adaptación de tu nieto, capaz de controlar a los seis años estos nuevos lenguajes que para nosotros, a pesar de nuestros esfuerzos, nos resultan ajenos?
U.E.: Es un niño parecido a otros niños de su edad, que desde que tenía dos años ha sido expuesto cotidianamente a diversos estímulos que, para mi generación, no existían. Cuando traje mi primera computadora a casa, en 1983, mi hijo tenía exactamente veinte años. Le enseñé la adquisición de mi nuevo juguete, y encontré, obviamente, varios tipos de dificultades (en esa época escribíamos en DOS con lenguajes de programación como Basic o Pascal; no teníamos Windows, que ha cambiado nuestras vidas). Un día, al verme en apuros, mi hijo se acercó a la computadora y me dijo: "Mira, deberías hacer esto". Y la computadora
funcionó. He resuelto en parte este misterio imaginándome que, cuando yo no estaba, mi hijo jugaba con la computadora; pero queda sin respuesta la pregunta de cómo consiguió aprender más rápidamente que yo, ya que accedíamos a la máquina de forma alternada. El ya tenía la mano informática. Nosotros habíamos adquirido gestos como girar la llave para poner en marcha el coche o encender el interruptor... para él se trataba de hacer "clic", pulsar sencillamente. La mano de mi hijo estaba años luz más adelantada que la mía.
J.C.C.: Girar o hacer "clic". Tu observación está cargada de enseñanzas. Si pienso en nuestro uso del libro, nuestro ojo va de izquierda a derecha, de arriba abajo. Con la escritura árabe y persa, o con el hebreo, es al contrario. El ojo va de derecha a izquierda. Me he preguntado si estos dos movimientos habrán tenido un influjo en los movimientos de la cámara de cine. La mayor parte de los "travellings" en el cine occidental van de izquierda a derecha, mientras que en el cine iraní, por poner sólo un ejemplo, van al contrario. ¿Por qué no imaginar que nuestras costumbres de lectura pueden influir en nuestros modos de visión, en los movimientos instintivos de nuestros ojos?
U.E.: En efecto, habría que verificar si un agricultor occidental empieza a trabajar los campos yendo de izquierda a derecha para luego volver de derecha a izquierda; y si un agricultor egipcio o iraní, en cambio, va de derecha a izquierda para luego volver atrás de izquierda a derecha. El trazado del arado, en efecto, corresponde exactamente a la escritura bustrofédica, pero en un caso se empezaría desde la derecha y, en el otro, desde la izquierda. Es un problema significativo que, según mi opinión, no se ha estudiado bastante. Los nazis habrían podido identificar inmediatamente a un campesino judío. Pero volvamos a nosotros. Hemos hablado del cambio y de su aceleración. Pero también hemos dicho que existen técnicas que no cambian, el libro, por ejemplo. Podríamos añadir la bicicleta y también las gafas. Por no hablar de la escritura alfabética. Una vez alcanzada la perfección, es imposible superarla.
J.C.C.: Vuelvo, si me lo permites, al cine y a su extraordinaria fidelidad hacia sí mismo. ¿Piensas que con internet volvemos a la era alfabética? Yo diría que el cine es un triángulo proyectado sobre una superficie plana desde hace más de cien años. Es una linterna mágica perfeccionada. El lenguaje ha evolucionado, pero la forma continúa siendo la misma. Las salas se están equipando progresivamente para acoger el cine tridimensional y la "visión global". Esperemos que no se trate de simples hallazgos aparentes. ¿Podremos ir más allá algún día, por lo menos en el plano formal? ¿El cine es joven o viejo? No tengo la respuesta. Sé que la literatura es antigua. Es lo que me dicen. Pero quizá no es tan antigua, en resumidas cuentas. Quizá deberíamos evitar hacer el papel de Nostradamus; si no, corremos el riesgo de ver desmentidas nuestras profecías.
U.E.: A propósito de profecías desmentidas, he recibido una gran lección en mi vida. En aquella época, me refiero a los años sesenta, trabajaba en una editorial. Nos llegó la obra de un sociólogo norteamericano que hacía un análisis muy interesante de las nuevas generaciones y anunciaba la irrupción de una nueva generación de cuello blanco y cabellos rapados, tipo militar, completamente desinteresada por la política, etcétera, etcétera. Decidimos encargar la traducción, pero resultó que no era buena y me pasé más de seis meses corrigiéndola. Pues bien, durante esos meses -pasamos de principios de 1967 a las manifestaciones de Berkeley y sucesivamente a Mayo del 68- el análisis del sociólogo se había vuelto completamente obsoleto. Por lo cual, tomé el manuscrito mecanografiado y lo tiré a la basura.
J.C.C.: Hemos hablado de soportes duraderos bromeando sobre nosotros mismos, sobre nuestras sociedades que no saben cómo archivar de forma duradera nuestra memoria. Pero creo que necesitaríamos también profetas duraderos. Ese futurólogo de Davos que, ciego y sordo ante la crisis financiera que se acercaba, anunciaba un barril de petróleo a 500 dólares, ¿por qué debería tener razón? ¿Tiene un diploma de profeta? El precio del petróleo subió a
150 dólares el barril, luego lo vimos bajar de nuevo a 50 sin ninguna explicación razonable. Subirá quizá, o bajará aún más. No sabemos nada. El futuro no es una profesión. La característica de los profetas, de los verdaderos y de los falsos, es que se equivocan siempre. Ya no recuerdo quién decía: "Si el porvenir es el porvenir, siempre es inesperado". La gran cualidad del porvenir es que es incansablemente sorprendente. Siempre me ha llamado la atención que, en la gran literatura de ciencia ficción que va desde principios del siglo XX hasta los años cincuenta, ningún autor se imaginara el plástico, que tanto espacio ha ganado en nuestra vida. No proyectamos siempre en la ficción, o en el porvenir, sólo a partir de lo que conocemos. Pero el porvenir no procede de lo que ya conocemos. Se podrían citar mil ejemplos. Cuando en los años sesenta fui a México con Buñuel para trabajar en un guión, a un lugar auténticamente remoto, llevaba conmigo una pequeña máquina de escribir portátil con una cinta roja y negra. Si por desgracia la cinta se hubiera estropeado, no habría tenido ninguna posibilidad de encontrar otra en Zitacuaro, la ciudad cercana. Me imagino la comodidad que habría supuesto para nosotros una computadora... Pero entonces estábamos muy lejos de imaginarlo.
U.E.: En algunos casos, quizá debamos relativizar el progreso que se atribuye a estas tecnologías. Pienso en concreto en el ejemplo que ponías, de un Restif de la Bretonne imprimiendo al alba aquello de lo que había sido testigo durante la noche.
J.C.C.: Es una hazaña innegable. El gran coleccionista brasileño José Mindlin me enseñó una edición de "Los miserables" publicada e impresa en Río, en portugués, en 1862; es decir, el mismo año de su publicación en Francia. ¡Sólo dos meses después de París! Mientras Victor Hugo escribía, Hetzel, su editor, enviaba el libro, capítulo tras capítulo, a los editores extranjeros. Dicho de otro modo, la difusión de la obra era más o menos como la de esos "best-sellers" que hoy en día se proponen en más de un país y en más de una lengua simultáneamente. Algunas veces es útil relativizar nuestras pretendidas proezas tecnológicas. En el caso de Victor Hugo, las cosas fueron más deprisa que hoy en día.
U.E.: Le pasó también a Alessandro Manzoni. La primera edición de "Los novios" en 1827, tuvo unas treinta ediciones pirata en todo el mundo que no le reportaron ni una lira. Para la edición revisada de 1840 quiso hacer una publicación en fascículos semanales con el editor Radaelli de Milán, con muchas y bellísimas ilustraciones (y siguió personalmente el trabajo del dibujante Goñi): pensaba que era imposible piratear un fascículo en una semana. Se equivocaba. Un editor napolitano lo pirateó semana tras semana y Manzoni perdió su dinero en esa empresa. Es otra demostración de la relatividad de nuestras proezas tecnológicas. Pero habría más ejemplos. En el siglo XVI, Robert Fludd publicaba en un año tres o cuatro libros. Vivía en Inglaterra, los libros se publicaban en Amsterdam. Recibía galeradas, las corregía, controlaba las imágenes, mandaba todo otra vez a Amsterdam... ¿Cómo lo hacía? ¡Se trata de libros ilustrados de seiscientas páginas! Debemos pensar que el correo funcionaba mejor que hoy. Galileo mantenía correspondencia con Kepler y todos los sabios de su época. Estaba informado inmediatamente de cualquier nuevo descubrimiento. Quizá podamos añadir una nota a esta comparación que parece aventajar al pasado. En los años sesenta, como editor, hice que tradujeran el libro de Derek de Solla Price, "Little science, big science" (Pequeña ciencia, gran ciencia). Apoyándose en estadísticas, el autor demostraba que el número de publicaciones científicas del siglo XVII era tal que un buen científico podía mantenerse al corriente de todo lo que se publicaba, mientras que hoy a ese mismo científico le resultaba imposible incluso echarles una ojeada a todos los resúmenes de los artículos publicados en su ámbito de investigación.
J.C.C.: Considera nuestros "pen-drives" y otros métodos para archivar información y llevarla con nosotros. También en este nivel no hemos inventado nada. A finales del siglo XVIII, los aristócratas llevaban consigo durante sus desplazamientos, en pequeñas maletas, bibliotecas de viaje. Treinta o cuarenta volúmenes, en formato de bolsillo; no se separaban de ninguna manera de lo que un hombre de bien tenía que saber. Esas bibliotecas, obviamente, no estaban computadas en gigas, pero el principio estaba ya establecido. Esto me recuerda otra forma de "atajo" que resulta más problemática. En los años sesenta yo vivía en Nueva York, en un apartamento que había puesto a mi disposición un productor cinematográfico. No había libros en ese apartamento, salvo una biblioteca que contenía obras maestras de la literatura mundial "extractadas". He ahí algo que es propiamente irreal: "Guerra y paz" en cincuenta páginas, Balzac en un volumen. ¡Un trabajo inmenso para algo totalmente absurdo!
U.E.: Claro que hay resúmenes y resúmenes. En Italia, en los años treinta y cuarenta se publicaba una colección estupenda, llamada "La Scala d'Oro". Se trataba de una serie de libros subdivididos por edades. Estaba la serie de siete a ocho años, la de ocho a nueve y la que llegaba hasta los catorce, todo ello ilustrado de forma maravillosa por los mejores artistas de la época. Estaban todas las grandes obras maestras de la literatura. Cada obra era contada por un buen escritor que tenía en cuenta la edad del lector. Entendámonos, era un poco "ad usum delphini" (accesible a todos los públicos). Por ejemplo, Javert no se suicidaba, dimitía. Debo decir que solamente cuando, ya mayorcito, leí "Los miserables" en versión original supe por fin toda la verdad sobre Javert. Pero debo reconocer que lo esencial me había sido transmitido.
J.C.C.: Las nuevas tecnologías tienen un vertiginoso ritmo de innovación y, por eso mismo, una rápida obsolescencia. No hay nada más efímero que los "soportes duraderos", que obligan a coleccionar lo que la tecnología desplaza: para leerlos deben conservarse los antiguos lectores. Aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos, pero ya no podemos ver un cinta de video o un CD-ROM de hace apenas algunos años.
U.E.: Hubo sucesivos planes políticos, culturales y religiosos que buscaron la destrucción de los libros. Incluso hubo quienes pretendían esgrimir un libro como símbolo, como por ejemplo el "Libro Rojo" de Mao, que se presentaba como un símbolo no violento. Naturalmente, no se decía que la glorificación de ese pequeño libro implicaba la desaparición de todos los demás. Hubo también libros cuya existencia se conoce, pero que nadie ha leído; obras maestras desconocidas; otras de autoría sospechosa. Una vez escribí en broma que si todas las obras de Shakespeare hubieran sido escritas por Bacon, éste nunca habría tenido tiempo para escribir las suyas, que, por lo tanto, fueron escritas por Shakespeare. Nuestro conocimiento del pasado se debe a cretinos, imbéciles o adversarios.
J.C.C.: Nada hay más poderoso que la interpretación para producir consideraciones insensatas...
U.E.: Lo mismo sucede en filosofía. La filosofía de Bertrand Russell no ha generado tantas interpretaciones como la de Heidegger. ¿Por qué? Porque Russell es especialmente claro e inteligible, mientras que Heidegger es oscuro. No digo que uno tenga razón y el otro no. Por lo que me concierne, no tomo partido por ninguno de los dos. Pero cuando Russell dice una estupidez, la dice de forma clara, mientras que con Heidegger, aunque diga un truismo, nos cuesta un gran esfuerzo darnos cuenta. Para pasar a la historia, para durar, hay que ser oscuros. Heráclito ya lo sabía... En su ensayo sobre "Hamlet", por ejemplo, T.S. Eliot dice que no es una obra maestra: es una tragedia desordenada que no consigue armonizar fuentes distintas. Por esta razón se ha vuelto enigmática y todos siguen interrogándose al respecto. No es una obra maestra por sus cualidades literarias, sino porque se resiste a nuestras interpretaciones.