El historiador estadounidense Robert Darnton (1939), en su ensayo "The case for books. Past, present and future" (El caso de los libros. Pasado, presente y futuro), señala que, haciendo una simplificación, existen cuatro cambios fundamentales en la tecnología de la información desde que los seres humanos aprendieron a hablar. El primero, cerca del año 4.000 a.C. cuando aprendieron a escribir (la escritura alfabética se remonta al año 1.000 a.C.); el segundo, con la aparición del codex al comienzo de la era cristiana, con páginas que se hojean en vez del rollo que se va desenrollando, algo que transformó la experiencia de la lectura; luego, la invención de la imprenta con tipos móviles creada en el siglo XV por Johannes Gutenberg (1398-1468), que dio origen al libro moderno y facilitó el acceso de un mayor número de personas en todo el mundo al saber escrito y, por último, la comunicación electrónica e internet, cuya aparición data de fines del siglo XX. Tanto Eco como Carriére
aceptan las nuevas tecnologías, pero advierten constantemente, a lo largo de su conversación, sobre las evidentes trampas de la sociedad de consumo, a la vez que rescatan el placer que supone tener un libro entre las manos. Las reflexiones de ambos no sólo abarcan esta problemática, también cubren la historia, la cultura, la bibliofilia, las literaturas y el talento, para terminar desmenuzando el fenómeno de la estupidez, sus consecuencias y su peligrosidad en el mundo contemporáneo. De este modo transcurren los fragmentos seleccionados para esta tercera y última parte de los diálogos contenidos en "Nadie acabará con los libros".
U.E.: Es posible que el libro electrónico desplace para siempre al libro de papel. Una minoría de indómitos podría ir a satisfacer sus necesidades a un museo. Pero, también podemos imaginar que esa formidable invención que es internet desaparezca en un futuro. Exactamente como el dirigible Hindenburg desapareció de nuestros cielos. O el Concorde. El libro, a pesar de los desgastes provocados por los filtros, al final supera todas las emboscadas.
J.C.C.: Nunca hemos tenido más necesidad de leer y escribir que en nuestros días. No podemos siquiera usar una computadora, si no sabemos leer y escribir. Y, además, de una forma más compleja que antaño, porque hemos integrado nuevos signos, nuevas claves. Nuestro alfabeto se ha ampliado. Resulta cada vez más difícil aprender a leer.
U.E.: Las modas que antes duraban treinta años hoy duran treinta días. El presente desaparece entre teclados que almacenan pasado y presencian futuros. La velocidad con la que la tecnología se renueva nos obliga a un ritmo insostenible de reorganización permanente de nuestras costumbres mentales. Y allí aparece la cuestión del tiempo.
J.C.C.: En efecto, el presente se encoge y se niega. Cuando tengamos un criado electrónico capaz de responder todas nuestras preguntas y lo sepa todo, absolutamente todo, ¿qué nos quedará por conocer?, ¿qué deberemos aprender aún?
U.E.: El arte de la síntesis.
J.C.C.: ¿Qué es un libro? ¿Un objeto que se lee? Inexacto. También un periódico se lee, y aun así no es un libro, como tampoco lo son una carta, una esquela funeraria, una pancarta en una manifestación, una etiqueta o la pantalla de mi computadora. Existe una diferencia entre una biblioteca de volúmenes y una biblioteca virtual. La biblioteca de volúmenes se asocia al refugio y la seguridad: un espacio que recoge los libros que podemos leer, o que podríamos leer, aunque luego no los leamos nunca.
U.E.: Cuando trabajaba en mi tesis, pasé mucho tiempo en París, en la Biblioteca Sainte-Geneviève. En ese tipo de biblioteca era fácil concentrarse en los libros que, efectivamente, te rodeaban, para tomar apuntes. Cuando se empezaron a ver las fotocopiadoras Rank Xerox, fue el principio del fin. Era posible reproducir el libro y llevárselo a casa. La casa se llenaba de fotocopias. Y el hecho de tenerlas a disposición hacía que ya no las leyera. Estamos en la misma situación con Internet. O imprimimos todo lo que encontramos, y no tardaremos en estar inundados de documentos que no leeremos jamás; o leemos el texto en la pantalla, pero al hacer clic para seguir adelante en la búsqueda nos olvidamos de lo que acabamos de leer. Podemos insistir en los progresos de la cultura, que son manifiestos y que tocan categorías sociales que antes estaban excluidas... Pero a la vez, cada vez hay más imbecilidad. No porque en el pasado los campesinos se quedaran callados esto quería decir que eran tontos. Ser cultos no significa, necesariamente, ser inteligentes. No. Pero en la actualidad todas estas personas quieren hacerse notar y, fatalmente, en algunos casos sólo logran hacernos sentir su imbecilidad. Por lo tanto, podríamos decir que la imbecilidad de un tiempo atrás no se exponía, no se hacía reconocer, mientras que ahora ofende nuestros días. Sobran los espectáculos mediáticos y la mala ficción termina observándose en el entorno callejero. La vida como una réplica de la vulgaridad televisiva.
J.C.C.: Yo creo que al estúpido no le basta con equivocarse. Afirma claro y fuerte su error, lo proclama a los cuatro vientos, quiere que todos lo escuchen. Es sorprendente ver lo estridente que es la estupidez. Atormentante y atrevida, hoy la estupidez, como ejército del poder económico, se enfrenta al conocimiento con burla y apoyo. Sobre el empeño de los militantes de la estupidez en hacer desaparecer el libro, recuerdo una declaración de Enrique Vila Matas: "Encontrar que el libro es un objeto anticuado es la venganza de los analfabetos que siempre han odiado el libro".
U.E.: En uno de mis libros hacía yo una distinción entre el imbécil, el cretino y el estúpido. El cretino no nos interesa porque es un individuo que en lugar de llevarse la cuchara a la boca se la lleva a la frente; no nos interesa porque es aquel sujeto que no entiende lo que le estás diciendo. Su caso es sencillo. Por el contrario, la imbecilidad es una cualidad social y, en lo que a mí respecta, también puedes llamarla de otro modo, dado que para algunos "estúpido" e "imbécil" son términos que se refieren a la misma cosa. El imbécil es aquel que siempre, llegado el momento, se le ocurrirá decir exactamente lo que no debería decir. Es el autor de metidas de pata involuntarias. Por el contrario, el estúpido es diferente; su déficit no es social sino lógico. A primera vista, tal parece que razona de una manera correcta; y resulta muy difícil darse cuenta, de inmediato, que esto no es así. Por eso es peligroso... Te pongo un ejemplo. El estúpido dirá: "Todos los habitantes del Pireo son atenienses. Todos los atenienses son griegos. Por lo tanto, todos los griegos son habitantes del Pireo". Te asalta la duda de que algo no está funcionando bien porque sabes que existen griegos de Esparta, por ejemplo. Pero eres incapaz de explicar, expeditamente, en dónde y por qué el estúpido se ha equivocado. Tendrías que conocer muy bien las reglas de la lógica formal. Eso es, creo que deberíamos ocuparnos específicamente del estúpido.
J.C.C.: Yo creo que al estúpido, como ya dije, no le basta con equivocarse. Proclama su error a los cuatro vientos: "Ahora sabemos por fuentes fidedignas que...". Y le sigue una garrafal sarta de estupideces.
U.E.: Tienes toda la razón. Si empiezas a afirmar con insistencia una verdad común, trivial, de inmediato se transforma en una estupidez...
J.C.C.: Flaubert dice que la estupidez consiste en querer sacar conclusiones. El imbécil quiere llegar, por sí solo, a soluciones perentorias y definitivas. Le gustaría ponerle fin de una vez y para siempre a los argumentos. Pero esta estupidez, que de ordinario es percibida como una verdad por un cierto tipo de personas, para nosotros ha sido, en el transcurso de la historia, extremadamente instructiva. Ya habíamos dicho que la historia de la belleza y de la inteligencia, únicos temas a los que hemos limitado nuestra educación, tan sólo constituyen una ínfima parte de la actividad humana. Quizá sería necesario pensar y, por otra parte, tú ya lo estás haciendo, en una historia general del horror, de la ignorancia, así como de la brutalidad.
U.E.: Después de lo que has dicho, me parece que la estupidez es un poco diferente a la estulticia. Se puede ser un estúpido sin llegar a ser por completo una "bestia". Ser, por casualidad, un estúpido. Un caso de epifanía de la imbecilidad (en el sentido en el que yo la entiendo) nos lo ofrece James Joyce cuando refiere una conversación con míster Skeffington: "Me enteré que ha muerto su hermano", dice Skeffington. "Y solamente tenía diez años", le responden. "En todo caso es doloroso", responde Skeffington.
J.C.C.: A menudo, la estupidez está muy cercana del error. Fue mi pasión por la imbecilidad la que hizo que me ha acercara a tu investigación sobre los falsos. Aquí tenemos dos recorridos rigurosamente ignorados por la enseñanza. Cada época posee, por una parte, sus verdades, y por la otra, a sus notorios imbéciles, enormes, pero se asume la tarea de enseñar y de transmitir únicamente la verdad. De alguna manera se filtra la estupidez. Sí, existe lo "políticamente correcto" y lo "inteligentemente correcto". Dicho de otra manera, una buena manera de pensar. Lo queramos o no.
U.E.: Es el test del papel tornasol que nos permite verificar si estamos ante la presencia de un ácido o de una base. Si existiese un papel tornasol para estos casos, podríamos saber, de vez en vez, si estamos ante la presencia de un estúpido o de un imbécil. Pero regresando a la relación que estableces entre la estupidez y lo falso: lo falso no es, por fuerza, expresión de estupidez o de imbecilidad. Simple y sencillamente es un error. Tolomeo creía, de buena fe, que la Tierra no se movía. Cometía un error por falta de información científica. Pero podría ser que el día de mañana descubramos que la Tierra no gira alrededor del Sol y entonces tendremos que rendirle un homenaje a la sagacidad de Tolomeo. Obrar de mala fe significa decir lo contrario de lo que se considera verdadero. Pero nosotros siempre cometemos nuestros errores en buena fe. Por lo tanto, el error recorre toda la historia de la humanidad; afortunadamente, si no seríamos dioses. La noción de "falso", que he estudiado, en realidad es muy sutil. Existe lo falso, que debe ser idéntico (en el sentido leibniziano del término) a su modelo. Quienes presentan un falso como si fuese verdadero, a sabiendas de que no lo es, obra de mala fe, y engaña. Tenemos, además, el razonamiento falso de Tolomeo, que hablando en buena fe, se equivoca. Tolomeo no era un falsario porque en verdad creía que la Tierra no se movía.
J.C.C.: Esta precisión no nos facilita nuestro esfuerzo de definición: Picasso decía que él podía pintar "picassos" falsos. También se vanaglorió de haber pintado los mejores picassos falsos del mundo.
U.E.: De Chirico también confesó que había pintado falsos "de chiricos". Y debo confesar que también yo he realizado falsos "ecos". Una revista satírica italiana, una especie de "Charlie Hebbo", preparó un número especial de "Il Corriere della Sera" a propósito de la llegada de los marcianos a la Tierra. Evidentemente se trataba de una noticia falsa. Me pidieron un falso artículo firmado por mí, como parodia de Eco.
J.C.C.: Es una manera de salir de sí mismos, de la propia carne, del propio oficio. Y también de la propia cabeza.
U.E.: Pero, ante todo, es una forma de criticarse, de poner entre comillas nuestros lugares comunes, porque eran precisamente los lugares comunes los que yo debía repetir para realizar "un falso eco". El ejercicio que consiste en producir un falso de sí mismo es, por lo tanto, muy sano.
J.C.C.: Lo mismo sucede para esta pesquisa sobre la estupidez que nos ha ocupado por algunos años. Se trató de un prolongado periodo en el que Bechtel y yo sólo leíamos, incansablemente, libros muy pero muy malos. Expurgábamos los catálogos de las bibliotecas, y la mera lectura de ciertos títulos ya nos daban una idea del tesoro que nos esperaba. Cuando descubres, en tu lista, un título como "De la influencia del velocípedo en las buenas costumbres", puedes estar seguro de que encontrarás miel.
U.E.: El problema se presenta cuando un loco interfiere en tu vida. Como ya lo he dicho, realicé una investigación acerca de los locos que son publicados en la "vanity press"
(editoriales en las que los autores pagan por publicar), y para mí era evidente que yo estaba resumiendo sus ideas con total y absoluta ironía. Ahora bien, algunos de ellos no percibieron la ironía y me escribieron para agradecerme que hubiera tomado en serio su pensamiento. Lo mismo sucede con "El péndulo de Foucault", que arremetía contra los fanáticos del complot y del ocultismo y que suscitó en ellos algunos casos de manifestaciones de entusiasmo totalmente inesperadas. Todavía recibo (o mejor dicho: mi esposa o mi secretaria, que son las que las filtran) llamadas de teléfono por parte de un maestro de los Templarios. Dicho esto, la dificultad para decidir si alguien es un cretino, un estúpido o un imbécil se deriva del hecho de que estas categorías representan tipos ideales, son unos "idealtypen", como dirían los alemanes. Pero la mayoría de las veces encontraremos en un mismo individuo una mezcolanza de las tres actitudes juntas. La realidad es más compleja que esta tipología.
J.C.C.: En efecto, la primera cosa que se descubre estudiando a la estupidez es que también nosotros somos unos estúpidos. Es evidente. No se puede tratar impunemente a los demás como si fuesen unos estúpidos, si uno no se da cuenta de que su estupidez es un espejo para nosotros. Un espejo permanente, preciso y fiel.
U.E.: Caemos en la paradoja de Epiménides, que dice que todos los cretenses son mentirosos. Ya que él es de Creta, entonces también él es mentiroso. Si un imbécil te dice que todos los demás son imbéciles, el hecho de que él sea imbécil no impide que acaso te esté diciendo la verdad. Si luego agrega que todos los demás son imbéciles como él, entonces da prueba de inteligencia. Por lo tanto, no es imbécil. Porque los verdaderos imbéciles solamente se pasan la vida olvidándose de que lo son. También existe el riesgo de caer en otra paradoja, que ha sido enunciada por Owen. Todas las personas son imbéciles, excepto tú y yo. Pero también tú, a decir verdad, si lo pienso bien...
J.C.C.: Nuestra mente es delirante. Todos los libros que coleccionamos, tú y yo, testimonian una dimensión realmente vertiginosa de nuestro imaginario. Es particularmente difícil distinguir la divagación y la locura, por una parte, y la imbecilidad por la otra.
U.E.: Otro ejemplo de estupidez que me viene a la mente es el de Nehaus, autor de un panfleto sobre los Rosacruces escrito en la época en la que, hacia 1623, la gente quería saber si realmente existían o no. "El sólo hecho de que nos escondan su existencia es la demostración de que existen", afirma este autor. Y para concluir, otra historia. En nuestras sociedades, en las que el problema del trabajo se le plantea a todos por igual, algunas personas están redescubriendo a los trabajadores manuales. A menudo, cuando he hecho uso de sus servicios, me sucede que al leer mi nombre en la tarjeta de crédito manifiestan conocer el oficio al que me dedico; y creo que esos mismos artesanos, hace cincuenta años, no habrían tenido la más mínima noticia acerca de mis libros. Por lo tanto, muchos trabajadores manuales de hoy en día, antes de dedicarse a un oficio manual, completaron su formación superior. Un amigo me contaba que un día, junto con un colega filósofo, tuvo que tomar un taxi que lo llevara de la universidad de Princeton a Nueva York. El chofer, en la narración de mi amigo, era un oso cuyo rostro estaba completamente cubierto por largos vellos hirsutos. Este da inicio a la conversación para saber un poco con quiénes estaba tratando. Ellos le dicen que imparten clases en Princeton. Pero el chofer quiere saber más. El colega, un poco fastidiado, le dice que se ocupa de las ontologías regionales y de la suspensión fenomenológica, y el chofer lo interrumpe diciendo: "Ah, ¿usted quiere decir Husserl, no?". Se trataba, naturalmente, de un estudiante de filosofía que trabajaba como taxista para pagarse los estudios. Pero en otra época, un taxista que conociese a Husserl era una especie absolutamente rara. En la actualidad uno se puede topar con un taxista que escuche música clásica y que a mí me plantee preguntas acerca de mi último trabajo semiótico. No es algo del todo surrealista.
J.C.C.: En su totalidad, son noticias positivas, ¿no?
U.E.: Para terminar, en caso de una desgracia, ¿qué libro rescatarías de tu biblioteca?
J.C.C.: Manuscritos de Jarry, Breton y un libro de Lewis Carroll que contiene una carta.
U.E.: Yo, en cambio, tras haber hablado tan bien de los libros, déjame decirte que me llevaría mi disco duro externo de doscientos cincuenta gigas que contiene todos mis escritos de los últimos treinta años. Aunque, si aún tuviera una posibilidad, intentaría salvar alguno de mis libros antiguos, no necesariamente el más caro, sino el que más quiero.