Hemingway me parece el escritor norteamericano que el público "avisado" recibió más fácilmente y primero. Alrededor de 1930 poco interesaba, en mi medio, la literatura de Norteamérica. Conocíamos la existencia de "Transition", revista de vanguardia publicada en Estados Unidos y de su director, Eugéne Jolas. Habíamos oído hablar de Gertrude Stein. Pero demás está decir que las revistas o los escritores norteamericanos sólo contaban para nosotros en la medida en que no ignoraran las miras ambiciosas, y siempre apasionadas, que distinguían por entonces a una porción del "mundo literario" francés. Queneau fue el primero que me habló de Hemingway y creo haberle respondido confesando un prejuicio desfavorable que no se basaba entonces en nada. Pero la lectura de "The sun also rises" (Fiesta) me conmovió plenamente (quizás en parte por el hecho del malentendido). Leí Faulkner poco después y, sin mezquinarle mi admiración, nunca pude amarlo. El gusto por la "novela americana" se convirtió en consecuencia, en una especie de manía. Pero Caldwell, Steinbeck o Dashiell Hammett gozaron de una pasión menos durable. Reviendo las cosas hoy, en una época en que la agitación literaria está relativamente muerta, quiero insistir en el hecho de que nunca hubo relación entre las pasiones en juego en la literatura francesa y los escritores norteamericanos. Cierto es que, en Francia, un gusto por las emociones sin frase o los cambios bruscos habían preparado los espíritus para estas conmociones directas que sin dar explicaciones provocan los norteamericanos. Desde la Primera Guerra Mundial hasta hoy, nada ha sido objeto en Francia de un horror tan indiscutido, tan ardiente y tan ingenuo como el sentimiento de la medida. Aún hoy, ¿quién denuncia el acuerdo íntimo, y sin embargo infaltable de la violencia y la mesura? ¿Quién reconoce la imposibilidad de delirar sin trampas? ¿Qué ojo es lo bastante seco como para mirar largamente? ¿Qué resolución está tan anclada como para soportar la soledad? Donde un poco de iniciativa se ha abierto paso, donde el sueño tradicional no es admitido, conviene no hablar nunca de moderación. Apenas un aislado se atreve a hablar de mesura, se la despoja, y sólo se ve en ella negación.
Sin la intensidad de la pasión, la vida es sin duda una celada cuyo límite es la comodidad, cuya verdad es el miedo a la idea de ir demasiado lejos (de ir más lejos que ese límite). Pero es fácil sorprender si nos colocamos, sin conciencia, a merced de un impulso irreflexivo. Pero el gusto por una literatura movida, donde los sentimientos sólo aparecen en la superfice, ha sin duda marcado, antes que todo, la fatiga que nos agobiaba. Estábamos hartos de las convenciones de profundidad según las cuales debían expresarse los sentimientos. Al final habíamos visto en la misma profundidad una suerte de esclerosis y la brutalidad nos sedujo: amamos todo lo que la cultura no debería. Era una trampa y esta trampa era el signo de una impotencia. La cultura, en efecto, debilita lo que ha formado, ella misma otorga un sentimiento de mentira; a la larga, el titubeo de los seres sin violencia que la encarnan es intolerable: nos sentíamos más fuertes negándola, amábamos la fiebre y el salvajismo, todo lo que es inmediato, directo. Pero la literatura moderna respondió en los Estados Unidos y en Francia de manera totalmente diferente a estas irritaciones sumarias. Al principio sólo tienen en común un malestar superficial.
La moderna novela norteamericana no puede ser, por otra parte, reducida a la expresión de lo inmediato y de la violencia. Particularmente la obra de Hemingway se destaca rápidamente por un logro que no puede tranquilizar a los aficionados a las sensaciones. Evidentemente el autor no puede soportar ni las grandes palabras ni las construcciones de la inteligencia; a menudo valoriza la vida del cuerpo a expensas de la reflexión. Pero coloca por delante de lo inmediato una preocupación por la moral y la probidad. Sus preocupaciones morales no son forzosamente aparentes sino que, de creer a uno de sus comentaristas más serios -Carlos Baker, autor de "Hemingway, the writer as artist" (Hemingway: el escritor como artista), y profesor de la Universidad de Princeton- lo dominan.
Alrededor de 1922 Hemingway vivió en París en el ambiente de los pintores y artistas de Montparnasse. Simpatizó con algunos pero rápidamente sintió horror por todo eso. Escribió "Fiesta" (aparecido en 1925) en un momento de reacción contra la vida falsa de Montparnasse. Carlos Baker tiene razón cuando insiste sobre la línea divisoria que separa a los buenos de los malos. Como se recuerda, Hemingway puso de epígrafe al libro un comentario de Gerturde Stein: "Todos ustedes son una generación perdida". Pero este dicho lo habría expresado un mecánico de autos del Sur, hablando de sus empleados. Gertrude Stein lo aplicó a toda una juventud moderna... Pero no importa: Hemingway protestó en nombre de una salud que consideraba poseer. No había "generación perdida". Un hombre moralmente fuerte podía ser abatido, pero no vencido. Jake Barnes, Bill Corton o el matador Romero tenían esa fuerza moral y sólo estaban perdidos los seres flojos, a quienes siempre su flojera deja sin salida. Como Robert Cohn, Mike Campbell o Brett Ashley. La línea divisoria, según Carlos Baker, opone la salud a la neurosis.
No es del todo convincente. Brett Ashley está lejos de ser resaca, de estar hundida en su debilidad, no es sólo fascinante. Carlos Baker le concede el coraje y la limpieza con que se libera de Romero, el hombre ingenuo y no adulterado que ella ha seducido. Pero es poco concederle nada más que un gesto. Ignoro si Hemingway se lo propuso, pero en el libro no hay ningún otro personaje que tenga el prestigio de Brett. Jake Barnes que la ama, que es él mismo un borracho, dice de ella: "¡Es una borracha!". Por otra parte Carlos Baker no convence cuando la ubica junto al lamentable Cohn, cuando la da, con horror religioso, por una "ninfómana alcohólica", una imagen del mal (de la neurosis que es el mal). Por el contrario, en ella la ebriedad es soberanamente seductora. Y la vida entera de Hemingway, no debiera olvidarlo Carlos Baker, sigue siendo el efecto de esta seducción. No pienso que Baker se haya equivocado. Creo solamente que Hemingway es difícil de reducir a un esquema. Y, si no con menos fuerza, al menos de una manera menos mecánica, más oscuramente, más vagamente, es posible ver en una honestidad profunda, en una pasión por la verdad y la excelencia, la virtud y el sentido de sus libros. La obra de Hemingway me parece en primer término la exaltación, una exaltación medida y por lo tanto más tensa, de lo que según el autor, tiene de más digno de adhesión la vida humana.
Esto no quiere decir lo que la moral común define como tal. Esto no significa tampoco lo contrario; se trata de una búsqueda independiente, que la tradición no une. No se debe limitar de antemano el resultado a los principios establecidos. En efecto, estos principios son puestos a prueba por la verdad: ése es, en mi opinión, el sentido profundo de las raras afirmaciones generales de Hemingway: "El asunto de un escritor es decir la verdad", ha dicho, o "sólo conozco lo que he visto". En el espíritu de Hemingway la operación moral jamás consiste en decir "es bueno hacer esto o aquello", sino dar por principio, una imagen verdadera, extraída de la vida, de esto o de aquello. No siempre ha representado lo excelente. Y hasta ha dicho que podía contarse cualquier cosa. Pero la indiferencia primera, subsistente en el prejuicio, subraya el valor de la excelencia reencontrada: la excelencia, por tanto, mana de la verdad, no de una elección que ha fijado de antemano una generalización formal, una regla, una ley moral.
La pasión en la búsqueda de la excelencia -no de una excelencia imaginable, ideal, sino de una excelencia verdadera que abraza y sobre la que, con todo su peso, pesa este mundo que es verdadero- es lo que da cuenta de la furia y la testarudez de Hemingway en ese esfuerzo hacia la excelencia que le es propia. Quiero hablar de ese grado de exactitud en la expresión sensible de la verdad que no parece haber logrado ningún otro fuera de él. Decir que bajo su pluma la verdad es sobrecogedora es poco: a veces es molesta, hasta el punto de ser intolerable cuando, por azar, el lector ha conocido al personaje que sirvió de prototipo. Hay en eso un innegable sortilegio que juega, por otra parte, en todos los casos. Sobre cada uno de los personajes que ha puesto en juego, el don de evocación de Hemingway ejerce una presión sobre los nervios que tiene a veces la intensidad de un pinchazo. Lo mismo sucede con los paisajes, los lugares, las situaciones... Creo que hasta uno ve en eso algo de escaso, algo análogo a los talentos de sociedad y hasta estoy seguro que para esas ocasiones usó de una malignidad juvenil. No es asunto nuestro. Lo que importa es saber el trabajo interminable que le da ese juego. De todas las palabras de su último libro "El viejo y el mar" pudo decir que no había una que no hubiera releído doscientas veces. Esta monstruosa paciencia que el autor ejerció, por lo que parece en toda su obra, no indica la diversión superficial, demuestra una irresistible necesidad. Un deseo por la perfección llevado a este punto raramente deja de ser una manía. La excelencia a la que hay que llegar a cualquier precio responde al deseo exasperado de un bien casi inaccesible.
¿Valdría la pena llegar hasta la verdad que grita, si ella no fuera el único medio de llegar al "bien", al simple bien, que la generalización, la simplificación intelectual han traicionado siempre haciéndolo objeto de una enseñanza fastidiosa? De una manera sobria, borrada, el bien -o la excelencia- es la pasión indudable y dominante de Hemingway. La belleza de sus libros es efecto de una probidad de la que es cuidadosa. No sabríamos decirlo lo bastante. A veces una literatura sin probidad nos fascina pero le falta la probidad del autor: es una literatura informe o monstruosa. Esto no es una razón para perder de vista el hecho de que, inevitablemente, esta probidad es impotente: ¿la literatura no es acaso por sí misma el dominio de la mentira, de la ficción, del engaño? Pero, precisamente, compadecemos al escritor (y muy a menudo nos resulta odioso) si nos engaña como no sea a pesar de sí mismo. Sería vano, en estas condiciones, no afirmar con fuerza -como sería vano, también, simplificar-. La literatura es también, dominio del capricho. Es también dominio de la monstruosidad. Pero lo caprichoso, pero lo monstruoso son auténticos, si no...