29 de abril de 2011

Rodolfo Rabanal: "No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere" (2)

Como hizo en sus libros anteriores, para la escritura de "La vida privada" Rodolfo Rabanal fue tomando notas en cuadernos con las que luego trabajó en su computadora. "Yo siento necesidad de escribir -dice-. Busco más del mundo y más de mí a través de la escritura. A mi edad ya leí casi todo... No leí nada, pero no importa, uno siente que leyó todo y que es difícil encontrar algo nuevo que movilice las neuronas. Volví a los clásicos, pero también me aburrí. Y ahí pensé: bueno, a ver si escribo algo que me gustaría leer. Esa es una opción. Acá, además, quería hacer esta especie de desafío formal, de lenguaje y omisiones. Una novela de fragmentación, no clásica. No Vargas Llosa". En la novela, "el que percibe" va narrando el transcurso caluroso de un verano en Buenos Aires, mientras retoza en la solitaria azotea de su departamento. Su pasado en el barrio de Pompeya aparece una y otra vez en la figura de personajes extravagantes como los hermanos Zappa, la cara entalcada en las mejillas y en la frente, las cejas marcadas con lápiz negro, vestidos con trajes cruzados de género claro a rayas oscuras para brillar en el Salón Tango Amigo; Blanquito, un marica que baila la rumba en el Corso de Avenida de Mayo y se siente una actriz de Hollywood cuando los muchachos lo sodomizan; Dani la Rubia, una vampiresa de quince años; la tía Gladis, que despierta fantasías perturbadoras en el Pobre Chico Pálido. Mientras tanto, en el presente, en el centro porteño la vida continúa con sus miserias y sus portentos. Los dos planos temporales de "La vida privada" se alternan y se despliegan a lo largo de la novela mientras su protagonista se desplaza por los alrededores de la Avenida de Mayo entre Congreso y el Bajo. "Esa zona de la ciudad -explica Rabanal- es fascinante, porque era esplendorosa y su decadencia no lo es menos. En este momento es una zona ideal para ambientar una novela como ésta, con sus fascinantes departamentos de la avenida de Mayo que a uno lo hacen sentir en Milán. Pero claro, actualmente son espacios que han pasado de la elegancia al abandono, porque a esa zona, a esos departamentos, les quedó una cosa rumbosa, ajada, atractiva. Es la Buenos Aires más decadente", asegura el narrador. Cuando pasea a la deriva por esas calles o en la soledad de su azotea, "el que percibe" advierte que "no queda nada privado, que la vida privada es pública, ha sido usurpada por lo público. "La vida privada es un sueño. Para mí, es la nueva utopía, la utopía de estos tiempos modernos". Lo que sigue es la segunda y última parte de la compilación de entrevistas en las que el autor de "Un día perfecto" y "La mujer rusa" habla de "el que percibe", el personaje de su nueva novela que hace de la percepción fragmentaria del mundo un modo de conocimiento.


"El que percibe" dice, casi al comienzo, que la mayor parte de la ficción que hoy se escribe está concebida para la televisión. ¿Qué piensa usted?

Sí, es una bravuconada mía. Yo creo que se escribe para dos minutos, para tener presencia un rato. Y no hablo sólo de la Argentina: me refiero también a los españoles, que me tienen hasta acá con sus novelones. Tanto es así que leo sobre todo poesía, que hoy me interesa más que la prosa. Y si la prosa viene de la poesía, mejor todavía. También ocurre que para que haya escritura tiene que haber lectura, un interlocutor válido, un tipo que me complete con su lectura, y eso no es común. Sentía eso mientras escribía. Fijate, pensá en esto como dato: hay una canción de Favio del año '66 en la que habla de una flor, está enamorado, y dice "cada vez que veo a una piba como vos, con un libro debajo del brazo...". Era común ver a una chica con un libro debajo del brazo. Y hoy no. Bueno, esa relación con la literatura está no perimida pero sí diluida, la gente recurre más a lo visual, es más fácil. A eso me refiero. Si yo pudiera hoy escribir para la tele, tendría éxito.

¿Y esa percepción acerca de lo que se escribe hoy no tendrá que ver, también, con cierta fatiga de lectura?

Claro que sí, que hay una fatiga, o puede haberla. Pero esa misma fatiga, ¿es trasladable a los medios visuales? Tal vez no sea yo la medida, porque viví la televisión recién en la adolescencia y nada que ver, había uno o dos canales. No sé qué pensarán los chicos de la televisión, si el hecho narrativo ahí tiene la misma captación que en un género literario, cualquiera sea. Probablemente la narrativa televisiva capte de manera absoluta por la pasividad que implica. Vos estás ahí, viendo: chau. En cambio la literatura es un trabajo, tengo que disponerme a leer. Ahora, para lo otro siempre tengo tiempo, para la literatura no.

Entonces, la escritura que se produce para el mundo de hoy, ¿está dirigida a quién?

¿A quién? ¿A un pibe que ve televisión entre cuatro y seis horas por día o a un tipo que lee cuatro? Esto último no existe, casi. Hay que luchar muchísimo para sostener la existencia de un género literario en estas condiciones, con esta escasez de interlocutores válidos. Lo cual, al mismo tiempo, nos da una libertad enorme. Yo vengo sosteniendo que somos muy libres: como nadie nos da pelota, gracias a esta indiferencia podemos decir lo que queramos. No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere. Hay gente que se cuida: yo creo que no hace falta. La literatura hoy te invita a que seas absolutamente vos mismo y tiene todo para hacerlo, porque los controles son mínimos. La democracia consiguió eso: no tener censura política, ni de los gustos, los hábitos y las cosas que se hacen. Lo que te censura es el mercado, y nada más.

Usted ha dicho que después de la publicación, relee sus novelas una vez más y ya no vuelve.

Me deprime, no puedo releer mis libros.

¿Por qué?

Y, es el pasado. Ya no soy ése. Hay una cosa con el tiempo. No soy melancólico en el sentido mórbido, más bien soy reactivo, pero me distingo aspectos que se parecen mucho a la melancolía y rehúso estar ahí. Las relecturas a veces me llevan a un pasado innombrable: ¿Qué hago acá? Hice esto y esto, por qué, dónde estaba, qué disparate... Nunca me juzgo placenteramente. Es medio raro, tengo una relación neurótica para hablar de esto.

Hacia finales de la década del '80 se fue a vivir a París. ¿Siente que la distancia le alteró de algún modo el lenguaje?

No. El lenguaje está muy vivo. Fueron tres años, no es tanto. Me servía el francés para redescubrir ciertos términos castellanos, pero no llegó a haber extrañeza. En esa época frecuenté un poco a Cortázar, que ya había vivido treinta años en Francia, y me decía que tenía algún problema para reponer el español argentino. En las novelas que escribí por aquellos años, "El pasajero" y "En otra parte", hay, eso sí, un intento deliberado por escribir como si el libro fuera una traducción. Como si fuera pensado en inglés y escrito en castellano. Beatriz Sarlo lo notó y lo escribió en su momento en "Punto de vista". Eso es lo increíble de la buena crítica.

Cuando volvió aparecieron los primeros textos de una generación nueva. ¿Le suscita alguna tensión la lectura de esos libros?

Me pasó algo curioso. Al morir Fogwill, yo había estado con él unos días antes en un congreso literario en Montevideo. Se muere y me pongo a releerlo, como para recuperar alguna cosa. Y me doy cuenta de algo: todos los de nuestra generación teníamos un idioma distinto a los idiomas anteriores de la Argentina. La cosa parte de Borges, que crea un idioma. Después nosotros retomamos esa enseñanza y desarmamos ese idioma para hablar de un modo más popular, no en sentido político o populista, sino en términos de habla cotidiana. Nos resultó natural mezclar el habla cotidiana con lo literario. Me parece que incluso mi generación manejó el habla cotidiana de Buenos Aires con más credibilidad que Cortázar. Cuando ahora lo releo, siento que Cortázar anuncia que va a hablar de esta manera. Para nosotros, incluso en las escrituras más trabajadas, ese idioma cotidiano circuló con menos artificiosidad. Es una observación, que todavía no ha sido debidamente verificada.

Hay algo muy generacional en los tonos de la escritura, en la respiración de la prosa...

Desde luego. La generación posterior, que ahora está muy en el candelero, practica una fidelidad muy rígida por cuidar el lenguaje. Como si necesitaran despeinarse un poco. Quizás este es un proceso necesario en ellos, para después llegar a eso. A mí me han acusado siempre de "escribir bien"; pero aun así, en todo caso, yo me siento muy adscripto a esa cosa generacional de narrar de una manera muy porteña y cotidiana, en la ironía, en los tonos, no muy académica. Habría que discutirlo un poco y poner casos.

Hablando de linajes, da la impresión de que en algún momento hizo una suerte de relectura de Borges, Cortázar y los escritores que lo antecedieron. ¿Cómo fue ese periplo?

En algún momento me costaba separarme del influjo borgeano, y tomé una decisión drástica: no leerlo durante años. A los veintisiete años hice un "stop" y dejé de leer a Borges, a Cortázar y a otros autores de peso fuerte. De algún modo me encerré y empecé a leer a los ingleses, a los franceses, a Dante; me metí en eso y me olvidé de aquello que me perturbaba. Había escrito dos novelas cortazarianas que eran una vergüenza, un mamarracho, totalmente copiadas, y tuve que cancelar todo eso. Descubrí a Beckett, que me dio vuelta. Y recién entonces pude volver a leer a Borges, pero ya desde otro lado.

¿Sigue siendo crítico de la juventud actual? Ha dicho que, comparada con la suya, no se involucra en nada.

A veces pienso bien y a veces pienso mal de la juventud. La mía transcurrió en los '60, que fue cuando se inventó la juventud. Y ahora, recordando, la mayor parte de las propuestas revolucionarias fueron ridículas y triviales. Nos queríamos hacer hippies o irnos a Cuba, qué sé yo. Y yo lo que viví, a los veintinueve años, fue el repliegue de todo lo hippie en California, y a la guerra de Vietnam vista "desde adentro". Y ahí vi el esplendor y la decadencia de toda una época. Me fui a los Estados Unidos en 1978. Acá no se podía estar. Ojo, había gente que estaba feliz con los milicos.

¿Sí?

Claro, porque cuando hay dictadura nadie te "afana" nada. Podés llegar tarde a tu casa porque no hay ladrones. Pero la gente no se da cuenta de que tenés que elegir entre ser libre o ser un esclavo asegurado. Y la gente suele elegir ser un esclavo asegurado. Hablá con cualquiera y te va a decir lo mismo: "Yo lo que quiero es seguridad". Obvio, tienen miedo y es genuino ese temor. Pero la pregunta correcta es qué estás dispuesto a dar a cambio de esa seguridad. ¿Llegarías a entregar la libertad? No me cabe la menor duda. Pero, ¿yo qué soy? ¿Sociólogo? No, yo soy novelista. Hablemos de literatura.

De acuerdo. ¿Cómo lo trata la camarilla literaria?

Para empezar, creo que no me dan mucha bolilla. Los escritores no nos tratamos casi entre nosotros. Nunca hay demasiado amor y hay una fuerte competencia. Yo tengo un público pequeño de lectores, pero por suerte tengo eso. No tengo nada más. Ni fama ni cosa que se le parezca. Más bien hago mi carrera de forma silenciosa. Me pierdo muchas cosas porque no voy a congresos, porque para mí no aportan gran cosa. Lo que sí doy son charlas sobre literatura.

¿Y quiénes van?

Pocos jóvenes y muchas señoras mayores.

Lo mismo le pasaba a Rodolfo Fogwill. Siempre se quejaba: "¡Se me llena todo de viejas!".

¿De veras decía eso? Porque es tal cual. Ayer hablé en una charla y había cuatro jóvenes y un montón de gente grande. Había mucha gente de cincuenta y viejas decididas. Decisivas viejas.

Volvamos a la literatura. ¿Para qué sirve?

Para sacarte de los lugares cómodos. Si no, no es. La escritura tiene que ser joven, vital y sobre todo, complicada. No importa que sea coloquial, pero lo que siempre debe hacer un texto es complicarte la vida. Si no te complica la vida, no sirve.

¿Por eso define a la suya como una "estética del sobresalto"?

Exactamente. La literatura tiene que sobresaltarte. Tenés que preguntarte cosas al leer. Saltar, saltar valores. Entrar en otra forma de decir, como sucedía con el carnaval de los años '50.

28 de abril de 2011

Rodolfo Rabanal: "No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere" (1)

El escritor y periodista argentino Rodolfo Rabanal (1940) acaba de publicar "La vida privada", su décima novela. El autor de "El apartado" y "Cita en Marruecos", la resume como una novela "compuesta de intenciones y percepciones. Los hechos son mínimos: hace calor, es febrero, se produce un asesinato, aparece una mujer hermosa y extranjera. Todo ocurre en una suerte de presente continuo". El protagonista, un personaje sin nombre -simplemente "el que percibe"-, tiene alrededor de cincuenta años, nació en el barrio de Nueva Pompeya, vive en un viejo departamento en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires y lo que cuenta 
sucede alrededor del año 2000. "Yo en realidad estaba en contra del personaje -manifiesta Rabanal-, de los personajes y de todo, harto de la novela tal como la conocemos siempre, tal como la disfrutamos y la padecemos. Estaba con ganas de hacer una fragmentación total del mundo narrativo. De ahí que el personaje fuera nada más que una percepción, ni siquiera una entidad absolutamente física. Ni nombre me atreví a ponerle. Es una especie de intelectual, y desde la terraza absurda de su departamento ve el mundo. Una especie de malquistado con la realidad". Así, desfilan por las páginas de la novela cartoneros y mendigos, una ex amante que administra un café, un desclasado que es acogido por una amiga de ella, un cura que se hace cortar las uñas de los pies por una pupila, dos camareras de un restaurante chino y una vecina francesa que sostiene que el sexo es lo que más le interesa en esta vida. Radicado desde hace varios años en Uruguay, viajó a Buenos Aires para la presentación del libro. En esa oportunidad fue entrevistado por varios medios para adelantar algunos detalles del mismo. Lo que sigue a continuación es la primera parte de una compilación editada de las entrevistas realizadas por Mauro Libertella (Revista "Ñ" nº 391 del 24 de marzo), Angel Berlanga (diario "Página/12" del 27 de marzo) y Fernanda Sandez (revista "Noticias" nº 1788 del 1 de abril de 2011).


"La vida privada" narra ciertas zonas de Buenos Aires; una cartografía privada y caprichosa. ¿Caminó por esas zonas para meterse en tema?

Hice un reconocimiento interesado y afectivo de la zona, que tiene que ver con un pasado determinado. Me gustó como escena. Recordé un viejo filme de Torre Nilsson, del que recuerdo imágenes. Estaba filmado en la Avenida de Mayo. Es ese mundo, de algún modo irrescatable. En la Argentina se pierden cosas todo el tiempo, así que me propuse únicamente rescatar percepciones. Por eso el protagonista no tiene nombre: preferí que sea una especie de conciencia, un receptáculo.

De hecho, al personaje central se lo nombra como "el que percibe". ¿Qué le interesó de la percepción como concepto?

Me interesa cuántos niveles tiene la percepción, qué es. ¿Hasta dónde llega el compromiso de lo que percibo? No estoy viendo con una cámara fotográfica sin cerebro lo que pasa: estoy siendo afectado. La idea de que soy cambiado por lo que veo, que es una cosa obvia, adquiere una dinámica dramática en la novela. Es el modo en el que se despliega el tiempo, también. Si bien hay un pasado que él recupera, es siempre presente. El que narra no tiene memoria: todo ocurre.

¿Y qué hilvana todo eso?

Si vos querés, uno de los centros es la escritura. El tipo está escribiendo y está siendo escrito. Todo lo que percibe, todo lo que ve, tiene que estar en un libro, en un papel. Si no, no sirve. En este libro hay cada vez menos respeto por la novela como ortodoxia. Me interesa cada vez menos la novela como forma dura. Aun la novela revolucionada y aceptada como innovadora de viejas vanguardias ya no tienen sentido. Eso sería volver a la novela tipo Mario Vargas Llosa, algo que no tendría sentido. ¿Escribe bien? Sí, qué sé yo, pero me aburre.

¿Y la prosa? Porque se suele ponderar lo estilizado de su escritura. ¿Ve alguna alteración en esta novela?

En la escritura hay una incorporación de términos, de cosas más callejeras, que otras veces no usé, y que acá había que marcarlas como mayor perentoriedad. No hay coloquialismos folclóricos, pero sí términos que incorporan la cotidianidad argentina. Por lo demás, la prosa se mueve junto a la historia, si no no sirve. La apuesta mía siempre fue doble en ese sentido, nunca escindida. Pero yo no soy un apostador fervoroso de la historia. Creo que la historia es el qué de siempre. En este libro apareció una variante en cuanto a mi modo de contar. Desde hace años vengo pensando que tenemos un idioma argentino, y no el que inventó Borges, sino otro. Un idioma que empezó a popularizarse con mi generación, el grupo que empezó a publicar alrededor de los '70. Piglia, Fogwill, gente de esa edad, algo más, algo menos. Tenemos un idioma culto, preciso, pero a la vez es más polvoriento, un coloquialismo mucho más atorrante que el de Borges. Más parecido a Arlt, salvo que él pertenece a los '20. Ese "turrito" de Arlt es auténtico, es la expresión total de nuestra habla. Creo que nosotros retomamos eso y mantuvimos a la vez lo culto en el sentido de saber y tratar de expresarse en una manera impoluta. Y creo que yo, acá, es la primera vez que dejo fluir esa voz, porque el tipo habla como habla el argentino. Nunca dice hacer el amor: dice coger. Dice pija, cuando hay que decirlo. Y sale naturalmente.

¿Qué aspecto de Buenos Aires le pesa?

Buenos Aires es una ciudad enorme y además, latina. Es intrusiva, muy ruidosa, muy llena de litigios y de charla. Es una ciudad invasiva de la privacidad. Cosa que me molesta sobre todo en verano, cuando sube mucho el calor. Pero, por otro lado, me gusta Buenos Aires. Sobre todo sus cafés. Un gran amigo mío decía que las grandes ciudades son "las que tienen planta baja". Esto es, vida a nivel de calle. Y Buenos Aires, como Madrid, París, Nueva York o Londres, tiene "planta baja". Planta baja y fantasmas.

Se parece bastante a su libro, que también está lleno de fantasmas, de seres que se disuelven…

Sí, los personajes son fantasmáticos y viven en un lugar que también lo es: avenida de Mayo y Tacuarí. Una esquina tremenda. De noche es muy lindo, pero es una belleza sombría. Y es la clase de lugares de Buenos Aires que me gusta, porque tiene historia. El protagonista vive en uno de estos lugares caídos, feliz de la vida. No hace nada, se la pasa percibiendo el mundo por un balcón. El está dispuesto a vivir el presente sin ningún tipo de compromiso a futuro, y hasta el pasado es una fantasía. Porque, ¿cómo hago para recuperar lo que fui? Sin embargo, el pasado nos construye. Y el pasado, al mismo tiempo, se destruye todo el tiempo. Es como un holograma: si enchufo el aparato está, y si lo desenchufo, desaparece.

Es nuestra noción del pasado lo que se está alterando. Desde la llegada de internet, sobre todo, el pasado no "pasa". Y ahí están todos los ex compañeros del secundario para probarlo...

Es que ahí está el gran enigma: ¿qué pasa si yo puedo modificar el pasado, aunque sea sólo en apariencia? Porque convengamos que lo que yo puedo destruir es una percepción, no el pasado real. Puedo encontrarme con una foto mía a los diecisiete años pero, ese de la foto, ¿dónde está? La sola idea es angustiante. Es como si fuera otra dimensión perdida.

"La vida privada", ¿es una novela?

Sí, porque normalmente se llama novela a ese texto en el que algo, una cierta historia, transcurre en el tiempo y en el espacio. Pero yo últimamente estoy en desacuerdo con la novela. Como género, me cansó. Y a la novela clásica ya no la soporto. Las que se escriben hoy ni las leo, porque me aburro. Son todas: "se vistió, vino, bajó…". Esas cosas ya me cansaron. ¡Dejame de jorobar! Yo quiero hablar de otras cosas. De los golpes de la percepción. Golpes. Percepciones. Eso.

"El que percibe" lo remite, de algún modo, al protagonista de su primera novela, "El apartado", publicada en 1975.

No por el tratamiento, porque acá hay un referencialismo más deliberadamente tosco, pero sí por el espíritu. Naturalmente, yo era muy joven y lo que se avecinaba era el horror, años de aplastamiento: aquel personaje veía venir eso. Y acá no, acá eso pasó, y quedan los cartoneros, tipos sueltos que no tienen laburo y viven en los rincones, desclasados, digo ahí, y es como que no pasara más nada. Acá la preocupación del tipo no es señalar lo que se viene como ominoso: no, ya está, y se hace lo que se puede. Es casi un resignado, entendió que el mundo es ése. En eso se diferencian, pero tienen en común esta característica de anti o contra personaje. El de "El apartado" tampoco tenía nombre, se lo cambiaba según la necesidad. Y también había un mundo de mujeres, que siempre son tres: me encanta la idea de las tres gracias.

El tema del amor, de la relación con las mujeres, es uno de los temas de su obra.

Yo creo que está en todas las novelas, en todos los trabajos. Y pasa eso, siempre hay tres mujeres rondando, como si no se pudiera amar a una sin que hubiera otras dos haciendo una luz de sesgo. Un disparate típicamente psicoanalítico, quizás.

¿Y qué pensó sobre esta presencia en su narrativa a lo largo del tiempo?

Tiene que ver con la naturaleza, está en la vida, ¿no? Somos mirados y definidos por la mirada del otro, tanto como nosotros definimos al otro al mirarlo. La mirada de la mujer tal vez defina un aspecto de alguien como hombre, digamos, que signifique para su vida A o B, mucho o poco: no sabemos, dependerá de cómo lo vean las mujeres. Pero uno es también una construcción para las mujeres, ¿no es cierto? Después, en tanto persona, pueden verte de una misma manera tanto un hombre como una mujer. Probarse, también, con el amor y con las mujeres es atravesar otro terreno, otro misterio. Y está la idea de ese mundo tan especial de las mujeres a partir de la madre misma. Es decir, me resulta muy interesante como presencia, para el bien como para el mal, para irritarme, para complacerme, para encontrar un lugar en el mundo y también para escapar de ese lugar. Es un lugar de conflicto tanto como de acogimiento.

¿Y cómo juega este asunto de las tres gracias?

Me gusta mucho seguir ese tema. La figura viene del remoto pasado, de las ideas helénicas de la antigüedad, pero adquiere fama en el Renacimiento: ahí es donde aparecen las tres mujeres en la relación distributiva y retributiva. Las tres gracias van a dar alegría, consuelo y esperanza. Y hay un café en Roma, el Canova, en la Piazza del Poppolo, un lugar precioso para no hacer nada, mirar y oler y qué sé yo, cuyas servilletas tienen como emblema a las tres gracias. Y entonces yo me lo agarré, lo guardé y en el libro "El roce de Dante", hablo de esto. Tengo la atención puesta en ese detalle. Hay algo más, muy importante: las mujeres son bellas.

Hay otros puntos de contacto con su primer libro: el interés por el principio, por ejemplo.

"El apartado" empieza con la pregunta: ¿cómo empezar? De qué manera. Hasta parece una pregunta técnica, de carácter formal. En algún momento todo empieza. Todo: la vida de uno, las cosas, las decisiones, las relaciones, y siempre hubo algo antes. ¿Qué voluntad había, qué fuerzas, qué mundo que yo ignoraba? ¿Qué fue lo que determinó el íncipit? Eso, además, es un tributo y un homenaje a los clásicos, Dante y todo eso, un mundo que me fascina bastante, tal vez porque está lejos y no me contamina.

En "El apartado" aparecían también descripciones del barrio de Pompeya, donde nació y se crió.

Pero acá es la primera vez que nombro al barrio taxativamente. Mejor no verlo ahora: está muy feo, muy abandonado. Mi abuelo llegó ahí siendo muy joven y puso un almacén de ramos generales, era campo eso. Ahí empezó. Tenía relaciones con el Tigre Millán, un pistolero de Alsina, que cruzaba el puente y le cuidaba el negocio y la familia cuando salía con el sulky a proveerse en el Centro. Y él le regalaba algunas balas, comida, le pagaba con eso. Una época que no conocimos, ninguno, porque te estoy hablando de 1890, más o menos. Pompeya y más allá la inundación, como dice "Sur". Esto resurgió porque el año pasado fui a una milonga, ahí en el sur, con Jorge Mara y Edgardo Cozarinsky, y me acordé de la milonga de aquellos años, que era distinta. Más natural, más inmanente era ir ahí, la gente iba; hoy, en cambio, implica una actitud. Aquellos grandes milongueros eran los que hacían punta y tenían más éxito, aunque fueran dos ratas como estos hermanitos Zappa, que eran ridículos pero bailaban tan bien que las mujeres estaban chochas con ellos. Y hay otra cosa ahí, en el libro, que no sé cómo decirte. Una descripción de un Carnaval, con el Chico Pálido que mira todo debajo de la mesa: eso sí es muy referido, me pasó a mí. Veía las piernas de las mujeres desde ahí, ese juego de tendones, de fuerza y de abandono, la transpiración, los olores. Eso fue algo vivido y, recuerdo, me quedó una idea de mundo ajeno. Le tomé odio al tango en ese momento, antipatía. Después lo recuperé, claro. Mi generación fue antitanguera: fuimos jóvenes en los '60 y éramos más bien de los Beatles, esas cosas. Hoy me parece ridículo.

Cuando usted empezó a escribir, estas cuestiones estaban en el centro de la discusión. ¿Recuerda esa época como un momento de tensiones estéticas?

En los '70, cuando empezamos a escribir todos los de mi generación, se producen estéticas opuestas. Escribir contra algo. Osvaldo Lamborghini jugó un papel muy importante en ese contexto de estéticas disruptivas. Yo ahí empecé a escribir la novela "El apartado", que llamó la atención porque era una jugarreta en el interior de ese mundo que vivíamos. Después me empecé a desviar de los estrechamientos y los amigos empezaron a jorobarme con que yo era el apartado, el apartado de todo. Era cierto.

¿Cómo recuerda las tertulias de aquellos años?

Las recuerdo con mucho humor y diversión. Había un clima de joda muy particular. Aunque hacíamos las cosas en serio, no nos dábamos un lugar emblemático. Yo percibía consistencias grupales, pero en mi caso iba pasando. Estaba un poco con los lacanianos, o con Osvaldo Lamborghini, con el que te peleabas siempre, pero de quien se aprendía mucho. Yo no siento que tuviera una pertenencia clara, aunque todos estábamos en contra del sistema y de la opresión militar.

26 de abril de 2011

Eduardo Berti: "Los libros han sido, a lo largo de la historia, una de las mayores armas contra el olvido"

El escritor, periodista y traductor argentino Eduardo Berti (1964) comenzó su actividad en las letras en 1983 cuando publicó sus primeros artículos en las revistas "Cerdos y Peces" y 
"El Porteño". Poco después ingresó como periodista en el diario "Página/12" y, con el correr de los años, colaboraría también en otros medios escritos del país como "Clarín" y "La Nación", y en "El País" (España), "Magazine Littéraire" (Francia) y "Lettre International" (Alemania). Sus dos primeros libros publicados, "Spinetta. Crónicas e iluminaciones" y "Rockología. Documentos de los '80", pertenecen al género del ensayo periodístico. Luego, entre 1992 y 1996, trabajó como guionista y realizador de documentales para la televisión sobre la historia del rock argentino y del tango. Mientras tanto, en 1994, publicó su primer libro de cuentos, "Los pájaros", al que seguirían luego las novelas "Agua", "La mujer de Wakefield", "Todos los Funes" y "La sombra del púgil". Con "La vida imposible" y "Los pequeños espejos" retornó al cuento, lo que acaba de renovar con la publicación de "Lo inolvidable", su más reciente obra editada en España, país donde está radicado desde hace dos años. "En Eduardo Berti, lo fantástico inmerso en lo cotidiano desarticula la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad", dice la periodista Silvina Friera en la introducción a la entrevista que le efectuó para la edición del 15 de abril de 2011 del diario "Página/12", en la que el autor se refiere a las obsesiones que lo guiaron a la escritura de los once relatos que componen su último libro. 


Con "Lo inolvidable" regresó a la casa del cuento, hogar que nunca abandonó...

Cuando publiqué mi primer libro de ficción, los cuentos de "Los pájaros", un periodista me dijo: "Ahora que te ejercitaste con los cuentos, supongo que vas a escribir una novela". Siempre he combatido ese lugar común: que el cuento es como el cortometraje con el que se entrena el director antes de filmar un largometraje. Eso es cierto, no lo niego, en el caso de algunos escritores o cineastas, pero habla más de ellos que del género. Tan fuerte como esa idea es el prejuicio de que el cuento no vende. Ya es como un mito, ¿no es cierto? Yo siempre retruco que mi libro de cuentos "La vida imposible" vendió más, tanto en castellano como en francés, que algunas de mis novelas. Por suerte hay un puñado de editoriales, sobre todo en España, como Páginas de Espuma o Menoscuarto, que se propusieron "vivir del cuento" y lo están haciendo. Lo que demuestra lo falso de este axioma.

Desde hace un año, en España se habla de un renacimiento del género.

Si. No sólo porque hay editoriales especializadas, sino porque los lectores, los críticos, los libreros y hasta los escritores parecen más interesados que antes en el asunto.

¿Qué aprendió en el oficio de escribir cuentos?

Algo aprendí. Soy un poco más consciente de ciertas cosas ligadas a la técnica, doy menos vueltas -menos idas y vueltas, diría- a la hora de pulir una versión final, y abandono más rápidamente ciertas escenas o ciertas digresiones que son caprichosas y que, por mucho que me gusten cuando las considero fuera de contexto, no van en el cuento. Cuando los astros se alinean un poco, consigo ser más preciso que antes.

En "Lo inolvidable" hay un epígrafe inicial de Luciano de Samósata: "En una sola cosa seré veraz: en decir que miento". ¿Por qué comenzar con esta cita que parece instaurar un pacto de lectura "diferente"? La veracidad de una o varias mentiras, ¿convierten la materia narrada en algo "más verdadero" o acaso "auténtico" de lo que es proclamado "real"?

La verdad de la literatura es lo verosímil; es el delicado pacto de confianza y de credulidad que se entabla entre el autor y el lector y que me gusta imaginar de matices tan infinitos como autores y lectores hay. Muchos escritores dijeron esto mismo antes que yo y de maneras mucho más inspiradas. Resumiendo lo que pienso, digamos que la literatura miente a partir de cosas verdaderas. Miente en serio. Y que a partir de esa mentira suele surgir una verdad, como afirmó Rulfo en un famoso texto.

Quizá lo que incomoda de esta cita de Samósata sea el énfasis puesto en la mentira. Aunque no todo sea ficción, Borges "nos enseñó" que todo puede ser leído como ficción...

Sí, es verdad. Y también pienso que todas las formas pueden ser usadas como ficción, incluso las formas más ligadas a la transmisión de exactitudes o verdades. En algunos cuentos anteriores usé la forma periodística para contar cosas ficticias. Falsas noticias. En este libro quise emplear -y proponer para que se lea como ficción- no sólo la forma del diario íntimo (el "Diario de una lectora de diarios"), sino también, como en el caso de "Retrospectiva de Bernabé Lofeudo", el cuento más extenso, la forma del programa de cine. Es como si fueras a ver una retrospectiva de un director de cine en la sala Lugones. Vas y te dan un programa. Bueno, yo me inventé el director de cine, me inventé su obra y me inventé el programa. Y ese programa cuenta una historia ficticia.

Uno de los hilos conductores podría ser, como el título de uno de los cuentos, la mentira o la verdad. En esta historia en la que un hombre le regala a su mujer unas joyas falsas que son robadas de su estuche, se lee: "Con el fin de remediar la gran mentira, estaba a punto de cometer otra mentira de similar o de peor gravedad". ¿Cómo explica ese gusto por las paradojas que se encuentra en varios relatos?

Ese cuento es como una bola de nieve. Una mentirita, un engaño casi infantil, va creciendo con los años en la conciencia del personaje masculino: el marido. La bola de nieve conduce a repeticiones. Y las repeticiones son interesantes, creo yo, si no son idénticas, si no son un mero calco. Si hay crescendo es mucho mejor. Si hay paradoja, también. A mí me gustan las paradojas, supongo, porque me gusta lo extraño, lo que no es fiel a las ideas más corrientes de lo que se considera normal o verdadero. Y mis cuentos hablan bastante de todo esto. De hechos en cierto aspecto excepcionales. O, en todo caso, memorables. Inolvidables, como dice el título.

En el terreno del arte, en la literatura, siempre hubo copias y falsificaciones, ¿no? Si la primera novela moderna es el "Quijote", ya en esas páginas está el eco de una falsificación, la del "Quijote de Avellaneda". ¿Cómo impactan las nuevas tecnologías sobre el texto y la palabra impresa en términos de credulidad?

Lo del "Quijote" es apasionante, sí, porque primero Cervantes reescribe una tradición, la de las novelas de caballería, y casi enseguida Avellaneda reescribe el "Quijote", pero lo hace -en verdad- antes de que Cervantes publique la segunda parte de su famoso libro, la parte que la mayoría coincide en afirmar que es mejor que la primera. Más aún, se sostiene que, de no haber sido por Avellaneda, acaso Cervantes no hubiese sentido el impulso de escribir esa segunda parte. O sea que a un "infame impostor" le deberíamos ese libro sublime de Cervantes. Un libro que, además, no ha dejado de reescribirse con los años: desde novelas olvidadas como "El Quijote Evangélico" hasta el "Pierre Menard" de Borges o el "Monseñor Quijote" de Graham Greene, por citar algunos ecos. Yendo al cuento de mi libro, lo que ahí ocurre -que no se pueda, para nada o casi nada, diferenciar entre las joyas originales y las falsas- es algo inquietante, puede ser, pero cada vez menos asombroso. Las nuevas tecnologías hacen posible la falsificación en masa y cada vez más perfecta. Esto nos hace modificar nuestra percepción de las cosas. Hace décadas una foto era una prueba más o menos objetiva. Hoy es muy fácil trucar o falsificar una foto. Lo puede hacer hasta un adolescente con su computadora.

En "Diario de una lectora de diarios", una mujer se propone leer los diarios como se leen los libros. Este cuento podría entablar un diálogo con "El último lector" de Ricardo Piglia, con la figura del lector adicto, el que no puede dejar de leer al punto de que la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal. La protagonista de su cuento se entera de que su hija hizo algo "terrible" a través de los diarios. ¿Qué le parece esta interpretación?

No lo había pensado, sinceramente. En tal caso sería otro caso de quijotismo o bovarismo, ¿no? El otro día alguien me dijo que el modo de leer de esta mujer se parece a la memoria de Funes. O sea, que no se puede recordar todo como no se puede "saber" todo en términos de información. Me gusta esa lectura porque es una lección interesante acerca de eso que se llama sobreinformación, la "too much information" de The Police. Así como la excesiva memoria -o la falta de olvido- impide recordar de manera discriminada, la información excesiva -y, sobre todo, indiscriminada- equivaldría a no estar informado.

Hay más ironía, más humor en "Lo inolvidable", en sintonía con Felisberto Hernández. ¿Estuvo más presente Felisberto al momento de escribir los cuentos, ya sea por evocación de climas o situaciones, o por relecturas que hizo?

Es verdad que hay bastante humor. En ese sentido se parece más, dentro de mis libros anteriores, a "La vida imposible". A mí me encanta el humor en la literatura; el humor inteligente y que hace pensar tanto o más que sonreír o reír es lo que me atrae de Gómez de la Serna, de Alphonse Allais, de Buzzati, de Ambrose Bierce, de Mrozek, de Tsutsui... O de Felisberto, que es uno de mis cuentistas favoritos. Hace bastante que no lo releo, aunque mi última relectura de algunos de sus cuentos la hice en forma no sistemática, con bastante libertad, hace unos cinco o seis años. Y por entonces estaba escribiendo un par de cuentos que acabaron en "Lo inolvidable".

En "Formas de olvido", al pianista Romualdo Avella lo abandona la música sin previo aviso. ¿Cuál fue la anécdota que disparó el cuento?

El disparador fue la imagen que abre el cuento: un pianista que de pronto queda con las manos suspendidas y la mente en blanco. La imagen se me ocurrió hace mucho, una noche que estaba viendo tocar, si no me equivoco, a Héctor "Chupita" Stamponi, el autor de "El ultimo café" entre otras joyas, en un restaurante de Buenos Aires. O sea que el punto de partida fue totalmente imaginario. Pero en esos años yo estaba bastante en contacto con tangueros: Virgilio Expósito, Cadícamo, Federico Scorticati y otros. Así que también tomé varios detalles y varios climas de ese mundo, con el debido respeto y la debida admiración.

¿Por qué el olvido es otra de las obsesiones que aparecen en varios relatos?

Los libros han sido, a lo largo de la historia, una de las mayores armas contra el olvido, si no la mayor. Eso no impide, claro está, que incluso los lectores más entusiastas tengan lagunas, olvidos acerca de lo que leyeron, como le ocurre a la mujer en el cuento "Lo inolvidable". Los libros serán objetos que aspiran a la perfección, pero todo lector es imperfecto por definición. A mí me angustia haber pasado tantas horas leyendo tal o cual novela de Balzac o de Dostoievski, haber vivido en ese cosmos durante una o dos semanas y, al mirar atrás años después, no recordar más que un detalle que, para colmo, acaso sea intrascendente o no exista en el libro. En cuanto a mi relato "Formas de olvido", advierto que terminé hablando de varias cosas: desde el olvido del público -ese "monstruo", como le dicen en Viña del Mar, que de pronto hace que un artista se eclipse, desaparezca de la masividad- hasta esos casos en que los artistas alcanzan la cumbre de su celebridad pero, por diversos factores, no tienen ya el tiempo, concreto o mental, para ocuparse de sus cosas y dejan "olvidado" su arte y se vuelven como estatuas de sí mismos.

Tal vez lo que más angustia, como le sucede a la protagonista de "Lo inolvidable", tiene que ver no sólo con olvidar lo leído por completo, sino con la pérdida de la capacidad de contabilizar lo existente, por ejemplo los textos que hablan acerca de los dientes. La lectura, que podría entenderse como un refugio, ¿es también un espacio hostil?

No sé si me convence la primera imagen. Me resulta un poco pasiva y temerosa, como si la literatura fuese una especie de embajada que brinda asilo. Prefiero un abordaje más vital. La idea de que la lectura es una forma activa de pensar otras alternativas para todo aquello que no nos gusta, que nos enoja o nos frustra. Otras vidas posibles... o imposibles. Una forma creativa, imaginativa, de hacer una crítica de la realidad, y si es sin mensajes explícitos, sin grandilocuencias, mejor. En cuanto a los dientes... no sé... ¿Viste que hay un vínculo permanente entre lo textil y la escritura? Texto viene de ahí. Las historias se van hilando o tejiendo. A un mal texto se le ven, decimos, las costuras... Después de escribir este cuento advertí que también hay un vínculo permanente entre leer y comer. Se habla de lectores voraces, de lectores omnívoros, de ser un "traga" o de devorarse un libro o, claro, hincarle un diente a una novela. Sumale a eso que hay un vínculo entre perder los dientes y envejecer, o perder la memoria, si vamos a mi cuento; ¡a esta altura ya me parece lo más sensato del mundo que la dentadura postiza de la protagonista -como ocurre en el relato- recite por las noches algunos fragmentos literarios!

25 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charles Dickens y las emociones humanas (2)

"Al pueblo no le gusta la mala literatura. Le gusta, sí, la literatura de cierto género, y le gusta, aún cuando sea mala, con preferencia a la de otro género, aún cuando ésta sea buena. No veo en ello nada de absurdo; la línea divisoria entre diferentes tipos de literatura es tan real como la que separa el llanto de la risa, y decirle a las personas que no pueden obtener más que comedias malas que uno pone a su disposición una tragedia de primer orden, es como ir a ofrecerle a una persona que tirita bebiendo café caliente un helado de clase indudablemente superior". De este modo defendía Chesterton las preferencias de mucha gente por la literatura llamada "popular", categoría en la que incluía a Dickens porque él "simpatizaba con los pobres, sufría mentalmente con ellos; las cosas que le irritaban eran las mismas que les irritaban a ellos. No compadecía al pueblo, ni se hacía su vocero o adalid; no era siquiera que defendiese al pueblo, sino que él mismo, en esas circunstancias, era el pueblo". Y agregaba: "Dickens permanecerá como señal imperecedera de lo que ocurre cuando un gran genio de las letras tiene un gusto literario coincidente con el del común de los hombres. No escribió nunca lo que debía querer el pueblo, sino que quiso lo que el pueblo quería. Jamás le habló al pueblo de arriba hacia abajo. Le habló siempre de abajo hacia arriba".
En sus grandes novelas -"The old curiosity shop" (La tienda de antigüedades), "Bleak house" (Casa desolada), "Hard times" (Tiempos difíciles), "Great expectations" (Grandes esperanzas)-, más importante que la historia en sí misma es la atmósfera del relato, algo
distintivo en toda la obra de Dickens. Es que ésta -al decir de Chesterton- "no se deja medir ni dividir por novelas; puede evaluarse siempre por personajes, a veces por grupos, más a menudo por episodios; pero nunca por novelas". Para el autor de "The Napoleon of Notting Hill" (El Napoleón de Notting Hill), "lo mejor de las obras de Dickens puede estar en la peor de sus obras", y ejemplificó: "Sherlock Holmes es la única figura popular en las novelas de Conan Doyle. Pocos serán capaces de recordar cómo se llamaba el dueño del caballo de carreras más famoso de Inglaterra que desaparece en 'Silver blaze' (Estrella de plata), o si la señora Watson era rubia o morena. En cambio, si Dickens hubiese escrito las novelas de Sherlock Holmes, todos los personajes sin excepción habrían sido igualmente atrayentes e inolvidables. Cuando Dickens introduce en un libro un personaje simplemente para que lleve una carta, aún tiene tiempo de dar dos pinceladas y hacer de él un gigante. Dickens no sólo conquistó el mundo: lo conquistó con personajes secundarios". A continuación la segunda y última parte de "Sobre el porvenir de Dickens", capítulo XII del ensayo "Charles Dickens. Un estudio crítico" que Chesterton escribió en 1906.



Un ejemplo entre muchos es adecuado para comprender mi pensamiento. El personaje del buen viejo judío en "Our mutual friend" (Nuestro común amigo), personaje inútil y poco convincente, fue introducido en la obra por la única razón de que cierto corresponsal israelita se quejaba de que se podía deducir de la maldad del viejo judío de "Oliver Twist" la de todos los judíos en general. La tesis es tan absurda que cuesta trabajo concebir que un hombre de letras cualquiera pudiera suscribirla por un momento. ¿Un autor ha creado un comisario de policía malo? Debería crear enseguida un buen comisario. ¿Había creado un filántropo egoísta? Debería crear al instante, aun a costa de todas las angustias y todo el trabajo que esto representaría, un filántropo generoso. Estas exigencias son insensatas; y sin embargo Dickens, que hacía pedazos a la gente por críticas bien fundadas, sintió satisfacción por el reclamo de su corresponsal judío. Se sentía encantado por haber sido sorprendido en un error por un árbitro público; encantado de que se le rogara que mostrase la doble faz de Israel. Todo esto procede de una vanidad tan poco literaria que más bien prueba dificultad que costumbre de aislar ese elemento de su genio serio; y yo entiendo por su genio serio -¿habrá que decirlo?- su genio cómico. Se puede cerrar los ojos ante ambiciones tan descabelladas, como se los cierra ante los sonetos de los grandes hombres de Estado. Pareciera que semejantes cosas son disculpables. Los ensayos desafortunados de hombres que se ilustran en otras disciplinas son las teorías políticas del profesor Tyndall o la filosofía del profesor Haeckel. Por lo tanto, a juicio mío, la posteridad no se preocupará de las páginas mediocres que Dickens haya escrito, sino que sabrá que ha escrito algunas muy bellas.
Por otra parte, el segundo de los reproches dirigidos a Dickens es el haber exagerado sus personajes, haciendo inverosímiles sus actos. Esto equivale a decir simplemente que la exageración y la inverosimilitud surgen de la comparación de la sociedad moderna con las obras de ciertos escritores, como Thackeray o Trollope, que trazaban con mucha exactitud las costumbres de esa sociedad. Cosa extraña, algunos personajes han sostenido que Dickens se ha resentido o se resentirá a causa del cambio de las costumbres sociales. Nada más ilógico. No son los creadores de lo imposible los que han de sufrir las injurias del tiempo. Mr. Bunsby -el personaje de "Dombey and son" (Dombey e hijo)- no será nunca más inverosímil que cuando lo inventó Dickens. Los escritores contra cuya gloria atentará indudablemente el tiempo son los realistas concienzudos; los que han observado en detalle las costumbres de este mundo efímero. Es evidente que nada es más frágil que un hecho; una realidad se desvanece más pronto que un sueño. Un sueño puede durar tres mil años. Por ejemplo, todos nosotros hemos soñado un hombre perfectamente intrépido, un héroe; y el Aquiles de Homero persiste todavía. Pero del mismo ignoramos todavía una cosa precisa: hasta qué punto es admisible su existencia. Los narradores realistas de su época, gracias a Dios, han sido olvidados todos; no podemos saber si Homero ha exagerado ligeramente, si ha exagerado locamente o si no ha exagerado las proezas personales del capitán miceniano en la batalla. La fantasía ha sobrevivido a la realidad. Así pues, la fantasía de donde ha salido Podsnap -el personaje de "Nuestro común amigo"- podría sobrevivir muy bien a las realidades del comercio inglés, y entonces nadie sabrá ya si Podsnap ha sido posible alguna vez. Sabrá que, como Aquiles, le hacía falta a la literatura.


El argumento positivo que yo invocaría para demostrar ahora la inmortalidad de Dickens nos conduce a que su potencia creadora sólo puede comprobarse, no discutirse. Ha hecho cosas que ningún otro hubiera sido capaz de hacer. Ha inventado a Dick Swiveller -personaje de "La tienda de antigüedades"- mediante un procedimiento muy distinto al que Thackeray utilizó para inventar al coronel Newcome. La creación de Thackeray era toda de observación; la de Dickens, toda poesía, lo cual vale para que sea eterna.
Se puede agregar otra prueba en apoyo de nuestra tesis. Tal como lo concibo, el escritor inmortal es por lo común el que realiza algo universal bajo una forma particular. Quiero decir que presenta lo que puede interesar a todos los hombres bajo una forma propia a un solo hombre o a un solo país. Otros ciudadanos de ese país, que se contentan con hacer lo que hacen de un modo parecido a otros escritores, tienden a adquirir una gran reputación de su vida para descender de inmediato a una tercera o cuarta categoría. La guerra nos suministrará un acercamiento que sirva para aclarar mi pensamiento. Nadie, a mi entender, puede discutir que a pesar de la igualdad mantenida siempre por la admiración nacional por Wellington y Nelson, la gloria de Nelson irá creciendo mientras la otra disminuye. El renombre de Wellington proviene de que fue un buen soldado al servicio de Inglaterra, tal como veinte hombres parecidos fueron entonces buenos soldados al servicio de Austria, de Prusia o de Francia. Nelson, por el contrario, sigue siendo el representante de una forma especial de la ofensiva que es a la vez universal y sin embargo muy inglesa, la guerra naval. Ahora bien, Dickens es a la vez tan universal como el mar y tan inglés como Nelson. Thackeray, George Eliot y los demás escritores de esta gran Inglaterra son comparables a Wellington en el género del trabajo a que se dedicaban -observación realista, estudio agudo de los fenómenos intelectuales-: muchos autores triunfaban con iguales afanes en Francia, en Alemania, en Italia. Pero Dickens realizaba algo verdaderamente universal, de lo cual sólo un inglés podía ser artista.
Tenemos como prueba el hecho de que Byron y él son dos hombres que, parecidos a torres, atraen la vista de los extranjeros. Sería muy largo examinar la razón; sin embargo, puede indicarse brevemente. Sólo un inglés podía llenar sus libros de furiosa ironía y de una no menos vivaz benevolencia al mismo tiempo. En los países que un sistema centralizador ha llenado de crueles recuerdos, de variaciones políticas, la burla es siempre feroz. Sólo un inglés, por lo demás, podía pintar una democracia compuesta de hombres libres y no obstante ridículos. En los demás países donde el régimen democrático ha sido establecido a partir de las luchas más reñidas parece que, a menos de apoyarse en la dignidad del hombre, se le presenta como un esclavo. La única grandeza definitiva para un ser humano es, pues, haber hecho para el mundo entero lo que el mundo entero es incapaz de hacer por sí mismo. Dickens, estoy seguro, lo ha conseguido.


Ha pasado la hora del ajenjo. Los pequeños artistas que encontraban al gran novelista demasiado sano de espíritu para sus dolores, demasiado honesto para sus placeres, no nos importunarán mucho tiempo. Pero nosotros tendremos que hacer una larga peregrinación antes de comprender nuevamente a Dickens. Será necesario seguir una caprichosa ruta inglesa, una ruta tortuosa como aquella por la que caminó Mr. Pickwick. De cualquier modo, una parte de lo que él ha querido decir se resume en esto: la buena camaradería y la alegría no son los puntos intermedios de nuestro viajero sino más bien nuestros viajes son intermedios de camaradería y de alegría a los cuales, con la ayuda de Dios, no se les pondrá nunca fin. No es la posada la que indica el camino: es el camino el que conduce a la posada. Ahora bien, todos los caminos conducen finalmente a la última posada donde volveremos a encontrar a Dickens con todos sus personajes; y cuando volvamos a llenar nuestros vasos, será de los amplios frascos de la taberna del fin del mundo.

24 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charles Dickens y las emociones humanas (1)

La infancia de Charles Dickens (1812-1870) transcurrió en la Inglaterra victoriana, aquella época caracterizada por los profundos abismos sociales desatados por la vertiginosa industrialización. Tras unos primeros años vividos con cierta comodidad, todo cambió a partir del encarcelamiento de su padre por deudas fiscales. El joven Dickens -de tan sólo doce años- tuvo entonces que trabajar como obrero en una fábrica de betún en condiciones deplorables: jornadas de diez horas diarias a cambio de una paga de seis chelines semanales con los que ayudaba a su familia. Esa experiencia lo marcaría para siempre: fue decisiva en su vida y central en su obra. Si bien pudo después asistir de nuevo a la escuela, la mayor parte de su educación fue autodidacta. Ferviente lector de algunos de los grandes novelistas de los siglos XVII y XVIII, como Daniel Defoe (1660-1731), Henry Fielding (1707-1754) y Tobias Smollett (1721-1771) -cuyas influencias son notorias en su obra-, en 1827 consiguió trabajo en un estudio jurídico y, más adelante, como taquígrafo en el Parlamento. Sus primeros pasos en las letras los dio al año siguiente en el periódico "Doctor's Commons", para luego ingresar como cronista parlamentario en "True Sun" y poco después en "The Mirror of Parliament". En 1834 pasó al "Morning Chronicle" como periodista político y, dos años más tarde, aparecieron en forma de libro los artículos que había ido publicando en "The Monthly Magazine" bajo el seudónimo de Boz: "Sketches by Boz" (Apuntes de Boz) primero, y "The posthumous papers of the Pickwick Club" (Los papeles póstumos del club Pickwick) después. También trabajó como editor de los semanarios "Household News" y "All the Year Round", y escribió a lo largo de su vida libros de viajes, de poemas, de ensayos, artículos, obras teatrales, cuentos cortos y varias novelas en coautoría con Wilkie Collins (1824-1889).
Dickens trazó una notable descripción de la sociedad victoriana de su tiempo, con los excesos del industrialismo haciendo estragos en las capas sociales más desprotegidas y vulnerables. El novelista español Miguel Delibes (1920-2010) decía que la sola mención de su nombre 
despierta en el lector iniciado "escenas de niebla y nieve, niños harapientos aplastando sus naricillas contra una vitrina repleta de juguetes, el viejo avaro junto a la chimenea de leños crepitantes, velas encendidas, cajitas de música, el cochero en el pescante de una berlina, con el tapabocas hasta los ojos, una calle de Londres flanqueada de árboles agarrotados por la escarcha... Todo un mundo, en fin, transido de nostalgia, envuelto en un halo de candor y sencillez, honestamente moralizador, donde niños inocentes y desvalidos topan a menudo con la incomprensión y el egoísmo de los adultos". En una oportunidad le preguntaron a Harold Bloom (1930) qué deberían leer los más pequeños. Respondió el crítico literario experto en literatura anglosajona: "Tanto J.K. Rowling como Stephen King son malos escritores. Recomiendo a los niños de todas las edades que dejen esos libros de lado y lean y relean a Andersen y Dickens, a Lewis Carroll y Edward Lear". Y cuando decía "niños de todas las edades", Bloom lo hacía sabiendo que esos libros, sobre todo los de Dickens, no son necesariamente "para" niños sino "sobre" niños. Específicamente niños maltratados como en el caso de "Oliver Twist", la primera novela en lengua inglesa que tuvo a un niño como protagonista, o el de "David Copperfield", la más autobiográfica de todas sus novelas.


Gilbert K. Chesterton (1874-1936) escribió varias biografías de escritores, entre ellas las de   
Geoffrey Chaucer (1343-1400), la de Robert Browning (1812-1889) y la de Robert Louis Stevenson (1850-1894), pero la más notable fue la que escribió sobre Dickens en 1906. Entre la semblanza y la crítica -algo que repetiría en 1909 con George Bernard Shaw (1856-1950)-, el ensayo de Chesterton transita por la vida y la obra del autor de "Oliver Twist" con
crudeza, sin prejuicios, vertiendo opiniones y valoraciones críticas con una indisimulada admiración: "Dickens sabía muy bien que la mayor alegría que se ha conocido desde el edén es la alegría de los desdichados. En eso era incomparable". El escritor, crítico y editor argentino Luis Chitarroni (1958) dice en "Retrato de la muchedumbre", un artículo aparecido en "Los escritores de los escritores" en 1997: "Basta entrar en el ensayo sobre Dickens para darse cuenta de que las facultades de Chesterton como crítico son excep­cionales. También es excepcional el ordenamiento de sus ra­zones, la variedad de sus ejemplos, siempre veraces; sólo por momentos esa inteligencia omnímoda y satisfecha se distrae de nosotros, sus lectores. Siempre creyó que las cosas que uno relega a la fantasía más primitiva eran reales. Entonces nos deslizamos al umbral de ese limbo de acechanzas y descubri­mos una imaginación ávida y abrasiva. Una imaginación que ya ha concedido todo lo necesario a la inteligencia y que pue­de, harta de saciedad, convertir en ruinas el mundo que creó y hacer a gusto un infierno habitable y verosímil".
Los doce capítulos que componen "Charles Dickens. A critical study" (Charles Dickens. Un estudio crítico) fueron complementados por Chesterton en 1911 con su "Appreciations and criticisms of the works of Charles Dickens" (Apreciaciones y críticas sobre las obras de Charles Dickens), ensayo en el que reafirmó su condición de mejor crítico del autor de "A tale of two cities" (Historia de dos ciudades). Del primero de estos libros se reproduce la primera parte del capítulo XII, titulado "A note on the future of Dickens" (Sobre el porvenir de Dickens), en el que Chesterton se expresó así: 

La cosa de la que nos es más difícil acordarnos en lo que corresponde a nuestra propia época es, naturalmente, que no es más que una época; por instinto, la consideramos como el día del juicio. Pero todo lo que le pertenece, como época únicamente, será sin duda subvertido muy pronto; todo lo debe pasar, pasará. No es verdad sólo que todas las cosas antiguas están muertas ya; es verdad que todas las modernas lo están también, porque inmortales son las cosas ni viejas ni nuevas. Cuanto más a la moda se está del año presente, tanto más se está retrasado (en cierto sentido) de la del año próximo. Por consiguiente, tratando de adivinar si, según la expresión consagrada, vivirá un autor, es necesario tener una opinión muy fija sobre lo que no cambia en el hombre, suponiendo que haya algo que no cambie. Ahora bien, es muy difícil llegar a esa opinión si no se tiene una religión o, por lo menos, una filosofía dogmática.

 
Es necesario proclamar la igualdad de los hombres respecto del tiempo como respecto de las clases sociales. Sentirse infinitamente superior a un burgués del siglo XII es también dar una prueba de vanidad ridícula como si se creyera infinitamente superior a un antiguo habitante del viejo camino de Kent. Entre esos hombres y nosotros existen diferencias; podemos ser superiores en cierto sentido; pero en los dos casos nuestro error consiste en creer en las cosas pequeñas por las que diferimos en vez de estar confundidos y embriagados por las cosas terribles y gozosas que nos son comunes. Pero la dificultad aquí es la misma: los objetos lejanos se nos aparecen más grandes de lo que en realidad son y de este modo parecen formar parte esencial del universo, cuando no expresan quizá más que una de las formas pasajeras de la humanidad. Pocos conciben, por ejemplo, que llegará un tiempo sin pena en que la gran floración científica del siglo XIX será mirada como un fenómeno tan espléndido, tan breve, no menos único en su género ni menos abandonado en consecuencia que la floración artística del Renacimiento. Pocos comprenden que la costumbre general de construir ficciones, de contar historias en prosa, puede desaparecer como ha desaparecido de nuestros días la costumbre de rimar baladas, de contar historias en verso. Pocos comprenden, por último, que la escritura y la lectura son únicamente ciencias arbitrarias y tal vez temporales como la del blasón.
El espíritu inmortal subsistirá y es por él por lo que serán juzgados, con toda seguridad, los escritores como Dickens. Creo que no hay ya ningún necio que niegue que se debe atribuir a éste un lugar eminente en la literatura duradera. Ahora bien, a pesar de la incertidumbre fatal de toda predicción, quisiera dedicar este capítulo a establecer que Dickens no ocupará sólo en el siglo XIX inglés un lugar elevado, sino el lugar más elevado de todos. En cierta época contemporánea de su gloria, un inglés de cultura media hubiera dicho que existían en aquel momento en su país aproximadamente cinco o seis excelentes novelistas de un valor casi igual. Y hubiera puesto en esta lista a Dickens, Bulwer Lytton, Thackeray, Charlotte Bronté, George Eliot y tal vez otros. Desde entonces han transcurrido cuarenta años y algunos escritores han pasado a un lugar más humilde. Ciertos lectores dirán ahora que, sobre la plataforma superior, no quedan más que Thackeray y Dickens; otros añadirán a Charlotte Bronté. Yo tomo a mi cargo predecir que cuando hayan pasado otros tantos años y se haya hecho una selección más completa, Dickens dominará toda la Inglaterra del siglo XIX; él será el único que quede sobre la plataforma.
No ignoro que ésta es una afirmación muy audaz y que tiende a suscitar respecto a otros escritores apreciaciones poco halagüeñas, como esas en que el señor Swinburne se ha empeñado en su sugestivo ensayo sobre Dickens. Pero si coloco en un lugar inferior a los demás novelistas ingleses, lo hago colocándome en un punto de vista completamente relativo y de ningún modo positivo. Es cierto que se acudirá siempre a Thackeray, a la exquisita riqueza de su emoción, al sentimiento de que está penetrado de un recuerdo que es toda la vida; visión retrospectiva triste pero sagrada, donde nada absolutamente debe ser olvidado. No es probable que los sabios lo abandonen. Asi, por ejemplo, los sabios y eruditos vuelven de tiempo en tiempo a los poetas líricos del Renacimiento francés, a la amarga y patética delicadeza de Bellay, y volverán asimismo a Thackeray. Pero sostengo que Dickens dominará nuestra época como la figura gigantesca de Rabelais domina a Bellay, domina el Renacimiento y domina el mundo.


Séame permitido dar primero una razón negativa. Los defectos particulares por los cuales es condenado Dickens a justo título por la crítica son precisamente los que nunca han impedido a un escritor ser inmortal. El principal reproche que se le dirige es haber producido incontestablemente una cantidad enorme de hojarasca. Un autor se encuentra relegado a una categoría inferior en la estimación de sus contemporáneos; no parece que su situación futura quede afectada en lo más mínimo. Shakespeare especialmente y Wordsworth han dejado no solamente una cantidad impresionante de hojarasca, sino una cantidad de enormes hojarascas. La humanidad se encarga de editar las obras de los escritores que fueron. Virgilio cometió un error al suprimir sus versos menos bellos; nosotros nos hubiéramos encargado de esa tarea. En el caso especial de Dickens hay razones particulares para considerar las partes mediocres de sus novelas como independientes del resto. La mayor parte de ellas han sido compuestas, como ya lo he indicado, bajo el imperio de una ambición ajena al genio personal del artista, la ambición de ser el proveedor universal del público, de tener capacidad para todas las emociones humanas. Dickens presidía una especie de juicio final literario: distribuía los papeles de mala gente como castigo y los papeles de gente buena a título de recompensa.

23 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charlotte Brontë y la fidelidad a la emoción

En el otoño de 1845, las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë publicaron un libro de poemas que apareció con el título de "Poems by Currer, Ellis and Acton Bell" (Poemas por Currer, Ellis y Acton Bell), empleando cada una de ellas las iniciales de su nombre en los seudónimos. El costo de la edición corrió por cuenta de las hermanas y sólo se vendieron dos ejemplares. Sin embargo, entre 1847 y 1848, las tres hermanas escritoras publicaron tres de los libros más influyentes en la historia de la literatura inglesa: "Jane Eyre" de Charlotte, "Wuthering heights" (Cumbres borrascosas) de Emily y "The tenant of Wildfell Hall" (La inquilina de Wildfell Hall) de Anne. Si bien Emily fue la única de la familia que tuvo talento poético, Charlotte fue la que alcanzó cierta notoriedad en vida. Antes de alcanzar el éxito había enviado sus versos al laureado Robert Southey (1774-1843), un poeta inglés de la escuela romántica muy popular por entonces, quien le contestó: "Señora: la literatura no es asunto de mujeres y no debería serlo nunca". No obstante la admonición, cuando apareció 
"Jane Eyre" (publicada bajo su seudónimo masculino, Currer Bell), la novela tuvo un éxito inmediato a pesar de algunas críticas despiadadas. Centrada en la descripción del mundo psicológico y social de la mujer en el siglo XIX, la forma "vulgar" de abordar las pasiones de su protagonista provocó un considerable escándalo en la sociedad de la época.
Tras la muerte prematura de sus hermanas, Charlotte viajó varias veces a Londres para promover la publicación de su obra. Allí conoció a su admirado William Thackeray (1811-1863) y a la famosa economista, socióloga y defensora de los derechos de la mujer Harriet Martineau (1802-1876). Incluso alcanzó a posar para el pintor George Richmond (1809-1896), quien realizó el retrato más conocido de la escritora y, en un viaje a Manchester, trabó amistad con la novelista Elizabeth Gaskell (1810-1865), que escribiría en 1857 una admirable biografía de ella. Charlotte se había convertido en un personaje muy famoso y era reconocida por los grandes escritores de la época. Publicó otras dos novelas, en 1949 "Shirley", en la que abordó el impacto de la revolución industrial en su Yorkshire natal, y en 1853 "Villette", en la que recuperó como argumento el tema de la institutriz enamorada de un hombre maduro que había tratado en su primer novela, "The professor" (El profesor), que comparte con "Jane Eyre" el tópico victoriano de la heroína huérfana y que sería publicada póstumamente. Antes, entre 1833 y 1839, había escrito varias historias cortas destinadas al público juvenil, entre ellas "The green dwarf" (El enano verde), "Tales of Angria" (Cuentos de Angria) y "Tales of the islanders" (Cuentos de los Isleños). Charlotte Brontë, que había nacido en 1816 en Thornton, Yorkshire, murió en 1855 en Haworth, un pueblo situado en el condado inglés de West Yorkshire, dejando una novela inconclusa: "Emma".
En general, la crítica literaria ha hecho hincapié, a la hora de abordar el análisis de la obra de Charlotte Brontë, en la preeminencia del elemento romántico y en su carácter moralizante. Al respecto, el académico inglés David Cecil (1902-1986) en su ensayo "Early victorian novelists" (Los primeros novelistas victorianos) sostenía que "Charlotte Brontë era una moralista; todas sus reacciones son, en parte al menos, reacciones morales. Cada episodio por ella narrado, trivial o importante, iluminó la eterna batalla entre el pecado y la virtud". Similar visión tenía la novelista Dinah Craik (1826-1887) quien en "A woman's thoughts about women" (Pensamientos de una mujer acerca de las mujeres) puso de manifiesto el marcado carácter moralizante de las novelas de Charlotte Brontë, al que "la autora subordina todo el material narrativo", recalcando "la gran influencia de la tradición puritana en su vida y su obra". Críticas más recientes respaldan esas lecturas: los personajes de Charlotte Brontë destacan por la presencia de una moral estricta y no hay en ellos ninguna transgresión 
significativa del código de castidad victoriano. Bastante distinta es la visión de las críticas literarias norteamericanas Sandra Gilbert (1936) y Susan Gubar (1944), quienes en su clásico ensayo "The women writer and the nineteenth century literary imagination" (Las escritoras y la imaginación literaria del siglo XIX), afirman que dichos personajes "no 
actuaban movidos por algún tipo de convención social o moral religiosa sino por un marcado sentido de la independencia y del individualismo".


Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), celebérrimo escritor inglés, también dijo lo suyo. En su libro "Twelve types" (Doce tipos) -que reúne ensayos publicados en los periódicos "Speaker" y "Daily News"- apareció el titulado sencillamente "Charlotte Brontë". En él, el autor de "The man who was Thursday" (El hombre que fue Jueves) y "The secret of Father Brown" (El secreto del Padre Brown), trazó un panegírico de la escritora deslizando con emotiva delicadeza: "Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë". El texto completo dice así: 

Una objeción corriente que se hace a la biografía realista es que revela cosas importantes y aun sagradas de la vida de una persona. La verdadera objeción es más bien que revela lo que menos importa. Revela, explica y repite precisamente aquellas circunstancias de la vida de una persona que ella misma menos presente tiene: su clase social, la vida y milagros de sus antepasados, su actual paradero. En rigor, este tipo de cosas no están a la vista, no son cosas que tengamos en mente ni –podemos decir casi con la misma seguridad– tampoco en la vida. Nadie piensa más en sí mismo como el que vive en la tercera casa de cierta calle de Brixton, que como un curioso animal bípedo. Cómo se llamaba una persona, cuánto ganaba, con quién estaba casada, dónde vivía, no son cosas sacrosantas; son cosas irrelevantes.
El caso de las hermanas Brontë es en este sentido ejemplar. Charlotte Brontë es la típica loca del pueblo; sus excentricidades dan inagotable pábulo a la inocente conversación de esos plácidos y bucólicos tertulianos que son los literatos. Los cotillas literarios como Augustine Birrell y Andrew Lang, por otro lado encantadores, no se cansan de coleccionar cuanto vislumbre, anécdota, sermón, comentario y curiosidad podrán constituir un museo Brontë. De todos los autores victorianos, ellas son de las que más se habla en términos personales, y el foco de la biografía ha dejado muy pocos rincones oscuros de la vieja casa oscura de Yorkshire. Y, sin embargo, toda esta investigación biográfica, con ser natural y pintoresca, se compadece mal con las hermanas Brontë. Pues el genio de ellas consistía sobre todo en afirmar la suprema irrelevancia de lo aparente. Hasta entonces se había supuesto que la verdad existía más o menos en la novela de costumbres. Charlotte Brontë asombra al mundo demostrando que una novela en la que nadie, ni bueno ni malo, tiene costumbre alguna, puede transmitir una verdad infinitamente más antigua y elemental. Su obra representa la primera gran afirmación de que la monótona vida de la civilización moderna puede ser tan postiza y engañosa como un traje de disfraces. Charlotte demostró que en el alma de una institutriz puede haber abismos, y eternidades en la de un fabricante; su heroína es una típica solterona, con vestido de lana merina y un alma llena de fuego. Significativamente, fue la primera que, siguiendo de manera consciente o inconsciente el impulso de su genio, despojó a la protagonista no solo del oro y los diamantes artificiales de la riqueza y la moda, sino incluso del oro y los diamantes naturales de la belleza física y la gracia. Sintió instintivamente que había que hacer feo todo lo exterior para poder hacer sublime todo lo interior. Eligió a la más fea de las mujeres en el más feo de los siglos, para revelar dentro de una y de otro los infiernos y los cielos de Dante.


Creo, pues, que puede decirse legítimamente que la vida exterior de Brontë, con ser en sí misma muy pintoresca, es menos relevante que la de casi cualquier otro escritor. Nos interesa saber si Jane Austen conocía la vida de los oficiales y las mujeres elegantes que figuran en sus obras; si Dickens vio algún naufragio o pisó alguna vez un asilo de pobres. Nos interesa porque gran parte de la convicción que estos autores transmiten se debe, más que a su fidelidad a la realidad, a su conocimiento de ella. Pero en el caso de Brontë, todo el sentido y la razón de ser de su obra es mostrar que la cosa más insignificante del mundo es auténtica. La historia de "Jane Eyre" es tan monstruosa que no puede ser confundida con una fábula o un cuento de hadas. Los personajes no hacen lo que deberían hacer, ni lo que podrían hacer, ni tan siquiera -nos es lícito decir, en vista de lo demencial del mundo que los rodea- lo que quieren hacer. El comportamiento de Rochester es tan primitiva e inhumanamente bárbaro que la admirable parodia de Bret Harte apenas lo exagera. Una escena como la descrita con estas palabras: "Y entonces, con sus maneras de siempre, me arrojó las botas a la cabeza y se fue", tiene mucho de caricaturesca. Y algo parecido a aquella en la que Rochester se viste como un viejo gitano difícilmente se encontrará en ninguna otra rama del arte, salvo en la de la comedia, en la que vemos al emperador convertido en un payaso. Sin embargo, pese a ese mundo de pesadilla, ilusión, locura e ignorancia, "Jane Eyre" es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito. Su esencial fidelidad a la vida nos permite respirar. No fidelidad a las apariencias, que son siempre falsas, ni a los hechos, que casi siempre son falsos, sino fidelidad a lo único verdadero, al mínimo irreductible, al germen indestructible: la emoción. Poco importaría que una historia de Brontë fuera cien veces más lunática e inverosímil que "Jane Eyre", o cien veces más lunática e inverosímil que "Cumbres borrascosas". Poco importaría que George Read caminara con la cabeza y la señora Read cabalgase un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y St. John Rivers tres piernas: seguiría siendo la historia más verdadera del mundo. Es más, el típico personaje de Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio.
La grande y perdurable verdad que la obra de Brontë representa es una verdad importantísima que tiene que ver con el eterno espíritu juvenil: la de la íntima relación entre el terror y la alegría. La protagonista de Brontë, desharrapada, sin instrucción, víctima de una inexperiencia que la humilla y de una especie de fatídica inocencia, es capaz, en virtud de su misma soledad y tosquedad, de sentir el mayor goce que le es dado sentir a un ser humano: el goce de la esperanza, el goce de una ignorancia radiante y apasionada. Su figura demuestra cuán falso es creer que el placer consiste en vestir con elegancia todas las noches e ir al teatro todos los estrenos. No es el hedonista quien sabe lo que es el placer; no es el hombre de mundo quien aprecia el mundo. El hombre que ha aprendido a hacer todo lo convencional de manera perfecta, ha aprendido también a hacerlo de manera prosaica. Es el hombre rústico, al que no le sientan bien los trajes elegantes, al que no le entran los guantes, el que no sabe hacer cumplidos, quien de verdad es capaz de sentir el antiguo éxtasis de la juventud. Teme lo bastante a la sociedad como para disfrutar de sus propios triunfos. Posee esa capacidad de miedo que es uno de los ingredientes eternos de la dicha. Este es el espíritu que anima la novela de Brontë, la épica del júbilo del hombre temeroso. Y por eso es de un valor incalculable en nuestro tiempo, cuya maldición es no poder gozar con reverencia por no poder gozar con miedo. La discreta y mal vestida institutriz de Charlotte Brontë, con sus miras estrechas y sus creencias estrechas, sabe más de las pavorosas y elementales fuerzas del universo que mil rebeldes poetas menores. Ella contempla el mundo con verdadera sencillez y, en consecuencia, con auténtico miedo y con auténtica fruición. Teme, por decirlo así, la legión de las estrellas, y esto le infunde la única fuerza que puede impedir que la alegría se vuelva tan gris y árida como la rutina. La capacidad de tener miedo es el primero y más delicado de los poderes del deleite. El miedo de Dios es el principio del placer.


En general, pues, creo que puede decirse que la juventud oscura y asilvestrada de las hermanas Brontë en su oscuro y asilvestrado hogar de Yorkshire ha sido un tanto exagerada como factor necesario en su obra y en su visión del mundo. Las emociones que ellas trataron son emociones universales, emociones de la aurora de la existencia, la alegría y el terror juveniles. Todos hemos tenido de críos pesadillas de obstáculos insuperables y amenazas terribles en las que sentimos, bajo mil formas tontas, toda la angustia y el pánico de "Cumbres borrascosas". Todos hemos soñado despiertos con un futuro que no era un ápice más razonable que el de Jane Eyre. Y la verdad que las hermanas Brontë vienen a decirnos es que el amor no lo apaga toda el agua del mundo, ni un secreto entusiasmo toda la respetabilidad provinciana. Clapham, como cualquier otra ciudad del mundo, está construida sobre un volcán. Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë. La gran ciudad extiende a nuestro alrededor sus interminables tentáculos como una inmensa figura geométrica, y hay veces en que creemos enloquecer, si no lo estamos ya, ante la multiplicidad de sus espantosas perspectivas, la suma demencial de su innumerable población. Pero esta impresión es falsa. No hay montones de casas, no hay masas de hombres. El colosal diagrama de calles y casas no es sino una ilusión, el sueño alucinado de un constructor especulativo. Todas y cada una de esas personas están supremamente solas y son supremamente importantes para sí mismas. Todas y cada una de esas casas son el centro del mundo. No hay una sola de esos millones de casas que no haya parecido alguna vez a alguna persona el centro de todas las cosas y la meta del viaje.