23 de abril de 2011

G.K. Chesterton. Charlotte Brontë y la fidelidad a la emoción

En el otoño de 1845, las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë publicaron un libro de poemas que apareció con el título de "Poems by Currer, Ellis and Acton Bell" (Poemas por Currer, Ellis y Acton Bell), empleando cada una de ellas las iniciales de su nombre en los seudónimos. El costo de la edición corrió por cuenta de las hermanas y sólo se vendieron dos ejemplares. Sin embargo, entre 1847 y 1848, las tres hermanas escritoras publicaron tres de los libros más influyentes en la historia de la literatura inglesa: "Jane Eyre" de Charlotte, "Wuthering heights" (Cumbres borrascosas) de Emily y "The tenant of Wildfell Hall" (La inquilina de Wildfell Hall) de Anne. Si bien Emily fue la única de la familia que tuvo talento poético, Charlotte fue la que alcanzó cierta notoriedad en vida. Antes de alcanzar el éxito había enviado sus versos al laureado Robert Southey (1774-1843), un poeta inglés de la escuela romántica muy popular por entonces, quien le contestó: "Señora: la literatura no es asunto de mujeres y no debería serlo nunca". No obstante la admonición, cuando apareció 
"Jane Eyre" (publicada bajo su seudónimo masculino, Currer Bell), la novela tuvo un éxito inmediato a pesar de algunas críticas despiadadas. Centrada en la descripción del mundo psicológico y social de la mujer en el siglo XIX, la forma "vulgar" de abordar las pasiones de su protagonista provocó un considerable escándalo en la sociedad de la época.
Tras la muerte prematura de sus hermanas, Charlotte viajó varias veces a Londres para promover la publicación de su obra. Allí conoció a su admirado William Thackeray (1811-1863) y a la famosa economista, socióloga y defensora de los derechos de la mujer Harriet Martineau (1802-1876). Incluso alcanzó a posar para el pintor George Richmond (1809-1896), quien realizó el retrato más conocido de la escritora y, en un viaje a Manchester, trabó amistad con la novelista Elizabeth Gaskell (1810-1865), que escribiría en 1857 una admirable biografía de ella. Charlotte se había convertido en un personaje muy famoso y era reconocida por los grandes escritores de la época. Publicó otras dos novelas, en 1949 "Shirley", en la que abordó el impacto de la revolución industrial en su Yorkshire natal, y en 1853 "Villette", en la que recuperó como argumento el tema de la institutriz enamorada de un hombre maduro que había tratado en su primer novela, "The professor" (El profesor), que comparte con "Jane Eyre" el tópico victoriano de la heroína huérfana y que sería publicada póstumamente. Antes, entre 1833 y 1839, había escrito varias historias cortas destinadas al público juvenil, entre ellas "The green dwarf" (El enano verde), "Tales of Angria" (Cuentos de Angria) y "Tales of the islanders" (Cuentos de los Isleños). Charlotte Brontë, que había nacido en 1816 en Thornton, Yorkshire, murió en 1855 en Haworth, un pueblo situado en el condado inglés de West Yorkshire, dejando una novela inconclusa: "Emma".
En general, la crítica literaria ha hecho hincapié, a la hora de abordar el análisis de la obra de Charlotte Brontë, en la preeminencia del elemento romántico y en su carácter moralizante. Al respecto, el académico inglés David Cecil (1902-1986) en su ensayo "Early victorian novelists" (Los primeros novelistas victorianos) sostenía que "Charlotte Brontë era una moralista; todas sus reacciones son, en parte al menos, reacciones morales. Cada episodio por ella narrado, trivial o importante, iluminó la eterna batalla entre el pecado y la virtud". Similar visión tenía la novelista Dinah Craik (1826-1887) quien en "A woman's thoughts about women" (Pensamientos de una mujer acerca de las mujeres) puso de manifiesto el marcado carácter moralizante de las novelas de Charlotte Brontë, al que "la autora subordina todo el material narrativo", recalcando "la gran influencia de la tradición puritana en su vida y su obra". Críticas más recientes respaldan esas lecturas: los personajes de Charlotte Brontë destacan por la presencia de una moral estricta y no hay en ellos ninguna transgresión 
significativa del código de castidad victoriano. Bastante distinta es la visión de las críticas literarias norteamericanas Sandra Gilbert (1936) y Susan Gubar (1944), quienes en su clásico ensayo "The women writer and the nineteenth century literary imagination" (Las escritoras y la imaginación literaria del siglo XIX), afirman que dichos personajes "no 
actuaban movidos por algún tipo de convención social o moral religiosa sino por un marcado sentido de la independencia y del individualismo".


Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), celebérrimo escritor inglés, también dijo lo suyo. En su libro "Twelve types" (Doce tipos) -que reúne ensayos publicados en los periódicos "Speaker" y "Daily News"- apareció el titulado sencillamente "Charlotte Brontë". En él, el autor de "The man who was Thursday" (El hombre que fue Jueves) y "The secret of Father Brown" (El secreto del Padre Brown), trazó un panegírico de la escritora deslizando con emotiva delicadeza: "Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë". El texto completo dice así: 

Una objeción corriente que se hace a la biografía realista es que revela cosas importantes y aun sagradas de la vida de una persona. La verdadera objeción es más bien que revela lo que menos importa. Revela, explica y repite precisamente aquellas circunstancias de la vida de una persona que ella misma menos presente tiene: su clase social, la vida y milagros de sus antepasados, su actual paradero. En rigor, este tipo de cosas no están a la vista, no son cosas que tengamos en mente ni –podemos decir casi con la misma seguridad– tampoco en la vida. Nadie piensa más en sí mismo como el que vive en la tercera casa de cierta calle de Brixton, que como un curioso animal bípedo. Cómo se llamaba una persona, cuánto ganaba, con quién estaba casada, dónde vivía, no son cosas sacrosantas; son cosas irrelevantes.
El caso de las hermanas Brontë es en este sentido ejemplar. Charlotte Brontë es la típica loca del pueblo; sus excentricidades dan inagotable pábulo a la inocente conversación de esos plácidos y bucólicos tertulianos que son los literatos. Los cotillas literarios como Augustine Birrell y Andrew Lang, por otro lado encantadores, no se cansan de coleccionar cuanto vislumbre, anécdota, sermón, comentario y curiosidad podrán constituir un museo Brontë. De todos los autores victorianos, ellas son de las que más se habla en términos personales, y el foco de la biografía ha dejado muy pocos rincones oscuros de la vieja casa oscura de Yorkshire. Y, sin embargo, toda esta investigación biográfica, con ser natural y pintoresca, se compadece mal con las hermanas Brontë. Pues el genio de ellas consistía sobre todo en afirmar la suprema irrelevancia de lo aparente. Hasta entonces se había supuesto que la verdad existía más o menos en la novela de costumbres. Charlotte Brontë asombra al mundo demostrando que una novela en la que nadie, ni bueno ni malo, tiene costumbre alguna, puede transmitir una verdad infinitamente más antigua y elemental. Su obra representa la primera gran afirmación de que la monótona vida de la civilización moderna puede ser tan postiza y engañosa como un traje de disfraces. Charlotte demostró que en el alma de una institutriz puede haber abismos, y eternidades en la de un fabricante; su heroína es una típica solterona, con vestido de lana merina y un alma llena de fuego. Significativamente, fue la primera que, siguiendo de manera consciente o inconsciente el impulso de su genio, despojó a la protagonista no solo del oro y los diamantes artificiales de la riqueza y la moda, sino incluso del oro y los diamantes naturales de la belleza física y la gracia. Sintió instintivamente que había que hacer feo todo lo exterior para poder hacer sublime todo lo interior. Eligió a la más fea de las mujeres en el más feo de los siglos, para revelar dentro de una y de otro los infiernos y los cielos de Dante.


Creo, pues, que puede decirse legítimamente que la vida exterior de Brontë, con ser en sí misma muy pintoresca, es menos relevante que la de casi cualquier otro escritor. Nos interesa saber si Jane Austen conocía la vida de los oficiales y las mujeres elegantes que figuran en sus obras; si Dickens vio algún naufragio o pisó alguna vez un asilo de pobres. Nos interesa porque gran parte de la convicción que estos autores transmiten se debe, más que a su fidelidad a la realidad, a su conocimiento de ella. Pero en el caso de Brontë, todo el sentido y la razón de ser de su obra es mostrar que la cosa más insignificante del mundo es auténtica. La historia de "Jane Eyre" es tan monstruosa que no puede ser confundida con una fábula o un cuento de hadas. Los personajes no hacen lo que deberían hacer, ni lo que podrían hacer, ni tan siquiera -nos es lícito decir, en vista de lo demencial del mundo que los rodea- lo que quieren hacer. El comportamiento de Rochester es tan primitiva e inhumanamente bárbaro que la admirable parodia de Bret Harte apenas lo exagera. Una escena como la descrita con estas palabras: "Y entonces, con sus maneras de siempre, me arrojó las botas a la cabeza y se fue", tiene mucho de caricaturesca. Y algo parecido a aquella en la que Rochester se viste como un viejo gitano difícilmente se encontrará en ninguna otra rama del arte, salvo en la de la comedia, en la que vemos al emperador convertido en un payaso. Sin embargo, pese a ese mundo de pesadilla, ilusión, locura e ignorancia, "Jane Eyre" es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito. Su esencial fidelidad a la vida nos permite respirar. No fidelidad a las apariencias, que son siempre falsas, ni a los hechos, que casi siempre son falsos, sino fidelidad a lo único verdadero, al mínimo irreductible, al germen indestructible: la emoción. Poco importaría que una historia de Brontë fuera cien veces más lunática e inverosímil que "Jane Eyre", o cien veces más lunática e inverosímil que "Cumbres borrascosas". Poco importaría que George Read caminara con la cabeza y la señora Read cabalgase un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y St. John Rivers tres piernas: seguiría siendo la historia más verdadera del mundo. Es más, el típico personaje de Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio.
La grande y perdurable verdad que la obra de Brontë representa es una verdad importantísima que tiene que ver con el eterno espíritu juvenil: la de la íntima relación entre el terror y la alegría. La protagonista de Brontë, desharrapada, sin instrucción, víctima de una inexperiencia que la humilla y de una especie de fatídica inocencia, es capaz, en virtud de su misma soledad y tosquedad, de sentir el mayor goce que le es dado sentir a un ser humano: el goce de la esperanza, el goce de una ignorancia radiante y apasionada. Su figura demuestra cuán falso es creer que el placer consiste en vestir con elegancia todas las noches e ir al teatro todos los estrenos. No es el hedonista quien sabe lo que es el placer; no es el hombre de mundo quien aprecia el mundo. El hombre que ha aprendido a hacer todo lo convencional de manera perfecta, ha aprendido también a hacerlo de manera prosaica. Es el hombre rústico, al que no le sientan bien los trajes elegantes, al que no le entran los guantes, el que no sabe hacer cumplidos, quien de verdad es capaz de sentir el antiguo éxtasis de la juventud. Teme lo bastante a la sociedad como para disfrutar de sus propios triunfos. Posee esa capacidad de miedo que es uno de los ingredientes eternos de la dicha. Este es el espíritu que anima la novela de Brontë, la épica del júbilo del hombre temeroso. Y por eso es de un valor incalculable en nuestro tiempo, cuya maldición es no poder gozar con reverencia por no poder gozar con miedo. La discreta y mal vestida institutriz de Charlotte Brontë, con sus miras estrechas y sus creencias estrechas, sabe más de las pavorosas y elementales fuerzas del universo que mil rebeldes poetas menores. Ella contempla el mundo con verdadera sencillez y, en consecuencia, con auténtico miedo y con auténtica fruición. Teme, por decirlo así, la legión de las estrellas, y esto le infunde la única fuerza que puede impedir que la alegría se vuelva tan gris y árida como la rutina. La capacidad de tener miedo es el primero y más delicado de los poderes del deleite. El miedo de Dios es el principio del placer.


En general, pues, creo que puede decirse que la juventud oscura y asilvestrada de las hermanas Brontë en su oscuro y asilvestrado hogar de Yorkshire ha sido un tanto exagerada como factor necesario en su obra y en su visión del mundo. Las emociones que ellas trataron son emociones universales, emociones de la aurora de la existencia, la alegría y el terror juveniles. Todos hemos tenido de críos pesadillas de obstáculos insuperables y amenazas terribles en las que sentimos, bajo mil formas tontas, toda la angustia y el pánico de "Cumbres borrascosas". Todos hemos soñado despiertos con un futuro que no era un ápice más razonable que el de Jane Eyre. Y la verdad que las hermanas Brontë vienen a decirnos es que el amor no lo apaga toda el agua del mundo, ni un secreto entusiasmo toda la respetabilidad provinciana. Clapham, como cualquier otra ciudad del mundo, está construida sobre un volcán. Miles de personas van y vienen por una jungla de cemento y ladrillos, ganan sueldos mezquinos, profesan credos mezquinos, visten ropas mezquinas, miles de mujeres que jamás han hallado otro modo de expresar su exaltación o su tragedia que trabajando cada vez más duro en empleos tristes y rutinarios, regañando a niños, cosiendo camisas. Hasta que de pronto, entre tanta gente silenciosa, alguien alza la voz para dar testimonio de lo que ve, y ese alguien se llama Charlotte Brontë. La gran ciudad extiende a nuestro alrededor sus interminables tentáculos como una inmensa figura geométrica, y hay veces en que creemos enloquecer, si no lo estamos ya, ante la multiplicidad de sus espantosas perspectivas, la suma demencial de su innumerable población. Pero esta impresión es falsa. No hay montones de casas, no hay masas de hombres. El colosal diagrama de calles y casas no es sino una ilusión, el sueño alucinado de un constructor especulativo. Todas y cada una de esas personas están supremamente solas y son supremamente importantes para sí mismas. Todas y cada una de esas casas son el centro del mundo. No hay una sola de esos millones de casas que no haya parecido alguna vez a alguna persona el centro de todas las cosas y la meta del viaje.