El escritor checo nacionalizado francés Milan Kundera (1929) estudió Literatura y Estética en la Univerzita Karlova de Praga y dio clases de historia del cine en la Academia de Música y Arte Dramático y posteriormente en el Instituto de Estudios Cinematográficos de aquella ciudad. Afiliado al Partido Comunista, tras la invasión
soviética de 1968 fue expulsado del mismo al tiempo que perdía su puesto de profesor. Trabajó entonces como jornalero y músico de jazz mientras escribía sus primeras novelas: "Žert" (La broma), "Valčík na rozloučenou" (La despedida) y "Život je jinde" (La vida está en otra parte), y los relatos de "Směšné lásky" (El libro de los amores ridículos), obras que ironizaban sobre el modelo de sociedad estalinista y que fueron prohibidas y retiradas
de la circulación. En 1975 consiguió emigrar a Francia, donde enseñó literatura comparada en la Université Rennes y más tarde en la Ecole des Hautes Etudes de Paris. Entre sus obras posteriores cabe citar "Kniha smíchu a zapomnění" (El libro de la risa y el olvido), "Nesnesitelná lehkost bytí" (La insoportable levedad del ser) y "Nesmrtelnost" (La inmortalidad), a las que siguieron -ya escritas en francés- "La lenteur" (La lentitud), "L'identité" (La identidad) y "L'ignorance" (La ignorancia). Autor de una obra teatral -"Jakub a jeho pán" (Jacques y su amo)- y de algunos libros de poesía, Kundera ha escrito también algunos ensayos. Los más destacados son los reunidos en "L'art du roman" (El arte de la novela) y "Le rideau" (El telón), cuya temática gira en torno a la novela. En ambos textos, de manera sencilla y amena, Kundera señala los que para él han sido los momentos cruciales de la intrincada historia de la novela y propone a ésta como un arte autónomo, liberador, capaz de sondear en las profundidades del ser humano. Uno de esos ensayos data de 1983 y proviene de una conferencia que Kundera dio en los Estados Unidos. En ella expuso su concepción personal de la novela europea bajo el título "La herencia desprestigiada de Cervantes". Los fragmentos más salientes de la misma se reproducen a continuación.
LA HERENCIA DESPRESTIGIADA DE CERVANTES
En 1935, tres años antes de su muerte, Edmund Husserl pronunció, en Viena y Praga, las célebres conferencias sobre la crisis de la humanidad europea. El adjetivo "europea" señalaba para él una identidad espiritual que va más allá de la Europa geográfica (hasta América, por ejemplo) y que nació con la antigua filosofía griega. Según él, esta filosofía, por primera vez en la Historia, comprendió el mundo (el mundo en su conjunto) como un interrogante que debía ser resuelto. Y se enfrentó con ese interrogante, no para satisfacer tal o cual necesidad práctica, sino porque la "pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre". La crisis de la que Husserl hablaba le parecía tan profunda que se preguntaba si Europa se encontraba aún en condiciones de sobrevivir a la misma. Creía ver las raíces de la crisis en el comienzo de la Edad Moderna, en Galileo y en Descartes, en el carácter unilateral de las ciencias europeas que habían reducido el mundo a un simple objeto de exploración técnica y matemática y habían excluido de su horizonte el concreto "mundo de la vida", como decía él. El desarrollo de las ciencias llevó al hombre hacia los túneles de las disciplinas especializadas. Cuanto más avanzaba éste en su conocimiento, más perdía de vista el conjunto del mundo y a sí mismo, hundiéndose así en lo que Heidegger, discípulo de Husserl, llamaba, con una expresión hermosa y casi mágica, "el olvido del ser". Ensalzado antaño por Descartes como "dueño y señor de la naturaleza", el hombre se convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la Historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen. Para esas fuerzas su ser concreto, su "mundo de la vida" no tiene ya valor ni interés alguno: es eclipsado, olvidado de antemano.
Creo, sin embargo, que sería ingenuo considerar la severidad de esa visión de la Edad Moderna como una simple condena. Yo diría más bien que los dos grandes filósofos han desvelado la ambigüedad de esta época que es degradación y progreso a la vez y, como todo lo humano, contiene el germen de su fin en su nacimiento. Esta ambigüedad no resta importancia, a mi criterio, a los cuatro últimos siglos europeos, a los que me siento tanto más ligado puesto que no soy filósofo, sino novelista. En efecto, para mí el creador de la Edad Moderna no es solamente Descartes, sino también Cervantes. Es posible que sea esto lo que los dos fenomenólogos han dejado de tomar en consideración en su juicio sobre la Edad Moderna. Al respecto deseo decir: si es cierto que la filosofía y las ciencias han olvidado el ser del hombre, aún más evidente resulta que con Cervantes se ha creado un gran arte europeo que no es otra cosa que la exploración de este ser olvidado. En efecto, todos los grandes temas existenciales que Heidegger analiza en "Sein und zeit" (Ser y tiempo), y que a su juicio han sido dejados de lado por toda la filosofía europea anterior, fueron revelados, expuestos, iluminados por cuatro siglos de novela (cuatro siglos de reencarnación europea de la novela). Uno tras otro, la novela ha descubierto por sus propios medios, por su propia lógica, los diferentes aspectos de la existencia: con los contemporáneos de Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel Richardson comienza a examinar "lo que sucede en el interior", a desvelar la vida secreta de los sentimientos; con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert explora la tierra hasta entonces incógnita de lo cotidiano; con Tolstoi se acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y comportamiento humanos. La novela sondea el tiempo: el inalcanzable momento pasado con Marcel Proust; el inalcanzable momento presente con James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el papel de los mitos que, llegados del fondo de los tiempos, teledirigen nuestros pasos, etcétera. La novela acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la Edad Moderna. La "pasión de conocer" (que Husserl considera como la esencia de la espiritualidad europea) se ha adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra "el olvido del ser"; para que mantenga "el mundo de la vida" bajo una iluminación perpetua. En ese sentido comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela. Y añado además lo siguiente: la novela es obra de Europa; sus hallazgos, aunque efectuados en distintos idiomas, pertenecen a toda Europa en su conjunto. La sucesión de los descubrimientos (y no la suma de lo que ha sido escrito) hace la historia de la novela europea. Sólo en este contexto supranacional puede el valor de una obra (es decir, el alcance de sus hallazgos) ser plenamente visto y comprendido.
Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Este, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo. Comprender con Descartes el ego pensante como el fundamento de todo, estar de este modo solo frente al universo, es una actitud que Hegel, con razón, consideró heroica. Comprender con Cervantes el mundo como ambigüedad, tener que afrontar, no una única verdad absoluta, sino un montón de verdades relativas que se contradicen (verdades incorporadas a los egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto, exige una fuerza igualmente notable. ¿Qué quiere decir la gran novela de Cervantes? Hay una abundante literatura a este respecto. Algunos pretenden ver en esta novela la crítica racionalista del idealismo confuso de don Quijote. Otros ven la exaltación de este mismo idealismo. Ambas interpretaciones son erróneas porque quieren encontrar en el fondo de la novela no un interrogante, sino una posición moral. El hombre desea un mundo en el cual sea posible distinguir con claridad el bien del mal porque en él existe el deseo, innato e indomable, de juzgar antes que de comprender. En este deseo se han fundado religiones e ideologías. No pueden conciliarse con la novela sino traduciendo su lenguaje de relatividad y ambigüedad a un discurso apodíctico y dogmático. Exigen que alguien tenga la razón: o bien Ana Karenina es víctima de un déspota de cortos alcances o bien Karenin es víctima de una mujer inmoral; o bien K., inocente, es aplastado por un tribunal injusto, o bien tras el tribunal se oculta la justicia divina y K. es culpable. En este "o bien-o bien" reside la incapacidad de soportar la relatividad esencial de las cosas humanas, la incapacidad de hacer frente a la ausencia de Juez supremo. Debido a esta incapacidad, la sabiduría de la novela (la sabiduría de la incertidumbre) es difícil de aceptar y comprender.
Don Quijote partió hacia un mundo que se abría ampliamente ante él. Podía entrar libremente en él y regresar a casa cuando fuera su deseo. Las primeras novelas europeas son viajes por el mundo, que parece ilimitado. El comienzo de "Jacques le fataliste et son maître"
(Jacques el fatalista y su maestro) de Diderot sorprende a los dos protagonistas en medio del camino; se desconoce de dónde vienen ni adónde van. Se encuentran en un tiempo en que no hay principio ni fin, en un espacio que no conoce fronteras, en una Europa en la cual el porvenir nunca puede acabar. Siglo y medio después de Diderot, con Balzac, el horizonte lejano ha desaparecido como un paisaje detrás de esas construcciones modernas que son las instituciones sociales: la policía, la justicia, el mundo de las finanzas y del crimen, el ejército, el Estado. El tiempo de Balzac ya no conocía la feliz ociosidad de Cervantes o Diderot. Se había embarcado ya en el tren que llamamos Historia. Es fácil subirse a él, pero es difícil apearse. Sin embargo este tren aún no tiene nada de espantoso, hasta tiene encanto; promete aventuras a todos los pasajeros y con ellas el bastón de mariscal. Más tarde aún, para Emma Bovary, el horizonte se estrecha hasta tal punto que parece un cerco. Las aventuras se encuentran al otro lado y la nostalgia es insoportable. En el aburrimiento de la cotidianeidad, sueños y ensoñaciones adquieren importancia. El infinito perdido del mundo exterior es reemplazado por lo infinito del alma. La gran ilusión de la unicidad irreemplazable del individuo, una de las más bellas ilusiones europeas, se desvanece. Pero el sueño sobre lo infinito del alma pierde su magia en el momento en que la Historia, o lo que ha quedado de ella, fuerza sobrehumana de una sociedad omnipotente, se apodera del hombre. Ya no le promete el bastón de mariscal, apenas le promete un puesto de agrimensor. K. frente al tribunal, K. frente al castillo, ¿qué puede hacer? No mucho. ¿Puede al menos soñar como en otro tiempo Emma Bovary? No, la trampa de la situación es demasiado terrible y absorbe como un aspirador todos sus pensamientos y todos sus sentimientos: sólo puede pensar en su proceso, en su puesto de agrimensor. Lo infinito del alma, si lo tiene, pasó a ser un apéndice casi inútil del hombre.
El camino de la novela se dibuja como una historia paralela de la Edad Moderna. Si me giro para abarcarlo con la mirada, se me antoja extrañamente corto y cerrado. ¿No es el propio don Quijote quien, después de tres siglos de viaje, vuelve a su aldea transformado en agrimensor? Se había ido, antaño, a elegir sus aventuras, y ahora, en esa aldea bajo el castillo, ya no tiene elección, la aventura le es ordenada: un desdichado contencioso con la administración derivado de un error en su expediente. Después de tres siglos, ¿qué ha ocurrido pues con la aventura, ese primer gran tema de la novela? ¿Acaso ha pasado a ser su propia parodia? ¿Qué significa esto? ¿Que el camino de la novela se cierra con una paradoja?Sí, podría pensarse. Y no sólo hay una, esas paradojas son abundantes. "Osudy dobrého vojáka Švejka za světové války" (El buen soldado Švejk) de Jaroslav Hašek es probablemente la última gran novela popular. ¿No es asombroso que esa novela cómica sea al mismo tiempo una novela de guerra cuya acción se desarrolla en el ejército y en el frente? ¿Qué ha ocurrido con la guerra y sus horrores para que se hayan convertido en motivo de risa? Con Homero y Tolstoi, la guerra tenía un sentido totalmente inteligible: se luchaba por la bella Helena o por Rusia. Svejk y sus compañeros iban al frente sin saber por qué y, lo que es aún más curioso, sin interesarse por ello. ¿Cuál es entonces el motor de una guerra si no lo es Helena o la patria? ¿Unicamente la fuerza que desea armarse como tal fuerza? ¿Es acaso esa "voluntad de voluntad" de la que nos hablará más tarde Heidegger? Pero, ¿no ha estado ésta siempre detrás de todas las guerras? Así es, en efecto. Pero, en esta ocasión, con Hašek, está desprovista de toda argumentación lógica. Nadie cree en la charlatanería de la propaganda, ni siquiera quienes la fabrican. La fuerza está desnuda, tan desnuda como en las novelas de Kafka. En efecto, el tribunal no obtendrá provecho alguno de la ejecución de K., al igual que el castillo no sacará provecho molestando al agrimensor. La agresividad de la fuerza es perfectamente desinteresada; inmotivada; sólo quiere su querer; es absolutamente irracional. Kafka y Hasek nos enfrentan pues con esta inmensa paradoja; en la Edad Moderna, la razón cartesiana corroía uno tras otro todos los valores heredados de la Edad Media. Pero en el momento de la victoria total de la razón, es lo irracional en estado puro (la fuerza que no quiere sino su querer) lo que se apropiará de la escena del mundo porque ya no habrá un sistema de valores comúnmente admitidos que pueda impedírselo. Esta paradoja, magistralmente resaltada en "Die schlafwandler" (Los sonámbulos) de Hermann Broch, es una de las que me gustaría llamar terminales. Hay otras. Por ejemplo: la Edad Moderna cultivaba el sueño de una humanidad que, dividida en diversas civilizaciones separadas, encontraría un día la unidad y, con ella, la paz eterna. Hoy, la historia del planeta es, finalmente, un todo indivisible, pero es la guerra, ambulante y perpetua, la que realiza y garantiza esa unidad de la humanidad largo tiempo soñada. La unidad de la humanidad signifìca: nadie puede escapar a ninguna parte.
Se habla mucho y desde hace tiempo del fin de la novela: fundamentalmente los futuristas, los surrealistas, casi todas las vanguardias. Veían desaparecer la novela en el camino del progreso, en beneficio de un porvenir radicalmente nuevo, en beneficio de un arte que no se asemejaría a nada de lo que ya existía. La novela sería enterrada en nombre de la justicia histórica, al igual que la miseria, las clases dominantes, los viejos modelos de coches y los sombreros de copa. Así pues, si Cervantes es el fundador de la Edad Moderna, el fin de su herencia debería significar algo más que un simple relevo en la historia de las formas literarias; anunciaría el fin de la Edad Moderna. Pero, ¿no llega la novela al fin de su camino por su propia lógica interna? ¿No ha explotado ya todas sus posibilidades, todos sus conocimientos y todas sus formas? He oído comparar su historia con las minas de carbón desde hace ya largo tiempo agotadas. Pero, ¿no se parece quizá más al cementerio de las ocasiones perdidas, de las llamadas no escuchadas? Hay cuatro llamadas a las que soy especialmente sensible. 1) La llamada del juego. "Tristam Shandy" de Laurence Sterne y "Jacques el fatalista" de Denis Diderot se me antojan hoy como las dos más importantes obras novelescas del siglo XVIII, dos novelas concebidas como un juego grandioso. Son las dos cimas de la levedad nunca alcanzadas antes ni después. La novela posterior se dejó aprisionar por el imperativo de la verosimilitud, por el decorado realista, por el rigor de la cronología. Abandonó las posibilidades que encierran esas dos obras maestras y que hubieran podido dar lugar a una evolución de la novela diferente de la que conocemos. 2) La llamada del sueño. Fue Franz Kafka quien despertó repentinamente la imaginación dormida del siglo XIX y quien consiguió lo que postularon los surrealistas después de él sin lograrlo del todo: la fusión del sueño y la realidad. Esta es, de hecho, una antigua ambición estética de la novela, presentida ya por Novalis, pero que exige el arte de una alquimia que sólo Kafka ha descubierto unos cien años después. Este enorme descubrimiento es menos el término de una evolución que una apertura inesperada que demuestra que la novela es el lugar en el cual la imaginación puede explotar como en un sueño y que la novela puede liberarse del imperativo aparentemente ineluctable de la verosimilitud. 3) La llamada del pensamiento. Musil y Broch dieron entrada en el escenario de la novela a una inteligencia soberana y radiante. No para transformar la novela en filosofía, sino para movilizar sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales, narrativos y meditativos, que pudieran iluminar el ser del hombre; hacer de la novela la suprema síntesis intelectual. ¿Es su proeza el fin de la historia de la novela, o más bien la invitación a un largo viaje? 4) La llamada del tiempo. El período de las paradojas terminales incita al novelista a no limitar la cuestión del tiempo al problema proustiano de la memoria personal, sino a ampliarla al enigma del tiempo colectivo, del tiempo de Europa, la Europa que se gira para mirar el pasado, para hacer su propio balance, para captar su propia historia, al igual que un anciano capta con una sola mirada su vida pasada. De ahí el deseo de franquear los límites temporales de una vida individual en los que la novela había estado hasta entonces encerrada incorporando a su ámbito varias épocas históricas.
La unificación de la historia del planeta, ese sueño humanista que Dios con maldad ha permitido que se llevara a cabo, va acompañada de un vertiginoso proceso de reducción. La vida del hombre se reduce a su función social; la historia de un pueblo, a algunos acontecimientos que, a su vez, se ven reducidos a una interpretación tendenciosa; la vida social se reduce a la lucha política. El hombre se encuentra en un auténtico torbellino de la reducción donde el "mundo de la vida" del que hablaba Husserl se oscurece fatalmente y en el cual el ser cae en el olvido. Por tanto, si la razón de ser de la novela es la de mantener el "mundo de la vida" permanentemente iluminado y la de protegernos contra "el olvido del ser", ¿la existencia de la novela no es hoy más necesaria que nunca? Pero, desgraciadamente, la novela (como toda la cultura) se encuentra cada vez más en manos de los medios de comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria, amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos, por la humanidad entera. Y poco importa que en sus diferentes órganos se manifiesten los diversos intereses políticos. Detrás de esta diferencia reina un espíritu común. Basta con hojear los periódicos: todos tienen la misma visión de la vida que se refleja en el mismo orden según el cual se compone su sumario, en las mismas secciones, las mismas formas periodísticas, en el mismo vocabulario y el mismo estilo, en los mismos gustos artísticos y en la misma jerarquía de lo que consideran importante y lo que juzgan insignificante. Este espíritu común de los medios de comunicación, disimulado tras su diversidad política, es el espíritu de nuestro tiempo. Este espíritu me parece contrario al espíritu de la novela. El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: "Las cosas son más complicadas de lo que tú crees". Esa es la verdad eterna de la novela que cada vez se deja oír menos en el barullo de las respuestas simples y rápidas que preceden a la pregunta y la excluyen. El espíritu de la novela es el espíritu de la continuidad: cada obra es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la experiencia anterior de la novela. Pero el espíritu de nuestro tiempo se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia que rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único segundo presente. Metida en este sistema, la novela ya no es obra (algo destinado a perdurar, a unir el pasado al porvenir), sino un hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin futuro.
¿Quiere decir esto que, en el mundo "que ya no es el suyo", la novela desaparecerá? ¿Que va a dejar a Europa hundirse en el "olvido del ser"? ¿Que sólo quedará la charlatanería sin fin de los grafómanos, novelas de después de la historia de la novela? No lo sé. Sólo creo saber que la novela ya no puede vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo: si todavía quiere seguir descubriendo lo que no está descubierto, si aún quiere "progresar" en tanto que novela, no puede hacerlo sino en contra del progreso del mundo. La vanguardia ha visto las cosas de otro modo; estaba poseída por la ambición de estar en armonía con el porvenir. Los artistas vanguardistas crearon obras, cierto es, realmente valientes, difíciles, provocadoras, abucheadas, pero las crearon con la certeza de que "el espíritu del tiempo" estaba con ellos y que, mañana, les daría la razón. Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez competente de nuestras obras y de nuestros actos. Sólo más tarde comprendí que el flirteo con el porvenir es el peor de los conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir es siempre más fuerte que el presente. El es el que, en efecto, nos juzgará. Y por supuesto, sin competencia alguna. Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado? ¿A Dios? ¿A la patria? ¿Al pueblo? ¿Al individuo? Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.