Ernesto Sabato (1911-2011) solía reconocer como impulsor de su carrera literaria al filólogo, crítico y escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), de quien fue alumno en el Colegio Nacional de La Plata. En 1929 ingresó a la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad Nacional de esa ciudad, donde, en 1938, obtuvo el Doctorado en Física, tras lo cual le fue concedida una beca anual para realizar trabajos de investigación sobre radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie de París. Allí entró en contacto con el movimiento surrealista que influiría notablemente en sus futuras obras. Un año después fue transferido al Instituto Tecnológico de Massachusetts, para regresar a Argentina en 1940 con la decisión de abandonar la ciencia. No obstante ello, se desempeñó como profesor en la Universidad de La Plata, en la cátedra de ingreso a Ingeniería y en un postgrado sobre Relatividad y Mecánica Cuántica. Pero, en 1943, debido a una crisis existencial, decidió alejarse de forma definitiva de la epistemología para dedicarse de lleno a la literatura. Publicó sus primeros ensayos en las revistas "Teseo" y "Sur", y en el diario "La Nación", y, aunque su primer libro -el volumen de ensayos "Uno y el universo"- recibió importantes distinciones, fue el segundo -su primera novela, "El túnel", de 1948- el que le otorgó prestigio internacional, con sus numerosas reediciones y traducciones que recibieron el elogio de Thomas Mann (1875-1955), de Graham Greene (1904-1991) y de Albert Camus (1913-1960). Sólo trece años después, durante los cuales Sabato publicó varios ensayos y análisis sobre la realidad nacional, apareció su segunda novela -"Sobre héroes y tumbas"- que en el primer año desde su aparición obtuvo el mayor éxito de la literatura argentina de la última mitad del siglo XX y fue rápidamente traducida a varios idiomas. Su tercera y última novela, "Abaddón el exterminador" apareció en 1974. De corte autobiográfico, en ella ahondó aún más en sus sus obsesiones personales nítidamente pesimistas y reflexionó sobre las posibilidades de la novela. Contradictorio e inseguro, obsesionado por la deshumanización del mundo, Sabato encabezó en 1984 la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas, que recogió los testimonios de los familiares de desaparecidos durante la dictadura militar, y prologó el libro "Nunca más" -también conocido como "Informe Sabato"- en el que se permitió equiparar el accionar de las organizaciones guerrilleras con el terrorismo de Estado al formular la polémica "teoría de los dos demonios". Esto lo llevó a cosechar desde entonces tanto apologías como rechazos, con notables costos políticos y morales para su persona. Según las diversas perspectivas ideológicas, este intelectual ambivalente y paradójico, autor de múltiples textos contra los totalitarismos, calló o racionalizó en cada momento histórico sus actitudes con respecto a las distintas dictaduras que asolaron al país. Entre estas confusiones, amalgamas y cruces entre literatura y política, se rescatan de Sabato los numerosos ensayos que dedicó a las letras: "Heterodoxia", "El escritor y sus fantasmas", "Tres aproximaciones a la literatura", "Diálogos con Jorge Luis Borges", "Los libros y su misión en la liberación e integración de la América Latina" y "Entre la letra y la sangre". A ellos pertenecen los distintos párrafos que integran el siguiente texto.
LOS PERSONAJES DE LA NOVELA
Todos los personajes de una novela representan, de alguna manera a su creador. Pero todos, de alguna manera lo traicionan. A medida que esos personajes de novela van emanando del espíritu de su creador, se van convirtiendo por otra parte, en seres independientes; y el creador observa con sorpresa sus actitudes, sus sentimientos o sus ideas. Actitudes, sentimientos e ideas que de pronto llegan a ser exactamente los contrarios de los que el escritor tiene o siente. A veces mis personajes me sorprenden y hasta me aterrorizan del mismo modo que el terror que nos producen de pronto fantasmas en nuestros sueños. El escritor va viendo con perplejidad como surgen "sin querer" vicios y pasiones que pueden llegar a ser los contrarios de los que el autor manifiesta en su vida normal. Lo extraño , pero significativo, es que el autor se sorprende de esas irrupciones, pero suele experimentar oscuros sentimientos de placer o satisfacción, como si esas criaturas se atrevieran a decir y a hacer cosas que él jamás osaría realizar en la vida honorable que lleva.
Cuando escribía "El túnel", muchas veces me detenía perplejo a juzgar lo que estaba saliendo, tan distinto de lo que había previsto. Los celos y el problema de la posesión física iban adquiriendo cada vez más importancia. Yo quería escribir un cuento, el relato de un pintor que se volvía loco al no poder comunicarse con nadie, ni siquiera con la mujer que parecía haberlo entendido a través de la pintura. Pero me di cuenta de que el personaje empezaba a preocuparse de cosas casi triviales, sexo, celos y crimen. Esto me alejaba de mis propósitos, y casi abandono el proyecto. Después comprendí que los seres humanos no pueden representar angustias metafísicas en estado de puras ideas, sino que lo hacen encarnándolas, y los seres carnales son esencialmente misteriosos y se mueven a impulsos imprevisibles, aun para el mismo escritor que sirve de intermediario entre ese singular mundo irreal pero verdadero de la ficción y el lector que sigue el drama. "El túnel" está escrita por un paranoico. Esta clase de personaje exigía, para ser verosímil, que sólo se ocupara de su obsesión. Sólo ve, escucha y comenta lo que tiene que ver con su feroz y exclusiva pasión. Ahora bien, ¿cómo puede identificarme con Castel? Ninguno de los episodios de esa narración esta meramente tomado de la vida real, empezando por el crimen: hasta hoy no he matado a nadie. Aunque las ganas no me han faltado. Y es probable que esas ganas expliquen en buena medida el crimen de Castel. El representa un momento o aspecto de mi yo, en tanto que otro momento quizás esté representado por María. Castel expresa, me imagino, el lado adolescente y absolutista; María, el lado maduro y relativizado. Y también Allende representa algo mío y también Hunter. Todo dicho con muchos "quizá".
Los seres reales son libres. Si los personajes de una novela no son también libres, son falsos; y la novela se convierte en un simulacro sin valor. El artista se siente frente a un personaje suyo como un espectador ineficaz frente a un ser de carne y hueso; puede ver, puede hasta prever el acto, pero no lo puede evitar (lo que, de paso, revela hasta qué punto un hombre puede ser libre y esa libertad no es contradictoria con la omnisciencia de Dios). Hay algo irresistible que emana de las profundidades del ser ajeno, de su propia libertad, que ni el espectador ni el autor pueden impedir. Lo curioso, lo ontológicamente digno de asombro, es que esa criatura es una prolongación del artista; y todo sucede como si una parte de su ser fuese esquizofrénicamente testigo de la otra parte, de lo que la otra parte hace o se dispone a hacer; y testigo impotente. Así, si la vida es libertad dentro de una situación, la vida de un personaje novelístico es doblemente libre, pues permite al autor ensayar, misteriosamente, otros destinos. Es a la vez tentativa de escapar a nuestra inevitable limitación de posibilidades y una evasión de lo cotidiano. La vida es libertad dentro de una situación, pero la novela es una doble libertad, pues nos permite ensayar (misteriosamente) otros destinos: es a la vez tentativa de escapar a nuestra finitud -valor ontológico- y una evasión de lo cotidiano -valor sicológico-. Pascal afirma que la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento, nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos simulacros.
Cuando Shakespeare toma héroes de la historia, los transforma en contemporáneos suyos. Unica forma de no erigir monigotes que sólo existen en el papel. Al fin y al cabo, lo humano es eterno: el amor, la muerte y el destino. La mejor manera de hacer hablar a un personaje histórico como ser viviente es haciéndolo hablar como un ser viviente, es decir, como contemporáneo. Lo humano es anacrónico. Shakespeare pone sus propias ideas y sentimientos en esos seres del pasado, y así han hecho siempre los más grandes creadores. Ibsen confesaba: "Todo lo he buscado en mí mismo, todo ha salido de mi corazón". De modo tal que ningún escritor puede crear un personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la historia tratará de achatarlo a su nivel: el Napoleón de Emil Ludwig no es más alto que su culpable. Al revés: modestos seres llegan a alcanzar la estatura de sus cronistas. Es muy probable que Laura o Beatrice hayan sido imperfectas o triviales mujeres, pero fueron levantadas y eternizadas a la altura de las grandes almas que las cantaron. El novelista, el poeta, hace con sus mujeres lo que en escala humilde hace todo enamorado con su amada. Si es cierto que los personajes novelísticos salen del propio corazón del creador, nadie puede crear un personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la historia lo bajará hasta su propio nivel. El teatro y la narrativa están atiborrados de Cleopatras y Napoleones que no son más altos que sus culpables. Al revés, modestos seres son levantados hasta la estatura de sus grandes creadores. Es probable que Laura y Beatrice hayan sido mujeres triviales; pero ya nunca lo sabremos, pues las que conocemos fueron levantadas hasta la cumbre de Petrarca y de Dante.
Entre el alma y el espíritu puro hay las mismas diferencias que entre la vida y el sacrificio de la vida, que entre el pecado y la virtud, que entre lo diabólico y lo divino. Y es el abismo que separa al novelista del filósofo. Lo que no significa que en las ficciones las ideas no puedan ni deban aparecer, ya que los seres humanos que las animan, como los de carne y hueso, no pueden no pensar, y al mismo tiempo que lloran, ríen o se conmueven, reflexionan y discuten. Pero esas ideas que así surgen no son las ideas puras del pensamiento hecho sino las impuras manifestaciones mentales del existente. Esos personajes no hablan de filosofía, sino que la viven. En virtud de esa dialéctica existencial que se despliega desde el alma del escritor encarnándose en personajes que violentamente luchan entre sí y a veces hasta dentro de sí, resulta otra profunda diferencia entre la novela y la filosofía; pues mientras un sistema de pensamiento debe construirse en forma coherente y sin ninguna contradicción, el pensamiento del novelista se da en forma tortuosa, contradictoria y ambigua.
No hay que suponer, por otra parte, que por ser personajes de ficción, por el mero hecho de tener existencia en el papel y ser creados por un artista, los personajes carecen de libertad y que, en consecuencia, sus ideas no pueden ser sino las ideas, pensadas antes, del propio autor. No necesariamente, en todo caso. Saliendo, como salen, de la persona integral de su creador, es natural que algunos de ellos manifiesten ideas que de una manera, perfecta o imperfectamente, han surgido de la mente del propio artista; pero aún en esos casos, esas ideas, al estar encarnadas en personajes que no son exactamente del autor, al aparecer mezcladas a otras circunstancias, otra carnadura, otras pasiones, otros excesos ya no son aquellas que alguna vez el autor pudo haber expresado desde su propia situación; y deformadas por las nuevas (presiones que en la ficción suelen ser tremendas y demoníacas) cobran un resplandor que antes no tenían, adquieren aristas o matices nuevos, logran un poder de penetración insólito. Pero un escritor profundo no puede meramente describir la existencia de un hombre de la calle. En cuanto se descuida (y siempre se descuida) aquel hombrecito empieza a sentir y pensar como delegado de alguna parte oscura y desgarrada del creador.
Los seres ficticios y hasta los seres fantásticos deben ser descritos con realismo, ya que sólo nos emociona lo que es real. Así procedieron Dante con sus condenados del infierno, Shakespeare con sus personajes históricos y Kafka con sus figuras de pesadilla.El escritor puede elevar a sus personajes a su altura, pero con esto no quiero decir que no se le escapen; se le pueden escapar, se le escapan casi siempre. Por ejemplo, Madame Bovary alcanza la estatura que tiene Flaubert. A lo mejor la pobre Madame Bovary que sirvió de modelo, de maniquí para que él colocara sus pensamientos, sus pasiones, era una pobre mujer de pueblo. En cambio así, es una mujer memorable, todos hablamos de Madame Bovary. Es decir, que el creador levanta a un personaje hasta su propia estatura. Es un poco así lo que pasa con el amor y las pasiones amorosas. El amor a veces es una pasión tan fuerte, tan poderosa, que transforma a los individuos y los eleva a un nivel que habitualmente no tienen. Es decir, hasta el hombre más común cuando se enamora puede llegar a ser una especie de poeta. Y no es muy raro encontrar a tipos que son de pueblo que han escrito algún versito cuando estaban enamorados. Y también es cierto que esa pasión produce una especie de magia; se parece mucho a la creación literaria.
Los personajes deben tener realidad humana. Y es imposible que existan arquetipos humanos puros. Por lo tanto, no existen cerrados arquetipos de personajes ficticios. Uno de los errores de cierta novelística consistió en creer en los arquetipos, como personajes cerrados, únicos, duros. No hay tal arquetipo. Todo lo que está en un hombre puede estar en los demás: abierto o críptico, desarrollado o en germen, nítido o confuso. Un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como "buenas personas". Casi nadie en la gran literatura. Basta considerar los grandes protagonistas de novelas: siempre marginados, tíos casi siempre fuera de la ley. No es justificable la existencia de personajes abstractos en la literatura profunda, que es existencia viva; esta literatura considera la reintegración del hombre, sus elementos emotivos y su circunstancia particular. La abstracción pertenece al campo de la filosofía y de la ciencia. Gorki malogró buena parte de sus excelentes dotes por el acatamiento a una falsa estética, derivada de este cientificismo que estaba en el aire de la época; afirmaba que para describir un almacenero era menester tomar cien de ellos y buscar los rasgos comunes. Evidentemente, éste es el "modus operandi" de la ciencia, que busca lo universal abstrayendo lo particular. Pero ése es el camino de lo muerto y de la esencia, no el de la existencia viva. Así sucede que los personajes de Gorki nos parecen a menudo muñecos mecanizados y cuándo no es así es porque, felizmente, el talento narrativo de Gorki es superior a su dogmatismo.
Nuestra condición es común a todos los hombres. Es como una infinita, compleja y sutil trama que pasa a través de todos nosotros: hombres y mujeres, pobres y ricos, reyes y esclavos. Esa condición en algunos asume estados más eminentes que en otros, en ciertos casos la envidia pasa a primer plano y la generosidad desaparece, en otros el odio suplanta al amor. En otro momento, en el mismo personaje (o en otro) se invierten los papeles. Y a eso se debe por lo demás que el novelista pueda crear personajes tan dispares: le basta acentuar tal o cual matiz de su propia condición, poner en primer plano tal o cual emoción o pasión: los celos o la indiferencia, la perversidad o la compasión, el amor o el odio, el rencor o la comprensión. Los personajes centrales de Jean Anouilh, por ejemplo, son casi siempre muchachos que se aferran al amor absoluto y a la pureza; aun al precio de la muerte se niegan a madurar, es decir a relativizarse. El tiempo relativiza siempre, inevitablemente convierte lo puro en impuro, la ilusión en realidad. Madurar es envejecer, ensuciarse las manos, volverse sensato, aburguesarse, entrar en el juego de las conveniencias y de la razón; en suma transformarse en un cochino. Creonte es el hombre maduro. Antígona, la muchacha que se niega a aceptar la vida tal como es, que se resiste a jugar ese siniestro juego de la existencia. ¿Dónde está Anouilh? Sus sueños, sus ansiedades más profundas, sus nostalgias más tenaces, están en Antígona. Pero su vida real, su cotidiano y sórdido heroísmo están en Creonte. Así nos pasa a todos.
En "Abaddón el exterminador", Bruno es un aspecto de mi propia personalidad; tal vez el más contemplativo, el más abúlico, el menos ofensivo, el más caritativo. Todas las demás características buenas y malas que no están en Bruno paran en otros personajes, como Fernando Vidal de "Sobre héroes y tumbas". También allí hay mucho de mí. Es en ese sentido que toda la novela es una autobiografía, en el sentido trivial y literal del término. Los personajes de una novela son tan autobiográficos como los de un sueño, aunque sean monstruosos y aparentemente tan desconocidos que aterran al propio soñador. Cervantes no es sólo el Quijote, sino Sancho y Teresa Panza y Dulcinea y Maritornes y el Duque.
Los personajes actúan y sólo sabemos de ellos lo que ellos mismos nos dicen, o lo que hacen y piensan. De modo que si nos colocamos en su yo, podemos descender hasta el fondo de su conciencia. Este descenso se dirige al misterio primordial de la condición humana. Allí se plantean inevitablemente los grandes dilemas: ¿por qué estamos hoy y aquí? Los personajes, al igual que los hombres, deben ser considerados como seres totales, aunando sus diversos aspectos: sensorial, racional, emocional, instintivo, volitivo, etcétera. Por eso las grandes novelas apasionan a todos, y de alguna manera todos se sienten representados en sus obsesiones mas profundas. Todos nacemos, sufrimos, amamos. Yo no soy viajante de comercio y no vivo en los Estados Unidos, pero "La muerte de un viajante" me conmueve. ¿Por qué? Nada que sea totalmente ajeno a nuestro espíritu nos conmueve, por nada que sea inconmensurable con nosotros podemos tener compasión; como la palabra lo indica es una pasión compartida, es un movimiento en común. Si Hamlet nos interesa es porque en alguna medida, en algún momento, en alguna pasión hemos sido Hamlet. También Quijotes y Sanchos, también hemos sentido de una manera o de otra el deseo de matar a una vieja usurera; y si no hemos sentido o si creemos no haberlo sentido, ya se encarga ese despiadado novelista de hacernos sentir esa pasión. Así es, exactamente. En la búsqueda de Martín, en la tenebrosa pasión de Alejandra, en la melancólica visión de Bruno y en el horrible "Informe sobre ciegos", he intentado describir el drama de seres que han nacido y sufrido aquí. Pero a través de él, un fragmento del drama que desgarra al hombre en cualquier parte: su anhelo de absoluto y eternidad, condenado como está a la frustración y a la muerte. Y a pesar de esa frustración y de esa condena, algo así como una absurda metafísica de la esperanza. También como en la vida.