27 de septiembre de 2011

Entremeses literarios (CXXXVIII)

DISTRAERSE
Henri Michaux
Francia (1899-1984)

Un cazador para asustar la caza prendió fuego a un bosque. De pronto vio a un hombre que salía de una roca. El hombre atravesó el fuego sosegadamente. El cazador corrió tras él.
- Diga, pues. ¿Cómo hace para pasar a través de la roca?
- ¿La roca? ¿Qué quiere decir con eso?
- También lo vi pasar a través del fuego.
- ¿Fuego? ¿Qué significa fuego?
Ese perfecto taoísta, completamente borrado, no veía las diferencias de nada.


OTRO ARBOL
Humberto Senegal
Colombia (1951)

- Papá, quiero ser estatua cuando esté grande -dijo el niño a su padre, señalando en el parque el alto monumento del prócer.
- ¿Para qué? -preguntó este, sin tomar en serio la inquietud del niño.
- Quiero que se me llenen de aves la cabeza y los brazos.
Sobre la estatua había varias palomas. Una semana más tarde, el hombre condujo a su hijo hasta el bosque y lo acercó, en su silla de ruedas, al más frondoso de los árboles, una ceiba bicentenaria habitada por decenas de aves.
- ¿No te gustaría, mejor, ser un árbol?
- ¿Puedo, papá?
- ¡Claro que puedes, hijo!
El hombre regresó a la ciudad con la silla de ruedas vacía.


FIN
Edmundo Valadés
México (1915-1994)

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto. Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme. El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:
- ¡Prepárate al fin de este cuento!


EL CLEPTOMANO
Raymond Roussell
Francia (1877-1933)

El príncipe Savellini, a pesar de su inmensa fortuna, era un cleptómano incorregible. Recorría las estaciones de ferrocarril y en general, todos aquellos sitios de grandes concentraciones humanas, haciendo cada día, con la más milagrosa habilidad, una abundante cosecha de relojes y billeteras. La locura del príncipe le llevaba sobre todo a desvalijar a los pobres. Vestido con una suprema elegancia y adornado con inestimables joyas, se dirigía a los barrios miserables de Roma buscando con refinamiento los bolsillos más mugrientos para hundir sus manos cargadas de anillos. Un día llegó a una calle de muy mala fama, guarida de prostitutas y de rufianes, y advirtió un amontonamiento de seres que le hizo apresurar el paso. Al aproximarse, distinguió treinta o cuarenta vagabundos de la peor especie, encerrando en un círculo de expertos a dos que se batían a cuchillo. El príncipe creyó ver una nube que pasaba por sus ojos; nunca se le había ofrecido una ocasión semejante para satisfacer su vicio. Ebrio de alegría, apretando su mandíbula para que no le castañetearan sus dientes, dio algunos pasos vacilando con sus piernas temblorosas, el pecho amartillado por sordos latidos del corazón que le impedían respirar. Secundado por el interés del espectáculo sangriento que cautivaba a todos los espíritus, el cleptómano pudo ejercer su arte con entera libertad, explorando con un dedo sin igual los bolsillos tallados en la tela azul o en el algodón. Monedas de cobre, relojes baratos, tabaqueras y fruslerías de toda especie venían a sumergirse en el fondo de las inmensas cavidades interiores que el príncipe había hecho abrir en su lujoso abrigo de pieles. De repente, varios agentes atraídos por la riña, cayeron sobre el grupo y atraparon a los dos combatientes, a los cuales condujeron al puesto de policía junto con el príncipe, cuyos manejos no se les había escapado. Una investigación hecha en el palacio de Savellini exhibió los innumerables hurtos del pobre maníaco. Al día siguiente, un espantoso escándalo estalló en los periódicos y el noble cleptómano fue el hazmerreír de toda Italia.


ESPIRITU AVENTURERO
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Conocí todas las selvas, los desiertos y los hielos de la Tierra. Solo, en el fondo de la caverna más profunda, vi las flores que mueren cuando se las ilumina y oí el lento gorgoteo de los líquidos invisibles, la continua digestión del mundo. Ni los monstruos de las fosas abisales, ni los seres gelatinosos y transparentes de los planetas cercanos me son extraños. Estaba en la plenitud de mis fuerzas cuando agoté el espacio posible para la aventura. Entonces conocí el aburrimiento, la desesperación de haberlo visto todo. Por eso me lancé a navegar en el mar del tiempo. Vi a Sodoma hundirse entre nubes de azufre y quemarse la biblioteca de Alejandría, vi a un hombre que inauguraba el fuego cuando los glaciares demolían el paisaje. Había notado que, casi insensiblemente, las cosas ocurrían cada vez con mayor lentitud, pero al principio no le di importancia. Primero la barba no me crecía, luego el áspid no terminaba de picar a Cleopatra, después podía seguir el recorrido del relámpago como había seguido en mi casa el crecimiento de un ciruelo. Ahora estoy atrapado en el vértice del remolino: en el puro tiempo. Es terrible para un espíritu como el mío, este estado en que nada puede ocurrir: ni mi fuga, ni mi muerte.


LEYENDAS
Julia Otxoa
España (1953)

Los padres estaban ilusionados, se pasaban el uno al otro el niño enfermo a través de aquel hueco formado en el árbol seco. La antigua leyenda vasca decía que el hacerlo de ese modo la noche de San Juan, era el mejor remedio para todos los males. Y fieles a la tradición, así lo hicieron, pero tal vez entusiasmados por lograr su curación, pusieron en ello demasiado ímpetu. Lo cierto es que en una de esas vueltas de los brazos del uno a los del otro, inesperadamente, el niño salió disparado volando a gran velocidad, perdiéndose tras las montañas. Pasados los años, aquel niño volvió ya curado, hecho hombre, con una larguísima trenza y hablando perfectamente el chino. Lo primero que hizo fue investigar el extraño suceso que le catapultó en plena infancia hasta el palacio imperial de Pekín donde fue adoptado como hijo del emperador. Dado su alto rango, obligó a las autoridades locales a procesar a sus antiguos padres ya muy ancianos, basándose en la idea de que había existido un complot por parte de éstos para librarse de su hijo enfermo. Estos inútilmente negaron una y otra vez semejante acusación, jurando que lo único que pretendieron aquella lejana noche de San Juan fue curar a su hijo siguiendo en todo momento lo que dictaba el rito y la leyenda. El hijo adoptivo del emperador no les creyó absolutamente nada, él no había oído hablar nunca en China de semejante leyenda. De nada les valió alegar que de un país a otro cambian las tradiciones, que lo que en una tierra cura, tal vez en otra mate, que todo es cuestión de geografías y culturas distintas. Todo fue inútil, fueron ejecutados inmediatamente bajo la acusación de infanticidio.


FAUNO
Sandra Bianchi
Argentina (1970)

¡Ahhh, aaaahhhaaahhh, aaaah!, en mi espalda. Aunque el jadeo es masculino, me recuerda a la famosa escena de Meg Ryan en Cuando Sally conoció a Harry. Al principio me horrorizo un poco, más por lo sorpresivo de las onomatopeyas que por tanta extroversión. Al rato me gusta y creo sentir que la respiración del musculoso señor me acaricia la espalda. Y él de nuevo al ataque, ¡aaaahhh, aoooohhhjjj! Quiero espiarlo con el rabillo del ojo pero temo ser descubierta. Me avergüenzo por estar fuera de estado para estos trotes. No puedo evitar unas buenas gotas de transpiración, que se van congelando junto con los últimos jadeos de fondo cuando el gemidor alcanza su instante triunfal. Me resigno. Hace mil años que vengo a este gimnasio y lo único que puedo levantar es la velocidad de la cinta aeróbica en la que estoy caminando. En cambio él pudo batir su propio récord y alzar una pesa de cincuenta kilos. Tantos como los míos.


LA SORPRESA
Gustave Flaubert
Francia (1821-1880)

Vio a dos o tres pasos de distancia, perdices encarnadas que revoloteaban en los rastrojos. Desabrochó su capa, y la abatió sobre ellas como una red. Cuando las hubo descubierto, no halló más que una sola, muerta, desde hacía mucho tiempo, podrida.


PRIMERA FUNDACION
Rosalba Campra
Argentina (1954)

Primero eran tan sólo unas pocas casas, y alrededor la llanura inacabable, la línea del horizonte siempre a la altura de los ojos. Pero por ese espacio sin fronteras podían venir los enemigos, y no habría dónde esconderse, ni cómo defenderse de ellos. Fue por eso que se levantó la primera muralla, no demasiado alta, para poder ver si alguien se acercaba. Sólo que así los enemigos tampoco encontrarían dificultad en escalarla. De modo que detrás de esa muralla hubo que levantar otra, mucho más alta. Fue evidente entonces que si los enemigos conseguían escalar la segunda muralla, los tomarían desprevenidos, porque se habían sentido seguros. Y se levantó la tercera. Y así sucesivamente, hasta que se acabó el horizonte.


ATARDECER EN LA PLAYA
Bárbara Jacobs
México (1947)

La señorita Gálvez no tiene tiempo de pensar en la última vez que vio a su hermano el que murió ni de imaginar la última vez que verá al que está por morir, en cosa de meses. No tiene tiempo tampoco de ver el mar ahora que está en una terraza con vista a la playa, ni sabe si tendrá tiempo de recordar el barco que ve cuando ya no lo tenga enfrente. Ni mucho menos tiene tiempo de tratar de averiguar por qué, a veces y sin aviso, piensa en una carretera solitaria por la que va, con árboles y en invierno, como si saliera de una biblioteca o estuviera al lado de José, con quien se iba a casar pero se fue, o se murió, o la olvidó. Ni tiene tiempo de adivinar por qué sueña con gente que se fue como José, o que se murió como José, sí sabe que cuando ella estuvo con ellos no pensó más en ellos de lo que cualquiera pensaría. No tiene tiempo de hacer caso a los recuerdos que llaman de pronto a su memoria; los rostros, las palabras de la gente a la que quiere. Ni tiene tiempo de detenerse a imaginar qué están haciendo esas gentes a las que quiere, si se encontraron al fin con quien se iban a encontrar, si les fue bien o si están tristes. La señorita Gálvez no tiene tiempo porque no quiere saber más de la cuenta, ni imaginar lo que la cuenta no quiere que imagine. Ese barco es la vida que va pasando, y ella también está muriendo, y va siendo olvidada por la gente, hecha a un lado, como recuerdo, a favor de la brisa que hay que sentir, el libro que hay que leer, la gente a la que hay que oír porque está aquí, ahora, y el presente es lo único que tienes.