17 de septiembre de 2011

Sobre la novela (10). Henry James y la libertad artística

El escritor estadounidense -naturalizado británico casi al final de su vida- Henry James (1843-1916) publicó en 1871 "Watch and ward" (Guarda y tutela), su primera novela, en la que, al igual que en las siguientes "Daisy Miller", "The europeans" (Los europeos) y "The portrait of a lady" (Retrato de una dama) puso de manifiesto la influencia de la cultura europea. Radicado en Inglaterra desde 1875, a partir de 1882 decidió comenzar lo que muchos comentaristas llaman el "segundo período de su carrera", caracterizado por una voluntad de virtuosismo en aras de la más pura experimentación creadora. Esta decisión de ser un artista original lo llevó a una situación por demás curiosa a comienzos del siglo XX: la crítica lo alababa pero muy pocos lo leían. Decepcionado, James fue a la búsqueda de un público más amplio y escribió una serie de piezas teatrales -"Guy Domville" y "Tenants" (Arrendatarios) son las más conocidas- destinadas a obtener un éxito popular, pero fracasó en la tentativa. Esto hizo que el novelista diera paso a un tercer período de su obra, a lo largo del cual trató, sobre todo, de aplicar el método dramático del teatro a la novela. De ese período son "The Aspern papers" (Los papeles de Aspern), "What Maisie knew" (Lo que Maisie sabía) y "The turn of the screw" (Otra vuelta de tuerca), acaso lo mejor de su obra. Los últimos años de su vida los consagró a una importante actividad crítica, a la revisión de sus novelas y cuentos para su edición definitiva, y a la redacción de sus memorias. Los prefacios que escribió para la mencionada reedición de sus obras muestran al autor de "Washington Square" como un meticuloso narrador que no dejaba nada librado al azar. "Una novela -opinaba James- es, en su más vasta definición, una directa y personal impresión de vida. El valor de la obra será más o menos grande según la intensidad de la expresión. Los personajes y las situaciones que más impresionan al lector son las que más le emocionan o interesan, pero la medida de esta realidad es muy difícil de precisar. La humanidad es inmensa y la realidad tiene una infinidad de formas". En la noche del martes 25 de abril de 1884, el novelista e historiador inglés Walter Besant (1836-1901) pronunció una conferencia en la Royal Institucion de Londres, una organización fundada en 1799 dedicada a la educación y la investigación científicas. El título de la misma fue "The art of fiction" (El arte de la ficción) y fue publicado tiempo después en forma de folleto. En el mismo, Besant vertía algunas de sus ideas referentes al misterio de contar una historia, observaciones que James consideró "interesantes pero faltas de perfección". Esto lo llevó a escribir un ensayo con el mismo título -que fue publicado en el "Longman's Magazine" nº 4 en septiembre de 1884- con la intención de "meter baza con unas pocas palabras al amparo de la atención que con seguridad ha despertado el señor Besant" sobre las "muchas personas interesadas en el arte de la novela que no son indiferentes a esta clase de observaciones". Los conceptos más sustanciales de dicho ensayo se reproducen a continuación.

EL ARTE DE LA NOVELA

Hasta hace muy poco tiempo, habría podido suponerse que la novela inglesa no era lo que los franceses llaman "discutable" (discutible). No parecía encerrar tras ella una teoría, un convencimiento, una conciencia de sí misma, de ser la expresión de una fe artística, el resultado de la selección y de la comparación. Yo no afirmo que estuviese por esa razón peor, forzosamente; requería un valor mucho mayor que el mío para dar a entender que la novela, tal como Dickens y Thackeray, por ejemplo, la veían, podía tacharse de incompleta. Era, sin embargo, "naïf" y, evidentemente, si estaba destinada a sufrir en forma alguna por haber perdido su ingenuidad, ahora tiene la idea de asegurarse las ventajas correspondientes. Durante el período al que me he referido, había en el extranjero una sensación, cómoda y alegre, de que una novela es una novela, tal como un budín es un budín, y que lo único que teníamos que hacer con ella era tragárnosla. Pero ha habido en el espacio de uno o dos años, por la razón que fuese, señales de que vuelve la animación, y se diría que la era de la discusión ha sido hasta cierto punto abierta. El arte vive de la discusión, del experimentar, de la curiosidad, de la variedad de intentos, del intercambio de criterios y de la comparación de puntos de vista; y existe la presunción de que las épocas en que nadie tiene nada de particular que decir acerca del mismo, y en que nadie tiene que dar una razón para explicar la práctica o la preferencia, no son épocas de desarrollo, aunque quizá sean épocas de honor; que son épocas, posiblemente, de un poco de pereza. La práctica con éxito de cualquier arte es un espectáculo delicioso, pero también la teoría es interesante; y aunque hay mucha de esta última sin la primera, yo sospecho que no ha existido jamás un éxito auténtico sin una pepita latente de convencimiento. La discusión, la sugerencia, la formulación, son cosas fertilizantes si son francas y sinceras. La vieja superstición de que la novela es algo "pecaminoso" se ha desvanecido ya en Inglaterra; pero quedan rastros de ella en la suspicacia con que se mira cualquier historia que no admita, de una manera u otra, que sólo es una chanza. Hasta la novela más jocosa siente en cierto grado el peso de la proscripción que antiguamente fue dirigida contra la ligereza literaria: la jocosidad no logra siempre pasar por ortodoxia. Se espera todavía, aunque la gente se avergüence de decirlo, que una producción que, después de todo, sólo es un artificio de pequeñas mentiras (porque, ¿qué otra cosa es una novela?), será hasta cierto punto apologética; que renunciará a la pretensión de tratar verdaderamente de representar la vida. Cualquier novela razonable y bien despierta se niega a aceptar tal cosa, porque se da muy pronto cuenta de que la tolerancia que se le otorga con tal condición es únicamente una tentativa de ahogarla, disfrazada bajo la forma de generosidad. La vieja hostilidad evangélica hacia la novela, que fijé tan explícita como estrecha, y que miraba nuestra inmortal obra con un poco menos de favor que a una obra de teatro, era en realidad mucho menos insultante. La razón única de la existencia de una novela es que trata de representar la vida.
La literatura debería ser o instructiva o divertida, y hay en muchos cerebros la impresión de que estas preocupaciones artísticas, la busca de la forma, no contribuyen ni a una cosa ni a otra; embarazan a ambas. Son demasiado frívolas para ser edificantes, y demasiado serias para resultar divertidas; y son, además, afectadas, paradójicas y superfluas. Esta, creo yo, representa la manera como, en el pensamiento latente de muchas personas que leen novelas como un ejercicio de distracción, se explicaría la novela si el pensamiento se articulase. Esa gente argüiría, desde luego, que una novela debe ser "buena", pero interpretarían esta palabra a su propia manera, que variaría muy considerablemente de un crítico a otro. Se diría que el ser "bueno" equivale a representar caracteres virtuosos y ambiciosos, colocados en posiciones prominentes; otros dirían que la bondad depende del "desenlace feliz", de la distribución que se hace al final de premios, pensiones, maridos, esposas, niños, millones, párrafos anejos y observaciones placenteras. Otros, en fin, dirían que equivale a que la novela esté llena de incidentes y de ocurrencias, de modo que sintamos ansias de saltar adelante, para ver quién era el misterioso extranjero, si se llega a encontrar el testamento robado, y a los que no apartará de este placer ningún análisis fatigoso ni descripción. Pero todos ellos estarían de acuerdo en que la idea "artística" despojaría a la novela de una parte de su agrado. Uno atribuiría esto a todas las descripciones, otro lo vería manifestarse en la ausencia de simpatía. Su hostilidad a un desenlace feliz sería evidente, y podría llegar en ciertos casos incluso a imposibilitar cualquier desenlace. El desenlace de una novela es, para muchas personas, algo así como el postre y los helados en una buena comida, y miran en la novela al artista como a una especie de médico entrometido que viene a prohibir los regustos agradables. Es, por consiguiente, verdadero que este concepto de la novela como una forma superior, tropieza con una indiferencia no sólo negativa, sino también positiva. Importa poco el que, como obra de arte, contribuya verdaderamente con tan poco o con tanto de su esencia a suministrar desenlaces felices, personajes simpáticos, y un tono objetivo, como si fuese una obra de mecánicos: la asociación de ideas, por incongruente que sea, podría resultar excesiva, si no se alzara de cuando en cuando una voz elocuente para llamar la atención acerca de que la novela es al mismo tiempo una rama de la literatura tan libre y tan seria como cualquier otra. Desde luego, esto podría negarse a veces teniendo a la vista el número de obras de ficción que recurren a la credulidad de nuestra generación, porque se diría fácilmente que un artículo producido con tanta rapidez y facilidad no es posible que encierre un gran personaje. Es preciso confesar que las novelas buenas se encuentran muy comprometidas por las malas, y que el campo de las mismas sufre en general descrédito por el exceso de concurrencia. Creo, sin embargo, que este daño es sólo superficial, y que la superabundancia de novelas no demuestra nada contra el principio mismo.


Como todos los demás géneros de literatura, como todo hoy en día, la novela se ha vulgarizado, y ha demostrado ser más accesible que otros géneros a la vulgarización. Pero la diferencia entre una novela buena y una novela mala es hoy tan grande como siempre: la mala es barrida, junto con todas las telas pintarrajeadas y el mármol estropeado, a un limbo no visitado por nadie, o al patio infinito de desechos, bajo las ventanas traseras del mundo, mientras que la buena subsiste y emite su luz y estimula nuestro deseo de perfección. Una novela es, en su definición más amplia, una impresión personal y directa de la vida: esto, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de la impresión. Pero no habrá en modo alguno intensidad, y por consiguiente no habrá valor, a menos de que haya libertad para sentir y para decir. El trazar una línea que seguir, el dar un tono que tomar, una forma que realizar, es una limitación de esa libertad y una supresión de la verdadera cosa por la que mayor curiosidad sentimos. La forma, me parece a mí, debe ser apreciada después de la realidad: después el autor realiza su elección, y su norma es indicada; después, podemos seguir las líneas y direcciones, comparando tonos y parecidos. Podemos luego disfrutar, en una palabra, del más encantador de los placeres, podemos estimular la cualidad, podemos aplicar a la novela la prueba de la ejecución. La ejecución pertenece exclusivamente al autor; es lo más personal que tiene y lo medimos por ella. La ventaja, el lujo, tanto como el tormento y la responsabilidad de un novelista, estriba en que no existe límite a lo que él puede intentar como ejecutante; no hay límite a sus posibles experimentos, esfuerzos, descubrimientos y éxitos.
Los caracteres, las situaciones, que le producen a uno el efecto de reales, serán las que más le emocionan e interesan a uno, pero la medida de la realidad es muy difícil de señalar. La realidad de Don Quijote o la del señor Micawber es un matiz muy delicado; es una realidad tan coloreada por la visión del autor que, por muy vivaz que sea, uno vacilaría en proponerla como modelo: se expondría uno a preguntas muy embarazosas de parte de un alumno. Ni que decir tiene que usted no escribirá una buena novela si no posee el sentido de la realidad; pero será difícil proporcionarle una receta para dar existencia a ese sentido. La humanidad es inmensa y la realidad tiene una infinidad de formas; lo más que uno puede afirmar es que algunas flores de novela tienen ese aroma, y que otras no lo tienen; pero el decir por adelantado de qué manera deberá estar compuesto su ramo, ésa es otra cuestión. Resulta igualmente excelente, y no convincente, el decir que uno debe escribir por experiencia; una declaración así podría saberle a cosa de burla a nuestro supuesto aspirante. ¿Qué clase de experiencia es la que se propone, y dónde empieza y acaba? La experiencia no es nunca limitada, y no es jamás completa; es una sensibilidad inmensa, una especie de enorme tela de araña de los más finos hilos de seda suspendida en la cámara de la conciencia, y que capta en su tejido todas las partículas llevadas por el aire. Es la atmósfera misma de la inteligencia; y cuando ésta es imaginativa, y más aún cuando ocurre que es la de un hombre genial, atrae hacia sí los más débiles asomos de vida, convierte las vibraciones mismas del aire en revelaciones. La facultad de adivinar lo invisible partiendo de lo visible, de seguir las consecuencias de las cosas, de juzgar una pieza completa por el dibujo, la condición de sentir la vida en general de un modo tan completo que le permite a uno adelantar en el camino de conocer cualquier recoveco particular de la misma; todo este conjunto de dones puede casi decirse que constituye la experiencia; y esos dones se presentan en el campo y en la ciudad, en las etapas más diversas de la educación. Si la experiencia consiste en las impresiones, puede decirse que las impresiones son la experiencia, tal como es el verdadero aire que respiramos. Estoy lejos de quitar con esto importancia a la exactitud de la verdad del detalle. Se puede hablar mejor del propio gusto, y yo puedo por consiguiente arriesgarme a decir que el aire de realidad (solidez de especificación) me parece que es la virtud suprema de una novela, el mérito del que dependen de modo inevitable y sumiso todos los demás méritos. Si él falta, todos los demás son como nada, y si éstos están allí, deben su efecto al éxito con que el autor ha producido la ilusión de vida. El cultivo de este éxito, el estudio de este proceso exquisito, constituye, para mi gusto, el principio y el fin del arte del novelista. Ellos son su inspiración, su desesperanza, su premio, su tormento, su encanto.
Una novela es una cosa viva, toda una y continua, como cualquier otro organismo, y en proporción a como vive se descubrirá, creo yo, que en cada una de las partes hay algo de cada una de las demás partes. El crítico que sobre el apretado tejido de una obra acabada pretenda trazar una geografía de partes, señalará algunas fronteras tan artificiales, me temo, como cualquiera de las que han sido conocidas en la historia. Hay una distinción, fuera de moda por lo antigua, entre la novela de personaje y la novela de incidente que ha debido de costar muchas sonrisas al fabulista proyectante, muy interesado en su trabajo. A mí me parece que viene tan poco a punto como la igualmente celebrada diferencia entre la novela y el romance, una diferencia que responda tan poco a la realidad. Hay novelas malas y novelas buenas, del mismo modo que hay cuadros malos y cuadros buenos; pero ésta es la única distinción en la que yo veo algún sentido, y estoy tan lejos de representarme hablando de una novela de personaje, como de representarme hablando de un cuadro de personaje. Cuando uno dice cuadro, dice personaje, cuando uno habla de novela, habla de incidentes, y los términos pueden trasponerse a voluntad. Parece casi pueril decir que unos incidentes son intrínsecamente mucho más importantes que otros, y no necesito tomar esta precaución, después de haber confesado mi simpatía por los mayores, advirtiendo que la única clasificación de la novela que yo puedo comprender es la de la que tiene vida y la de que no la tiene.


La novela y el romance, la novela de incidentes y la novela de carácter; estas desmañadas separaciones que parecen haber sido hechas por críticos y por lectores para su propia comodidad y para ayudarles a salir de algunos de sus raros compromisos ocasionales, pero que tienen muy poca realidad o interés para el productor, desde cuyo punto de vista estamos tratando de estudiar el arte de la novela. No está completamente claro, por desgracia, el que la obra de un artista se llame romance, a menos de que eso se haga sencillamente por capricho, como, por ejemplo, cuando Hawthorne puso este encabezamiento a su historia de Blithedale. Los franceses, que han llevado la teoría de la novela a una plenitud notable, tienen un solo nombre para la novela, y no por eso han tratado bajo el mismo cosas más pequeñas. A mí no se me ocurre obligación alguna a la que el "romancier" no estuviese igualmente obligado que el novelista; el tipo de ejecución es igualmente alto para los dos. Desde luego, estamos hablando de la ejecución, porque es el único punto de una novela que está abierto a discusión. Quizá se pierde esto de vista con demasiada frecuencia, únicamente para producir confusiones interminables e ideas encontradas. Debemos reconocer al artista su tema, su idea, sus notas: nuestra crítica se aplica únicamente a lo que él hace de ellos. Naturalmente, no quiero decir que estamos obligados a que nos gusten o a encontrarlos interesantes: en caso de que no nos gusten, nuestra conducta es perfectamente sencilla: dejarlos. Podemos creer que hasta el novelista más sincero no puede sacar absolutamente nada de cierta idea, y es muy posible que los hechos justifiquen la opinión nuestra; pero el fracaso habrá sido un fracaso en el ejecutar, y es en la ejecución donde habrá quedado demostrada la fatal debilidad. Si pretendemos respetar, como sea, al artista, es preciso que le concedamos su libertad de elección, en la cara, en casos particulares, de innumerables presunciones que la elección no fructificará. El arte deriva una parte importante de su benéfico ejercicio del volar de cara a las presunciones, y algunos de los casos más interesantes de que es capaz están ocultos en el seno de las cosas vulgares.
Gustave Flaubert ha escrito un relato acerca del afecto que sentía una criada hacia un loro, y la producción, aunque está altamente acabada, no puede, en total, calificarse de éxito. Tenemos libertad absoluta para juzgarlo flojo, pero yo creo que podría haber resultado interesante. Por otra parte, me alegro muchísimo de que lo haya escrito; es una contribución a nuestro conocimiento de lo que puede y de lo que no puede hacerse. Iván Turgueniev ha escrito una historia acerca de un criado sordomudo y un perrillo faldero, y resulta emocionante, encantador, una pequeña obra maestra. Dio en la nota de la vida allí donde Flaubert falló, porque voló frente a la presunción y obtuvo una victoria. Como es natural, no habrá nada que ocupe el sitio de la vieja manera de que una obra de arte nos guste o no nos guste: la crítica más avanzada no abolirá esta prueba primitiva y última. Lo menciono para guardarme de la acusación de que afirmo que la idea, el tema, de una novela no tienen importancia. A mi manera de ver, la tienen en el más alto grado, y si yo tuviera derecho a hacer un ruego, lo haría en el sentido de que los artistas no deberían elegir sino los más excelentes. Algunos, como ya me he apresurado a admitir, son mucho más remuneradores que otros, y el mundo estaría felizmente dispuesto si las personas que se proponen tratarlos se hallasen libres de confusiones y de errores. No hace falta que recuerde que hay gustos de todas clases. Hay gente a la que, por razones excelentes, no le gusta leer nada sobre los carpinteros; a otros, por razones quizá mejores, no les gusta leer sobre cortesanas. Hay muchos que ponen inconvenientes a los norteamericanos. Otros no quieren ni mirar a los italianos. A algunos lectores no les agradan los temas tranquilos; a otros no les gustan los de mucho ajetreo. Algunos gozan con una completa ilusión; otros, con la conciencia de grandes concesiones. Yo me hago un lío para imaginarme cosa alguna que debe gustarle o no a la gente (por lo menos en este asunto de la novela). Se puede estar seguro de que la selección se realizará por sí misma, porque tiene tras ella móviles constantes. Ese móvil es la simple experiencia. De igual manera que la gente siente la vida, siente asimismo el arte que se halla más estrechamente unido a ella. Al hablar del esfuerzo de la novela, no debemos olvidarnos nunca de esta relación estrecha. Hay mucha gente que habla de ese esfuerzo como de una forma ficticia, artificial, copia de un producto de la habilidad, cuya tarea consiste en alterar y arreglar las cosas que nos rodean, para trasladarlas a modelos convencionales, tradicionales. Esto, sin embargo, es un punto de vista del asunto que nos lleva a muy pequeña distancia y que condena al arte a una repetición eterna de unos pocos clichés familiares, que corta su desarrollo y nos lleva derecho a un punto muerto. El intento cuya fuerza enérgica mantiene en pie la novela es el de captar la nota misma y el truco, el ritmo extraño e irregular de la vida. Sentimos que estamos tocando la verdad en proporción a como vemos la vida, sin arreglos previos, en lo que ella nos ofrece; y sentimos, en proporción a como la vemos con arreglos, que se nos aparta de ella con un sustituto, con una transacción o con un convencionalismo. Se oye con frecuencia la extraordinaria seguridad con que se anuncia en relación con este asunto del arreglo previo, del que se habla como si fuese la última palabra del arte. El arte es esencialmente selección, y el principal cuidado de ésta consiste en ser típica, en ser inclusiva. Me parece a mí que nadie ha podido realizar jamás un serio intento artístico sin adquirir conciencia de un aumento inmenso de libertad, de una especie de revelación.
Se hacen también algunas observaciones sobre la cuestión de "la historia" que yo no trataré de criticar, a pesar de que me parecen singularmente ambiguas, porque yo no creo entenderlas. No veo hacia dónde vamos hablando como si hubiese una parte de una novela que es la historia, y otra parte que, por místicas razones, no lo es, a menos de que la distinción se haga en un sentido en que es difícil suponer que haya alguien que pretenda transmitir nada. La historia, si es que representa algo, representa el tema, la idea, la condición de la novela; y no existe seguramente escuela que enseñe que una novela sea todo tratamiento y nada tema. Debe de haber, sin duda, algo que tratar; toda escuela tiene íntima conciencia de esto. Este sentido de que la historia es la idea, el punto de arranque, de la novela, es el único en que yo veo que puede hablarse de algo como distinto de su todo orgánico; y, como en la misma proporción en que la obra triunfa, la idea la embebe y la penetra, informa y anima, así también cada palabra y cada signo de puntuación contribuye directamente a la expresión, y en esa proporción perdemos el sentido de que la historia sea una hoja que se pueda sacar, más o menos, de la vaina. La historia y la novela, la idea y la forma, son como la aguja y el hilo, y jamás he sabido que un gremio de sastres recomendase el empleo del hilo sin la aguja, o de la aguja sin el hilo. Hay unos temas que nos hablan, y otros que nada nos dicen, pero sería hombre verdaderamente sabio el que se lanzase a dar una regla -un index expurgatorio- por el que se apartase la historia de la no-historia. Para mí, al menos, es imposible imaginarse tal regla que no sea completamente arbitraria. Un articulista de la "Pall Mall Gazette" opone la deliciosa (como yo la supongo) novela de "Margot la Balafrée" a ciertos relatos en que las "ninfas bostonianas" parecen haber "rechazado a duques ingleses por razones psicológicas". No conozco la novela así nombrada, y difícilmente puedo perdonar al crítico de la "Pall Mall Gazette" por no dar el nombre del autor, pero el título parece referirse a una señora que ha recibido una cicatriz en alguna gloriosa aventura. Me siento desconsolado por no conocer este episodio, pero no veo en modo alguno por qué razón es una historia, siendo así que el rechazo (o la aceptación) de un duque no lo es, y por qué una razón, psicológica o lo que sea, no constituye un tema y sí lo constituye una cicatriz. Todas ellas son partículas de la vida infinita de que trata la novela, y con seguridad que no permanecerá un instante en pie ningún dogma que pretenda convertir en legal el tratar de un tema y en ilegal el tratar de otro.


Cuando se dice que una historia debe estar formada de "aventuras" bajo pena de no ser una historia, ¿por qué de aventuras, más que de gafas verdes? Se habla de una categoría de cosas imposibles y se coloca entre ellas la "novela sin aventura". ¿Por qué sin aventura, más bien que sin matrimonio, o sin celibato, o sin parto, cólera, hidropatía o jansenismo? A mí me parece que esto es llevar la novela atrás, a su mísero papelito de cosa artificiosa, ingeniosa; que la hace bajar de su grande y libre carácter de ser una inmensa y exquisita correspondencia con la vida. Y, si vamos a ello, ¿qué es aventura, y por qué señal ha de reconocerla el discípulo que escucha? Para mí es una aventura, una aventura inmensa, el escribir este articulito; y para una ninfa bostoniana el rechazar a un duque inglés resulta una aventura no menos conmovedora, creo yo, que para un duque inglés el verse rechazado por una ninfa bostoniana. Yo veo en esto unos dramas dentro de otros, e innumerables puntos de vista. Para mi imaginación, una razón psicológica resulta un objeto adorablemente pictórico; el captar la tonalidad de su cutis, yo creo que es una idea capaz de inspirarle a uno esfuerzos tizianescos. En una palabra: pocas cosas hay para mí más excitantes que una razón psicológica, y con todo ello, reconozco que la novela me parece la forma de arte más magnífica. He estado leyendo al mismo tiempo la encantadora historia de "La isla del tesoro", por el señor Robert Louis Stevenson, y de una manera menos consecuente, el último relato del señor Edmond de Goncourt titulado "Chérie". Una de estas dos obras trata de asesinatos, misterios, islas de terrible renombre, escapes por el grosor de un cabello, coincidencias maravillosas y doblones sepultados. La otra trata de una muchachita francesa que vivía en una bella casa de París y que murió de una herida de su sensibilidad porque nadie quiso casarse con ella. Llamo a "La isla del tesoro" encantadora porque me parece que su autor tuvo un éxito asombroso en lo que se propuso; y me aventuro a no poner epíteto alguno a "Chérie", que me produce la impresión de haber fracasado lamentablemente en su propósito, es decir, en trazar el desenvolvimiento de la conciencia moral de una niña. Sin embargo, ambas producciones me producen la idea de que son una novela lo mismo una que otra, y de que encierran una historia tanto la una como la otra.
En cuanto a la finalidad "consciente y moral" de la novela, es un tema de inmensa importancia que no debe ser tratado con consideraciones de gran amplitud y que no es posible dejar de lado con ligereza. Quien no esté dispuesto a recorrer hasta la última pulgada del camino por el que estas consideraciones le llevan, tratará sólo superficialmente del arte de la novela. Por esta razón he dejado la cuestión de la moralidad de la novela para el final ya que es una cuestión rodeada de dificultades. Estamos discutiendo sobre el arte de la novela; las cuestiones de arte son cuestiones de ejecución (en su más amplio sentido); las cuestiones de moral son cosas completamente distintas. Se nos dice que el mezclarlas es una característica de la novela inglesa, una cosa verdaderamente admirable y un gran motivo de felicitación. Desde luego, es motivo de felicitación el que problemas tan espinosos se hayan convertido en tan lisos como la seda. Puedo agregar que a mucha gente le parecerá que se ha hecho un vano descubrimiento al decir que la novela inglesa se ha dirigido de manera preponderante a estas delicadas cuestiones. Por el contrario, habría que hablar de la timidez moral del novelista inglés corriente; de su aversión a enfrentarse con las dificultades con que el tratar la realidad está erizado por todas partes. Puede ese novelista ser extremadamente recatado y, en la mayor parte de los casos, el signo distintivo de su obra es un precavido silencio sobre ciertas materias. En la novela inglesa -y, naturalmente, también en la norteamericana-, más que en cualquier otra, existe una diferencia tradicional entre lo que la gente sabe y lo que están de acuerdo en admitir que saben; entre lo que ven y aquello de que hablan, entre lo que sienten que es una parte de la vida y lo que permiten que entre en la literatura. En una palabra: existe una gran diferencia entre lo que hablan en la conversación y lo que hablan en letras de molde. La esencia de la energía moral estriba en inspeccionar todo el campo y, yo diría, no sólo que la novela inglesa tiene una finalidad, sino que tiene una timidez. No trataré de averiguar en qué punto el propósito de una obra de arte puede ser una fuente de corrupción; el que a mí me parece menos peligroso es el propósito de realizar una obra perfecta de arte. Por lo que respecta a nuestra novela, puedo decir, por último, a este propósito, que, tal como hoy la encontramos en Inglaterra, me da la impresión de que se ha convenido por regla general en no discutir, pero la ausencia de discusión no es un síntoma de la pasión moral. La finalidad de la novela inglesa me da a mí la impresión de ser bastante negativa.
Hay un punto en que el sentido moral y el sentido artístico están muy cerca el uno del otro; es a la luz de la verdad muy evidente que la calidad más profunda de una obra de arte será siempre la calidad de la inteligencia del artista. En la misma proporción en que la inteligencia sea fina, la novela compartirá la esencia de la belleza y de la verdad. El estar constituido de tal elemento es, para mi visión, tener suficiente finalidad. Jamás saldrá una novela buena de una inteligencia superficial; eso me parece a mí un axioma que cubre todo el campo moral necesario para un artista de la novela: si el aspirante juvenil se penetra de esta verdad, le iluminará muchos de los misterios relativos a la "finalidad". El crítico de la "Pall Mall Gazette", al que he citado ya, llama la atención sobre el peligro de generalizar, hablando del arte de la novela. El peligro en que yo me imagino que piensa es el de particularizar, porque hace algunas observaciones comprensivas que podrían dirigirse al hábil estudiante sin temor a equivocarlo. Yo le recordaría a éste, en primer lugar, la magnificencia de la forma que tiene a su disposición, que le ofrece a la vista tan escasas restricciones y tan innumerables oportunidades. En comparación, las demás artes aparecen confinadas y embarazadas, porque las distintas condiciones bajo las cuales se ejercitan son muy rígidas y definidas. La única condición que a mí se me ocurre poner a la composición de la novela es, según dije ya, el que sea sincera. Esta libertad constituye un privilegio espléndido, y la primera lección del novelista joven es aprender a ser digno de ella.