30 de octubre de 2011

Giacomo Marramao: "La lógica del capital está en una fase terminal, al igual que la lógica de la democracia procedimental"

"¿La razón viene primero o después de la constitución de la identidad personal? En otros términos: ¿es posible tener preferencias, elaborar proyectos, tomar decisiones, si previamente no ha habido un proceso de autoidentificación? Es decir, ¿cuál es para nosotros la pregunta prioritaria y fundamental, 'qué quiero' o 'quién soy'?". Quien hace estas preguntas es el filósofo italiano Giacomo Marramao (1946), para quien, en la actualidad. "existe una crisis del humanismo que nos obliga a replantear lo humano desde lo posthumano, a reconstruir nuestras relaciones con la tecnología pero también con la animalidad, puesto que somos animales". "La idea misma de lo humano, del derecho, tiene que ser radicalmente redefinida en un sentido multicultural" afirma el filósofo italiano. Nacido en Catanzaro, estudió filosofía en las universidades de Florencia y Frankfurt, y actualmente es profesor de Filosofía Política y de Filosofía y Ciencias Sociales en la Universidad de Roma y miembro del Collège International de Philosophie de París. Influido en sus inicios por el historicismo de la Escuela Florentina y por la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, su obra se inició con una revisión del concepto de "praxis" para pasar luego a orientarse hacia la temática del poder y la cuestión del tiempo. Marramao, pionero en el análisis crítico de la globalización, opina que no se puede hablar de una identidad global producida por el capitalismo, sino de una diáspora de las identidades: "en el mundo global existen dos grandes riesgos: la remoción de la identidad y la reificación (del alemán "verdinglichung": sobrecosificación) de ésta, dos caras de la misma moneda". Su obra ensayística comprende, entre otros, "Potere e secolarizzazione" (Poder y secularización), "Il politico e le trasformazioni" (Lo político y las transformaciones), "Filosofia e globalizzazione" (Filosofía y globalización), "Marxismo e revisionismo in Italia" (Marxismo y revisionismo en Italia), "Passaggio a Occidente. Tecnica e valori nell'età globale" (Pasaje a Occidente. Técnica y valores en la edad global) y "La passione del presente" (La pasión del presente). Lo que sigue es un resumen editado de tres entrevistas concedidas por el fílósofo italiano en sendas visitas a la Argentina. La primera, a Pablo Díaz de Brito para el diario "La Capital" del 19 de noviembre de 2000; la segunda, a Pablo Esteban Rodríguez para el diario "La Nación" del 4 de marzo de 2007; y la tercera, a Héctor Pavón para el nº 421 de la revista "Ñ" del 22 de octubre de 2011. En ellas, Marramao se explaya sobre el desencadenamiento de los conflictos políticos a raíz del avance de la democracia de mercado producida por la globalización, el impacto que ésta produjo en las diversas culturas, el actual panorama geopolítico colmado de incertidumbres, y los futuros posibles del mundo capitalista que se encuentra en pleno replanteo de sus estrategias de supervivencia. El filósofo italiano propone un nuevo modelo normativo de democracia, que no puede ser más el modelo liberal, puramente técnico-procedimental, sino uno que apueste a un universalismo de las diferencias y que busque la reconstrucción del espacio público no estatal, más allá del Estado y más allá del mercado.


Usted se opone a la política de la identidad de la vieja Ilustración, y habla de la necesidad de una nueva Ilustración de las diferencias. ¿Quién sería el sujeto político de esta nueva política?

El sujeto político parte de una nueva idea de ciudadanía, una idea inclusiva de ciudadanía. La vieja idea de ciudadanía plantea una contradicción en nuestras democracias con la de pertenencia. Por ejemplo, algunas personas se identifican mucho más con su comunidad que con el Estado o la democracia. Esto pasa en Estados Unidos: tenemos a los afroamericanos, judíos, gays, mujeres, etcétera y no a ciudadanos norteamericanos. El modelo jacobino de ciudadanía, de una pertenencia resuelta en la pertenencia al Estado, a la república, este modelo rousseauneano, no funciona más porque hay en nuestro mundo una fuerte necesidad de autoidentificación por diferencia. El sujeto de todo esto es siempre el pueblo, pero no en el sentido de una unidad mística y tampoco en el sentido jurídico-ficcional, contractualista liberal. Tenemos que ir a una tercera idea de pueblo: el pueblo es el resultado de la contaminación creativa de una pluralidad de culturas, de una pluralidad de sujetos, de la pluralidad de diferencias.

Tal vez eso ocurrió en Argentina con la inmigración, el exitoso crisol de razas, de nacionalidades y de culturas.

Claro, sí, en Argentina, en Brasil también. Pienso en el modelo romano, no el fascista,
sino el de la república romana, donde tenían un sincretismo de culturas, la ciudad-estado no era excluyente de los otros en sentido étnico o cultural: incluía a hispánicos, a los germanos, como ciudadanos romanos, con sólo una cláusula: respetar la ley de la república romana. Esta idea de pueblo no monocromo, sino polícromo, me parece que es la idea del futuro. Estados Unidos es seguramente una gran democracia de inmigración, como toda América. No ejerce una supremacía racista hegemónica, al viejo estilo británico. Pero, dicho esto, hay que recordar que este país no es multicultural, y este es el punto. Es un centauro, con un cuerpo seguramente multiétnico y multiconfesional, pero con una cabeza monocultural y monolingüística. El criterio de selección de la élite siempre fue monocultural aunque esto está dejando de funcionar. Este modelo de centauro está en crisis. En este momento estamos ante una reforma del universalismo occidental, de los principios fundamentales de Occidente. Estos principios han producido una democracia solamente técnico-procedimental. Decía Arendt que la política de nuestro tiempo esta encerrada por la acción de dos polos: el del Estado y sus instituciones centralizadas, y el de una sociedad que siempre es más de mercado, de intereses de mercado. La política está comprimida, no tiene lugar y debemos reconstruirla a partir de un espacio público no estatal y no mercantil, no de mercado.

La vieja idea de sociedad civil, digamos.

Sí, la vieja idea de sociedad civil, pero que tiene como punto de agregación el momento de la esfera pública política. Sociedad civil, pero no en el sentido de Hegel o de Marx, sino una sociedad que produce un espacio público político. Habermas y yo adoptamos la misma expresión: el destino de la democracia es el de esta esfera pública política no estatal, este es el punto fundamental, la distinción entre lo público y lo estatal.

Usted propone reconsiderar la globalización, pensando en términos de "un pasaje a Occidente". ¿En qué consiste ese pasaje?

La globalización fue criticada muchas veces como una homogeneización universal en el sentido del "pensamiento único". La imagen del globo significa la circunnavegación del mundo. Como dijo Paul Valéry y ahora retoma Peter Sloterdijk, el globo supone un mundo finito, abarcable, dominable. En cambio, el término "mundus", de donde deriva mundialización, supone estar creando todo el tiempo el mundo bajo la forma de lo que se ha llamado secularización. Ahora bien, el gran problema es que la secularización europea y norteamericana no se puede transferir al resto de las formas de vida, como las de las sociedades asiática o islámica. Esta es la raíz de los conflictos actuales. Son conflictos por la definición de cuál es el factor de dominancia identitaria, más allá de los factores sociales, económicos y políticos. Por eso, mientras que conceptos como "globalización" y "mundialización" mantienen como centro el mundo occidental, "pasaje a Occidente" significa que las transformaciones se producen tanto en Occidente como en otras culturas. Este cambio radical en el estilo de vida, de relaciones, de estructura social y de composición cultural ya no puede ser descripto sólo como el "impacto" de Occidente sobre las demás culturas.

¿Y cuál sería el lugar de Latinoamérica en este contexto?

Para mí, América Latina es una prolongación de la Europa mediterránea. Y Estados Unidos estaría más cerca de lo que en el libro llamo el "modelo oceánico" de la mundialización. Creo que Latinoamérica puede crear una visión realmente alternativa al proceso de mundialización actual. Pienso en especial que Argentina, Brasil y Chile tienen el potencial para desarrollar una mundialización alternativa a la que quiere gobernar Estados Unidos.

¿A qué se refiere exactamente cuando sostiene que estamos en una fase posestatal?

A que el mercado no está conformado por los estados. Es necesario entonces realizar la crítica de los pares Estado-mercado y público-privado. Ni el Estado significó siempre oposición al mercado (más bien lo contrario), ni es sinónimo de público. Desde la teoría política, estoy de acuerdo con Jürgen Habermas en que ingresamos en una "constelación posnacional". En este contexto, el mercado mundial se desliga de las soberanías nacionales y se multiplican los conflictos identitarios. También se puede hablar de un constitucionalismo global o de una esfera pública no estatal; ambos se definen por proponer un tipo de unión política de los sujetos que no esté mediada por los estados. Los movimientos altermundialistas expresan esta situación.

¿Qué tipo de política es posible en este contexto en el que, pese a las reiteradas exhortaciones a respetar las diferencias, los procesos geopolíticos generales parecen orientarse en sentido contrario?

Creo que hay que impulsar un universalismo de la diferencia, al que hay que definir con mucho cuidado porque se enfrenta con dos límites. El primero de ellos es el universalismo de la identidad, cuya expresión más noble sería la de Kant (todos los seres humanos son sujetos ético-trascendentales, por fuera del espacio y del tiempo) y la menos noble sería la de George Bush, que considera que este universalismo ya fue alcanzado por la civilización occidental. El otro límite es el antiuniversalismo de las diferencias culturales, donde el énfasis de las diferencias culturales es la base del fundamentalismo. Hay que ser enfáticos en este punto: el fundamentalismo global es culturalista. La religión no es más que la máscara de este proceso de identificación simbólica. Tenemos que imaginar un ser universal que se constituye a partir del criterio de la diferencia. Solemos pensar que los hombres se relacionan por lo que tienen en común, pero es al contrario: las relaciones se producen gracias a la singularidad de cada uno.

¿Existe una política de las diferencias que supere la del humanismo clásico pero que no sea, al mismo tiempo, una política del conflicto permanente, un conflicto que por otra parte es bélico?

Pienso que los teóricos del poscolonialismo (Homi Bhabha, Gayatri Spivak, Arjun Appadurai) ya nos enseñaron a rechazar la historia universal unilateral que construyó Europa y que ahora intenta imponer Estados Unidos. Es necesario dar un golpe al narcisismo europeo, como dice Dipesh Chakrabarty, "Hay que provincializar a Europa". La intención del humanismo clásico, que un autor como Habermas intenta recrear, acerca de promover el entendimiento mutuo a través de la argumentación, es inútil. Se trata de un conflicto de valores, no argumentable, pero no de "un choque de civilizaciones". No se trata de argumentar sino de narrar. Mi propuesta es una política que tenga en cuenta estas diferencias de valores, necesariamente conflictivas, sin pretender que se pueda reducir a la argumentación.

¿Pero se puede proponer esto cuando Estados Unidos impone una hegemonía que ya nada tiene que ver con la argumentación?

La estrategia actual norteamericana no puede durar. Estados Unidos no tiene relación con el mundo. Arendt, que vivió mucho tiempo allí, dijo una vez: "Quien no tiene relación con el mundo sólo puede concebir esta relación como dominación". Y yo no sé cuánto puede mantenerse una dominación cuando todos la sienten como tal.

¿Cuáles son las últimas noticias de la globalización sobre la desigualdad, los derechos humanos, la justicia, por ejemplo?

Para mí la globalización es el pasaje desde la modernidad nación a la modernidad mundo. Es una palabra un poquito débil, demasiado general, un contenedor de demasiadas cosas. En particular soy crítico frente al uso de la terminología utilizada en los derechos humanos: me parece demasiado etnocéntrica porque a veces puede servir a los Estados Unidos como justificación para sus intervenciones en el exterior. Hay que plantear una lucha para los derechos en el sentido político de un nuevo universalismo. También Zizek habla de la necesidad de una nueva forma de lo universal. En tanto izquierda, pensamiento democrático radical no podemos no estar de parte del universalismo de la diferencia; no de la identidad. Es decir, la idea misma de lo humano, del derecho tiene que ser radicalmente redefinida en un sentido multicultural. La palabra humano en el pasado fue un campo de conflictos, de guerra, una palabra problemática. Hay una doble cara de lo humano y de los derechos humanos dado que se legitiman por los individuos privilegiados: blancos, norteamericanos, etcétera. Unos son menos humanos que otros. Esta diferenciación no es más débil con la globalización, por lo contrario, devino más fuerte que antes. Hay una diferenciación mayor que en el pasado entre sujetos humanos y sujetos subhumanos.

Hay pensadores en Europa que debaten sobre el posible retorno del humanismo. Pero según lo que usted dice también podríamos pensar lo contrario...

Sí, creo que tenemos una crisis irreversible del humanismo moderno, como en la modernidad teníamos la del humanismo clásico. Ahora tenemos dos problemas, uno de reconstrucción, porque el poder global es un poder deconstructivo. Pero el poder global no es más un poder tradicional piramidal en el sentido de la soberanía tradicional, no es banalmente jerárquico, no tiene más centros ni verticalidad ni jerarquía, tiene más una estrategia reticular. Un poder reticular es un poder que se deconstruye, uno no encuentra nunca el poder en el mismo lugar donde estaba ayer, hay un tránsito constante. En este sentido yo me podría encontrar muy bien con la perspectiva de una reconstrucción pero no en el sentido neohumanístico sino en el de una redefinición antropológica. Estamos en un pasaje que no es solamente un pasaje histórico y político sino también un pasaje cultural, de civilización y antropológico, tenemos que reconstruir lo humano en el sentido de poshumano. Esta nueva dimensión de la humanidad también tiene relación con lo animal. Hay una reelaboración y un nuevo sentido humano de la tecnología y, por otro lado, hay una posición que está más allá de la frontera entre el hombre y el animal, porque el hombre tiene el lenguaje o tiene la razón y el animal no tiene el lenguaje. Eso no es verdad. Nosotros somos animales y tenemos un lenguaje, un cerebro y una razón particular. Pero los otros animales tienen su lenguaje, su cerebro, su retórica, su estrategia en la relación con el medio ambiente, con la constelación de su hábitat, construyen un sistema de relaciones. Entonces tenemos que renegociar la relación con la técnica y la tecnología por un lado, y con la animalidad por otro, más allá de la tradición filosófica occidental.

Poder, globalización, la crisis en Europa, en Estados Unidos... ¿El marxismo aún sirve como herramienta de análisis?

Hay una función nueva de la obra de Marx confirmada por los acontecimientos de la globalización. Es decir, el capital global ganó, pero con un precio que aparentemente está en contradicción con la previsión de Marx en el sentido de que no hay una única sociedad capitalista global, hay una dominación del capital y del mercado global pero hay una pluralidad de sociedades capitalistas, diferentes culturalmente. Lo que muchos filósofos olvidan es que en Marx no encontramos nunca la palabra capitalismo. Sólo encontramos la palabra capital y la idea de sociedades en las cuales domina el modo de producción capitalista. Lo social para Marx está siempre determinado por factores culturales y antropológicos. El capital global tendrá una dominación declinada en formas socioculturales diferentes. Existe el capital originario de Europa y Occidente, el capital euroamericano, pero hay también otras tres grandes civilizaciones que tienen el capital de una manera específica que señalaba Marx: India, China, Rusia. Hay una declinación, un carácter personificado, pero las relaciones sociales son diferentes y esto lo vio Marx.

Estos capitalismos responden a esta idea que usted señala de que el capitalismo ganó. Pero también tenemos crisis sin retorno en Grecia, España, Estados Unidos...

El capital global hasta ahora ganó, pero yo creo que no tiene la capacidad de comprender la dimensión que en Marx se llamaba fuerzas productivas y que yo llamo potencias. Las potencias, las capacidades humanas que se desarrollaron en el mundo en los últimos dos siglos, la lógica del capital está en una fase terminal, al igual que la lógica de la democracia, porque la democracia procedimental en esto tiene razón parcialmente, aunque yo no esté muy seguro sobre el carácter de la actualidad, de mí mismo. Pero hay una crisis contextual de la lógica económica capitalista y de la lógica formal procedimental de la democracia. Entonces tenemos la necesidad de imaginar una nueva perspectiva porque nosotros tenemos la herencia de dos crisis, la de 1989, la caída del Muro de Berlín y la de 2008/09. Estas dos crisis no se contestan recíprocamente, no están en contradicción, son una suma. Estamos frente a un pasaje donde el poder intenta una supervivencia del capital global a través de una estrategia que no es más una estrategia solamente del poder represivo sino de la deconstrucción, de la restructuración, donde todos los sujetos, los potenciales de los sujetos tienen que ser construidos o deconstruidos.

¿Cuál es el lugar de la política? Grandes líderes políticos como Obama parecen derrotados por el poder económico...

La política hasta ahora está necesitada de los vínculos económicos. Pero no hay vínculos que sean puramente económicos, existe una dislocación de la lógica del poder desde las instituciones de los Estados que es la dimensión de los grupos de poder global financiero, económico y tecnológico. Los vínculos que necesita la política son económicos. Pero en todo Occidente esta situación de desocupación o de trabajo precarizado es una cosa negativa para la sociedad, porque tiene más obligaciones financieras. Todas las formas de precarización y desocupación son un lastre económico para la sociedad. Creo que tenemos que desmitificar esta falsa objetividad de la lógica económica y de los vínculos económicos. Son la máscara de la estrategia del poder para producir una separación al interior de la población, entre una parte que es privilegiada y otra que no lo es.

¿Qué pasará en las próximas elecciones en Europa? ¿Hacia dónde va a ir el voto en España, en Italia, en Francia?

Si Europa no plantea de una manera eficaz, veloz, rápida, la cuestión de la unidad constitucional y política, creo que hay un riesgo del retraso, de una involución con fenómenos xenofóbicos, racistas, como ocurrió en Noruega; Holanda es el país de la tolerancia, de la hospitalidad, un país del multiculturalismo precoz donde también hay tendencias xenófobas. Estas tendencias se producen cuando no hay una relación entre la dimensión de la política y la de la transformación cultural.

¿Lo sorprendió la crisis del mundo árabe?

Escribí en "Pasaje a Occidente" que el mundo árabe no es sólo fundamentalismo, también tiene tendencias nuevas de libertad y democracia. Pero es un buen ejemplo de un acontecimiento macroscópico del cual los políticos occidentales no tenían idea. La pluralidad de los caminos es el punto fundamental, el universalismo de la diferencia, modernidades múltiples, es claro que no puede ser la democracia según el proceso estándar que tenía la democracia en Europa o en Estados Unidos, no es lo mismo. No es lo mismo que el mundo occidental, son otros mundos como lo es China o la India. Será otra cosa, otro proceso.

¿Cuál es el estado de la filosofía política? ¿El siglo XXI le produjo más desafíos, objetos de análisis, casos?

Creo que estamos en una crisis de la filosofía política normativa en el sentido de la teoría de la justicia neocontractualista que fue importante para el planteamiento liberal democrático occidental. El desafío para la filosofía política es la redefinición no solamente de lo político más allá del "Leviatán", más allá de la dimensión estatal, una separación de lo político de lo estatal. Tenemos que reconceptualizar ambas dimensiones de toda la tradición de la filosofía política occidental incluido el concepto de individuo, el de comunidad. Creo que el concepto de individuo no puede ser más un concepto de átomo separado sino una singularidad que es en sí misma plural y que posee un ser múltiple. Como una identidad en sí misma plural que tiene, entonces, una red de relaciones con los otros. Mi idea de la singularidad relacional, dinámica, es también conflictiva pero no competitiva para entenderse de una manera mejor, el diálogo en el sentido griego, una polarización de posiciones. En este sentido es la relación y la pasión del conflicto. Por otro lado, en una comunidad no orgánica en el sentido de la comunidad identitaria, yo estoy contra la identidad. Una comunidad capaz de valorizar las diferencias singulares que están en su interior, éste es el primer desafío. Segundo, la filosofía política occidental hasta ahora se dividió en dos grandes líneas de pensamiento político: la de la política como proceso, como praxis, desde Aristóteles a Hannah Arendt; y la de la política como acontecimiento, como evento, la intervención en el tiempo oportuno. Estos dos lados de la política tienen que estar integrados, convertirse en una síntesis. Es mi idea del desafío del siglo XXI.


29 de octubre de 2011

Sobre la novela (25). Umberto Eco y la ironía intertextual

El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco (1932) se doctoró en Filosofía en la Universidad de Turín con su tesis "Il problema estetico in San Tommaso" (El problema estético en Santo Tomás). Después de trabajar varios años para la RAI (Radio Audizione Italiana), comenzó su carrera docente en diversas universidades, en Turín primero, para hacerlo luego en Milán, Florencia y Bolonia, enseñando Estética, Comunicación Visual y Semiótica. Su gusto por la filosofía tomista y la cultura medieval está presente prácticamente en toda su obra, y se manifiesta de manera explícita en su primer novela "Il nome della rosa" (El nombre de la rosa) aparecida en 1980 y convertida rápidamente en un gran suceso editorial. A ésta le siguieron "Il pendolo di Foucault" (El péndulo de Foucault), "L'isola del giorno prima" (La isla del día de antes), "Baudolino", "La misteriosa fiamma della regina Loana" (La misteriosa llama de la reina Loana) e "Il cimitero di Praga" (El cementerio de Praga), con disímiles grados de aceptación tanto de parte de la crítica como del público lector. Eco es, además, autor de una extensa obra ensayística que abarca principalmente las áreas de la semiótica, la lingüística, la estética, la sociología, la poética de vanguardia, la comunicación de masas y la moralidad. Entre sus numerosos libros, traducidos muchos de ellos a las principales lenguas del mundo, se destacan "Opera aperta" (Obra abierta), "Apocalittici e integrati" (Apocalípticos e integrados), "La struttura assente" (La estructura ausente), "Trattato di semiótica generale" (Tratado de semiótica general), "Semiótica e filosofia del linguaggio" (Semiótica y filosofía del lenguaje), "I limiti dell'interpretazione" (Los límites de la interpretación), "La ricerca de la lingua perfecta" (La búsqueda de la lengua perfecta), "La definizione dell'arte" (La definicion del arte), "Il superuomo di massa" (El superhombre de masas) y "Cinque scritti morali" (Cinco escritos morales). Umberto Eco, quien dice ser un filósofo "porque la semiótica es la única forma de filosofía posible en este momento, todo el resto es literatura", es un habitual conferencista. En febrero de 1999 pronunció una disertación sobre la narrativa posmoderna en Forli, ciudad de la región de Emilia-Romaña al noreste italiano, cuyos tramos más significativos se reproducen a continuación.

IRONIA INTERTEXTUAL Y NIVELES DE LECTURA

Voy a detenerme en algunas características de la narrativa denominada posmoderna que algunos críticos y teóricos de la literatura han encontrado presentes en mi narrativa. Estas características son la metanarratividad, el dialogismo (en el sentido bajtiniano de que los textos se hablan entre sí), la doble codificación y la ironía intertextual. Aunque yo no sepa todavía qué es exactamente el posmodernismo, debo admitir que las características recién citadas están en mis novelas. Ahora bien, quisiera distinguirlas, porque no es raro que se las considere como cuatro aspectos de la misma estrategia textual.
La metanarratividad, en cuanto reflexión que el texto hace sobre sí mismo y la propia naturaleza, o como intrusión de la voz del autor que medita sobre lo que está contando y que incluso llega a exhortar al lector a que comparta sus reflexiones, es mucho más antigua que el posmodernismo. Se manifiesta en las reflexiones que hace Manzoni, por ejemplo, sobre la oportunidad de hablar de amor en sus novelas. Admito que en la novela moderna la estrategia metanarrativa se manifiesta con mayor insistencia, y yo mismo, para exasperar la reflexión que el texto realiza sobre sí mismo, he recurrido a lo que denominaría "dialogismo artificial", es decir, a la puesta en escena de un manuscrito sobre el que la voz narradora reflexiona, y que intenta descifrar y juzgar en el momento mismo en que relata. También el dialogismo, sobre todo en su naturaleza más evidente de "citacionismo", no es ni virtud ni vicio posmoderno, de otro modo Bajtín no habría podido hablar al respecto con tanto adelanto. Llegamos ahora a la denominada doble codificación. La expresión la ha acuñado Charles Jencks, para el cual en la arquitectura posmoderna: "El edificio o la obra de arte se dirigen simultáneamente a un público minoritario de elite, usando códigos 'altos', y a un público de masas, usando códigos 'populares'". Esta idea puede entenderse de muchas maneras.


Muchas obras literarias, a causa de un redescubrimiento de la intriga novelesca, han sido aceptadas también por un gran público, que en teoría habría debido ser repelido por soluciones estilísticas de vanguardia, como el recurso del monólogo interior, el juego metanarrativo, la pluralidad de "voces" que se ensamblan en el curso de la narración, el desbarajuste de las secuencias temporales, los saltos de registro estilístico, el enmarañarse de narraciones en tercera o en primera persona con el discurso indirecto libre. Pero ello significaría sólo que una característica del denominado estilo posmoderno es proponer relatos capaces de atraer a un gran público aunque empleen referencias doctas y soluciones estilísticas "cultas", es decir (en los casos más felices), si saben fundir ambos componentes de manera no tradicional. Es una característica indudablemente interesante y no es una casualidad que haya suscitado perplejos intentos de explicación por parte de los teóricos del denominado "best-seller" de calidad, que gusta aun teniendo alguna validez artística y ocupa al lector con problemas o procedimientos que una vez eran prerrogativa únicamente del arte de elite. Nunca ha estado claro si el "best-seller" de calidad debe entenderse como novela con vocación popular que hace uso de algunas estrategias "cultas" o como novela "culta" que por alguna misteriosa razón se vuelve popular. En el primer caso, el fenómeno debería explicarse en términos de análisis estructural de la obra, decidiendo, por ejemplo, que su recurso al gusto popular se debe a su reproposición de una "historia", quizá policíaca, que arrastra al lector permitiéndole superar los puntos estilística o estructuralmente ásperos. En el segundo caso, el fenómeno sería competencia de una estética, o mejor aún, de una sociología de la recepción.
Habría que decir, por ejemplo, que el "best-seller" de calidad no depende de un proyecto de poética, sino de una transformación de las tendencias de los lectores, dado que no hay que subestimar el crecimiento de una categoría de lectores "populares" que, hartos de textos "fáciles" e inmediatamente consoladores, aprecian la fascinación de obras que los desafían a una experiencia más laboriosa pero de alguna manera saciadora, y aceptan releerlas más de una vez; y muchos lectores, que el mundo editorial se obstina en considerar todavía "ingenuos", han absorbido por distintas vías muchas de las técnicas de la literatura contemporánea, y, por lo tanto, ante un "best-seller" de calidad, se sienten menos cohibidos que algunos sociólogos de la literatura. En ese sentido, un "best-seller" de calidad sería un fenómeno tan antiguo como el mundo. Un "best-seller" de calidad ha sido, sin duda, la "Divina Comedia", si damos crédito a la leyenda según la cual Dante castiga al herrero que cantaba de mala manera sus versos (y aun cantándolos de mala manera, los cantaba y, por lo tanto, los conocía). "Best-seller" de calidad fue Shakespeare, a juzgar por el público popular que lo seguía, aunque quizás no captaba muchas sutilezas y su reutilización de textos previos. "Best-seller" de calidad fue "Los novios" de Manzoni, que concedía muy poco, con su ritmo a veces ensayístico, a los gustos de quienes hasta entonces se habían alimentado de novelas góticas y de popularísimos folletines; pues bien, fue víctima de un sinfín de ediciones pirata. Y, si lo pensamos bien, han sido "best-sellers" de calidad todas las grandes obras que nos han llegado en múltiples manuscritos y ediciones impresas siguiendo la ola de un éxito que no ha tocado sólo a los lectores de elite, desde la "Eneida" hasta "Orlando furioso", desde el "Quijote" hasta "Pinocho". Por lo tanto, no se trata de fenómenos extraordinarios sino habituales en la historia del arte y de la literatura aunque época por época pueden haberse explicado de maneras distintas.


Volvamos a las distintas características atribuidas a la narración posmoderna. Por lo que concierne a la metanarratividad, es imposible que el lector no capte las reflexiones metanarrativas. Podrá sentirse molesto, podrá ignorarlas (saltarlas), pero se da cuenta de que existen. Para llegar a la doble codificación (y esto nos dice cuántos perfiles adopta esta noción), podemos tener: un lector que no acepta el conglomerado de estilemas y contenidos cultos con estilemas y contenidos populares, y precisamente por eso puede negarse a leer, pero lo hace porque reconoce el conglomerado; un lector que se siente a gusto precisamente porque se complace con este alternarse de dificultad y afabilidad, desafío y aliento; y por último, un lector que capta el texto en su conjunto como una invitación afable y no se da cuenta de hasta qué punto se remite a estilemas elitarios, y, por lo tanto, disfruta de la obra, pero pierde sus referencias. Sólo este tercer caso nos introduce en la estrategia de la ironía intertextual. Una obra puede abundar en citas de textos ajenos sin ser por ello ejemplo de ironía intertextual. Los casos de ironía intertextual caracterizan formas de literatura que, por muy docta que sea, puede conseguir también éxito popular: el texto puede leerse de manera ingenua, sin captar las remisiones intertextuales, o puede leerse con plena conciencia de estas remisiones, o por lo menos con la convicción de que es preciso ponerse en su búsqueda. A diferencia de los casos más generales de doble codificación, la ironía intertextual, al poner en juego la posibilidad de una doble letura, no invita a todos los lectores a un mismo festín. Los selecciona, y prefiere a los lectores intertextualmente enterados, salvo que no excluye a los menos preparados.
Si tuviéramos que explicar el fenómeno de la ironía intertextual a un estudiante de los primeros años de universidad, o en cualquier caso a alguien inexperto en estos asuntos, tendríamos que decirle quizá que, en virtud de esta estrategia citacionista, un texto presenta dos niveles de lectura. Pero si, en lugar de un profano, tuviéramos delante a un asiduo de teorías literarias, podríamos experimentar cierta dificultad ante dos posibles preguntas. Primera pregunta: la ironía intertextual, ¿tiene algo que ver con el hecho de que en un texto pueden darse no sólo dos sino incluso cuatro niveles de lectura distintos, es decir, literal, moral, alegórico, anagógico, como nos enseña toda la hermenéutica bíblica y como Dante pretende para su obra poética? Segunda pregunta: la ironía intertextual, ¿tiene algo que ver con los dos lectores modelo de los que habla la semiótica textual, el primero denominado lector semántico y el segundo lector crítico o estético? Pasemos a la primera pregunta, y es decir a la teoría de los sentidos plúrimos de un texto. No es necesario pensar en los cuatro sentidos de las escrituras, basta pensar en el sentido moral de las fábulas: desde luego, un lector ingenuo puede entender la fábula del lobo y del cordero como la crónica de una disputa entre animales pero, aún en el caso en que el autor no se apresurara a informarlo de qué se habla en la fábula, resultaría muy difícil no captar un sentido parabólico, una lección de carácter universal, como sucede precisamente con las parábolas evangélicas. Esta presencia simultánea de un sentido literal y de un sentido moral está presente en toda la narrativa, incluso en la menos preocupada por la educación de los lectores, como podría suceder con una novela policíaca de carácter adocenado. Incluso de ahí podría extraer el lector sabio y sensible una serie de enseñanzas morales, o sea, que el delito no compensa, que tarde o temprano la verdad sale a relucir, que la ley y el orden están destinados a triunfar siempre, que la razón humana sabe aclarar los misterios más complejos. Se podría decir incluso que, en ciertas obras, el sentido moral forma cuerpo en tal grado con el sentido literal que constituye un único sentido.


Completamente distinta es la respuesta a la segunda pregunta. He teorizado repetidamente el hecho de que un texto (y más un texto con finalidad estética o, en el caso que nos ocupa, un texto narrativo) tiende a construir un doble "lector modelo". El texto se dirige, ante todo, a un lector modelo de primer nivel, que denominaremos semántico, el cual desea saber -y justamente- cómo acaba la historia (si Ahab consigue capturar a la ballena, si Leopold Bloom se encuentra con Stephen Dedalus, después de haberse cruzado con él casualmente algunas veces en el transcurso del 16 de junio de 1904, si Pinocho se convierte en un niño de carne y hueso, si el Narrador consigue ajustar sus cuentas con el Tiempo Perdido). Pero el texto se dirige también a un lector modelo de segundo nivel, que denominaremos semiótico o estético, el cual se pregunta en qué tipo de lector le pide que se convierta ese relato, y quiere descubrir los procedimientos del autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. En palabras pobres, el lector de primer nivel quiere saber qué sucede, el de segundo nivel cómo se relata lo que sucede. Para saber cómo acaba la historia basta, normalmente, leer una sola vez. Para convertirse en lector de segundo nivel es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas un sinfín de veces. No existen lectores exclusivamente de segundo nivel; es más, para llegar a serlo hay que haber sido un buen lector de primer nivel. Lo seguro es que se puede ser lector de primer nivel sin acceder nunca al segundo, como les pasa a los que se apasionan por igual con "Los novios" y "Gargantúa y Pantagruel", sin darse cuenta de que el segundo es más rico léxicamente que el primero. O como los que, no sin razón, se aburrieran al leer el "Sueño de Polífilo", porque, entre todo ese ir generando neologismos, no se entiende bien dónde va a parar la historia. Cuidémonos bien de entender esta distinción de niveles como si, por una parte, hubiera un lector que se conforma fácilmente, al que le interesa la historia, y, por la otra, un lector con un paladar estéticamente fino, interesado por el lenguaje. Si así fuera, deberíamos leer "El conde de Montecristo" en el primer nivel apasionándonos e incluso derramando ardientes lágrimas en todo momento; y luego, en el segundo nivel, deberíamos darnos cuenta, como corresponde, de que está escrito fatal desde el punto de vista estilístico, por lo que decidimos que se trata de una novela malísima. En cambio, el milagro de obras como "El conde de Montecristo" es que, aun estando fatalmente escritas, son obras maestras de la narrativa. Y, por lo tanto, el lector de segundo nivel no es sólo aquel que se da cuenta de que la novela está mal escrita, sino también aquel que, a pesar de ello, se da cuenta de que la estructura narrativa es perfecta, los arquetipos están todos en su punto, los golpes de escena se dosifican al milímetro, el aliento (aunque a veces jadee) es casi homérico.
Con todo, es en este segundo nivel de lectura crítica donde se decide si el texto tiene dos o más sentidos, si vale la pena ir en busca del sentido alegórico, si la fábula narra también acerca del lector, y si estos sentidos distintos se vinculan en un conjunto sóli­do y armónico o pueden fluctuar independientes. El "Ulises" de Homero mata a los pretendientes: un sólo sentido, dos lectores, el que disfruta de la venganza de Ulises y el que disfruta del arte homérico, ninguna ironía citacionista. En el "Ulises" de Joyce hay dos sentidos, a la manera bíblico-dantesca (la historia de Bloom como alegoría de la historia de Ulises), pero es muy difícil no darse cuenta de que se trata de una historia que vuelve a recorrer las peregrinaciones de Ulises, y, si alguien no lo notara, el título le ofrecería la clave. Quedan los dos niveles de lectura posibles, porque puede haber quien lea el "Ulises" para saber sólo como acaban las cosas; aunque una lectura tan limitada y limitativa es altamente improbable, en resumidas cuentas exageradamente dispendiosa, y sería aconsejable interrumpir la experiencia después del primer capítulo para dedicarse a historias más inmediatamente satisfactorias. Es imposible no leer "El despertar de Finnegan" sino como un inmenso laboratorio intertextual, salvo que se quiera recitar en voz alta para disfrutarlo como pura música. Los sentidos son muchos más que los cuatro de la sagrada escritura, son infinitos o, por lo menos, indefinidos. El lector de primer nivel sigue una o dos lecturas posibles de cada juego de palabras, luego se detiene apurado, se pierde, sube al segundo nivel para admirar la sutileza de un encasillamiento imprevisible e insoluble de étimos y de lecturas posibles, vuelve a intentar entender si en el texto está pasando algo, se vuelve a perder, y así en adelante. "El despertar de Finnegan" no nos ayuda a entender las distinciones de las que estamos hablando, las pone en entredicho todas, hace trampas. Pero lo hace sin fingimientos, no engaña al lector ingenuo, permitiéndole que siga adelante sin darse cuenta del juego en que se ve implicado. Lo agarra por el cogote y lo echa a patadas por la puerta de servicio.


Al intentar estas distinciones, nos damos cuenta, creo, de que la pluralidad de los sentidos es un fenómeno que se instaura en un texto aunque el autor no pensara en él en absoluto y no haya hecho nada para estimular una lectura con sentidos múltiples. Incluso el peor escribidor que cuente historias de sangre, horror y muerte, o de sexo y violencia, no puede evitar dejar fluctuar un sentido moral, aunque sólo sea la celebración de la indiferencia hacia el mal, o del sexo y de la violencia como únicos valores. Lo mismo puede decirse de los dos niveles de lectura, semántico y estético. Bien mirado, esta posibilidad se da también ante un horario de ferrocarriles. Dos horarios distintos me dan, en el nivel semántico, la misma información, pero puedo juzgar al primero como mejor organizado y más fácil de consultar que el segundo, pasando, pues, a un juicio de organicidad y funcionalidad que concierne más al cómo que al qué. No sucede así con la ironía intertextual. A menos que no vivamos esa busca, de plagios o de ecos intertextuales inconscientes, normalmente la lectura como caza de la cita se presenta como una relación de desafío entre el lector y un texto (por no querer hablar de las intenciones del autor), que estimula de alguna manera el descubrimiento de su secreto dialógico.
Lo cierto es que, si hemos de ser precisos, la ironía intertextual no es, técnicamente hablando, una forma de ironía. La ironía consiste en decir no lo contrario de lo verdadero sino lo contrario de lo que se presume que el interlocutor cree verdadero. Es ironía definir como muy inteligente a una persona estúpida, pero sólo si el destinatario sabe que la persona es estúpida. Si no lo sabe, la ironía no se capta y se ofrece sólo una información falsa. Por lo tanto la ironía, cuando el destinatario no es consciente del juego, se transforma sencillamente en una mentira. Y, por, último, ni siquiera el más ingenuo de los lectores puede pasar a través de las mallas del texto sin advertir la sospecha de que a veces -o a menudo- remita a algo que está fuera. Donde se ve, entonces, que la ironía intertextual no sólo no es un acuerdo explícito, tácito, sino una provocación e invitación a la inclusión, para poder así transformar, poco a poco, también al lector ingenuo en un lector que empieza a percibir el perfume de muchos otros textos que han precedido al que está leyendo. 

27 de octubre de 2011

Sobre la novela (24). Virginia Woolf y el modernismo anglosajón

"A writer's diary" (Diario de una escritora), libro que contiene extractos del diario personal que Virginia Woolf (1882-1941) llevó desde el momento en que publicó su primera novela -"The voyage out" (Fin de viaje)- hasta la fecha de su muerte, muestra a la novelista y crítica británica en plena tarea literaria, contemplando el mundo, analizándose a sí misma y esclareciendo los motivos que la llevaron a romper los moldes narrativos heredados de la novelística inglesa anterior a su época. "Me gustaría escribir no sólo con los ojos sino con la mente, y descubrir las cosas reales detrás de lo visible" escribió Woolf, poniendo así de manifiesto su intención de lograr la transformación de la novela, desarrollando en cada obra una escritura diferente e innovando en la exploración de las estructuras narrativas clásicas que subordinaban a los personajes y sus acciones al argumento general de la novela. "Argumento, verosimilitud, género, trama: ¿es así la vida? -se pregunta-. ¿Deben ser así las novelas?". En 1919 con "Night and day" (Noche y día) y, tres años después, con "Jacob's room" (El cuarto de Jacob), Woolf se introdujo de lleno en su experimentación estilística utilizando el recurso del monólogo interior, a veces desplazándolo de un personaje a otro, con el afán de resaltar lo indefinible de la personalidad humana, o basándose en las reflexiones de cada personaje para llegar a conocer el desarrollo de la trama de la novela. "Lo que tengo que decir debo decirlo de una forma, y esa forma no es la línea recta. Simplemente porque las cosas no ocurren así en la mente". En los primeros años del siglo XX, dentro del contexto de la renovación de la prosa dada por las innovaciones vanguardistas, Inglaterra contaba con una pequeña pero sostenida familia de escritoras como Dorothy Richardson (1873-1957), Edith Hull (1880-1947), Ivy Compton-Burnett (1884-1969) o Edith Sitwell (1887-1964), pero en las creaciones de Woolf hubo un sello original que la distinguió entre todas ellas. Sus siguientes novelas -escritas en los años '20- "Mrs. Dalloway" (La señora Dalloway), "To the lighthouse" (Al faro) y "Orlando" cimentaron su originalidad literaria y recibieron entusiastas elogios de la crítica. De todas maneras, su producción ensayística superó, en número, en gran medida a su obra de ficción. Como escritora experimental que fue, Woolf se afanó en la búsqueda de su propio método, un método menos rígido y formal que el utilizado por los ilustrados victorianos que escribían crítica literaria por entonces. Sus ensayos, escritos "a modo de una conversación", estaban dirigidos no al erudito literario sino al lector común y corriente, ese "que lee por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente". Así se sucedieron, entre otros, "Modern fiction" (La narrativa moderna), "The common reader" (El lector común), "Women and writing" (Las mujeres y la literatura), "Life and the novelist" (La vida y el novelista) y "A room of one's own" (Un cuarto propio), los que le otorgaron un pertinente reconocimiento como crítica literaria. En los fragmentos que siguen, tomados de estas obras, Woolf refleja sus preocupaciones estilísticas, culturales y epistemológicas; medita sobre los problemas de la relatividad cultural en relación a los desafíos presentes en la lectura de literaturas extranjeras; y expone sus puntos de vista sobre la ética en la literatura rusa. Todo ello dentro del contexto del modernismo en boga en la Inglaterra de comienzos del siglo XX.

ENSAYOS SOBRE LA NOVELA (FRAGMENTOS)

La vida y el novelista. El novelista -esto lo distingue y lo pone en peligro- se encuentra terriblemente expuesto a la vida. Otros artistas se apartan, al menos parcialmente. Se encierran por semanas, solos con un platón de manzanas y una caja de pinturas, o con un rollo de papel pentagramado y un piano. Cuando resurgen, es para olvidarse de todo y distraerse. Pero el novelista nunca olvida y rara vez se distrae. Llena el vaso y enciende el cigarrillo y, es de suponer, goza todos los placeres de la charla y de la mesa, aunque siempre con la sensación de que la materia de su arte lo está estimulando, está influyendo sobre él. El gusto, los sonidos, el movimiento, unas cuantas palabras aquí, un gesto allá, un hombre que entra, una mujer que sale, incluso el auto que pasa por la calle o el mendigo que chancletea por el pavimento, y todos los rojos y los azules y las luces y las sombras de una escena exigen su atención y despiertan su curiosidad. Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas. Pero si tal sensibilidad es una de las condiciones de la vida de novelista, es obvio que todos los escritores cuyos libros sobrevivieron han sabido cómo dominarla y ponerla al servicio de sus propósitos. Han terminado el vino, pagado la cuenta y se han retirado, solos, a alguna habitación solitaria donde, entre labores y pausas, en agonía (Flaubert), luchando, apresurándose, tumultuosamente (como Dostoievsky), han dominado sus percepciones, las han endurecido, las han cambiado en las texturas de su arte. Tan extremo es el proceso de selección, que en su etapa final solemos no encontrar huellas de la escena real que sirvió de base al capítulo. Porque en esa habitación solitaria, cuya puerta intentan abrir todo el tiempo los críticos, suceden procesos de la condición más extraña. La vida queda sujeta a mil disciplinas y ejercicios. Se la curva, se la mata. Se la mezcla con esto, se la espesa con aquello, se la contrasta con algo más. De modo que, cuando un año más tarde recibimos nuestra escena en el café, han desaparecido los signos de superficie por los cuales la recordamos. Emerge de la niebla algo desnudo, algo formidable y perdurable, la carne y la sangre sobre las cuales se fundó nuestro impulso de emoción indiscriminada.
De los dos procesos el primero -recibir impresiones- es sin duda el más fácil, el más sencillo, el más placentero. Y es del todo posible, siempre y cuando se tenga el don de un temperamento lo bastante receptivo y un vocabulario suficientemente rico, satisfacer sus demandas, fabricar un libro con base tan sólo en esa emoción preliminar. Tres cuartas partes de las novelas que hoy aparecen están confeccionadas de experiencias, a las cuales no se ha aplicado ninguna disciplina, excepto el freno moderado de la gramática y los rigores ocasionales de la división en capítulos. Puede el autor sentarse y observar la vida y componer su libro de la espuma y la efervescencia mismas de sus emociones; o puede posar el vaso, retirarse a su habitación y sujetar su trofeo a esos procesos misteriosos mediante los cuales la vida, como el abrigo chino, es capaz de sostenerse por sí misma... una especie de milagro impersonal. Pero en cualquiera de los dos casos se enfrenta a un problema que no aflige en el mismo grado a quienes trabajan en cualquier otro arte. De modo estridente, clamoroso, la vida ruega siempre ser la meta adecuada de la narrativa, y que cuánto más se vea de ella y de ella se capte, mejor será el libro. Sin embargo, no agrega que es bastamente impura; ese aspecto que sobrevuela por encima de todo suele carecer, para el novelista, de todo valor. La apariencia y el movimiento son las trampas que la vida muestra para hacerlo perseguirla, como si fueran su esencia y, capturándolas, llegara a su meta.


Esto me regresa a la cuestión con que empecé: la relación del novelista con la vida y en qué consiste. Que se encuentra terriblemente expuesto a la vida lo prueba, una vez más, "A deputy was king" (Un diputado fue rey). ¿Es esta novela de la señorita Gladys Bronwyn Stern, otro ejemplo de este tipo de escritura? ¿Se llevó el material a su soledad o no es ni esto ni aquello, sino una mezcla incongruente de lo suave y lo duro, de lo transitorio y lo perdurable? Este tipo de obra exige gran destreza y ligereza, a más de que satisface un deseo real. Conocer los márgenes de los tiempos que se viven, su modo de vestir y de bailar y sus frases de moda, tiene un interés e incluso un valor del que carecen las aventuras espirituales de un cura o las aspiraciones de una maestra altiva, por solemnes que sean. Bien pudiera argüirse, además, que dedicarse a la multitudinosa danza de la vida moderna, a modo de producir la ilusión de realidad, exige una habilidad literaria mucho más elevada que el escribir un ensayo serio sobre la poesía de John Donne o las novelas de Proust. Así, el novelista que es esclavo de la vida y cocina sus libros de la espuma del momento, está haciendo algo difícil, algo que place, algo que, si por allí va su mente, hasta puede instruir. Pero su obra pasa tal y como pasa el año 1921, como pasa el fox-trot y al cabo de tres años parece tan zafio y opaco como cualquier moda que cumplió su propósito y desapareció. Por otro lado, retirarse al estudio temeroso de la vida es igual de fatal. Cierto que pueden manufacturarse en esa quietud imitaciones plausibles de Joseph Addison, por decir alguien, pero son tan frágiles como el yeso e igual de insípidas. Para sobrevivir, cada oración debe tener, en su núcleo, una chispita de fuego y ésta, no importando el riesgo, debe arrancarla el novelista con sus propias manos de la fogata. Por tanto, su situación es precaria. Debe exponerse a la vida; debe arriesgar el peligro de verse extraviado y engañado por sus falsedades; debe arrebatarle su tesoro y dejar que su basura se vuelva desperdicio. Pero en un cierto momento habrá de abandonar toda compañía y retirarse, solo, a ese cuarto misterioso donde su cuerpo se endurece y se modela en algo permanente mediante procesos que, si bien eluden al crítico, para él tienen una profunda fascinación.
La narrativa moderna. Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuán suelta e informal sea, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente elevada. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde informar si nos encontramos al principio, al final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último. Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la historia es no sólo trabajo desperdiciado sino mal colocado, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas? Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser "así".


No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugiriendo que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus predecesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descartar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado pequeño. Cualquiera que haya leído "Portrait of the artist as a young man" (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una obra mucho más interesante, el "Ulysses" (Ulises), que en este momento aparece en la "Little Review", arriesgará una teoría de tal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo un fragmento así frente a nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante.
Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos elevados, con "Youth" (Juventud) o "The Mayor of' Casterbridge" (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una habitación brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y a la distancia? Cualquier método sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar si somos escritores, que nos acerque más a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura de "Ulises" cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al abrir el "Tristram Shandy" y el "Pendennis" y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más importantes?
Sea como fuere, el problema al que hoy día se enfrenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por nosotros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chejov transformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chejov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es trágico", y tampoco estamos seguros, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.


Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se menciona a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón, ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus novelistas tiene, por derecho de nacimiento, una reverencia natural por el espíritu humano. En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resentida.
El punto de vista ruso. Por dudosos que con frecuencia nos mostremos sobre si los franceses o los estadounidenses, que tanto en común tienen con nosotros, pueden comprender la literatura inglesa, hemos de admitir dudas mayores sobre si, pese a todo su entusiasmo, los ingleses pueden comprender la literatura rusa. El debate sobre qué queremos decir por "comprender" podría alargarse indefinidamente. A todo el mundo se le ocurrirán ejemplos de escritores estadounidenses que, en lo particular, poseen el más elevado discernimiento sobre nuestra literatura y sobre nosotros; que han vivido una vida entera entre nosotros y, finalmente, han dado pasos legales para volverse súbditos del rey Jorge. Con todo y eso, ¿nos han entendido, no han permanecido hasta el final de sus días siendo extranjeros? ¿Podría creer alguna persona que las novelas de Henry James fueron escritas por un hombre criado en la sociedad que describe, que su crítica de los autores ingleses fue escrita por un hombre que leyó a Shakespeare sin ninguna conciencia del océano Atlántico y de los doscientos o trescientos años que, en la orilla más lejana del mismo, separa su civilización de la nuestra? El extranjero logrará a menudo una percepción y un alejamiento especial, un ángulo de visión agudo, pero no esa liberación de la conciencia de sí mismo, esa comodidad y camaradería y sentido de los valores comunes que permiten la intimidad, la cordura, el rápido toma y daca de los intercambios familiares.
No sólo ocurre que todo esto nos separa de la literatura rusa, sino una barrera mucho más seria: la diferencia de idioma. De todos los que se regalaron con Tolstoi, Dostoyevski y Chejov en los últimos veinte años, no más de uno o quizás dos pudieron leerlos en ruso. Nuestras estimaciones de sus cualidades fueron formadas por críticos que nunca leyeron una palabra en ruso, nunca vieron Rusia, incluso nunca oyeron esa lengua hablada por nativos; hemos tenido que depender, ciega e implícitamente, del trabajo de los traductores. Lo que estamos diciendo se limita a lo siguiente, entonces: que hemos juzgado toda una literatura desnudada de su estilo. Cuando se ha cambiado toda palabra de una oración del ruso al inglés, con eso se ha alterado un poco el sentido y del todo el sonido, el peso y al acento de las palabras en la relación que guardan entre sí; nada queda sino una versión tosca y burda del sentido. Así tratados, los grandes escritores rusos son como hombres privados, por un terremoto o un accidente ferroviario, no sólo de su ropa, sino de algo más sutil e importante: sus costumbres, la idiosincrasia de su carácter. Lo que resta es, como lo han probado los ingleses mediante el fanatismo de su admiración, algo muy poderoso y muy impresionante, pero es difícil estar seguros, dadas hasta dónde confiar en que no estamos haciéndoles imputaciones, no los estamos distorsionando, no estamos leyendo en ellos un subrayado que es falso.
Ante Chejov, nuestras primeras impresiones no son de sencillez, sino de perplejidad. ¿Qué quiere decir, por qué extrae un cuento de esto? preguntamos mientras leemos un cuento tras otro. Es probable que hayamos de leer muchísimos cuentos antes de sentir, y esa sensación es esencial para nuestra satisfacción, que mantenemos unidas las partes, y que Chejov no sólo se limitaba a divagar desconectadamente, sino que tocaba primero esta nota y luego la otra con intención, para completar el significado. Cuando leemos a Chejov, nos descubrimos repitiendo una y otra vez la palabra "alma". Asperja sus páginas. De hecho, el alma es el personaje central de la narrativa rusa. Delicada y sutil en Chejov, sujeta a un número infinito de humores y perturbaciones, es de mayor profundidad y volumen en Dostoyevski, capaz de enfermedades violentas y de fiebres violentas, pero con todo sigue siendo la preocupación dominante. Quizá tal sea la causa de que al lector inglés le cueste un esfuerzo grande el leer por segunda vez "Brat'ya Karamazovy" (Los hermanos Karamazov) o "Besy" (Demonios). El "alma" le es ajena. Incluso antipática. Tiene poco sentido del humor y ninguno de la comedia. Carece de forma. Mantiene una relación ligera con el intelecto. Está confusa, es difusa, tumultuosa, incapaz al parecer de someterse al dominio de la lógica o a la disciplina de la poesía. Las novelas de Dostoyevski son remolinos bullentes, tormentas de arena giratorias, trombas que sisean, hierven y nos absorben. Se componen única y totalmente del material del alma. A pesar de nuestra voluntad nos devoran, nos sacuden, ciegan, sofocan y, al mismo tiempo, nos llenan de un éxtasis vertiginoso. Excepto Shakespeare, no hay lectura más excitante.


Queda el mayor de todos los novelistas, pues ¿de qué otro modo llamar al autor de "Voyná i mir" (La guerra y la paz)? ¿También Tolstoi nos resultará ajeno, difícil, extranjero? ¿Hay en su ángulo de visión alguna rareza que, al menos hasta habernos vuelto discípulos y por tanto haber perdido nuestra orientación, nos mantenga a distancia, llenos de sospecha y perplejidad? En todo caso, desde sus primeras palabras estamos seguros de una cosa: he aquí un hombre que ve lo que vemos, que además procede como estamos acostumbrados a proceder, no del interior al exterior sino del exterior al interior. Hay un mundo en el cual a las ocho de la mañana se escucha el llamado del cartero y las personas se van a la cama entre las diez y las once. He aquí un hombre que, además, no es un salvaje, no es un hijo de la naturaleza; está educado y ha tenido toda suerte de experiencias. Es uno de esos que nació aristócrata y aprovechó sus privilegios a plenitud. Es metropolitano, no suburbano. Sus sentidos, su intelecto, son agudos, poderosos y están bien nutridos. Hay algo de orgulloso y soberbio en el ataque que una mente y un cuerpo así lanzan sobre la vida. Nada parece escapársele. Nada escapa a su vista sin ser registrado. Incluso tratándose de una traducción, sentimos que nos han puesto en la cima de una montaña con un telescopio en las manos. Todo es asombrosamente claro y absolutamente nítido.
Pero entonces, de pronto, justo cuando exultamos, respirando hondo, sintiéndonos a la vez fortalecidos y purificados, algún detalle nos llega, de modo alarmante, desde el cuadro, como si expulsado de allí por la intensidad misma de la vida que tiene. Una y otra vez compartimos los sentimientos de Masha en "Semeynoe schast'e" (Felicidad conyugal). Cerramos los ojos para escapar a la sensación de placer y miedo. A menudo es el placer el que está en primer plano. En esa misma historia hay dos descripciones, una la de una chica que de noche camina por un jardín con su amado, otra la de una pareja recién casada jugueteando por su sala, que de tal manera transmiten la sensación de felicidad intensa que cerramos el libro para sentirnos mejor. Pero siempre se da un elemento de miedo que, así ocurre con Masha, nos hace desear huir de la mirada puesta por Tolstoi en nosotros. ¿Surgirá de esa sensación, que en la vida real pudiera acosarnos, de que tal felicidad, tal y como él la describe, es demasiado intensa para durar, que estamos al borde del desastre? ¿O no será que la intensidad misma de nuestro placer es un tanto cuestionable, forzándonos a preguntarnos: ¿para qué vivir? De esta manera, el miedo se mezcla a nuestro placer. La vida domina a Tolstoi tal como el alma domina a Dostoyevski. De los tres grandes escritores rusos, es Tolstoi el que más nos sojuzga y más nos repele. Pero la mente toma sus inclinaciones del lugar donde nace y, no hay duda, cuando tropieza con una literatura tan ajena como la rusa, huye por una tangente muy alejada de la verdad.