Aunque esencialmente filósofo político y teórico social, durante muchos años Rousseau se ganó la vida trabajando como profesor y copista de música, y escribió artículos sobre esta materia para la prestigiosa Enciclopedia Francesa. Incluso alcanzó a presentar en la Academia de Ciencias de París un novedoso sistema de notación musical cifrada, compuso varias óperas y publicó en 1767 su "Dictionnaire de Musique" (Diccionario de Música). El ensayo "Du contrat social" (El contrato social), aparecido en 1762, cambió la mirada sobre la política tal y como se la conocía hasta entonces. Rousseau partió del convencimiento de la inadecuación de las relaciones sociales de hecho, y de su necesidad de transformación y cambio. El análisis mítico que hizo del hombre primitivo, permite comprender la estructura íntima y esencial de la especie humana: la libertad. A partir de este descubrimiento, toda sociedad que no tuviese como fundamento de las relaciones entre los individuos el derecho natural, no sólo será injustificable, sino también injusta. La libertad, que funciona como la clave niveladora de los hombres, a la vez que pone al descubierto la azarosa constitución de las sociedades, sienta las bases de las organizaciones políticas futuras.
Las opiniones poco convencionales del filósofo acerca del poder corruptor de las instituciones sociales sobre la humanidad (fundamentalmente el absolutismo de
Cinco años más tarde comenzó a escribir la que sería una de sus obras fundamentales: "Emile, ou De l'éducation" (Emilio, o De la educación), libro en el que plasmó sus ideas acerca de la educación que todo individuo necesitaba recibir para formar ciudadanos de provecho. Rousseau expuso una nueva teoría de la educación, subrayando la importancia de la expresión antes que la represión para que un niño sea equilibrado y librepensador. Con el tiempo, la teoría de la educación de Rousseau llevó a métodos de cuidado infantil más permisivos y de mayor orientación psicológica e influyó en varios pioneros de la educación moderna. Impreso en París en 1762, la condena del Arzobispo de París no tardó en llegar: "Jean Jacques Rousseau es un hombre versado en el lenguaje de la filosofía, sin ser verdaderamente un filósofo; espíritu dotado de una multitud de conocimientos que no lo han iluminado a él y que han entenebrecido a los demás; temperamento dado a las paradojas de opiniones y de conducta, que une la simplicidad de las costumbres con la fastuosidad de pensamiento, el celo por las antiguas máximas con el furor por las novedades, la oscuridad del retiro con el deseo de ser conocido por todos. Se le ha visto lanzar improperios contra las ciencias que él mismo cultivaba, preconizar la excelencia del Evangelio cuyos dogmas destruía, pintar la belleza de las virtudes que arrancaba del alma de sus lectores. Se ha hecho preceptor del género humano para engañarlo, monitor público para extraviar a todos, oráculo del siglo para acabar de perderlo". El tratado fue denunciado ante el Parlamento, el que mandó quemar la obra y dictó la orden de prisión en contra del autor. Rousseau debió marchar al destierro.
Los antiguos viajaban poco, leían poco, escribían pocos libros; y sin embargo se ve, en los que nos quedan de ellos, que se observaban mejor unos a otros que como nosotros observamos a nuestros contemporáneos. Sin remontar a los escritos de Homero, el único poeta que nos transporta a los países que describe, no se puede negar a Herodoto el honor de haber pintado las costumbres en su 'Historia', aunque sea más en narraciones que en reflexiones, mejor que lo hacen todos nuestros historiadores cargando sus libros de retratos y de caracteres. Tácito ha descrito mejor a los germanos de su tiempo que ningún escritor ha descrito a los alemanes de hoy. Incontestablemente, los que son versados en historia antigua conocen mejor a los griegos, a los cartagineses, a los romanos, a los galos, a los persas, que ningún pueblo de nuestros días conoce a sus vecinos.
Es preciso confesar también que los caracteres originales de los pueblos, borrándose de día en día, llegan a ser por la misma razón difíciles de interpretar. A medida que las razas se mezclan, y que los pueblos se confunden, se ve poco a poco desaparecer esas diferencias nacionales que antaño sorprendían a la primera ojeada. Antiguamente cada Nación permanecía más encerrada en sí misma; había menos comunicaciones, menos viajes, menos intereses comunes o contrarios, menos relaciones políticas y civiles de pueblo a pueblo, no tantos de esos enredos reales llamados negociaciones, nada de embajadores ordinarios o permanentes; las grandes navegaciones eran raras; había poco comercio alejado, y el poco que había era hecho por el príncipe mismo, que se servía para ello de extranjeros, o por gentes menospreciadas que no daban el tono a nadie y no aproximaban en modo alguno las naciones. Hay cien veces más relaciones ahora entre Europa y Asia que había antiguamente entre la Galia y España. Europa sola estaba más dispersa que la tierra entera lo está hoy.
Añádase a esto que los antiguos pueblos, considerándose la mayor parte como autóctonos u originarios de su propio país, lo ocupaban desde bastante largo tiempo para haber perdido la memoria de los siglos remotos en que sus antepasados se habían establecido en él, y para haber dejado tiempo al clima de producir sobre ellos impresiones duraderas; mientras que, entre nosotros, después de las invasiones de los romanos, las recientes emigraciones de los bárbaros lo han mezclado todo, lo han confundido todo. Los franceses de hoy no son ya los altos cuerpos rubios y blancos de otro tiempo; los griegos no son ya los bellos hombres hechos para servir de modelos al arte; la figura de los romanos mismos ha cambiado de carácter, así como su natural; los persas, originarios de Tartaria, pierden diariamente su fealdad primitiva por la mezcla de la sangre circasiana; los europeos no son ya galos, germanos, íberos, allobroges; no son todos sino escitas diversamente degenerados en cuanto a la figura, aún más en cuanto a las costumbres.