En este voluminoso ensayo estudió el problema de la decadencia de las civilizaciones. Esta decadencia no era debida, a su entender, a las causas que usualmente se citan: la corrupción, la irreligión o la lujuria. Tampoco era debida a la acción de los gobernantes. Un pueblo degenerado o decadente, dice Gobineau, es aquel que ya no posee el mismo valor intrínseco que antes, es decir, "el que no posee ya la misma sangre en sus venas" a causa de haber sido afectada su sangre por "continuas adulteraciones". Esto supone que hay diferencias de valor entre razas humanas y que, por consiguiente, una raza puede "contaminar" a la otra. El biologismo que se desprende de esta noción de Gobineau no fue negado por su autor. Todo lo contrario; él mismo comparó un pueblo con un cuerpo humano e hizo consistir el valor primordial de éste en su "vitalidad". De ahí que Gobineau se ocupase especialmente de señalar cuáles eran las condiciones que debía cumplir un pueblo para mantenerse inmune a la degeneración. Pero como estas condiciones dependían esencialmente, a su entender, de la pureza de la raza, resultó que la raza primero y su pureza después, serían para él el fundamento de cualquier filosofía de la historia.
Según razona el filósofo y ensayista catalán José Ferrater Mora (1912-1991) en su grandioso "Diccionario de Filosofía", la exaltación de la raza germánica debe ser comprendida a la luz de esta idea, pues la raza germánica es, afirma Gobineau, la más alta variedad del tipo blanco, superior a las demás variedades y, por supuesto, incomparable con los tipos amarillo y negroide (para Gobineau, el ínfimo tipo). En último término, decir "raza" es decir "raza germánica", en el mismo sentido en que se dice de alguien que es "un hombre de raza". "Pero el término 'raza' -dice Ferrater Mora- se puede aplicar también, a los efectos de la medición de valor, a los diversos tipos. En la raza radican, según Gobineau, todos los valores (o disvalores), no sólo físicos sino también espirituales. Reducir la multiplicidad racial a la idea de un humanismo es, a su entender, una degeneración de la historia y el principio de la decadencia para todas las razas superiores. La desigualdad de las razas es, por consiguiente, una desigualdad física y espiritual; su mutua relación no es una función de su diferencia sino de su necesaria subordinación. Por eso es preciso conservar pura la raza y en particular la raza germánica como natural dominadora de las restantes, pues su mezcla significaría necesariamente su desaparición". La filosofía de la historia de Gobineau se reduce de este modo a un naturalismo idealista, en el cual el primer término es representado por la interpretación de la historia a base de un factor real natural, y el segundo por la determinación de una finalidad.
Encuentro solamente tres razas bien caracterizadas: la blanca, la negra y la amarilla. Si me sirvo de denominaciones tomadas del color de la piel, no es porque juzgue la expresión justa y acertada, pues las tres categorías de que hablo no tienen precisamente por rasgo distintivo el color de la carne, cada vez más múltiple en sus matices: se añaden a él hechos de conformación más importantes aún. Pero, a menos de inventar yo mismo nombres nuevos, a lo que no me creo con derecho, es preciso que me resuelva a elegir, en la terminología en uso, designaciones no absolutamente buenas, pero menos defectuosas que las demás, y prefiero decididamente las que empleo aquí, que despues de advertencia previa son bastante inofensivas, a todos esos apelativos sacados de la geografía o de la historia que tanta confusión han arrojado sobre un terreno ya bastante embrollado por sí mismo. Así, advierto, de una vez para siempre, que entiendo por blancos a los hombres que se designan también con el nombre de raza caucásica, semítica, jafética. Llamo negros a las chamitas, y amarillos a la rama altaica, mongólica, finesa, tártara. Tales son los tres elementos puros y primitivos de la humanidad. No hay más razones para admitir las veintiocho variedades de Blumenbach que las siete de Prichard: uno y otro clasifican en sus series híbridos notorios.
Cada uno de los tres tipos originales, en lo que les es particular, jamás presentó probablemente una unidad perfecta. Las grandes causas cosmogónicas no habían solamente creado en la especie variedades definidas; en los puntos en que su efecto se había producido, habían determinado también, en el seno de cada una de las tres variedades principales, la aparición de varios géneros que poseían, además de los caracteres generales de su rama, rasgos distintivos particulares. No hubo necesidad de cruzamientos étnicos para causar esas modificaciones especiales: preexistían a todas las mezclas. Vanamente se trataría hoy de comprobarlas en la aglomeración mestiza que constituye lo que se llama la raza blanca. Esa imposibilidad debe existir también en cuanto a la amarilla. Tal vez el tipo melanio se ha conservado puro en algún lugar; por lo menos, ha permanecido ciertamente más original, y demuestra así, por lo visto mismo, lo que podemos admitir para las otras dos categorías humanas, no según el testimonio de nuestros sentidos, sino según las inducciones suministradas por la historia. Los negros han seguido ofreciendo diferentes variedades originales, tales como el tipo prognato de cabellera lanosa, el del negro indio del Kauman y del Dekkan, el del pelagiano de la Polinesia. Muy ciertamente se han formado variedades entre esos géneros por medio de mezclas, y es de ahí que se derivan, tanto para los negros como para los blancos y los amarillos, los que se pueden llamar tipos terciarios.
Los hombres de la raza amarilla son generalmente pequeños; en algunas de sus tribus, incluso, no rebasan las proporciones reducidas de los enanos. La estructura de sus miembros, la potencia de sus músculos, están lejos de igualar lo que se ve en los blancos. Las formas del cuerpo son rechonchas, achaparradas, sin belleza ni gracia, con algo de grotesco y muchas veces de horrible. En la fisonomía, la naturaleza ha economizado el dibujo y las líneas. Su liberalidad se ha limitado a lo esencial: una nariz, una boca, pequeños ojos son lanzados en caras anchas y aplastadas, y parecen trazados con una negligencia y un desdén completamente rudimentarios. Los cabellos son raros en la mayor parte de las tribus. Se ven, sin embargo, y como reacción, excesivamente abundantes en algunas y descendiendo hasta la espalda; en todas son negros, ásperos, tiesos y toscos como crines. He ahí el aspecto físico de los hombres de la raza amarilla. En cuanto a sus cualidades intelectuales, no son menos particulares, y están en oposición tan cierta con las aptitudes de la especie negra, que habiendo dado a ésta el título de femenina, aplico a la otra el de varonil, por excelencia. Una falta absoluta de imaginación, una tendencia única a la satisfacción de las necesidades naturales, mucha tenacidad y perseverancia aplicadas a ideas vulgares o ridículas, cierto instinto de la libertad individual manifestado, en el mayor número de las tribus, por el apego a la vida nómada y, en los pueblos más civilizados, por el respeto a la vida doméstica; poca o ninguna actividad, ninguna curiosidad de espíritu, ninguno de esos gustos apasionados por el adorno tan notables en los negros: he ahí los rasgos principales que todas las ramas de la familia.
Se ha realzado un hecho muy digno de nota, del cual se aspira a servirse hoy como de un criterio seguro para reconocer el grado de pureza étnica de una población. Es el parecido de los rostros, de las formas, de la constitución y, por tanto, de los gestos y del aspecto. Cuanto más una nación estuviera exenta de mezcla, más todos sus miembros tendrían en común esas similitudes que enumero. Cuanto más, al contrario, se hubiera cruzado, más diferencias se encontrarían en la fisonomía, la talla, el porte, la apariencia, en fin, de los individuos. El hecho es indiscutible, y el partido que se puede sacar de él es precioso; pero no es enteramente como se imagina. Asisto con interés, aunque con mediana simpatía, lo confieso, al gran movimiento a que los instintos utilitarios se entregan en América. No desconozco el poder que despliegan; pero, bien contado todo, ¿qué resulta, de ellos, desconocido? Y aún, ¿qué ofrecen seriamente original? ¿Pasará allí algo que en el fondo sea extraño a las concepciones europeas? ¿Existe allá un motivo determinante al cual se puede ligar la esperanza de futuros triunfos para una humanidad joven que estaría aún por nacer? Pésese maduramente el pro y el contra, y no se dudará de la inanidad de semejantes esperanzas. Los Estados Unidos de América no son el primer Estado comercial que haya habido en el mundo. Los que le han precedido no han producido nada que se pareciera a una regeneración de la raza de que eran originarios.
Cartago ha lanzado un resplandor que será difícilmente igualado por Nueva York. Cartago era rica, grande en todas especies. La costa septentrional de Africa en su completo desenvolvimiento, y una parte de la región interior, estaba en su mano. Había sido más favorecida a su nacimiento que la colonia de los puritanos de Inglaterra, porque los que la habían fundado eran los retoños de las familias más puras del Chancán. Todo lo que Tiro y Sidón perdieron, Cartago lo heredó. Y, sin embargo, Cartago no ha añadido el valor de un gramo a la civilización semítica, ni impedido su decadencia por un día. Constantinopla fue a su vez una creación que parecía deber eclipsar en esplendor el presente, el pasado, y transformar el porvenir. Gozando de la más bella situación que existe sobre la tierra, rodeada de las provincias más fértiles y más populosas del imperio de Constantinopla, parecía exenta, como se quiere imaginar en cuanto a los Estados Unidos, de todos los impedimentos que la edad madura de un país se lamenta de haber recibido de su infancia. Poblada de letrados, colmada de obras maestras de todos géneros, familiarizada con todos los procedimientos de la industria, poseedora de manufacturas inmensas y dueña de un comercio sin límites con Europa, con Asia, con Africa, ¿qué rival tuvo jamás Constantinopla? ¿Para cuál rincón del mundo el cielo y los hombres podrían jamás hacer lo que fue hecho para esa majestuosa metrópoli? ¿Y a qué precio pagó tantos cuidados? No hizo nada, no creó nada: ninguno de los males que los siglos habían acumulado sobre el universo romano supo curarlos; ni una idea reparadora salió de su población. Nada indica que los Estados Unidos de América, más vulgarmente poblados que esta noble ciudad, y sobre todo que Cartago, deban mostrarse más hábiles.
Toda la experiencia del pasado se ha reunido para probar que la amalgama de principios étnicos agotados no podría suministrar una combinación remozada. Es ya mucho prever, mucho conceder, suponer en la República del Nuevo Mundo una cohesión bastante extensa para que la conquista de los países que la rodean le sea posible. Apenas ese gran éxito, que le daría un derecho cierto a compararse con la Roma semítica, es aún probable; pero basta que lo sea para que deba tenerse en cuenta. En cuanto a la renovación de la sociedad humana, en cuanto a la creación de una civilización superior o al menos diferente, lo cual, a juicio de las masas interesadas, viene a ser siempre lo mismo, son fenómenos que no son producidos sino por la presencia de una raza relativamente pura y joven. Esta condición no existe en América. Todo el trabajo de ese país se limita a exagerar ciertos aspectos de la cultura europea (y no siempre los más bellos), a copiar lo mejor que puede el resto, a ignorar más de una cosa. Ese pueblo, que se llama joven, es el viejo pueblo de Europa, menos contenido por leyes más complacientes, no más inspirado. En el largo y triste viaje que lanza a los emigrantes a su nueva patria, el aire del Océano no los transforma. Tales como habían partido, tales llegan. El simple traslado de un punto a otro no regenera a las razas sino a medias agotadas.