Javier Marías (1951). Escritor, traductor y editor
español, miembro de la Real Academia Española de la Lengua desde
2006. Fue profesor de Literatura Española en la Facultad de Lenguas
Modernas y Medievales de la Universidad de Oxford y en el Wellesley
College de Boston, y de Teoría de la Traducción en la Universidad
Complutense de Madrid. Es autor de numerosos artículos periodísticos,
tres libros de relatos -"Mientras ellas
duermen", "Cuando fui mortal" y "Mala
índole"- y doce novelas, entre las que cabe mencionar "Los dominios del lobo", "El hombre
sentimental", "Mañana en la batalla piensa en
mí", "Los enamoramientos", "Corazón tan blanco", "Negra espalda del tiempo" y "Tu rostro
mañana". Colaborador habitual en el Suplemento Semanal de
"El País", ha publicado varios tomos de ensayos, entre
ellos "Cuentos únicos", "El hombre que parecía no
querer nada", "Miramientos", "Faulkner y Nabokov:
dos maestros" y "Vidas escritas". A este último, editado en
1992, pertenece el texto "William Faulkner a caballo".
Quiere la leyenda cursi de la literatura que William
Faulkner escribiera su novela "Mientras agonizo" en el plazo de seis
semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de
noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose
con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por
parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a William Faulkner en las filas de
los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis
semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al
máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón
y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica.
Según Faulkner, allí nadie le molestaba, el ruido continuo de la enorme y vieja
dinamo era "apaciguador" y el lugar "cálido y silencioso".
De lo que no cabe duda es de su capacidad para abstraerse en
la escritura o en la lectura. El empleo en la planta de energía eléctrica se lo
había conseguido su padre después de que lo despidieran de su anterior puesto,
administrador de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. Al
parecer, hubo algún profesor que elevó quejas razonables: la única manera de
obtener su correspondencia era rebuscando en el cubo de la basura de la puerta
trasera, donde con frecuencia iban a parar directamente, sin abrir, las sacas
recibidas. A Faulkner no le gustaba que le interrumpieran la lectura, y la
venta de sellos decayó alarmantemente: a modo de explicación, Faulkner dijo a
su familia que no estaba dispuesto a levantarse continuamente para atender a la
ventanilla y mostrarse agradecido con cualquier hijo de perra que tuviera dos
centavos para comprar un sello.
Quizá fue allí donde incubó Faulkner una innegable aversión
y desprecio por el correo. A su muerte se encontraron pilas de cartas, paquetes
y manuscritos enviados por admiradores que jamás había abierto. En realidad
sólo abría los sobres que le mandaban las editoriales, y éstos con muchas
precauciones: hacía una pequeña ranura y los sacudía para ver si asomaba un
cheque. Si no era así, la carta pasaba a formar parte de lo que puede esperar
eternamente.
Su interés por los cheques fue siempre grande, pero no debe
deducirse de ello que fuera un hombre codicioso o avaro. Era más bien un
derrochador. Gastaba rápidamente lo que ganaba, luego vivía a crédito una
temporada, hasta que llegaba un nuevo cheque. Pagaba sus deudas y volvía a
gastar, sobre todo en caballos, tabaco y whisky. No tenía mucha ropa, pero la
que tenía era cara. A los diecinueve años se ganó el sobrenombre de 'El Conde'
por su afectación en el vestir. Si la moda dictaba pantalones ceñidos, los
suyos eran los más ceñidos de todo Oxford (Mississippi), la ciudad en que
vivía. Salió de ella en 1916, para ir a Toronto a entrenarse con el Royal
Flying Corps británico. Los americanos no lo habían aceptado por falta de
estudios suficientes, y los ingleses no lo quisieron, por bajo, hasta que
amenazó con volar para los alemanes.
En una ocasión un joven fue a visitarlo y lo encontró con la
pipa apagada en una mano y la otra ocupada en sujetar la brida de un pony sobre
el que montaba su hija Jill. El joven, para romper el hielo, preguntó desde
cuándo montaba la niña. Faulkner no contestó enseguida. Luego dijo: "Desde
hace tres años", y añadió: "¿Sabe usted? Hay solamente tres cosas que
una mujer deba saber hacer". Hizo otra pausa y finalmente concluyó:
"Decir la verdad, montar a caballo y firmar cheques".
Aquella no era la primera hija que Faulkner había tenido de
su mujer, Estelle, quien ya aportaba dos hijos de un matrimonio anterior. La
primera que fue de ambos murió a los cinco días de nacer. La habían llamado
Alabama. La madre estaba aún débil, en cama, los hermanos de Faulkner no se
hallaban en la ciudad y no llegaron a verla. Faulkner no vio motivo para
celebrar un funeral, ya que en cinco días a la niña sólo le había dado tiempo a
convertirse en un recuerdo, no en alguien. Así que el padre la metió en su
diminuto ataúd y la llevó hasta el cementerio sobre su regazo. A solas la
depositó en su tumba, sin avisar a nadie.
Al recibir el Premio Nobel en 1950, Faulkner empezó por
resistirse a ir a Suecia, pero al final no sólo marchó, sino que, en
"misiones del Departamento de Estado", viajó por Europa y Asia. No lo
pasaba demasiado bien en los incontables actos a que era invitado. En una
fiesta dada en su honor por los Gallimard, sus editores franceses, se recuerda
que después de cada pregunta de un periodista, contestaba escuetamente y daba
un paso atrás. Por fin, paso a paso, se vio contra la pared, y sólo entonces
los periodistas se apiadaron de él o lo dejaron por imposible. Acabó
refugiándose en el jardín. Algunas personas decidían adentrarse en él
anunciando que iban a charlar con William Faulkner, pero volvían al salón en
seguida con la voz alterada y alguna excusa: "Qué frío hace ahí
fuera". Faulkner era taciturno, adoraba el silencio, y al fin y al cabo
sólo había ido cinco veces en su vida al teatro: "Hamlet" tres veces.
"El sueño de una noche de verano" y "Ben-Hur" era cuanto
había visto. Tampoco había leído a Freud, o al menos eso contestó en una
ocasión: "Nunca lo he leído. Tampoco Shakespeare lo leyó. Dudo de que lo
leyera Melville, y estoy seguro de que Moby Dick no lo hizo". El Quijote
lo leía todos los años.
Pero también aseguraba que nunca decía la verdad. Al fin y
al cabo, no era una mujer, con las que en cambio sí compartía la afición por
los cheques y por montar a caballo. Siempre decía que había escrito
"Santuario", su novela más comercial, por dinero: "Lo necesitaba
para comprar un buen caballo". También aseguraba que no visitaba
mucho las grandes ciudades porque no podía ir hasta allí a caballo. Cuando ya
empezaba a ser viejo y tanto su familia como los médicos se lo desaconsejaban
seriamente, seguía saliendo a cabalgar y a saltar vallas, y se caía continuamente.
La última vez que montó a caballo sufrió una de esas caídas.
Su mujer vio desde la casa el caballo de Faulkner, ensillado, con las riendas
sueltas. Al no ver por allí a su marido, llamó al doctor Félix Linder y los dos
salieron en su busca. Lo encontraron a más de media milla, cojeando, casi
arrastrándose. El caballo lo había tirado y él no había podido levantarse,
había caído de espaldas. El caballo se había alejado unos pasos, luego se había
detenido y había mirado hacia atrás. Cuando Faulkner pudo levantarse, el
caballo se le había acercado y lo había tocado con el morro. Faulkner había
intentado agarrar las riendas pero había fallado. Luego el caballo había
desaparecido en dirección a la casa.
William Faulkner pasó tiempo en cama, muy malherido y con
grandes dolores. Aún no se había recuperado del todo cuando murió. Estaba en el
hospital, en el que se lo había ingresado para comprobar cómo evolucionaba su
estado. Pero la leyenda no quiere que muriera de eso, de la caída de su
caballo. Lo mató una trombosis el 6 de julio de 1962, cuando todavía no había
cumplido sesenticinco años.
Cuando le preguntaban quiénes eran los mejores escritores
norteamericanos de su tiempo, decía que todos habían fracasado, pero que el
mejor fracaso había sido el de Thomas Wolfe y el segundo mejor fracaso el de
William Faulkner. Lo dijo y lo repitió durante muchos años, pero no hay que
olvidar que Thomas Wolfe llevaba muerto desde 1938, es decir, durante casi
todos aquellos años en que William Faulkner lo decía y estaba vivo.
Su nombre , que han pronunciado bien alto, autores como
Cabrera Infante, García Márquez, Onetti, Rulfo, Vargas Llosa, Borges o Juan
Benet, no debería estar nunca entre paréntesis, como pretenden algunas escuelas
de las grandes universidades norteamericanas. Muchos escritores no
tuvieron empacho en reconocer su influencia, reconociendo que habían empezado a
escribir gracias a Faulkner. Ahora Faulkner es un pesado, desesperante. No era
un novelista como es debido, se dice. Claro, no era convencional, no era
ortodoxo. No se le juzga por sus textos, por su literatura, sino por razones
espúreas: era varón, era blanco, era anglosajón y era machista. Y, además, está
muerto. Cualquiera que tenga curiosidad por la novela del siglo XX en cualquier
idioma tiene la obligación de leer a William Faulkner.