7 de febrero de 2015

Entremeses literarios (CLXXX)

PUNTUALIDAD AL MINUTO
Walter Benjamin
Alemania (1892-1940)

Tras postularme durante meses, recibí de la dirección de la emisora de D... el encargo de entretener a la au­diencia durante veinte minutos con un informe de mi especialidad, la ciencia bibliográfica. En el caso de que mi charla hallara eco, me prometieron repetir encargos similares con regularidad. El jefe de la sección fue lo suficientemente amable como para indicarme que lo decisivo, además de la estructuración de las reflexiones, era el modo de exponerlas.
- Los principiantes -dijo- cometen el error de creer que deben sostener una ponencia ante un público más o menos grande, pero que casualmente no se encuentra visible. Nada más equivocado. El oyente de radio es ca­si siempre uno solo, y aun asumiendo que usted llegue a miles, siempre llega a miles por separado. Por eso de­be hacer como si le hablara a uno solo, o a muchos por separado si prefiere, pero en ningún caso a muchos re­unidos. Eso en primer lugar. Y en segundo: aténgase al tiempo. Si usted no lo hace, tendremos que hacerlo nosotros por usted, sacándolo del aire sin miramientos. Cualquier retraso, aun el más nimio, tiende luego a mul­tiplicarse en el desarrollo del programa, como sabemos por experiencia. Si no tomamos medidas en ese mo­mento, nuestro programa se desorganiza por completo. Así que no se olvide: ¡Exposición desenvuelta! ¡Y no pasarse ni un minuto!
Me tomé muy en serio estas indicaciones, en parte también porque la recepción de mi primera exposi­ción significaba mucho para mí. A la hora convenida me presenté en la emisora con el manuscrito que había recitado en casa en voz alta y controlando el reloj. El locutor me atendió cortésmente e interpreté como signo especial de confianza que desistiera de controlar mi debut desde la cabina contigua. Entre la apertura y el cierre fui mi propio amo. Por primera vez estaba en una emisora moderna, donde todo estaba al servicio de la absoluta comodidad del hablante, del libre despliegue de sus capacidades. Podía uno pararse en un púlpito o arre­llanarse en uno de los amplios sillones, podía elegir entre distintos tipos de luces, incluso podía caminar de un lado a otro y llevar el micrófono consigo. Por último, un reloj de pie, cuyo cuadrante no marcaba las horas sino sólo los minutos, le recordaba cuánto valía un ins­tante en este estudio insonorizado. Con la aguja en cuarenta debía terminar.
Había leído bien la mitad de mi manuscrito cuando volví a mirar el reloj en el que la aguja de los segundos recorre la misma órbita trazada para el minutero, aunque sesenta veces más rápido. ¿Había cometido en casa un error? ¿Había equivocado ahora la velocidad? Claro estaba, como fuera, que habían transcurrido dos tercios de mi tiempo. Mientras seguía leyendo palabra por palabra con tono amable, en silencio buscaba febrilmente una solución. Sólo podía ayudarme una decisión audaz: había que sacrificar párrafos enteros e improvisar en su lugar las reflexiones que introdujeran la conclusión. Salirme de mi texto tenía sus peligros, pero no me quedaba otra opción. Junté todas mis fuerzas, salté varias páginas mientras dilataba una larga oración y aterricé felizmen­te, como un avión en su pista, en el ámbito de ideas del párrafo final. Respirando hondo junté luego mis papeles y, entusiasmado por mi proeza, me alejé del púlpito a fin de ponerme tranquilamente mi sobretodo.
Ahora debía entrar el locutor, pero se hacía esperar. Giré hacia la puerta. Mis ojos cayeron otra vez en el re­loj. ¡El minutero marcaba treinta y seis! ¡Cuatro minu­tos enteros para cuarenta! Lo que debía haber visto al vuelo hacía un instante debió haber sido el segundero. Ahora entendí la ausencia del locutor. El silencio, agradable hasta hacía un momento, me envolvió como una red. En ese estudio, destinado a la técnica y a los hom­bres que basan su dominio en ella, me sobrevino un estremecimiento nuevo, emparentado de alguna manera con el más antiguo que conocemos. Me presté oí­do a mi mismo, en el que sólo retumbaba mi propio silencio. Reconocí en él al de la muerte, que en ese momento me diezmaba simultáneamente en mil orejas y mil habitaciones. Me invadió un miedo indescriptible, seguido de una feroz determinación. A salvar lo que se pueda salvar, me dije. Extraje el manuscrito del bolsillo, tomé una hoja cualquiera, de entre las que había salteado, y seguí leyendo con una voz que parecía cubrir los latidos de mi corazón. Ya no podía permitirme tener ocurrencias. Como el fragmento de texto que había tomado era cor­to, fui alargando las sílabas, dejé vibrar las vocales, enfaticé las erres e introduje pausas meditativas entre las oraciones. Llegué nuevamente al final, ahora el correc­to. Entró el locutor y me despidió con la misma amabilidad con que antes me había recibido. Pero la inquietud persistió. Al otro día me encontré con un amigo del que sabía que me había escuchado y le pregunté al pasar sobre su impresión.
- Estuvo muy simpático -dijo-. Sólo que los recepto­res de radio siempre fallan. El mío volvió a estar completamen­te interrumpido por un minuto.


ESPEJOS IV
Juan Romagnoli
Argentina (1962)

Creo que el espejo del baño me refleja tal como soy más por costumbre que por lealtad hacia la ley de refracción. Yo mismo no soy más que una costumbre. Cuando me acerco al lavabo para higienizarme, el espejo está ahí y doy por sentado lo que reflejará: mi cara, mis gestos, mis señas particulares. Pero a veces, en esas mañanas en las que me siento raro, ajeno y no me reconozco, me doy cuenta de que el espejo se toma su tiempo, unas fracciones de segundo, para reacomodar la imagen. Como si, para estar seguro, tuviera que ponerse los lentes; mis lentes.


NOCHE EN EL MUSEO
Francesc Barberá Pascual
España (1979)

El grito de Munch alerta al vigilante del museo: el bodegón de Cézanne ha desaparecido. La Mona Lisa sonríe de forma enigmática, centrando las primeras sospechas. La maja desnuda, en cambio, parece no ocultar nada. Vulcano, despechado, acusa a la Venus de Botticelli, que a su vez señala al caballero, que, con la mano en el pecho, jura y perjura que es inocente. El pensador, taciturno, contempla la noche estrellada en busca de alguna pista. Ajenas a lo sucedido, las hilanderas continúan tejiendo al compás del tictac de los relojes blandos. Entretanto, Saturno disimula mientras sigue devorando a su hijo.


SUBRAYE LAS PALABRAS ADECUADAS
Luis Britto García
Venezuela (1940)

Una mañana tarde noche el niño joven anciano que estaba moribundo enamorado prófugo confundido sintió las primeras punzadas notas detonaciones reminiscencias sacudidas precursoras seguidoras creadoras multiplicadoras trasformadoras extinguidoras de la helada la vacación la transfiguración la acción la inundación la cosecha. Pensó recordó imaginó inventó miró oyó talló cardó concluyó corrigió anudó pulió desnudó volteó rajó barnizó fundió la piedra la esclusa la falleba la red la antena la espita la mirilla la artesa la jarra la podadora la aguja la aceitera la máscara la lezna la ampolla la ganzúa la reja y con ellas atacó erigió consagró bautizó pulverizó unificó roció aplastó creó dispersó cimbró lustró repartió lijó el reloj el banco el submarino el arco el patíbulo el cinturón el yunque el velamen el remo el yelmo el torno el roble el caracol el gato el fusil el tiempo el naipe el torno el vino el bote el pulpo el labio el peplo el yunque, para luego antes ahora después nunca siempre a veces con el pie codo dedo cribarlos fecundarlos omitirlos encresparlos podarlos en el bosque río arenal ventisquero volcán dédalo sifón cueva coral luna mundo viaje día trompo jaula vuelta pez ojo malla turno flecha clavo seno brillo tumba ceja manto flor ruta aliento raya, y así se volvió tierra.


NOTICIA
Carmen Norma Bruno
Argentina (1959)

Un llamado anónimo alertó a los guardianes, quienes, a pesar de concurrir con la urgencia que el caso requería, nada pudieron hacer. El difunto Matías Bonín había dejado su tumba y abandonado el cementerio con rumbo desconocido. Se halló una carta que obra en poder del juez interviniente. Por el momento, se desconoce el motivo por el cual el cadáver decidió quitarse la muerte.


LOS ANTÍPODAS
Henry Ficher
Estados Unidos (1960)

Por fin, el estreno de "Los antípodas". El teatro lleno a reventar. Lentamente, se abre el telón escarlata. Al principio, silencio, tal vez sorpresa; luego un murmullo de comentarios que paulatinamente aumenta de volumen hasta convertirse en una sonora protesta: no hay pantalla, sino un espejo. Un exasperado espectador comienza la lluvia de botellas que finalmente destroza el vidrio, pero la imagen persiste. El público, del otro lado, comprende y calla; el de este lado también.


NUDOS
Ángel Olgoso
España (1961)

Mostró desde niña una inaudita y alarmante habili­dad para anudar cuerdas de múltiples modos:
Salvó mi vida en aquella aciaga excursión campestre con un nudo de cirujano. Selló nuestro compromiso con un complicado nudo de marinero entre mi corbata y sus medias. Subía muy temprano las persianas de la casa y las sujetaba arriba con nudos de alpinista. Me obligaba a amarla entrelazando nuestros cuerpos como en un nudo de acróbata. Nuestra hija iba siempre al colegio con nudos de ces­tero adornándole el cabello. Llevaba la cuenta de mis faltas al trabajo con nudos de ensartadura de collares. Cuando nuestro pequinés la mordió mientras jugaba lo despachó con nudos de embalador. Me amenazó con un nudo de afinador de pianos si no ascendía pronto en la empresa. Y todo el mundo sabe que, al descubrir mi infidelidad, me aplicó con su destreza natural un inmisericorde nudo de verdugo.


UN ESPEJO AL ENTRAR
Javier Tafur
Colombia (1945)

Le fascinaban las casas que al entrar tenían un espejo; le parecía que alguien venía a su encuentro y le recibía afectuosamente, mucho mejor que si se tratase de un familiar.


LA SERVILLETA
Carlos Enrique Blanco
Argentina (1965)

"Do you know who is Akira?"
- ¿Qué es eso?
- Una servilleta. Con una nota.
- ¿De dónde la sacaste?
- Estaba en la mesa. La encontré mientras ibas al baño.
Miraron el papel. Lo dieron vuelta. Volvieron a leerlo. Llegó el mozo.
- ¿Qué tomás?
- Cerveza. ¿Compartimos?
- Bueno, dale.
Pidieron una 3/4. Racco extendió la servilleta sobre la mesa. Chizo se quedó mirando.
"Do you know who is Akira?"
- ¿Será un mensaje secreto?
Racco no contestó.
- ¿Qué decís Racco?
- Mmse… Qué se yo. Tanto problema por un papelito que encontramos.
- Sí, sí, la verdad. ¡Qué tarados!
Racco abolló el papel y lo puso en el cenicero. El mozo trajo la botella, los vasos y una picada. Chizo sirvió la cerveza. Brindaron como hacían siempre. Entonces la vieron: la servilleta estaba extendida sobre la mesa, sin ninguna arruga.
"Do you know who is Akira?"
Se miraron pasmados.
- ¿Yo no la había dejado en el ce...ni...cero? -balbuceó Racco.
- Sí, sí, seguro.
- ¿Y cómo está ahí de vuelta?
Chizo siguió tomando cerveza. Racco se re­volvió el pelo de la nuca. Era lo que hacía cuan­do no entendía algo. Agarró unos palitos y se los echó en la boca. Los masticó haciendo mucho ruido. Volvió a hacer un bollito con el papel mien­tras Chizo servía la cerveza que quedaba.
- Se terminó -dijo Chizo alzando la botella vacía-. Pido otra.
Racco vigilaba el papel. Llegó el mozo y les dejó otra 3/4. Esta vez sirvió Racco. Cuando terminó de llenar los va­sos, la servilleta estaba de nuevo sobre la mesa, como recién planchada.
- ¡Mierda! -dijo Chizo casi gritando, mien­tras se tapaba la boca avergonzado.
Racco se rascaba la frente. Siempre hacía lo mismo cuando algo lo ponía nervioso.
- Debe ser una joda -se rió inquieto.
- ¡Pero claro! ¡Una cámara oculta!
- Sí, sí, seguro -dijo Racco.
Sonrieron temerosos.
- ¿Le preguntamos al mozo?
Racco negó con la cabeza.
- Dejá, dejá. Ahora les cagamos la joda.
Agarró el papel; lo destrozó en decenas de pedacitos, que puso en uno de los platitos de la picada.
- Cámara oculta. ¡A papá! -se burló en tono canchero.
Recorrieron el bar con la mirada, buscando la cámara oculta. No la encontraron. Al volver la vista a la mesa el papel estaba sano, sin una sola marca, ni siquiera un doblez.
"Do you know who is Akira?"
Racco se levantó de un salto, apartándose de la mesa.
- ¡Jesús y María! -murmuró Chizo mientras se hacía la señal de la cruz sobre el pecho.
Racco fue derecho al baño, abrió la puerta de un golpe, tiró la servilleta en uno de los inodoros, apretó el botón y se quedó hasta estar segu­ro de que el agua se la había llevado. Al regresar a la mesa, vio el rostro lívido de Chizo. El papel estaba ahí otra vez, pero ahora chorreaba gotitas de agua. Chizo no reaccionaba. Racco no podía creerlo. Tuvo que sacudir a su amigo varias veces hasta que logró despertarlo.
- ¡Lo parió! -fue todo lo que dijo Chizo. Los dos salieron corriendo del bar, gritando despavoridos.
Cuando el mozo se dio cuenta, ya era tarde.
-¡Me cago en Dios! -insultó por lo bajo. Ya es la tercera vez hoy. ¿Será posible tanta mala leche?
Fue hasta la mesa. Levantó los vasos medio vacíos, los platos de la picada, los posavasos y una servilleta mojada. La puso en la bandeja y volvió a la barra.
"Do you know who is Akira?"
- ¿Qué lees? -le preguntó la señora gorda a su hija.


UNA MAÑANA CUALQUIERA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Tras el cristal esmerilado, una figura borrosa. Una atmósfera coagulada lo cubre todo, como en un páramo de la campiña inglesa o en la sauna de una cabaña en Finlandia. Por un  momento esa colección de píxeles difuminados pueden pertenecer a cualquier cosa: un asesino, una tormenta en la distancia, mi bisabuela llevando un camisón muy antiguo y las joyas que se trajo de Cuba, un viajero victoriano en busca de territorios vírgenes o el mismísimo Gregorio Samsa mendigando un poco de atención. Cierro el grifo y, de repente, las posibilidades se reducen: tal vez un periodista interesado en mi biografía, la vecina que necesita un poco de leche y de conversación, un antiguo amante o mi jefe recordándome un importante logro. Cuando abro con curiosidad la mampara, el mundo se reconfigura para adoptar una forma más doméstica y contemporánea. Todos los visitantes se desvanecen con discreción en la niebla dejando espacio para que mi hija abra el armarito de Ikea, balbucee una disculpa, coja el secador de pelo y salga del baño. El sonoro portazo me confirma que ya todo ocupa su lugar y el día se despliega, terso y contundente, ante mí. Me zambullo en el frío que ha entrado por la puerta y para cuando me envuelvo en la toalla ya me sé dispuesta a transitarlo, a dejarme sorprender.