PUNTUALIDAD AL MINUTO
Walter Benjamin
Alemania
(1892-1940)
Tras
postularme durante meses, recibí de la dirección de la emisora de D... el
encargo de entretener a la audiencia durante veinte minutos con un informe de
mi especialidad, la ciencia bibliográfica. En el caso de que mi charla hallara
eco, me prometieron repetir encargos similares con regularidad. El jefe de la
sección fue lo suficientemente amable como para indicarme que lo decisivo,
además de la estructuración de las reflexiones, era el modo de exponerlas.
- Los principiantes -dijo- cometen el error de
creer que deben sostener una ponencia ante un público más o menos grande, pero
que casualmente no se encuentra visible. Nada más equivocado. El oyente de
radio es casi siempre uno solo, y aun asumiendo que usted llegue a miles,
siempre llega a miles por separado. Por eso debe hacer como si le hablara a
uno solo, o a muchos por separado si prefiere, pero en ningún caso a muchos reunidos.
Eso en primer lugar. Y en segundo: aténgase al tiempo. Si usted no lo hace,
tendremos que hacerlo nosotros por usted, sacándolo del aire sin miramientos.
Cualquier retraso, aun el más nimio, tiende luego a multiplicarse en el
desarrollo del programa, como sabemos por experiencia. Si no tomamos medidas en
ese momento, nuestro programa se desorganiza por completo. Así que no se
olvide: ¡Exposición desenvuelta! ¡Y no pasarse ni un minuto!
Me
tomé muy en serio estas indicaciones, en parte también porque la recepción
de mi primera exposición significaba mucho para mí. A la hora convenida me
presenté en la emisora con el manuscrito que había recitado en casa en voz alta
y controlando el reloj. El locutor me atendió cortésmente e interpreté como
signo especial de confianza que desistiera de controlar mi debut desde la
cabina contigua. Entre la apertura y el cierre fui mi propio amo. Por primera
vez estaba en una emisora moderna, donde todo estaba al servicio de la absoluta
comodidad del hablante, del libre despliegue de sus capacidades. Podía uno pararse
en un púlpito o arrellanarse en uno de los amplios sillones, podía elegir
entre distintos tipos de luces, incluso podía caminar de un lado a otro y llevar
el micrófono consigo. Por último, un reloj de pie, cuyo cuadrante no marcaba las
horas sino sólo los minutos, le recordaba cuánto valía un instante en este
estudio insonorizado. Con la aguja en cuarenta debía terminar.
Había
leído bien la mitad de mi manuscrito cuando volví a mirar el reloj en el que la
aguja de los segundos recorre la misma órbita trazada para el minutero, aunque
sesenta veces más rápido. ¿Había cometido en casa un error? ¿Había equivocado
ahora la velocidad? Claro estaba, como fuera, que habían transcurrido dos
tercios de mi tiempo. Mientras seguía leyendo palabra por palabra con tono
amable, en silencio buscaba febrilmente una solución. Sólo podía ayudarme una
decisión audaz: había que sacrificar párrafos enteros e improvisar en su lugar
las reflexiones que introdujeran la conclusión. Salirme de mi texto tenía sus
peligros, pero no me quedaba otra opción. Junté todas mis fuerzas, salté varias
páginas mientras dilataba una larga oración y aterricé felizmente, como un
avión en su pista, en el ámbito de ideas del párrafo final. Respirando hondo
junté luego mis papeles y, entusiasmado por mi proeza, me alejé del púlpito a
fin de ponerme tranquilamente mi sobretodo.
Ahora
debía entrar el locutor, pero se hacía esperar. Giré hacia la puerta. Mis ojos
cayeron otra vez en el reloj. ¡El minutero marcaba treinta y seis! ¡Cuatro
minutos enteros para cuarenta! Lo que debía haber visto al vuelo hacía un
instante debió haber sido el segundero. Ahora entendí la ausencia del locutor.
El silencio, agradable hasta hacía un momento, me envolvió como una red. En ese
estudio, destinado a la técnica y a los hombres que basan su dominio en ella,
me sobrevino un estremecimiento nuevo, emparentado de alguna manera con el más
antiguo que conocemos. Me presté oído a mi mismo, en el que sólo
retumbaba mi propio silencio. Reconocí en él al de la muerte, que en ese
momento me diezmaba simultáneamente en mil orejas y mil habitaciones. Me
invadió un miedo indescriptible, seguido de una feroz determinación. A salvar
lo que se pueda salvar, me dije. Extraje el manuscrito del bolsillo, tomé una
hoja cualquiera, de entre las que había salteado, y seguí leyendo con una voz
que parecía cubrir los latidos de mi corazón. Ya no podía permitirme tener
ocurrencias. Como el fragmento de texto que había tomado era corto, fui
alargando las sílabas, dejé vibrar las vocales, enfaticé las erres e introduje
pausas meditativas entre las oraciones. Llegué nuevamente al final, ahora el
correcto. Entró el locutor y me despidió con la misma amabilidad con que antes
me había recibido. Pero la inquietud persistió. Al otro día me encontré con un
amigo del que sabía que me había escuchado y le pregunté al pasar sobre su
impresión.
-
Estuvo muy simpático -dijo-. Sólo que los receptores de radio siempre fallan.
El mío volvió a estar completamente interrumpido por un minuto.
ESPEJOS IV
Juan Romagnoli
Argentina
(1962)
Creo que el espejo del baño me refleja tal como soy
más por costumbre que por lealtad hacia la ley de refracción. Yo mismo no soy
más que una costumbre. Cuando me acerco al lavabo para higienizarme, el espejo
está ahí y doy por sentado lo que reflejará: mi cara, mis gestos, mis señas
particulares. Pero a veces, en esas mañanas en las que me siento raro, ajeno y
no me reconozco, me doy cuenta de que el espejo se toma su tiempo, unas
fracciones de segundo, para reacomodar la imagen. Como si, para estar seguro,
tuviera que ponerse los lentes; mis lentes.
NOCHE EN EL MUSEO
Francesc
Barberá Pascual
España
(1979)
El grito de Munch alerta al vigilante del museo:
el bodegón de Cézanne ha desaparecido. La Mona Lisa sonríe de forma enigmática,
centrando las primeras sospechas. La maja desnuda, en cambio, parece no ocultar
nada. Vulcano, despechado, acusa a la Venus de Botticelli, que a su vez señala
al caballero, que, con la mano en el pecho, jura y perjura que es inocente. El
pensador, taciturno, contempla la noche estrellada en busca de alguna pista.
Ajenas a lo sucedido, las hilanderas continúan tejiendo al compás del tictac de
los relojes blandos. Entretanto, Saturno disimula mientras sigue devorando a su
hijo.
SUBRAYE
LAS PALABRAS ADECUADAS
Luis
Britto García
Venezuela (1940)
Una mañana tarde noche el niño joven anciano
que estaba moribundo enamorado prófugo confundido sintió las primeras punzadas
notas detonaciones reminiscencias sacudidas precursoras seguidoras creadoras
multiplicadoras trasformadoras extinguidoras de la helada la vacación la
transfiguración la acción la inundación la cosecha. Pensó recordó imaginó
inventó miró oyó talló cardó concluyó corrigió anudó pulió desnudó volteó rajó
barnizó fundió la piedra la esclusa la falleba la red la antena la espita la
mirilla la artesa la jarra la podadora la aguja la aceitera la máscara la lezna
la ampolla la ganzúa la reja y con ellas atacó erigió consagró bautizó
pulverizó unificó roció aplastó creó dispersó cimbró lustró repartió lijó el
reloj el banco el submarino el arco el patíbulo el cinturón el yunque el
velamen el remo el yelmo el torno el roble el caracol el gato el fusil el
tiempo el naipe el torno el vino el bote el pulpo el labio el peplo el yunque,
para luego antes ahora después nunca siempre a veces con el pie codo dedo
cribarlos fecundarlos omitirlos encresparlos podarlos en el bosque río arenal
ventisquero volcán dédalo sifón cueva coral luna mundo viaje día trompo jaula
vuelta pez ojo malla turno flecha clavo seno brillo tumba ceja manto flor ruta
aliento raya, y así se volvió tierra.
NOTICIA
Carmen Norma Bruno
Argentina
(1959)
Un
llamado anónimo alertó a los guardianes, quienes, a pesar de concurrir con la
urgencia que el caso requería, nada pudieron hacer. El difunto Matías Bonín
había dejado su tumba y abandonado el cementerio con rumbo desconocido. Se
halló una carta que obra en poder del juez interviniente. Por el momento, se
desconoce el motivo por el cual el cadáver decidió quitarse la muerte.
LOS ANTÍPODAS
Henry Ficher
Estados
Unidos (1960)
Por
fin, el estreno de "Los antípodas". El teatro lleno a reventar. Lentamente, se
abre el telón escarlata. Al principio, silencio, tal vez sorpresa; luego un
murmullo de comentarios que paulatinamente aumenta de volumen hasta convertirse
en una sonora protesta: no hay pantalla, sino un espejo. Un exasperado
espectador comienza la lluvia de botellas que finalmente destroza el vidrio,
pero la imagen persiste. El público, del otro lado, comprende y calla; el de
este lado también.
NUDOS
Ángel Olgoso
España
(1961)
Mostró
desde niña una inaudita y alarmante habilidad para anudar cuerdas de múltiples
modos:
Salvó
mi vida en aquella aciaga excursión campestre con un nudo de cirujano. Selló
nuestro compromiso con un complicado nudo de marinero entre mi corbata y sus
medias. Subía muy temprano las persianas de la casa y las sujetaba arriba con
nudos de alpinista. Me obligaba a amarla entrelazando nuestros cuerpos como en
un nudo de acróbata. Nuestra hija iba siempre al colegio con nudos de cestero
adornándole el cabello. Llevaba la cuenta de mis faltas al trabajo con nudos de
ensartadura de collares. Cuando nuestro pequinés la mordió mientras jugaba lo
despachó con nudos de embalador. Me amenazó con un nudo de afinador de pianos
si no ascendía pronto en la empresa. Y todo el mundo sabe que, al descubrir mi
infidelidad, me aplicó con su destreza natural un inmisericorde nudo de
verdugo.
UN ESPEJO AL ENTRAR
Javier Tafur
Colombia
(1945)
Le
fascinaban las casas que al entrar tenían un espejo; le parecía que alguien
venía a su encuentro y le recibía afectuosamente, mucho mejor que si se tratase
de un familiar.
LA SERVILLETA
Carlos Enrique Blanco
Argentina
(1965)
"Do
you know who is Akira?"
-
¿Qué es eso?
-
Una servilleta. Con una nota.
-
¿De dónde la sacaste?
-
Estaba en la mesa. La encontré mientras ibas al baño.
Miraron
el papel. Lo dieron vuelta. Volvieron a leerlo. Llegó el mozo.
-
¿Qué tomás?
-
Cerveza. ¿Compartimos?
-
Bueno, dale.
Pidieron
una 3/4. Racco extendió la servilleta sobre la mesa. Chizo se quedó mirando.
"Do
you know who is Akira?"
-
¿Será un mensaje secreto?
Racco
no contestó.
-
¿Qué decís Racco?
-
Mmse… Qué se yo. Tanto problema por un papelito que encontramos.
-
Sí, sí, la verdad. ¡Qué tarados!
Racco
abolló el papel y lo puso en el cenicero. El mozo trajo la botella, los vasos y
una picada. Chizo sirvió la cerveza. Brindaron como hacían siempre. Entonces la
vieron: la servilleta estaba extendida sobre la mesa, sin ninguna arruga.
"Do
you know who is Akira?"
Se
miraron pasmados.
-
¿Yo no la había dejado en el ce...ni...cero? -balbuceó Racco.
-
Sí, sí, seguro.
-
¿Y cómo está ahí de vuelta?
Chizo
siguió tomando cerveza. Racco se revolvió el pelo de la nuca. Era lo que hacía
cuando no entendía algo. Agarró unos palitos y se los echó en la boca. Los
masticó haciendo mucho ruido. Volvió a hacer un bollito con el papel mientras
Chizo servía la cerveza que quedaba.
-
Se terminó -dijo Chizo alzando la botella vacía-. Pido otra.
Racco
vigilaba el papel. Llegó el mozo y les dejó otra 3/4. Esta vez sirvió Racco.
Cuando terminó de llenar los vasos, la servilleta estaba de nuevo sobre la
mesa, como recién planchada.
-
¡Mierda! -dijo Chizo casi gritando, mientras se tapaba la boca avergonzado.
Racco
se rascaba la frente. Siempre hacía lo mismo cuando algo lo ponía nervioso.
-
Debe ser una joda -se rió inquieto.
-
¡Pero claro! ¡Una cámara oculta!
-
Sí, sí, seguro -dijo Racco.
Sonrieron
temerosos.
-
¿Le preguntamos al mozo?
Racco
negó con la cabeza.
-
Dejá, dejá. Ahora les cagamos la joda.
Agarró
el papel; lo destrozó en decenas de pedacitos, que puso en uno de los platitos
de la picada.
-
Cámara oculta. ¡A papá! -se burló en tono canchero.
Recorrieron
el bar con la mirada, buscando la cámara oculta. No la encontraron. Al volver
la vista a la mesa el papel estaba sano, sin una sola marca, ni siquiera un
doblez.
"Do
you know who is Akira?"
Racco
se levantó de un salto, apartándose de la mesa.
-
¡Jesús y María! -murmuró Chizo mientras se hacía la señal de la cruz sobre el
pecho.
Racco
fue derecho al baño, abrió la puerta de un golpe, tiró la servilleta en uno de
los inodoros, apretó el botón y se quedó hasta estar seguro de que el agua se
la había llevado. Al
regresar a la mesa, vio el rostro lívido de Chizo. El papel estaba ahí otra
vez, pero ahora chorreaba gotitas de agua. Chizo no reaccionaba. Racco no podía
creerlo. Tuvo que sacudir a su amigo varias veces hasta que logró despertarlo.
-
¡Lo parió! -fue todo lo que dijo Chizo. Los dos salieron corriendo del bar, gritando
despavoridos.
Cuando
el mozo se dio cuenta, ya era tarde.
-¡Me
cago en Dios! -insultó por lo bajo. Ya es la tercera vez hoy. ¿Será posible
tanta mala leche?
Fue
hasta la mesa. Levantó los vasos medio vacíos, los platos de la picada, los
posavasos y una servilleta mojada. La puso en la bandeja y volvió a la barra.
"Do
you know who is Akira?"
-
¿Qué lees? -le preguntó la señora gorda a su hija.
UNA MAÑANA CUALQUIERA
Paz Monserrat Revillo
España
(1962)
Tras
el cristal esmerilado, una figura borrosa. Una atmósfera coagulada lo
cubre todo, como en un páramo de la campiña inglesa o en la sauna de una cabaña
en Finlandia. Por un momento esa colección de píxeles difuminados pueden
pertenecer a cualquier cosa: un asesino, una tormenta en la distancia, mi
bisabuela llevando un camisón muy antiguo y las joyas que se trajo de Cuba, un
viajero victoriano en busca de territorios vírgenes o el mismísimo Gregorio
Samsa mendigando un poco de atención. Cierro el grifo y, de repente, las
posibilidades se reducen: tal vez un periodista interesado en mi biografía, la
vecina que necesita un poco de leche y de conversación, un antiguo amante o mi
jefe recordándome un importante logro. Cuando abro con curiosidad la mampara, el
mundo se reconfigura para adoptar una forma más doméstica y contemporánea.
Todos los visitantes se desvanecen con discreción en la niebla dejando espacio
para que mi hija abra el armarito de Ikea, balbucee una disculpa, coja el
secador de pelo y salga del baño. El sonoro portazo me confirma que ya
todo ocupa su lugar y el día se despliega, terso y contundente, ante mí. Me
zambullo en el frío que ha entrado por la puerta y para cuando me envuelvo en
la toalla ya me sé dispuesta a transitarlo, a dejarme sorprender.