12 de julio de 2015

Luigi Zoja: "El individuo urbano está traumatizado de manera regular; el neurótico ya no es la excepción"

Las sociedades contemporáneas están sometidas a una serie de trastornos, de desórdenes, de conflictos, de crisis, que dificultan y entorpecen tanto la vida social como la individual. La paranoia, la alienación, el narcisismo, la indiferencia, la discriminación, son deficiencias severas que generan un malestar generalizado y relaciones en las cuales la violencia, tanto manifiesta como simbólica, está institucionalizada. Es un fenómeno complejo que tiene diversas fuentes -que en algún punto siempre remiten a la forma en que socialmente organizamos nuestra vida- y que exige analizar su dimensión cultural como requisito fundamental para poder profundizar cualquier análisis sobre el mismo. El psicoanalista italiano Luigi Zoja (1943) viene desde hace años explorando en su trabajo la calidad ético-psicológica de nuestra vida como seres sociales en el mundo contemporáneo. Es autor de una veintena de ensayos, entre los que sobresalen, "Problemi di psicologia analítica. Una antologia post-junghiana" (Problemas de psicología analítica. Una antología post-junghiana), "Nascere non basta. Iniziazione e tossicodipendenza" (Drogas. Adicción e iniciación), "Crescita e colpa. Psicologia e limiti dello sviluppo" (Crecimiento y culpa. Psicología y límites del desarrollo), "Contro Ismene. Considerazioni sulla violenza" (Contra Ismene. Consideraciones sobre la violencia), "Utopie minimaliste" (Utopías minimalistas), "Paranoia. La follia che fa la storia" (Paranoia. La locura que hace la historia) y "La morte del prossimo" (La muerte del prójimo). Justamente sobre estas dos últimas obras habla Zoja en las entrevistas realizadas por Ana Prieto para los nros. 545 y 613 de la revista "Ñ" aparecidos el 7 de marzo de 2014 y el 27 de junio de 2015 respectivamente.


En una carta de 1932, Freud le escribió a Einstein que "todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra". Casi cien años después, evolución cultural y revolución tecnológica mediante, ¿qué piensa usted de esa afirmación?

Esa es la frase final de un intercambio de cartas destinado a publicarse: un manifiesto que pretendía darle coraje a los pacifistas. Freud gritaba su empeño contra la guerra, pero en lo personal era más bien pesimista. Más tarde, después de la invasión nazi a Austria en 1938, empezó él también a imaginar que para detener a Hitler era necesaria una guerra. Si sentimos que la guerra se avecina, se activa la parte paranoica en cada uno de nosotros. Pensamos que después de los primeros disparos, después de los primeros muertos, comenzará a correr sangre. A esa altura preferimos no pensar más en la paz, sino atacar primero.

Usted afirma que a la paranoia colectiva, o "contagio del mal", se le opone hoy una mayor conciencia, pero a su vez se le proporcionan más y mejores medios de comunicación. Esa actual multiplicidad de medios ¿no puede también contener y desarticular la difusión de la paranoia; atentar contra ella?

Sucede que las fuerzas en juego son muy vastas, opuestas entre sí y absolutamente nuevas, por lo que no podemos estar seguros. Ciertamente, durante el fascismo, el nazismo o en la Unión Soviética los medios de comunicación fueron manipulados totalmente por el poder. La visión de la realidad se simplificaba señalando un chivo expiatorio y quitándole al público toda responsabilidad: la culpa siempre era de los enemigos nacionales, raciales o de clase. Estas condiciones no existen más ni en Europa ni en América Latina. El lado positivo del sufrimiento de dos Guerras Mundiales y de la Guerra Fría es que estamos más atentos al Estado de Derecho y tenemos más garantías. Y no sólo en lo que respecta a las leyes: la tecnología permite una difusión infinita de la información a un bajísimo costo. Pero justamente la infinita concurrencia de los medios de comunicación disminuye su propia calidad: se vende mejor el mensaje más simple, que muchas veces es justamente el mensaje paranoico. Hoy estamos mucho más informados sobre lo que sucede, pero contemporáneamente estamos también mal informados. En Italia, por ejemplo, nació un racismo que no existía en tiempos del fascismo. Está quien culpa de la desocupación a los inmigrantes, que en su mayoría hacen solo trabajos que los italianos ya no quieren hacer. Es fácil demostrar que esas ideas son paranoicas: varios sondeos indican que estos racistas creen que el número de los inmigrantes es muy superior al real, incluso diez veces mayor.

Usted distingue la dictadura militar en Argentina de otras dictaduras sudamericanas, en tanto sus líderes abrazaron una particular obsesión paranoica que hizo que la represión fuera preventiva y por lo tanto, más feroz. ¿Existen factores culturales o históricamente condicionados que marquen las tendencias paranoicas de un grupo de poder determinado?

No soy historiador. Pero de todas mis lecturas sobre las dictaduras de Sudamérica, tengo la impresión que la Argentina tenía un fuerte componente ideológico. Me parece que su país se ha caracterizado por debates políticos más fuertes, con más referencias filosóficas y culturales que sus vecinos latinoamericanos. Para permanecer en un país grande, los militares brasileños se daban por satisfechos con el hecho de que la sociedad fuera controlada por ellos. Muchos militares argentinos, en cambio, tenían ideas rígidas sobre cómo la sociedad debía ser reeducada. Es más, existían rivalidades fuertes entre diferentes grupos de las fuerzas armadas, como consecuencia de las distintas ideologías. Como dijo Solzhenitsyn, "la ideología es un peligro multiplicador de la violencia colectiva". Un multiplicador paranoico. Ya no alcanza con destruir al grupo que es el enemigo: es necesario destruir también a otro grupo (por ejemplo, estudiantes de filosofía que leen a ciertos autores) que, se sospecha, podría convertirse en el enemigo. Un programa delirante y omnipotente de reeducación de la sociedad está implícito en el robo de hijos de desaparecidos y su entrega a padres ideológicamente "justos" para la dictadura. Cometer un crimen como el secuestro de recién nacidos porque se piensa en darles una educación "políticamente correcta", me parece una forma extrema de paranoia preventiva.

Los Estados Unidos están experimentando, con éxito, la destrucción de blancos vía control remoto y la tendencia se sofisticará en el futuro. ¿Qué efecto psicológico cree que tendrá en el pueblo estadounidense -tan propenso a la paranoia- este tipo de guerra aséptica?

La distancia del enemigo, la relación con "el otro" a través de la tecnología en lugar del encuentro físico y personal, facilita la violencia de masa y la percepción paranoica del adversario. Es un problema psicológico en buena medida nuevo, creado por los progresos de la técnica y de las relaciones virtuales. Este "progreso" puede favorecer la destrucción absoluta del adversario, es decir, una regresión moral. Naturalmente, incluso antes de las armas de fuego se odiaba el enemigo y se lo mataba. Pero cortarle la cara causaba horror: no sólo al hombre herido, sino también al victimario. Y el horror por las víctimas causadas es un mecanismo instintivo que limita la destrucción. Esta limitación natural desaparece en el bombardeo atómico. Basta con presionar un botón: si la bomba ha matado a cien mil personas uno lo sabrá por la radio, sin experimentar el horror. Pero el bombardeo con drones guiados por un piloto que está en una oficina en los Estados Unidos, cerca de una piscina, en un restaurante, en la casa donde vive, representa un salto hacia una alienación todavía más radical, y una paranoia todavía más preventiva: se mata a un grupo de paquistaníes que se encuentra en sus montañas, pero que podrían en un futuro atacar a los Estados Unidos. En pocos minutos, este "asesino virtual" abraza a sus hijos sin saber todavía si ha matado a una masa de chicos que se parecen a los suyos. Los "pilotos virtuales" sufren ahora mismo algún tipo de disociación y de trauma que antes no existía. En cuanto a las consecuencias psicológicas para el público estadounidense, dependerán de cómo reciban la información sobre estos bombardeos a distancia por parte de los medios y del gobierno, que no tiene mucho interés en hacer saber que asegura la vida de soldados estadounidenses, mientras mata civiles en un país lejano.

La desconfianza y la sospecha, dice en su libro, son tentaciones recurrentes, y es nuestro deber aplacarlas; decirles no. ¿Cómo lo logramos?

Es muy difícil contrastar un impulso inconsciente como la paranoia. El psicoanálisis es el primero en decir que las buenas intenciones por sí solas no son suficientes. En la práctica, para resistir a la paranoia sería necesario escuchar menos a los políticos populistas, que encuentran rápidamente el modo de atribuir culpas a los "otros". A los que hay que escuchar es a quienes estudian los problemas de una manera crítica y con rigor. Y más que a los psicólogos, habría que seguir a los historiadores. Y tal vez aquí la tradición argentina tenga una ventaja: hay un respeto tradicional por la cultura, que acerca al hombre común a las élites intelectuales, como la de los historiadores.

Usted dice que los embates del mercado y la publicidad han pulverizado "la vergüenza del narcisismo". ¿Cuál es la función de esa vergüenza?

El narcisismo se define como una condición patológica en la que se rompe un mecanismo muy sencillo de solidaridad y de igualdad para con el otro, trocándolo por la autoexaltación. El ser humano es en principio un animal social, y en ese sentido la vergüenza del narcisismo tiene una función primaria de equipararnos al otro y por lo tanto de respetarlo. Hoy eso se va perdiendo y respetamos sólo a los exitosos. Dejamos de respetar a nuestros pares por el simple hecho de que lo sean, y pasamos a respetarlos sólo si visten Armani o tienen un BMW. Los seres humanos "comunes" tienden a interesarnos menos. A esto se suma que ese narcisismo, esa necesidad de exaltar los propios éxitos, no se corresponde con éxitos verdaderos, sino con apariencias.

El narcisismo necesita, pues, de otro ante quien mostrarse.

Bueno, desde una concepción jungiana se ha perdido el balance entre la extroversión y la introversión; son dos conceptos de Jung que tendrían que ser equivalentes en el ser humano, y hoy están desfasados: el extrovertido funciona y el introvertido pierde. Y en realidad, conectarse con el mundo interior es tan fundamental como conectarse con el mundo exterior.

Poniéndonos pesimistas, si otra generación los sigue concibiendo como "ganadores", ¿no se va a terminar perdiendo el parámetro moral?

Absolutamente; la dimensión moral es sustituida por un tipo de darwinismo social de selección del más fuerte. Podemos ponerlo en términos de la metáfora del lobo y el cordero. Siempre tiene razón el lobo. Y construye argumentaciones paranoicas para que todas las responsabilidades recaigan sobre el cordero porque lo único que interesa es comerse al cordero.

¿Usted ve esta situación en su práctica psicoanalítica?

Lo veo en los hijos o nietos de mis pacientes. Los niños usan más y más el término estadounidense "loser" (perdedor), perteneciente a esta mentalidad que comete un pequeño crimen que antes no existía, para el que empleamos el término "mobbing" (acoso): cuando todos en una clase arremeten contra uno. Es la peor de las competiciones, porque son los cobardes los que se unen contra uno solo, tal vez el más flaco o introvertido. Es terrible, y una demostración de fuerza eminentemente masculina. Los chicos se vuelven muy primitivos. En lugares muy pobres, es suficiente que un niño llegue con un revólver para que todas las jerarquías en el grupo escolar se inviertan. Es una admiración basada en la fuerza, sin moral.

¿La tecnología atenta contra los modelos morales?

La moral requiere consideraciones, evaluaciones y toma de conciencia. La tecnología en sí es un instrumento neutral, pero existe el riesgo de que se emplee más rápidamente en sentido negativo que positivo. Y a mayor rapidez, menor profundidad. Para que una reacción moral exista, se necesitan entre ocho y diez segundos. La computadora induce a reacciones que requieren de dos segundos como máximo.

¿Cuál es el mecanismo mediante el cual los "otros" se vuelven invisibles e invasivos?

Somos una especie animal que evolucionó hasta el Cromagnon. Tenemos el mismo cuerpo y el mismo sistema nervioso que hace miles de años. El paleoantropólogo Robin Dunbar, de Oxford, ha creado un concepto que se llama "Número de Dunbar", que designa el umbral pasado el cual empezamos a desconectarnos de los otros. Hay variaciones individuales, pero nuestras condiciones naturales para entablar conocimiento con los demás se limitan a cinto cincuenta o doscientos individuos. En el pasado, más del 90% de los seres humanos conocía en su vida a esa cantidad de personas porque vivía en el campo o en un pueblo pequeño. Desde 2007, más de la mitad de la población mundial vive en grandes ciudades. Así, el individuo urbano está traumatizado y neurotizado de manera regular; el neurótico ya no es la excepción. Porque no nos conectamos. Tanto es así que ya estamos teniendo enfermedades de los músculos faciales. En la pequeña aldea, cuando te encontrabas con una persona sonreías automáticamente. No había emoticones ni necesidad de ellos; no tenías que calcular si sonreír o no, te salía automáticamente. El número de Dunbar está sobrepasado y vivimos en una situación constante, no siempre percibida, de ansiedad y alarma. En condiciones naturales nuestro instinto es no darle la espalda a los desconocidos. Pero eso se vuelve imposible en las grandes ciudades y, por lo tanto, en la nueva condición natural.

Los ataques de pánico suscitan en quien los padece la necesidad de huir de esas multitudes...

El pánico es una expresión, como todo, y en él se puede emplear la idea de inconsciente colectivo. Ese síntoma no sólo expresa un padecimiento individual sino algo más complejo. En la civilización urbana, el exceso de presencias sin relación entre sí es patológico, y el rechazo de algo patológico es una conducta sana y natural en sí misma. El problema es la falta de conciencia sobre ella. Cuando uno escapa de las aglomeraciones se siente mal porque cree que los otros, ese exceso de personas, son los normales y uno no.

Al comienzo de "La muerte del prójimo" usted se refiere al surgimiento del psicoanálisis como la consecuencia del aumento del aislamiento social; como un tipo de relación humana que se construye, no con el prójimo, sino con un profesional…

Sí, es triste que el ser humano moderno necesite pagar por esa cercanía. Es un síntoma de alienación, y no en el sentido marxista. Nosotros estamos hechos para relacionarnos con una persona a la vez y en presencia física. Y aquí quiero abrir un paréntesis respecto de un problema de mi profesión. Puede que yo sea uno de los últimos románticos, pero creo que la sesión psicoanalítica implica la presencia. Desde luego, uno tiene que ser flexible, y en ese sentido la tecnología puede ser maravillosa. Pero ya hay en Estados Unidos toda una generación de psicoterapeutas que desde su primera sesión trabaja a través de Skype. ¿Y dónde están los pacientes neuróticos de ese país? En Chicago y en Nueva York, donde los alquileres son muy caros y los inviernos muy largos. Y los psicoterapeutas abren sus consultas en Florida, al borde de una piscina o al lado del mar, donde los alquileres son más baratos y el clima más agradable. Y esa presencia de la sesión psicoanalítica no se concreta.

Hay problemas que siguen suscitando reacciones masivas. Por ejemplo, en relación a los cuarenta y tres estudiantes mexicanos desaparecidos, en gran parte convocadas por las redes sociales.

Afortunadamente quedan seres humanos. Cuando el poder tecnológico exagera vendiéndonos tan sólo imágenes sin profundidad, hay una necesidad de emociones más directas, de protestar uniéndose en la calle. El problema es que en relación a las protestas de generaciones pasadas, que siempre fueron callejeras, ahora se agrega la relación virtual, que es más eficaz y más sencilla, pero también menos profunda. Conviven las dos caras. Y si bien la mayoría de los seres humanos permanecen sanos, también hay una sensación de alienación muy extrema que no se debe solamente a la concentración de poder económico o de poder político, sino a la tecnología. Pero no nos damos cuenta de que al emplearla y volvernos sus permanentes consumidores, nos volvemos sus víctimas, no sólo actores.