2 de julio de 2015

Richard Wagner, el alemán errante (5). El idilio de Barenboim

Durante 1848 una buena parte de Europa se vio convulsionada por una oleada revolucionaria promovida fundamentalmente por las pequeñas burguesías locales, pero también por el campesinado y la incipiente clase trabajadora industrial. Estas insurrecciones sacudieron los cimientos de las monarquías e impulsaron reformas políticas de ideas liberales (por parte de la burguesía) a la vez que reforzaron las demandas sociales y económicas (por parte del proletariado). La "primavera de los pueblos", tal como serían conocidos estos episodios, marcó también el despertar del nacionalismo, una doctrina autonomista que tendría consecuencias duraderas, sobre todo en la que por entonces era la Confederación Germánica. Con ese escenario como trasfondo, el periódico "Neue Zeitschrift für Musik", que había fundado en Leipzig en 1834 el compositor y crítico musical Robert Schumann (1810-1856), convocaba a los músicos a escribir una "ópera nacional" basada en un poema germano del siglo XIII: "Nibelungenlied" (El cantar de los nibelungos), cuyos manuscritos extraviados a fines del siglo XVI habían sido encontrados en 1755 en Hohenems, Austria, y convertidos luego en el símbolo de la epopeya nacional alemana.
Fue en ese sentido que Wagner comenzó a componer su monumental "Der ring des nibelungen" (El anillo del nibelungo), el ciclo de cuatro óperas épicas conformado por "Das Rheingold" (El oro del Rin), "Die walküre" (La valquiria), "Siegfried" (Sigfrido) y "Götterdämmerung" (El ocaso de los dioses), un trabajo que le llevaría veintiséis años. Al mismo tiempo, en el verano de 1848, Wagner publicó en el periódico mencionado el artículo "Der nibelungen mythus. Entwurf zu einem drama" (El mito nibelungo. Proyecto de un drama), en el que, basándose en la mitología germánica exaltada en el antiguo poema, plasmó su identidad e ideología nacionalista. Un par de años más tarde, más precisamente en el volumen 33, nº 19 del "Neue Zeitschrift für Musik" aparecido el 3 de septiembre de 
1850, publicaría bajo el seudónimo K. Freigedank el ensayo más polémico de toda su vida: "Das judenthum in der musik" (El judaísmo en la música), en el que acusaba a los judíos de ser un elemento dañino y extraño en la cultura alemana, y deploraba lo que consideraba "la judaización del arte moderno".
Wagner consideraba que los judíos, desligados de un territorio propio, habían tenido históricamente la necesidad de adaptarse a otras culturas y, aunque consiguieran hacerlo a las costumbres y al lenguaje, no lograban sin embargo formar parte del sentimiento nacional que surgía de la verdadera esencia de unión de un pueblo. Esta idea de que la presencia del pueblo judío era perjudicial para Alemania y para buena parte de Europa no era una novedad en la época de Wagner. Ya en el siglo anterior el filósofo Immanuel Kant (1724-1804) había expresado en "Anthropologie in pragmatischer hinsicht" (Antropología en sentido pragmático) que "los judíos todavía no pueden mostrar a ningún verdadero genio, a ningún hombre verdaderamente grande. Todos sus talentos y conocimientos giran alrededor de artimañas y astucias. Son una nación de estafadores, de mercaderes que, en su mayor parte, no busca ningún honor cívico sino que quieren reemplazar esta falta por las ventajas del engaño del pueblo, entre el cual encuentran protección".
En la misma dirección se pronunciaría poco después el filósofo Johann Gottlieb Fichte 
(1762-1814) en sus "Reden an die deutsche nation" (Discursos a la nación alemana): "A través de casi todos los estados de Europa se extiende un Estado potente y hostil que vive en guerra continua con los demás y que presiona de manera tremendamente pesada sobre los ciudadanos: es el judaismo. No creo que el mismo sea tan aterrador por el hecho de que constituyen un Estado separado y tan firmemente encadenado en sí mismo, sino por el hecho de que está constituido sobre el odio a todo el género humano". Algo similar a lo que pensaba el historiador británico Thomas Carlyle (1795-1881) cuando afirmó que "en realidad y espiritualmente los judíos sólo comercian con el dinero, el oro y los trajes viejos; no han contribuido con nada de verdadero valor", o figuras prominentes de la Ilustración francesa como François M. Arouet, Voltaire (1694-1778), Denis Diderot (1713-1784) y Paul Heinrich Holbach (1723-1789), para los que los judíos eran "una horda de ladrones y de usureros", "tienen todos los defectos de una nación ignorante y supersticiosa" y "están adoctrinados en el odio a la humanidad, el parasitismo y la explotación".
Wagner, en su artículo, planteaba que el pueblo judío era incapaz de crear arte a través de la música y lo identificaba como la causa principal de la degeneración y mercantilización de la música de su época. No obstante, al desarrollar estas ideas, admitió la presencia de muchos compositores e intérpretes de origen judío a los que consideraba "judíos cultivados", personas cultas e inteligentes que trabajaban con el arte. Se refería explícitamente a los compositores Giacomo Meyerbeer (1791-1864) y Felix Mendelssohn (1809-1847), quienes, si bien dominaban la técnica, sus creaciones carecían de "esencia musical" y no conseguían 
llegar al "corazón", ya que no eran capaces de entender la música desde un punto de vista "creativo u emotivo", pero sí respondían con creces a las necesidades propias de sus negocios. También la emprendió contra el poeta Heinrich Heine (1797-1856) por su "falta de autenticidad cultural", contra el periodista Ludwig Börne (1786-1837) porque su "mala conciencia" lo llevó a convertirse al luteranismo, y contra el crítico musical Eduard Hanslick (1825-1904) -que le había hecho una crítica negativa a "Tannhäuser"- porque "mientras el artista crea siempre formas, los críticos no crean ni formas ni cosa alguna". El arte, para todos ellos, se había convertido en sus manos en un "artículo comercial de lujo". "El judío nos rige, y seguirá haciéndolo mientras el dinero siga siendo un poder contra el que todo lo que hagamos o dejemos de hacer pierda su fuerza".
El alboroto que provocó la publicación fue bastante exiguo y no fue objeto de mucho debate en su época. Probablemente en ello tuviera que ver el hecho de que el periódico "Neue Zeitschrift für Musik" tenía una difusión bastante restringida ya que su tiraje rondaba apenas los 1.200 ejemplares. Wagner lo volvería a publicar en 1869 con un apéndice de una longitud similar a la del texto original y con su verdadero nombre. Por entonces ya era una personalidad reconocida y la reedición provocó, ahora sí, numerosas réplicas. Era una época en la que el crecimiento del antisemitismo había cobrado una enorme importancia política, particularmente vigorosa a partir de la unificación alemana de 1870. No obstante ello, Wagner tuvo numerosos amigos judíos, incluso durante los últimos años de su vida. Entre ellos su director de orquesta preferido, Hermann Levi (1839-1900), los pianistas Carl Tausig (1841-1871) y Joseph Rubinstein (1847-1884), el escritor y crítico musical Heinrich Porges (1837-1900) y el filósofo Samuel Lehrs (1806-1843), por mencionar sólo algunos de los más conocidos.
La actitud personal de Wagner respecto a los judíos resulta bastante enigmática, aventurada, según algunos historiadores, u oportunista, según otros. Lo cierto es que su pensamiento sería utilizado años más tarde para definir algunos conceptos relacionados con la ideología nacional-socialista alemana. Adolf Hitler (1889-1945) se declaraba admirador de la música de Wagner (al que llamó "el más grande profe­ta que jamás tuvo el pueblo alemán") y se apropió de su mitología como un componente de la ideología nazi. Sin embargo también considerada "apropiada" la música de Ludwig van Beethoven (1770-1827), alguien que, según contó por entonces el compositor y director de orquesta ruso Ígor Stravinsky (1882-1971), despreciaba por igual a emperadores, príncipes, dictadores y magnates. De todas maneras, el libelo de Wagner se reeditó una vez en Weimar en 1914 y, durante el nazismo, hubo sólo dos ediciones: en Berlín en 1934 y en Leipzig en 1939. En ninguno de los casos fue de un gran número de ejemplares.
Daniel Barenboim (1942), pianista y director de orquesta argentino, nacionalizado israelí en 1952, debutó en Buenos Aires a los siete años con un éxito tal que fue invitado por el Mozarteum de Salzburgo a continuar sus estudios en esa ciudad. Siendo apenas un adolescente se presentó en Londres y Nueva York apoyado por el célebre pianista polaco Arthur Rubinstein (1887-1982). Allí comenzaría una brillante carrera como pianista y director de varias de las orquestas sinfónicas más importantes del mundo. En 1999 concretó juntó al filósofo palestino-estadounidense Edward Said (1935-2003) un propósito absolutamente original e innovador: la West-Eastern Divan Orchestra, un proyecto creado con el objetivo de reunir con espíritu de concordia a jóvenes músicos israelíes, palestinos, jordanos y libaneses y, a la vez, utilizarlo como un foro para el diálogo y la reflexión sobre el conflicto israelí-palestino al combinar el estudio y el desarrollo musical con el conocimiento y la comprensión entre culturas que han sido tradicionalmente rivales. El seminario y los conciertos se organizaron por primera vez en Weimar, luego en Chicago y, desde 2002, se establecieron definitivamente en Sevilla. Ese año, Barenboim obtuvo la ciudadanía española y, en 2008, iría mucho más lejos aún al aceptar también la ciudadanía palestina.
Considerado uno de los mejores directores de Wagner del mundo, durante el verano de 2001 Barenboim cometió la "osadía" de ejecutar un fragmento de "Tristán e Isolda" en el marco del Israel Festival que se lleva a cabo desde 1961 todos los años en Jerusalem. Fue así el primer músico que interpretó a Wagner en Israel desde que en 1936 lo hiciera Arturo Toscanini (1867-1957) cuando ejecutó el preludio de "Los maestros cantores de Núremberg" en Tel Aviv, lo que le acarreó numerosos problemas con posterioridad. Lo había intentado en 1981 el director de orquesta hindú Zubin Mehta (1936), sin éxito. Barenboim lo consiguió a cambio de ser declarado por el gobierno israelí persona "non grata" y recibir desde entonces todo tipo de ataques, agravios y prohibiciones; un rechazo total y una condena descabellada. Barenboim, un personaje talentoso totalmente fuera de lo común, escribió en 2013 un largo artículo, "Wagner y los judíos", en el que, tras desmenuzar brillantemente las cualidades musicales del compositor alemán, realizó un pormenorizado análisis sobre la controversia generada por su antisemitismo y los tabúes que aún mantienen cautiva a la sociedad israelí. El texto fue publicado originalmente en "The New York Review of Books" y reproducido en Argentina en el nº 2 de la revista "Review" de mayo/junio de 2015.

WAGNER Y LOS JUDÍOS
(Fragmentos)

Es importante clarificar ciertos malen­tendidos y falsas atribuciones acerca de Wagner, precisamente porque las per­cepciones acerca de él suelen ser muy confusas y polémicas. Sobre todo algunas de las facetas extramusicales de su personalidad, entre ellas, desde luego, sus tris­temente célebres e inaceptables declara­ciones antisemitas. El antisemitismo no era algo nuevo en la Alemania del siglo XIX. Sólo en 1669 comenzó a ser legal que los judíos se mo­vieran de manera algo más libre por Ber­lín y sus alrededores, e incluso entonces únicamente a los judíos ricos se les per­mitió fijar allí su residencia. Los judíos que estaban de paso por Berlín (como el filósofo Moses Mendelssohn) tenían que entrar en la ciudad por la puerta Rosenthal, que fuera de eso era utilizada sólo para el ganado, y debían pagar el mismo impuesto que un granjero o un mercader pagaban por sus animales o mercadería. Los judíos, en contraste con los hugo­notes, tenían prohibido poseer tierras, comerciar lana, madera, tabaco, cuero o vino, o ejercer una profesión. Había im­puestos para cada situación imaginable en la vida de los judíos, ya fuera para via­jar, casarse o tener hijos, entre otras cosas.
Las declaraciones antisemitas de Wagner deben ser vistas con este tras­fondo. El antisemitismo de su época era una enfermedad ampliamente extendi­da desde tiempos inmemoriales, aun si los judíos eran aceptados, respetados o hasta honrados en ciertos círculos de la sociedad alemana. Un grado considera­ble de antisemitismo era un componente incuestionable de los movimientos nacionalistas en la Europa de finales del siglo XIX. No era nada extraordinario culpar a los judíos por cualquier proble­ma del momento, ya fuera político, económico o cultural. Además del antiguo odio que se había dirigido previamente hacia la religión judía, el antisemitis­mo de fines del siglo XIX se justificaba también en criterios de "ascendencia" y "raza" y se dirigió en contra de los judíos europeos, que al momento estaban en su mayoría emancipados y asimilados. El centro de esta tendencia era Viena. Este trasfondo histórico no cambia el hecho de que Wagner haya sido un furibundo antisemita de la peor clase, cuyas declaraciones son imperdo­nables.
Como hemos observado en los de­bates más recientes en Europa sobre la inmigración, los comentarios racistas, ya sea contra los judíos o actualmente contra los musulmanes, no han desapa­recido en absoluto de la sociedad de hoy. Theodor Herzl, el fundador del movi­miento sionista -quien en sus años de periodista exitoso se vio enfrentado al creciente antisemitismo en Austria y Francia- estaba inicialmente a favor de una completa asimilación de los judíos. Fue su preocupación por el antisemitismo europeo lo que lo incitó a querer fundar un Estado judío. Su visión de un Estado judío estaba influenciada por la tradición del liberalismo europeo. En su novela de 1902 "Altneuland" (Vieja nueva tierra), describe qué aspecto podría tener la comunidad judía establecida; los residentes árabes y otros no judíos tendrían los mismos derechos políticos. En otras palabras, Herzl no había pasado por alto el hecho de que había árabes que vivían en Palestina cuando elaboró la idea de un Estado indepen­diente para los judíos europeos.
En 1921, en el XII Congreso Sionista ce­lebrado en Karlsbad, Martin Buber ad­virtió que los políticos debían enfrentar "la cuestión árabe": "Nuestro deseo nacional de renovar la vida del pueblo de Israel en su tierra ancestral no está sin embargo dirigido en contra de ningún otro pueblo. Al entrar nuevamente en la esfera de la historia internacional, y convertirnos una vez más en los abanderados de nuestro destino, el pueblo judío, que ha sido una minoría perseguida en todos los países del mundo por dos mil años, rechaza con repugnancia los métodos de do­minación nacionalista bajo los cua­les él mismo ha sufrido durante tan­to tiempo. No aspiramos a regresar a la tierra de Israel, con la que nos unen lazos históricos y espirituales inseparables, para redimir o domi­nar a otro pueblo". La declaración de independencia de Israel del 14 de mayo de 1948 sostiene asimismo que el Estado de Israel "se dedicará al desarrollo del país para be­neficio de todos los residentes. Estará basado en la libertad, la justicia y la paz de acuerdo con las visiones de los pro­fetas de Israel. Garantizará a todos sus ciudadanos igualdad social y política sin importar su raza, religión o género. Asegurará libertad religiosa e intelectual, libertad de expresión, educación y cul­tura". Como todos sabemos, la realidad parece ahora muy distinta.
Hasta hoy, muchos israelíes ven en la negativa de los palestinos a reconocer el Estado de Israel una continuación del an­tisemitismo europeo anterior a la guerra. Sin embargo, no es el antisemitis­mo lo que determina la relación de los palestinos con Israel, sino más bien la resistencia contra la división de Pales­tina que se hizo al momento de fundar Israel, y contra el hecho de que se los prive de tener iguales derechos, como por ejemplo el derecho a tener un Es­tado independiente. Palestina no era un país vacío (como lo pretende la leyenda nacionalista israelí); de hecho, en aquel momento podría haber sido descripto como lo fue por dos rabinos que visitaron la región para relevarla como un posible Estado judío: "la novia es hermosa, pero ya está casada". Hasta el día de hoy es tabú en la sociedad israelí explicitar que el Estado de Israel fue fun­dado a costa de otro pueblo.
Durante el Tercer Reich, la música de Wagner todavía era interpretada por ju­díos en Tel Aviv, nada menos que por la Orquesta Sinfónica de Palestina, la actual Orquesta Filarmónica de Israel. Poco des­pués del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se supo que los judíos eran enviados a las cámaras de gas mientras sonaban ciertas obras de Wagner, su in­terpretación fue acertadamente declarada tabú, por respeto a los sobrevivientes y a las familias de las victimas. Pero esto no se debió al antisemitismo de Wagner, sino más bien al abuso que los nazis hicieron de su música. Sin embargo, por más repulsivo que pueda ser el antisemitismo del compositor, di­fícilmente se lo pueda juzgar responsa­ble por el uso y abuso que Hitler hizo de su música y sus opiniones.
El debate acerca de Wagner en Israel está ligado al hecho de que no se han dado los pasos necesarios en dirección a una identidad judeo-israelita. Todos los actores involucrados continúan afe­rrándose a asociaciones pasadas, que eran en su momento completamente entendibles y justificables. Es como si al hacerlo hubieran querido recordarse a sí mismos su propio judaísmo. Quizá sea por lo mismo que muchos israelíes no pueden ver a los palestinos como ciuda­danos con iguales derechos. Si uno sigue hoy sosteniendo el tabú Wagner en Israel, significa en cierto modo que le estamos dando a Hitler la última palabra, que estamos reconociendo que Wagner era de hecho un profeta y pre­decesor del antisemitismo nazi, y que debe ser considerado responsable, aun­que sea sólo indirectamente, por la so­lución final. Esta mirada no es digna de los oyentes judíos. Deberían estar influenciados por grandes pensadores judíos como Spinoza, Maimónides y Martin Buber, antes que por dogmas mal concebidos.