Durante 1848 una buena parte
de Europa se vio convulsionada por una oleada revolucionaria promovida
fundamentalmente por las pequeñas burguesías locales, pero también por el campesinado
y la incipiente clase trabajadora industrial. Estas insurrecciones sacudieron
los cimientos de las monarquías e impulsaron reformas políticas de ideas
liberales (por parte de la burguesía) a la vez que reforzaron las demandas sociales
y económicas (por parte del proletariado). La "primavera de los pueblos",
tal como serían conocidos estos episodios, marcó también el despertar del
nacionalismo, una doctrina autonomista que tendría consecuencias duraderas,
sobre todo en la que por entonces era la Confederación Germánica. Con ese
escenario como trasfondo, el periódico "Neue Zeitschrift für Musik", que había
fundado en Leipzig en 1834 el compositor y crítico musical Robert Schumann (1810-1856), convocaba a los músicos a
escribir una "ópera nacional" basada en un poema germano del siglo XIII: "Nibelungenlied"
(El cantar de los nibelungos), cuyos manuscritos extraviados a fines del siglo
XVI habían sido encontrados en 1755 en Hohenems, Austria, y convertidos luego
en el símbolo de la epopeya nacional alemana.
Fue
en ese sentido que Wagner comenzó a componer su monumental "Der ring des nibelungen" (El
anillo del nibelungo), el ciclo de cuatro óperas épicas conformado
por "Das Rheingold" (El oro del Rin), "Die walküre" (La valquiria), "Siegfried"
(Sigfrido) y "Götterdämmerung" (El ocaso de los dioses), un trabajo que le
llevaría veintiséis años. Al mismo tiempo, en el verano de 1848, Wagner publicó
en el periódico mencionado el artículo "Der nibelungen mythus. Entwurf zu
einem drama" (El mito nibelungo. Proyecto de un drama), en el que,
basándose en la mitología germánica exaltada en el antiguo poema, plasmó su identidad
e ideología nacionalista. Un par de años más tarde, más precisamente en el
volumen 33, nº 19 del "Neue Zeitschrift für Musik" aparecido el 3 de septiembre de
1850, publicaría bajo el seudónimo K. Freigedank el ensayo
más polémico de toda su vida: "Das judenthum in der musik" (El judaísmo en la
música), en el que acusaba a los judíos de ser un elemento dañino y extraño en
la cultura alemana, y deploraba lo que consideraba "la judaización del
arte moderno".
Wagner
consideraba que los judíos, desligados de un territorio propio, habían tenido
históricamente la necesidad de adaptarse a otras culturas y, aunque
consiguieran hacerlo a las costumbres y al lenguaje, no lograban sin embargo
formar parte del sentimiento nacional que surgía de la verdadera esencia
de unión de un pueblo. Esta idea de que la presencia del pueblo judío era
perjudicial para Alemania y para buena parte de Europa no era una novedad en la
época de Wagner. Ya en el siglo anterior el filósofo Immanuel
Kant (1724-1804) había expresado en "Anthropologie in pragmatischer hinsicht"
(Antropología en sentido pragmático) que "los judíos todavía no pueden
mostrar a ningún verdadero genio, a ningún hombre verdaderamente grande. Todos
sus talentos y conocimientos giran alrededor de artimañas y astucias. Son una
nación de estafadores, de mercaderes que, en su mayor parte, no busca ningún
honor cívico sino que quieren reemplazar esta falta por las ventajas del engaño
del pueblo, entre el cual encuentran protección".
En la misma dirección se pronunciaría poco
después el filósofo Johann Gottlieb Fichte
(1762-1814) en sus "Reden an
die deutsche nation" (Discursos a la nación alemana): "A través de casi todos
los estados de Europa se extiende un Estado potente y hostil que vive en guerra
continua con los demás y que presiona de manera tremendamente pesada sobre los
ciudadanos: es el judaismo. No creo que el mismo sea tan aterrador por el hecho
de que constituyen un Estado separado y tan firmemente encadenado en sí mismo,
sino por el hecho de que está constituido sobre el odio a todo el género humano".
Algo similar a lo que pensaba el historiador británico Thomas
Carlyle (1795-1881) cuando afirmó que
"en realidad y espiritualmente los judíos sólo
comercian con el dinero, el oro y los trajes viejos; no han contribuido con
nada de verdadero valor", o figuras
prominentes de la Ilustración francesa como François M. Arouet, Voltaire (1694-1778),
Denis Diderot (1713-1784) y Paul Heinrich
Holbach (1723-1789), para los que los judíos eran "una horda de ladrones y
de usureros", "tienen todos los defectos de una nación ignorante y
supersticiosa" y "están adoctrinados en el odio a la humanidad, el
parasitismo y la explotación".
Wagner, en su artículo, planteaba que el
pueblo judío era incapaz de crear arte a través de la música y lo identificaba
como la causa principal de la degeneración y mercantilización de la música de
su época. No obstante, al desarrollar estas ideas, admitió la presencia de
muchos compositores e intérpretes de origen judío a los que consideraba "judíos
cultivados", personas cultas e inteligentes que trabajaban con el arte. Se
refería explícitamente a los compositores Giacomo Meyerbeer (1791-1864) y Felix
Mendelssohn (1809-1847), quienes, si bien dominaban la técnica, sus
creaciones carecían de "esencia musical" y no conseguían
llegar
al "corazón", ya que no eran capaces de entender la música desde un punto
de vista "creativo u emotivo", pero sí respondían con creces a las necesidades
propias de sus negocios. También la emprendió contra el poeta Heinrich
Heine (1797-1856) por su "falta de autenticidad cultural", contra el
periodista Ludwig Börne (1786-1837) porque su "mala conciencia" lo llevó a
convertirse al luteranismo, y contra el crítico musical Eduard Hanslick (1825-1904)
-que le había hecho una crítica negativa a "Tannhäuser"- porque "mientras el
artista crea siempre formas, los críticos no crean ni formas ni cosa alguna". El
arte, para todos ellos, se había convertido en sus manos en un "artículo
comercial de lujo". "El judío nos rige, y seguirá haciéndolo mientras el dinero
siga siendo un poder contra el que todo lo que hagamos o dejemos de hacer
pierda su fuerza".
El alboroto que provocó la publicación fue
bastante exiguo y no fue objeto de mucho debate en su época. Probablemente en
ello tuviera que ver el hecho de que el periódico "Neue Zeitschrift für Musik"
tenía una difusión bastante restringida ya que su tiraje rondaba apenas los
1.200 ejemplares. Wagner lo volvería a publicar en 1869 con un apéndice de
una longitud similar a la del texto original y con su verdadero nombre. Por
entonces ya era una personalidad reconocida y la reedición provocó, ahora sí, numerosas
réplicas. Era una época en la que el crecimiento del antisemitismo había
cobrado una enorme importancia política, particularmente vigorosa a partir de la unificación
alemana de 1870. No obstante ello, Wagner tuvo numerosos amigos judíos,
incluso durante los últimos años de su vida. Entre ellos su director de
orquesta preferido, Hermann Levi (1839-1900), los pianistas Carl Tausig (1841-1871)
y Joseph Rubinstein (1847-1884), el escritor y crítico musical Heinrich
Porges (1837-1900) y el filósofo Samuel Lehrs (1806-1843), por
mencionar sólo algunos de los más conocidos.
La actitud personal de Wagner respecto a
los judíos resulta bastante enigmática, aventurada, según algunos
historiadores, u oportunista, según otros. Lo cierto es que su pensamiento sería
utilizado años más tarde para definir algunos conceptos relacionados con la
ideología nacional-socialista alemana. Adolf Hitler (1889-1945) se
declaraba admirador de la música de Wagner (al que llamó "el más grande
profeta que jamás tuvo el pueblo alemán") y se apropió de su mitología
como un componente de la ideología nazi. Sin embargo también considerada "apropiada"
la música de Ludwig van Beethoven (1770-1827), alguien que,
según contó por entonces el compositor y director de
orquesta ruso Ígor Stravinsky (1882-1971), despreciaba por igual a
emperadores, príncipes, dictadores y magnates. De todas maneras, el libelo de
Wagner se reeditó una vez en Weimar en 1914 y, durante el nazismo, hubo sólo
dos ediciones: en Berlín en 1934 y en Leipzig en 1939.
En ninguno de los casos fue de un gran número de ejemplares.
Daniel Barenboim (1942), pianista y
director de orquesta argentino, nacionalizado israelí en 1952, debutó en Buenos
Aires a los siete años con un éxito tal que fue invitado por el Mozarteum de
Salzburgo a continuar sus estudios en esa ciudad. Siendo apenas un adolescente se
presentó en Londres y Nueva York apoyado por el célebre pianista polaco Arthur Rubinstein (1887-1982). Allí comenzaría una brillante carrera
como pianista y director de varias de las orquestas sinfónicas más importantes
del mundo. En 1999 concretó juntó al
filósofo palestino-estadounidense Edward Said (1935-2003) un propósito
absolutamente original e innovador: la West-Eastern Divan Orchestra, un
proyecto creado con el objetivo de reunir con espíritu de concordia a jóvenes músicos
israelíes, palestinos, jordanos y libaneses y, a la vez, utilizarlo como un
foro para el diálogo y la reflexión sobre el conflicto israelí-palestino
al combinar el estudio y el desarrollo musical con el conocimiento y la
comprensión entre culturas que han sido tradicionalmente rivales. El seminario
y los conciertos se organizaron por primera vez en Weimar, luego en Chicago y, desde
2002, se establecieron definitivamente en Sevilla. Ese año, Barenboim
obtuvo la ciudadanía española y, en 2008, iría mucho más lejos aún al aceptar
también la ciudadanía palestina.
Considerado uno de los mejores
directores de Wagner del mundo, durante el verano de 2001 Barenboim cometió la
"osadía" de ejecutar un fragmento de "Tristán
e Isolda" en el marco del Israel Festival que se lleva a cabo desde
1961 todos los años en Jerusalem. Fue así el primer músico que interpretó a
Wagner en Israel desde que en 1936 lo hiciera Arturo
Toscanini (1867-1957) cuando ejecutó el preludio de "Los maestros
cantores de Núremberg" en Tel Aviv, lo que le acarreó numerosos problemas con
posterioridad. Lo había intentado en 1981 el director de orquesta hindú Zubin
Mehta (1936), sin éxito. Barenboim lo consiguió a cambio de ser declarado
por el gobierno israelí persona "non grata" y recibir desde entonces todo
tipo de ataques, agravios y prohibiciones; un rechazo total y una condena descabellada. Barenboim, un personaje talentoso totalmente fuera de
lo común, escribió en 2013 un largo artículo, "Wagner y los judíos", en el que,
tras desmenuzar brillantemente las cualidades musicales del compositor alemán, realizó
un pormenorizado análisis sobre la controversia generada por su antisemitismo y
los tabúes que aún mantienen cautiva a la sociedad israelí. El texto fue publicado
originalmente en "The New York Review of Books" y reproducido en Argentina en
el nº 2 de la revista "Review" de mayo/junio de 2015.
WAGNER Y LOS JUDÍOS
(Fragmentos)
Es importante clarificar ciertos malentendidos
y falsas atribuciones acerca de Wagner, precisamente porque las percepciones
acerca de él suelen ser muy confusas y polémicas. Sobre todo algunas de las
facetas extramusicales de su personalidad, entre ellas, desde luego, sus tristemente
célebres e inaceptables declaraciones antisemitas. El antisemitismo no era
algo nuevo en la Alemania del siglo XIX. Sólo en 1669 comenzó a ser legal que
los judíos se movieran de manera algo más libre por Berlín y sus alrededores,
e incluso entonces únicamente a los judíos ricos se les permitió fijar allí su
residencia. Los judíos que estaban de paso por Berlín (como el filósofo Moses
Mendelssohn) tenían que entrar en la ciudad por la puerta Rosenthal, que fuera
de eso era utilizada sólo para el ganado, y debían pagar el mismo impuesto que
un granjero o un mercader pagaban por sus animales o mercadería. Los judíos, en
contraste con los hugonotes, tenían prohibido poseer tierras, comerciar lana,
madera, tabaco, cuero o vino, o ejercer una profesión. Había impuestos para
cada situación imaginable en la vida de los judíos, ya fuera para viajar,
casarse o tener hijos, entre otras cosas.
Las declaraciones antisemitas de Wagner
deben ser vistas con este trasfondo. El antisemitismo de su época era una
enfermedad ampliamente extendida desde tiempos inmemoriales, aun si los judíos
eran aceptados, respetados o hasta honrados en ciertos círculos de la sociedad
alemana. Un grado considerable de antisemitismo era un componente
incuestionable de los movimientos nacionalistas en la Europa de finales del
siglo XIX. No era nada extraordinario culpar a los judíos por cualquier problema
del momento, ya fuera político, económico o cultural. Además del antiguo odio
que se había dirigido previamente hacia la religión judía, el antisemitismo de
fines del siglo XIX se justificaba también en criterios de
"ascendencia" y "raza" y se dirigió en contra de los judíos
europeos, que al momento estaban en su mayoría emancipados y asimilados. El
centro de esta tendencia era Viena. Este
trasfondo histórico no cambia el hecho de que Wagner haya sido un furibundo
antisemita de la peor clase, cuyas declaraciones son imperdonables.
Como hemos observado en los debates más
recientes en Europa sobre la inmigración, los comentarios racistas, ya sea
contra los judíos o actualmente contra los musulmanes, no han desaparecido en
absoluto de la sociedad de hoy. Theodor
Herzl, el fundador del movimiento sionista -quien en sus años de periodista
exitoso se vio enfrentado al creciente antisemitismo en Austria y Francia-
estaba inicialmente a favor de una completa asimilación de los judíos. Fue su
preocupación por el antisemitismo europeo lo que lo incitó a querer fundar un
Estado judío. Su visión de un Estado judío estaba influenciada por la tradición
del liberalismo europeo. En su novela de 1902 "Altneuland" (Vieja nueva tierra),
describe qué aspecto podría tener la comunidad judía establecida; los
residentes árabes y otros no judíos tendrían los mismos derechos políticos. En
otras palabras, Herzl no había pasado por alto el hecho de que había árabes que
vivían en Palestina cuando elaboró la idea de un Estado independiente para los
judíos europeos.
En 1921, en el XII Congreso Sionista celebrado
en Karlsbad, Martin Buber advirtió que los políticos debían enfrentar "la
cuestión árabe": "Nuestro deseo nacional de renovar la vida del pueblo de
Israel en su tierra ancestral no está sin embargo dirigido en contra de ningún
otro pueblo. Al entrar nuevamente en la esfera de la historia internacional, y
convertirnos una vez más en los abanderados de nuestro destino, el pueblo judío,
que ha sido una minoría perseguida en todos los países del mundo por dos mil
años, rechaza con repugnancia los métodos de dominación nacionalista bajo los
cuales él mismo ha sufrido durante tanto tiempo. No aspiramos a regresar a la
tierra de Israel, con la que nos unen lazos históricos y espirituales
inseparables, para redimir o dominar a otro pueblo". La declaración de independencia de Israel del 14 de mayo de 1948
sostiene asimismo que el Estado de Israel "se dedicará al desarrollo del
país para beneficio de todos los residentes. Estará basado en la libertad, la
justicia y la paz de acuerdo con las visiones de los profetas de Israel.
Garantizará a todos sus ciudadanos igualdad social y política sin importar su
raza, religión o género. Asegurará libertad religiosa e intelectual, libertad
de expresión, educación y cultura".
Como todos sabemos, la realidad parece ahora muy distinta.
Hasta hoy, muchos israelíes ven en la
negativa de los palestinos a reconocer el Estado de Israel una continuación del
antisemitismo europeo anterior a la guerra. Sin embargo, no es el antisemitismo lo
que determina la relación de los palestinos con Israel, sino más bien la
resistencia contra la división de Palestina que se hizo al momento de fundar
Israel, y contra el hecho de que se los prive de tener iguales derechos, como
por ejemplo el derecho a tener un Estado independiente. Palestina no era un
país vacío (como lo pretende la leyenda nacionalista israelí); de hecho, en
aquel momento podría haber sido descripto como lo fue por dos rabinos que visitaron
la región para relevarla como un posible Estado judío: "la novia es hermosa,
pero ya está casada". Hasta el día de hoy es tabú en la sociedad israelí
explicitar que el Estado de Israel fue fundado a costa de otro pueblo.
Durante el Tercer Reich, la música de
Wagner todavía era interpretada por judíos en Tel Aviv, nada menos que por la
Orquesta Sinfónica de Palestina, la actual Orquesta Filarmónica de Israel. Poco
después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se supo que los judíos
eran enviados a las cámaras de gas mientras sonaban ciertas obras de Wagner, su
interpretación fue acertadamente declarada tabú, por respeto a los
sobrevivientes y a las familias de las victimas. Pero esto no se debió al antisemitismo
de Wagner, sino más bien al abuso
que los nazis hicieron de su música. Sin
embargo, por más repulsivo que pueda ser el antisemitismo del compositor, difícilmente
se lo pueda juzgar responsable por el uso y abuso que Hitler hizo de su música
y sus opiniones.
El debate acerca de Wagner en Israel
está ligado al hecho de que no se han dado los pasos necesarios en dirección a
una identidad judeo-israelita. Todos los actores involucrados continúan aferrándose
a asociaciones pasadas, que eran en su momento completamente entendibles y
justificables. Es como si al hacerlo hubieran querido recordarse a sí mismos su
propio judaísmo. Quizá sea por lo
mismo que muchos israelíes no pueden ver a los palestinos como ciudadanos con
iguales derechos. Si uno sigue hoy
sosteniendo el tabú Wagner en Israel, significa en cierto modo que le estamos
dando a Hitler la última palabra, que estamos reconociendo que Wagner era de
hecho un profeta y predecesor del antisemitismo nazi, y que debe ser
considerado responsable, aunque sea sólo indirectamente, por la solución
final. Esta mirada no es digna de
los oyentes judíos. Deberían estar influenciados por grandes pensadores judíos
como Spinoza, Maimónides y Martin Buber, antes que por dogmas mal concebidos.