Corrían
los años '40. Había por entonces un guitarrista, poeta, compositor y cantor descendiente
de indios, criollos y vascos que venía desde hacía más de veinte años
recorriendo la Argentina con su guitarra, dando conciertos y desempeñando
distintos oficios para ganarse la vida: hachero, arriero, carbonero, cartero…
No hacía mucho que había conseguido grabar sus primeras canciones, las que
rápidamente se popularizarían y lo llevarían a actuar en la radio. Eran
milongas pausadas cuyo repertorio excedía los temas gauchescos y muchas veces
daban testimonio de las profundas desigualdades sociales que existían en el
país. Identificado con los más desposeídos, tuvo una fugaz militancia en el Partido
Comunista, al que pronto abandonaría tras advertir su alto grado de
fraudulencia y burocratización. No obstante, desde una posición política
independiente, mantendría sus críticas al sistema, algo que no sería aceptado
por los artífices del fascismo acriollado que venía gestándose en aquellos
tiempos: el general Edelmiro Farrell (1887-1980), primero, y el coronel Juan
Domingo Perón (1895-1974) después. Cuando este último llegó al
gobierno, el músico viviría un silenciamiento forzoso: sus actuaciones serían
prohibidas, no se lo dejaría participar en programas radiales y no se le
permitiría grabar. Es más, tampoco se admitiría que otros artistas
interpretasen sus canciones. Sería detenido y encarcelado en ocho oportunidades,
e inclusive llegaría a ser torturado, una práctica habitual durante el gobierno
peronista llevada a cabo por la Sección Especial de la Policía Federal. El
hombre al que le quebraron el dedo índice de la mano derecha golpeándolo con
una máquina de escribir para que no tocara más la guitarra (desconociendo que
su mano hábil era la izquierda) había nacido como Héctor Roberto Chavero
Aranburu, pero se lo conocía como Atahualpa Yupanqui, y así pasaría a la
posteridad. Se iría entonces al Uruguay y desde allí a Europa. No podría actuar
en España debido a la censura impuesta por otro fascista, el generalísimo Francisco
Franco (1892-1975), pero sí lo haría en Hungría, Checoslovaquia, Rumania y
Bulgaria, para recalar finalmente en Francia, en cuya capital se instalaría
casi definitivamente a partir de 1967. Allí obtendría un resonante éxito y pasaría
a convertirse en uno de los mayores exponentes del folclore mundial. El
periodista José Tcherkaski mantuvo con el autor de "El arriero" una larga
charla a comienzos de 1984 en París. La misma fue reproducida por la revista
"Conversaciones" en sus nros. 1 y 2, de septiembre y octubre de 2000
respectivamente. A continuación la primera parte de lo que se llamó "Una larga
conversación".
¿Cómo llegó a instalarse aquí en París?
Son esas
cosas curiosas. Hacía ya... dieciséis o diecisiete años que no venía a Europa.
Siempre viví cautivado, atrapado por nuestro fenómeno telúrico: América,
nuestra América... Para mí es fundamental mi cariño por América. Es más fuerte
que uno; es lo nacional. Pero una vez se produjo una especie de buen entendimiento
entre mis deseos y las ganas que tenía la televisión española de hacer un
programa conmigo. Me hablaron en Buenos Aires, cuando yo había llegado del
campo, de Tucumán y de Córdoba. Yo dije: "encantado"... pero no era fácil en
aquel tiempo para mí. Para otros sí lo era; era sumamente fácil. Pero Franco
estaba al frente del gobierno... cosa que a mí no me interesaba nada. ¡Que
estuviera quien estuviera! No es mi mundo ni es mi asunto, pero a ellos parece
que sí les importaba. Había dificultades para que Yupanqui actuara en España...
pero se fueron allanando. Yo no hice ninguna gestión. No la hago jamás. No me
gusta, me da vergüenza; una vergüenza muy parecida a la dignidad del hombre.
Pero me habló gente muy conocida, gente de España. Hubo algunas cosas de
tiempo, de horarios... y finalmente se arregló. Dos audiciones en televisión me
ofrecieron. "¡Cómo no! -dije- ¡Muy honrado!", y fui, y se me presentó muy bien,
y estuve un año. Toqué ahí, entonces... Y salió un señor, empresario, que se
llama Caturla; un catalán que trabaja mucho con actores, con cantores, sobre
todo españoles, y con grupos de teatro. El me llevó como de la mano por todos
los pueblos de España... Pero no he sacado ni sacaré jamás residencia oficial;
mucho menos nacionalidad. Tengo un orgullo muy antiguo, de muchísimos años, de
más de dos siglos... orgullo de ser argentino.
¿Mucha copla, no?
Sí,
claro... es que tengo todo. Tengo veinticinco abuelos allá. No puedo pisar esa
tradición; esa severa y gloriosa tradición que camina en la sangre. Pero aquí
me tiene... ya he hecho catorce discos aquí.
¿En Francia?
En una
empresa francesa... y ocurre una cosa importante. Es decir, muy importante para
mí. Hace ocho días toqué en Orléans, y a eso vine ahora. Llegué el día de
Reyes, 6 de enero, porque el 7 por la tarde tocaba en Orléans. Era un
compromiso adquirido hacía tres meses, y aquí no se puede fallar. Así usted
esté en Alaska, tiene que venir y tocar, aunque cambiando el dinero del viaje
pierda plata. Pero no le hace... ¿para qué firmó? Toqué en Orléans, como digo,
y veníamos con mi mánager, una señora que administra mis cosas desde hace trece
años, directora de una empresa que se llama APES, Asociación Parisina de
Espectáculos Europeos... Su esposo venía manejando, ella a su lado y yo detrás
con mi guitarra. Era el día 7; empezaba a querer nevar. Las 2 de la mañana veníamos despacito porque a mí no me gusta la velocidad. Y me dio una noticia,
en medio del camino, llegando casi. Una noticia muy simpática... "¿Usted tiene
anotados -me preguntó- sus recitales, sus trabajos en Francia?". Le contesté que
no; que yo tengo sólo la buena memoria, la memoria del corazón. Tengo memoria
para cada ciudad que he visitado. Alguna, a veces, se me pasa; pero cuando
vuelvo a recorrer la ruta, Carcasssonne, por ejemplo, me digo: "Sí yo toqué
acá, en el castillo viejo de Carcassonne, un verano". Tengo esa memoria, la de
los recuerdos; de la gratitud al paisaje y al buen espíritu, y sobre todo a la
cultura y decencia de la gente. Por lo menos de la gente que hace la buena
música del mundo, la música de la hermandad y la confraternidad... Esta
señora me decía: "Como manager, tengo la obligación de llevar mis libros, mis
papeles. Y revisando sus cosas estos días, en mi casa, he anotado el número de
sus trabajos. En marzo, si cumplimos los dos conciertos que nos quedan, usted
habrá cumplido trescientos recitales en Francia. ¿Qué le parece?". Me
sorprendió. "No pensaba que había tocado tantas veces en las bibliotecas y las
iglesias de Francia", le dije. Porque aquí, en los "villages", en los pueblitos
donde no hay teatro, se toca en la iglesia dándole un porcentaje a la
parroquia. Y se toca en muy hermosas iglesias de piedra del siglo XV, del siglo
XVI... escenarios maravillosos. "Por ese motivo -me dijo entonces mi mánager-
estamos proyectando, con un grupo de músicos y poetas, hacer un homenaje a
Yupanqui. Un homenaje por los trescientos conciertos. ¿Usted sabe cuántas veces
ha sonado aquí lo que usted llama las soledades de su pampa?", me decía; es como
para tener alguna memoria... Me sentí
muy halagado. "Yo agradezco mucho -le dije- pero homenaje no acepto". Y me
explicó que no sería homenaje, sino una reunión que en lugar de juntar a cuatro
o cinco personas... a lo mejor convocaba a ciento cincuenta. “Pero todos poetas,
escritores y músicos; fundamentalmente músicos -me dice-. Y sin promoción
periodística. Nada. Una cosa de adentro, del corazón”. Ahí me gustó. “Así sí,
así sí; con mucho gusto”, le contesté. Y ahora esto se lo cuento a usted,
porque para mí es muy simpático, muy emotivo... Cómo un paisano que camina
tanto, que ha venido de lejos a cumplir, porque ahora vengo de Buenos Aires
para cumplir con Orléans, recibe estas cosas... Dentro de unos días, el 22 de
este mes, tengo que ir a Francfort, en Alemania. Como dicen los paisanos de mi
tierra, en Córdoba, tengo que ir a las otras naciones. No dicen el nombre
exacto; dicen: "¿Ha andado por las otras naciones?". Y ahora el 22 me voy a
las otras naciones pero volveré en seguida, porque tengo que ir a otras
naciones, a España, a fin de mes...
Conoció España, entonces...
Sí. Me
recorrí todas las provincias españolas. Y estuve un año trabajando. Mientras
tanto, tenía un departamento en la Morería, en el viejo Madrid, que me gustaba
mucho. Pero al año me dije: "Bueno, ¿yo qué hago acá, vuelvo a repetir?". Otra
vez Sevilla, otra vez Santander, otra vez el País Vasco, otra vez Salamanca...
Ya lo había hecho dos veces. "Yo me voy", me dije. Y me acordé de París. Había
vivido aquí muchos años atrás, poco después de la Segunda Guerra. Y me dije: "Voy
a ver Francia otra vez". Tenía una sola tarjeta de visita, una sola credencial:
en el año '50 había trabajado en cuatro conciertos junto con Edith Piaf. Nos
había presentado un gran poeta francés: Paul Eluard. A mí no me conocía nadie;
pero Edith Piaf era la garantía en oro fino que había entre las voces de
Europa. Era mi sola credencial. Yo conservaba el recuerdo; pero, ¿Francia lo
habría conservado?, me preguntaba. Y me
largué. Anduve por aquí; visité algunos amigos, otros se habían muerto, otros
se habían ido. No faltó alguien que publicara una nota en "Le Monde": "Llegó
Yupanqui". Recordó aquel asunto, los conciertos con Edith Piaf, y empezaron a
salir propuestas y propuestas. Y aquí me tiene.
¿Desde cuándo está por aquí?
Llegué a
fines del '67... fue en diciembre, sí. Estaba nevando. Ya son años... Y sigo
atrapado por un medio cultural muy importante; por una actividad pronta, que se
mantiene tensa... y elevada. Aquí se me respeta, se me consulta; mis textos
están en los libros para niños, en las escuelas de toda Francia, no sólo de
París: usted va a Toulouse, a Grenoble, a Normandía o a Bretaña. Me encuentra
en los textos de las escuelas de música para niños, donde se enseña flauta
dulce, canciones y rondas. Siempre hay una copla de Yupanqui. Cosa que me honra
profundamente...
¿Cómo va sintiendo, aquí en Europa, lo que su
mánager llamaba "la soledad de su pampa"?
Pienso que
la distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace
con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en
el corazón. Andando a caballo, en Tucumán, en los valles, en Tafí del Valle, por
ejemplo, o en Jujuy, donde he vivido varios años, muchas veces he visto en el
campo, viniendo hacia el pueblo con un par de compañeros de la montaña, a algún paisano cantando su baguala, medio borrachito, un sábado por la noche, medio
ladeado en la montura y con un alarido áspero y fuerte, como el graznido de un
cóndor. Usted escucha, al pasar a su lado, puro ruido de espuela, puro ruido de
cuero y rebenque y guardamonte; un montón de caronas agitadas, más el paso y la
respiración fuerte del potro, del caballo. Todo le pasa por al lado suyo cuando
el hombre pasa. Ni saluda, va gritando. Va gritando desafiante, y es áspero y
hasta feo el grito; es como desafinado, provocativo... pero dele distancia.
Cuando ese mismo
hombrecito que pasó a caballo gritando ya tiene 150 o 200 metros, y va subiendo la cuesta, o bajando la cuesta, su canto se idealiza. Cuando se lo oye a 150 metros ya el canto no es desafinado, ya tiene un sentido; ya está incorporado al azul de la noche, al paisaje; ya está bendito por la luna y por los recuerdos. No se le entienden las palabras al hombre, pero se le oye su canto, su intención, sus intervalos de silencio... Todo eso que hace bella a una canción. Lo mismo pasa con el recuerdo, el recuerdo de la montaña. Aunque la pampa es otra cosa... La pampa me ha dado su aspereza últimamente, en estas vacaciones (yo las llamo vacaciones) de quince días. Porque me voy a Córdoba unos diez días, vuelvo una semana más a Buenos Aires, y a salir otra vez. A salir a mi trabajo. Entonces me traigo aquí esa cosa medio atropellada, violenta, esa cosa amontonada de uno, como una valija hecha de apuro. Así traigo a Francia mis recuerdos, esas impresiones, las sensaciones de mi paisaje, de lo que llamo la pampa... Mi pampa comienza ahí no más, de la avenida General Paz p'adentro... Yo voy a Morón, por ejemplo, y levanto la vista... Y cuando llego a Ezeiza desde Europa... ¿qué tal? Miro afuera y veo la pampa, porque es la pampa la que nos recibe, no es la ciudad la que nos espera. Es la pampa. Yo voy hacia ese montón de árboles que se ve, agitado por el viento, allá lejos. Allí va mi corazón; luego mi necesidad, mi concepto, mi sentido de familia. Esto que no quiero ni tengo por qué evadir, que es el vivir en una comunidad que me pertenece, que es mi patria. Porque patria significa el lugar de los padres... Cuando llego, primero miro los árboles, la llanura; el camino que va por detrás de Ezeiza para arriba, para el campo, para la pampa. Y después, recién, tomo un automóvil: una cosa mecánica que me lleva a la selva de cemento, lo que llamamos Buenos Aires...
hombrecito que pasó a caballo gritando ya tiene 150 o 200 metros, y va subiendo la cuesta, o bajando la cuesta, su canto se idealiza. Cuando se lo oye a 150 metros ya el canto no es desafinado, ya tiene un sentido; ya está incorporado al azul de la noche, al paisaje; ya está bendito por la luna y por los recuerdos. No se le entienden las palabras al hombre, pero se le oye su canto, su intención, sus intervalos de silencio... Todo eso que hace bella a una canción. Lo mismo pasa con el recuerdo, el recuerdo de la montaña. Aunque la pampa es otra cosa... La pampa me ha dado su aspereza últimamente, en estas vacaciones (yo las llamo vacaciones) de quince días. Porque me voy a Córdoba unos diez días, vuelvo una semana más a Buenos Aires, y a salir otra vez. A salir a mi trabajo. Entonces me traigo aquí esa cosa medio atropellada, violenta, esa cosa amontonada de uno, como una valija hecha de apuro. Así traigo a Francia mis recuerdos, esas impresiones, las sensaciones de mi paisaje, de lo que llamo la pampa... Mi pampa comienza ahí no más, de la avenida General Paz p'adentro... Yo voy a Morón, por ejemplo, y levanto la vista... Y cuando llego a Ezeiza desde Europa... ¿qué tal? Miro afuera y veo la pampa, porque es la pampa la que nos recibe, no es la ciudad la que nos espera. Es la pampa. Yo voy hacia ese montón de árboles que se ve, agitado por el viento, allá lejos. Allí va mi corazón; luego mi necesidad, mi concepto, mi sentido de familia. Esto que no quiero ni tengo por qué evadir, que es el vivir en una comunidad que me pertenece, que es mi patria. Porque patria significa el lugar de los padres... Cuando llego, primero miro los árboles, la llanura; el camino que va por detrás de Ezeiza para arriba, para el campo, para la pampa. Y después, recién, tomo un automóvil: una cosa mecánica que me lleva a la selva de cemento, lo que llamamos Buenos Aires...