22 de julio de 2015

Atahualpa Yupanqui: "La distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón" (1)

Corrían los años '40. Había por entonces un guitarrista, poeta, compositor y cantor descendiente de indios, criollos y vascos que venía desde hacía más de veinte años recorriendo la Argentina con su guitarra, dando conciertos y desempeñando distintos oficios para ganarse la vida: hachero, arriero, carbonero, cartero… No hacía mucho que había conseguido grabar sus primeras canciones, las que rápidamente se popularizarían y lo llevarían a actuar en la radio. Eran milongas pausadas cuyo repertorio excedía los temas gauchescos y muchas veces daban testimonio de las profundas desigualdades sociales que existían en el país. Identificado con los más desposeídos, tuvo una fugaz militancia en el Partido Comunista, al que pronto abandonaría tras advertir su alto grado de fraudulencia y burocratización. No obstante, desde una posición política independiente, mantendría sus críticas al sistema, algo que no sería aceptado por los artífices del fascismo acriollado que venía gestándose en aquellos tiempos: el general Edelmiro Farrell (1887-1980), primero, y el coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) después. Cuando este último llegó al gobierno, el músico viviría un silenciamiento forzoso: sus actuaciones serían prohibidas, no se lo dejaría participar en programas radiales y no se le permitiría grabar. Es más, tampoco se admitiría que otros artistas interpretasen sus canciones. Sería detenido y encarcelado en ocho oportunidades, e inclusive llegaría a ser torturado, una práctica habitual durante el gobierno peronista llevada a cabo por la Sección Especial de la Policía Federal. El hombre al que le quebraron el dedo índice de la mano derecha golpeándolo con una máquina de escribir para que no tocara más la guitarra (desconociendo que su mano hábil era la izquierda) había nacido como Héctor Roberto Chavero Aranburu, pero se lo conocía como Atahualpa Yupanqui, y así pasaría a la posteridad. Se iría entonces al Uruguay y desde allí a Europa. No podría actuar en España debido a la censura impuesta por otro fascista, el generalísimo Francisco Franco (1892-1975), pero sí lo haría en Hungría, Checoslovaquia, Rumania y Bulgaria, para recalar finalmente en Francia, en cuya capital se instalaría casi definitivamente a partir de 1967. Allí obtendría un resonante éxito y pasaría a convertirse en uno de los mayores exponentes del folclore mundial. El periodista José Tcherkaski mantuvo con el autor de "El arriero" una larga charla a comienzos de 1984 en París. La misma fue reproducida por la revista "Conversaciones" en sus nros. 1 y 2, de septiembre y octubre de 2000 respectivamente. A continuación la primera parte de lo que se llamó "Una larga conversación".


¿Cómo llegó a instalarse aquí en París?

Son esas cosas curiosas. Hacía ya... dieciséis o diecisiete años que no venía a Europa. Siempre viví cautivado, atrapado por nuestro fenómeno telúrico: América, nuestra América... Para mí es fundamental mi cariño por América. Es más fuerte que uno; es lo nacional. Pero una vez se produjo una especie de buen entendimiento entre mis deseos y las ganas que tenía la televisión española de hacer un programa conmigo. Me hablaron en Buenos Aires, cuando yo había llegado del campo, de Tucumán y de Córdoba. Yo dije: "encantado"... pero no era fácil en aquel tiempo para mí. Para otros sí lo era; era sumamente fácil. Pero Franco estaba al frente del gobierno... cosa que a mí no me interesaba nada. ¡Que estuviera quien estuviera! No es mi mundo ni es mi asunto, pero a ellos parece que sí les importaba. Había dificultades para que Yupanqui actuara en España... pero se fueron allanando. Yo no hice ninguna gestión. No la hago jamás. No me gusta, me da vergüenza; una vergüenza muy parecida a la dignidad del hombre. Pero me habló gente muy conocida, gente de España. Hubo algunas cosas de tiempo, de horarios... y finalmente se arregló. Dos audiciones en televisión me ofrecieron. "¡Cómo no! -dije- ¡Muy honrado!", y fui, y se me presentó muy bien, y estuve un año. Toqué ahí, entonces... Y salió un señor, empresario, que se llama Caturla; un catalán que trabaja mucho con actores, con cantores, sobre todo españoles, y con grupos de teatro. El me llevó como de la mano por todos los pueblos de España... Pero no he sacado ni sacaré jamás residencia oficial; mucho menos nacionalidad. Tengo un orgullo muy antiguo, de muchí­simos años, de más de dos siglos... orgullo de ser argentino.

¿Mucha copla, no?

Sí, claro... es que tengo todo. Tengo veinticinco abuelos allá. No puedo pisar esa tradición; esa severa y gloriosa tradición que camina en la sangre. Pero aquí me tiene... ya he hecho catorce discos aquí.

¿En Francia?

En una empresa francesa... y ocurre una cosa importante. Es decir, muy importante para mí. Hace ocho días toqué en Orléans, y a eso vine ahora. Llegué el día de Reyes, 6 de enero, porque el 7 por la tarde tocaba en Orléans. Era un compromiso adquirido hacía tres meses, y aquí no se puede fallar. Así usted esté en Alaska, tiene que venir y tocar, aunque cambiando el dinero del viaje pierda plata. Pero no le hace... ¿para qué firmó? Toqué en Orléans, como digo, y veníamos con mi mánager, una señora que administra mis cosas desde hace trece años, directora de una empresa que se llama APES, Asociación Parisina de Espectáculos Europeos... Su esposo venía manejando, ella a su lado y yo detrás con mi guitarra. Era el día 7; empezaba a querer nevar. Las 2 de la mañana veníamos despacito porque a mí no me gusta la velocidad. Y me dio una noticia, en medio del camino, llegando casi. Una noticia muy simpática... "¿Usted tiene anotados -me preguntó- sus recitales, sus trabajos en Francia?". Le contesté que no; que yo tengo sólo la buena memoria, la memoria del corazón. Tengo memoria para cada ciudad que he visitado. Alguna, a veces, se me pasa; pero cuando vuelvo a recorrer la ruta, Carcasssonne, por ejemplo, me digo: "Sí yo toqué acá, en el castillo viejo de Carcassonne, un verano". Tengo esa memoria, la de los recuerdos; de la gratitud al paisaje y al buen espíritu, y sobre todo a la cultura y decencia de la gente. Por lo menos de la gente que hace la buena música del mundo, la música de la hermandad y la confraternidad... Esta señora me decía: "Como manager, tengo la obligación de llevar mis libros, mis papeles. Y revisando sus cosas estos días, en mi casa, he anotado el número de sus trabajos. En marzo, si cumplimos los dos conciertos que nos quedan, usted habrá cumplido trescientos recitales en Francia. ¿Qué le parece?". Me sorprendió. "No pensaba que había tocado tantas veces en las bibliotecas y las iglesias de Francia", le dije. Porque aquí, en los "villages", en los pueblitos donde no hay teatro, se toca en la iglesia dándole un porcentaje a la parroquia. Y se toca en muy hermosas iglesias de piedra del siglo XV, del siglo XVI... escenarios maravillosos. "Por ese motivo -me dijo entonces mi mánager- estamos proyectando, con un grupo de músicos y poetas, hacer un homenaje a Yupanqui. Un homenaje por los trescientos conciertos. ¿Usted sabe cuántas veces ha sonado aquí lo que usted llama las soledades de su pampa?", me decía; es como para tener alguna memoria... Me sentí muy halagado. "Yo agradezco mucho -le dije- pero homenaje no acepto". Y me explicó que no sería homenaje, sino una reunión que en lugar de juntar a cuatro o cinco personas... a lo mejor convocaba a ciento cincuenta. “Pero todos poetas, escritores y músicos; fundamentalmente músicos -me dice-. Y sin promoción periodística. Nada. Una cosa de adentro, del corazón”. Ahí me gustó. “Así sí, así sí; con mucho gusto”, le contesté. Y ahora esto se lo cuento a usted, porque para mí es muy simpático, muy emotivo... Cómo un paisano que camina tanto, que ha venido de lejos a cumplir, porque ahora vengo de Buenos Aires para cumplir con Orléans, recibe estas cosas... Dentro de unos días, el 22 de este mes, tengo que ir a Francfort, en Alemania. Como dicen los paisanos de mi tierra, en Córdoba, tengo que ir a las otras naciones. No dicen el nombre exacto; dicen: "¿Ha andado por las otras naciones?". Y ahora el 22 me voy a las otras naciones pero volveré en seguida, porque tengo que ir a otras naciones, a España, a fin de mes...

Conoció España, entonces...

Sí. Me recorrí todas las provincias españolas. Y estuve un año trabajando. Mientras tanto, tenía un departamento en la Morería, en el viejo Madrid, que me gustaba mucho. Pero al año me dije: "Bueno, ¿yo qué hago acá, vuelvo a repetir?". Otra vez Sevilla, otra vez Santander, otra vez el País Vasco, otra vez Salamanca... Ya lo había hecho dos veces. "Yo me voy", me dije. Y me acordé de París. Había vivido aquí muchos años atrás, poco después de la Segunda Guerra. Y me dije: "Voy a ver Francia otra vez". Tenía una sola tarjeta de visita, una sola credencial: en el año '50 había trabajado en cuatro conciertos junto con Edith Piaf. Nos había presentado un gran poeta francés: Paul Eluard. A mí no me conocía nadie; pero Edith Piaf era la garantía en oro fino que había entre las voces de Europa. Era mi sola credencial. Yo conservaba el recuerdo; pero, ¿Francia lo habría conservado?, me preguntaba. Y me largué. Anduve por aquí; visité algunos amigos, otros se habían muerto, otros se habían ido. No faltó alguien que publicara una nota en "Le Monde": "Llegó Yupanqui". Recordó aquel asunto, los conciertos con Edith Piaf, y empezaron a salir propuestas y propuestas. Y aquí me tiene.

¿Desde cuándo está por aquí?

Llegué a fines del '67... fue en diciembre, sí. Estaba nevando. Ya son años... Y sigo atrapado por un medio cultural muy importante; por una actividad pronta, que se mantiene tensa... y elevada. Aquí se me respeta, se me consulta; mis textos están en los libros para niños, en las escuelas de toda Francia, no sólo de París: usted va a Toulouse, a Grenoble, a Normandía o a Bretaña. Me encuentra en los textos de las escuelas de música para niños, donde se enseña flauta dulce, canciones y rondas. Siempre hay una copla de Yupanqui. Cosa que me honra profundamente...

¿Cómo va sintiendo, aquí en Europa, lo que su mánager llamaba "la soledad de su pampa"?

Pienso que la distancia, así como purifica y sublima la voz del hombre, también lo hace con los recuerdos, con los paisajes, con todo lo que uno trae en la retina y en el corazón. Andando a caballo, en Tucumán, en los valles, en Tafí del Valle, por ejemplo, o en Jujuy, donde he vivido varios años, muchas veces he visto en el campo, viniendo hacia el pueblo con un par de compañeros de la montaña, a algún paisano cantando su baguala, medio borrachito, un sábado por la noche, medio ladeado en la montura y con un alarido áspero y fuerte, como el graznido de un cóndor. Usted escucha, al pasar a su lado, puro ruido de espuela, puro ruido de cuero y rebenque y guardamonte; un montón de caronas agitadas, más el paso y la respiración fuerte del potro, del caballo. Todo le pasa por al lado suyo cuando el hombre pasa. Ni saluda, va gritando. Va gritando desafiante, y es áspero y hasta feo el grito; es como desafinado, provocativo... pero dele distancia. Cuando ese mismo 
hombrecito que pasó a caballo gritando ya tiene 150 o 200 metros, y va subiendo la cuesta, o bajando la cuesta, su canto se idealiza. Cuando se lo oye a 150 metros ya el canto no es desafinado, ya tiene un sentido; ya está incorporado al azul de la noche, al paisaje; ya está bendito por la luna y por los recuerdos. No se le entienden las palabras al hombre, pero se le oye su canto, su intención, sus intervalos de silencio... Todo eso que hace bella a una canción. Lo mismo pasa con el recuerdo, el recuerdo de la montaña. Aunque la pampa es otra cosa... La pampa me ha dado su aspereza últimamente, en estas vacaciones (yo las llamo vacaciones) de quince días. Porque me voy a Córdoba unos diez días, vuelvo una semana más a Buenos Aires, y a salir otra vez. A salir a mi trabajo. Entonces me traigo aquí esa cosa medio atropellada, violenta, esa cosa amontonada de uno, como una valija hecha de apuro. Así traigo a Francia mis recuerdos, esas impresiones, las sensaciones de mi paisaje, de lo que llamo la pampa... Mi pampa comienza ahí no más, de la avenida General Paz p'adentro... Yo voy a Morón, por ejemplo, y levanto la vista... Y cuando llego a Ezeiza desde Europa... ¿qué tal? Miro afuera y veo la pampa, porque es la pampa la que nos recibe, no es la ciudad la que nos espera. Es la pampa. Yo voy hacia ese montón de árboles que se ve, agitado por el viento, allá lejos. Allí va mi corazón; luego mi necesidad, mi concepto, mi senti­do de familia. Esto que no quiero ni tengo por qué evadir, que es el vivir en una comunidad que me pertenece, que es mi patria. Porque patria significa el lugar de los padres... Cuando llego, primero miro los árboles, la llanura; el camino que va por detrás de Ezeiza para arriba, para el campo, para la pampa. Y después, recién, tomo un automóvil: una cosa mecánica que me lleva a la selva de cemento, lo que llamamos Buenos Aires...