9 de julio de 2015

Entremeses literarios (CLXXXIV)

EQUIVOCACIÓN
Karel Capek
República Checa (1890-1938)

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican dónde es arriba y dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán, un barco se equivocó y en lugar de seguir por el mar la emprendió por el cielo y, como se sabe, el cielo es infinito, no ha regre­sado aún y nadie sabe dónde está.


LA VÍCTIMA
Patricia Nasello
Argentina (1959)

Un ilusionista de nuestro pueblo, de esos que hacen juegos de manos con las cartas, arrojó la idea. Esperábamos detener el efecto invernadero. Los más exaltados afirmaban que el rendimiento de la tierra se centuplicaría. Según la opinión de los curas, ese pobre mago de feria (como ellos lo llaman) no tuvo responsabilidad alguna en la catástrofe que está matándonos. Dicen que fue el diablo quien habló, valiéndose de él, para que aconteciera el juicio final escrito en nuestro destino desde el principio de los tiempos. Lo cierto es que hecha la propuesta, nadie vio un solo puño que se alzara en contra.
- Una ráfaga de metralla -dijo.
Y, con entusiasmo, fusilamos al sol.


ÓBITO
Oriana Pickmann Sotomayor
Perú (1978)

Era el día de su entierro. El problema es que se sentía más lleno de vida que nunca. Había gozo en su corazón, risa en su alma, amor en sus pupilas. Su familia y sus amigos habían decidido que era hora de decirle adiós. Las flores primorosas, el cajón oval, la música sutil, el café y los cigarrillos. Y él, paseando por todas las habitaciones, tratando de convencerlos de que era un error, mírenme, carajo, por estas venas corre sangre todavía. No había caso. Era como si no existiera. Lo limpiaron, lo vistieron con el mejor de sus trajes, el de matrimonio, lo peinaron y le engominaron el bigote de gallardo coronel. Y él reclaman­do, que no, que nunca había llevado el cabello para la derecha, que nadie me conoce en esta familia, esos lentes son para leer, esos zapatos siempre me causaron calambres. Daba lo mismo. Lo colocaron en el cajón como a un delicioso recién nacido. Llegaron los dolientes, las lloronas. Se tomaron el café y se fumaron los cigarrillos. A él, ni una mirada. Él, en su cajón, soltaba su diatriba. Lo enterraron a las cinco de la tarde, sin lluvias, sin grandes ceremo­nias, vivo.


SIEMPRE HE SIDO PRECOZ
Stefano Valente
Italia (1963)

Siempre he sido, ¿cómo se dice?... precoz. Cuando nací, mi madre ya llevaba veinte años muerta. Luego, obtuve mi grado universitario en la escuela primaria. En mi primera boda, mis hijos del tercer matrimonio fueron los testigos. Consigo trabajo, primer día, me siento en el escritorio: “¡Buenos días!”. Los compañeros con los ojos desorbitados: "¿Pero no hace tres años que te jubilaste?". Basta. Esto no es vida. Cuando besé por primera vez a una mujer, sentí en los labios el frío de su tumba... Me gustaría parar. Respirar profundamente. Reflexionar sobre los se­gundos que transcurren lentamente. Pero sé que es una ilusión. También esta pistola en la sien es inútil. Apretar el gatillo no sirve de nada. Y no es por cobardía. Lo hago siempre, en cada reencarnación.


LAZOS DE FAMILIA
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

Odian de tal manera a la tía Angustias que se aprovechan hasta de las vacaciones para hacérselo saber. Apenas la familia sale hacia diversos rumbos turísticos, diluvio de tarjetas postales en Agfacolor, en Kodachrome, hasta en blanco y negro si no hay otras a tiro, pero todas sin excepción recubiertas de insultos. De Rosario, de San Andrés de Giles, de Chivilcoy, de la esquina de Chacabuco y Moreno, los carteros cinco o seis veces por día a las puteadas, la tía Angustias feliz. Ella no sale nunca de su casa, le gusta quedarse en el patio, se pasa los días recibiendo las tarjetas postales y está encantada. Modelos de tarjetas: "Salud, asquerosa, que te parta un rayo, Gustavo". "Te escupo en el tejido, Josefina". "Que el gato te seque a meadas los malvones, tu hermanita". Y así consecutivamente. La tía Angustias se levanta temprano para atender a los carteros y darles propinas. Lee las tarjetas, admira las fotografías y vuelve a leer los saludos. De noche saca su álbum de recuerdos y va colocando con mucho cuidado la cosecha del día, de manera que se puedan ver las vistas pero también los saludos. "Pobres ángeles, cuántas postales me mandan", piensa la tía Angustias, "ésta con la vaquita, ésta con la iglesia, aquí el lago Traful, aquí el ramo de flores", mirándolas una a una enternecida y clavando alfileres en cada postal, cosa de que no vayan a salirse del álbum, aunque eso sí clavándolas siempre en las firmas vaya uno a saber por qué.


PAISAJE PARA FRAC
Julia Otxoa
España (1953)

Una extraña solemnidad precede al ladrón en el Salón del Rey, un alambicado lenguaje que hipnotiza, una teatralidad bien ensayada en su discurso que diluye toda posibilidad de defensa. Finalmente, cuando el camino del ladrón hacia sus víctimas está por fin disipado de obstáculos, viene la esperada metamorfosis, el instante álgido del simulacro: la transformación del ladrón en garante de la seguridad de sus futuros súbditos; su juramento como primer ministro, su fidelidad a la Constitución, posada su mano derecha sobre la Sagrada Biblia.


EL OLOR DEL CIELO
María Rosa Lojo
Argentina (1954)

Un día por año, durante una hora, es posible abrir la puerta del Cielo. El único requisito es estar atento para percibir el resplandor muy leve que dibu­ja en la pared de enfrente los contornos delicados y precisos de una puerta. Hay que empujarla con las dos manos y apoyar después todo el cuer­po, suavemente. Se sabe que uno ha entrado sólo por el olor del Cielo, el que es peculiar e inolvidable y no se parece a ninguno de los olores de la Tierra, ni siquiera al jazmín del Cabo o a la algalia, o al clavel o a las rosas de Cádiz, o al almizcle. No es posible recordar nada más porque el olor del Cielo marea y desmaya, confunde y oblitera todos los otros sentidos. Nadie puede relatar, por tanto, su visita al Cielo, porque su único recuerdo es un olor, y éste es indescriptible e imperceptible para todos los demás seres humanos. Pero sí puede presentar la prueba, porque detrás del visitante se alinean los gatos y olfatean con adoración al que regresa del Cielo y maullan, despechados, a la Luna que nunca baja, que siempre está demasiado lejos para olerla.


CONOZCA LA FECHA DE SU MUERTE
Eloi Yagüe Jarque
Venezuela (1957)

- Conozca la fecha de su muerte -dijo el individuo al peatón desprevenido.
- ¿Cómo es eso? -respondió el peatón.
- Tal como le ofrezco. Por una módica suma.
- Pero, ¿para qué?
- Puede tomar previsiones.
El peatón pensó rápidamente. Le pareció una buena razón.
- Me interesa -dijo-. ¿Cuánto?
- Mil.
- Es mucho.
- Piense: ¿quién más le ofrece tanto?
El peatón pensó durante algunos segundos.
- ¿Con certeza?
- Cien por ciento garantizada. Muchos clientes satisfechos.
- Está bien -dijo sacando la cartera-. ¿Cuándo moriré?
- Ya -dijo el otro sacando la pistola.


PESADILLA EN AMARILLO

Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche. Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida. En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida. Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él. La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas maneras si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva. Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja. En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj. Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro. Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla y, antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:

- ¡Sorpresa!


ESPEJO DE ESPALDA
Álex Barril
Chile (1970)

El hombre se despierta súbitamente de madrugada. Se levanta con urgencia y busca un espejo. Se mira y lo que ve es su imagen de espalda. La nuca cubierta por su pelo canoso. Los hombros y espalda llenando el reflejo. Se mueve una, dos veces, y el cuerpo reacciona con sincronía. Es su espalda, no hay duda. Corre hacia otro espejo en la casa y el resultado es el mismo. Sale a la calle y busca su imagen en los autos, en las vidrieras, en las ventanas… Su espalda todo el tiempo. El pecho se le aprieta y endurece. Entra en pánico. Trata de recordar su rostro tal y como era la noche anterior, antes de acostarse. Aparece tibio en la memoria, diluyéndose. Intenta evocar sus manos lavándose la cara, afeitándose o estirando sus ojos para disimular las incipientes patas de gallo. Pero la imagen de su rostro se aleja veloz de su mente. Vuelve a casa desesperado. Busca una foto suya en una carpeta del escritorio. La encuentra dada vuelta, cubierta por papeles. Sus manos se hielan. Siente miedo. Lentamente retira los papeles sobre la fotografía y un segundo antes de girarla, su corazón se detiene. Cae al suelo boca abajo. Dos horas después encuentran su cuerpo frío, con la nuca cubierta de canas y su espalda llenando el espacio.