VII. Obscuras reminiscencias del pasado
No faltó mucho tiempo para que el gobierno despótico de Uriburu mostrara también sus intenciones en materia educativa. Muchos integrantes de la Universidad de Buenos Aires que lo habían acompañado hasta las mismas puertas del poder, pasaron a ser también víctimas del golpe. Profesores, consejeros y estudiantes fueron detenidos y encarcelados. Otro tanto sucedió en la Universidad Nacional de Córdoba, epicentro de la reforma universitaria de 1918. El 22 de octubre de 1930 fue elegido rector el ingeniero José Benjamín Barros (1890-1957), quien con el apoyo del movimiento estudiantil realizó -tal como dijera el aludido Deodoro Roca- una “gestión inaudita”: donó sus sueldos, regularizó la imprenta y la biblioteca, proyectó la Casa del Estudiante y hasta dictaron clases personalidades como el filósofo y escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), el jurista español Luis Jiménez de Asúa (1889-1970) y el psicólogo y ensayista argentino Aníbal Ponce (1898-1938).
“Pero -puntualizó el educador y ensayista argentino Horacio Sanguinetti (1935) en su obra “La democracia ficta”- un rectorado reformista bajo la dictadura conservadora resultaba una paradoja, y el 19 de junio de 1931 la fuerza policial del dictador invadió la Universidad de Córdoba, lo que obligó a Barros a renunciar no sin antes denunciar la incompatibilidad de la ocupación policial con la existencia misma de la Universidad”. A partir de entonces se reiniciaron las expulsiones de alumnos y la exoneración arbitraria de profesores. El 22 de agosto el Consejo Superior desconoció a la Federación Universitaria de Córdoba y, simultáneamente, el Poder Ejecutivo cesanteó por decreto y sin audiencia a los profesores reformistas. Distintos sectores habían intentado reformar el modelo educativo en concordancia con sus perspectivas ideológicas. Liberales, conservadores, nacionalistas y socialistas pugnaron por imponer sus ideales en los planes educativos, los métodos pedagógicos y la formación docente, pero fueron los sectores más reaccionarios quienes, a partir de entonces, predominaron en la conducción de la educación.
Para ellos, el régimen de Uriburu implicaba -haciendo uso de la terminología típica de sus más conspicuos representantes- el fin de la “chusma radical” en el poder, el advenimiento de un gobierno “realista” conformado por “técnicos capaces” y “políticos de raza” que insertarían a la Argentina en el lugar de la economía mundial que le correspondía. Por otro lado, el político e historiador Jorge Abelardo Ramos (1921-1994) diría en su ensayo “El sexto dominio”: “Con la Década Infame el país ingresa en los tiempos modernos. La orgullosa Argentina descubre el siglo XX con la crisis del treinta. Flota en Puerto Nuevo un tenebroso mundo de náufragos que no provienen del río sino de la ciudad hambrienta. Los ex hombres levantan sus ranchos de lata en Villa Desocupación. Discépolo, poeta del asfalto, escribe sus tangos, penetrados de amargura siniestra. ¡Un canto a la desesperanza, un himno al fracaso! En todos los labios se repiten los versos estremecedores de ‘Yira, yira’: ‘Cuando rajés los tamangos buscando ese mango que te haga morfar, te acordarás de este otario que un día cansado se puso a ladrar’. En la Buenos Aires orgullosa cantada un día remoto por Darío y Lugones, rezongaban ahora bardos harapientos”.
Pero, tal como él mismo contó en otro de sus ensayos, el titulado “La factoría pampeana. 1922-1943”, desde los comienzos de la conspiración de 1930 contra Yrigoyen, “las ilusiones corporativistas de Uriburu se habían enfrentado con la oposición de Justo y de los partidos oligárquicos. Les preocupaba la dictadura, pero no le harían asco a la proscripción del movimiento mayoritario, al fraude o la ficción democrática e incluso a la tortura”. Perón, en su autobiografía recopilada por el ya mencionado Pavón Pereyra en 1993 bajo el título “Yo Perón”, diría capciosamente: “El 6 de setiembre, terminó bruscamente la experiencia radical que había sido promovida por la ley del sufragio universal y por la intención participativa. Ese día histórico es el comienzo de una nueva etapa en la cual el gobierno será dirigido por las huestes de la oligarquía conservadora donde muchos de los que participaron y contribuyeron al éxito del golpe lo hicieron sin saber exactamente quién se movía detrás de ellos. La proclamación de la ley marcial desde el 8 de septiembre de 1930 hasta junio del ‘31 puso en evidencia que había triunfado la línea del nacionalismo oligárquico”.
En medio de ese convulsionado ambiente aparecía en Buenos Aires una revista literaria que haría historia en Argentina: “Sur”. Fundada por Victoria Ocampo (1890-1979), en sus primeros tiempos publicó ensayos de cultura general, asumiendo principalmente problemas de la cultura americana e incorporando también artículos de escritores nacionalistas como Ramón Doll (1896-1970) o Julio Irazusta (1899-1982), y de filocomunistas como Rafael Alberti (1902-1999) o Pablo Neruda (1904-1973). En sus comienzos, el proyecto programático de la revista consistió en la publicación de relatos de carácter histórico y testimonial y de numerosas reseñas bibliográficas. Si bien en ella se cruzaron discursos de signos ideológicos diferentes, sin dudas funcionó como un factor de europeización de la cultura argentina de élite ya que sus editores se movían con la convicción de que la literatura argentina precisaba de un vínculo con la europea y la norteamericana para cerrar los huecos de la cultura argentina producidos por la distancia, por la juventud sin tradiciones del país y por la ausencia de linajes y maestros. Como quiera que fuese, la modernidad de las letras y las artes se vieron reflejadas en “Sur”, una revista que fue la referencia obligada en el escenario de las letras argentinas durante más de cuatro décadas.
Luego de
que la tentativa nacionalista de Uriburu fracasara, en medio de la mayor
soledad política y del descontento generalizado, a fines de 1931 se llevaron a
cabo las elecciones que, con la proscripción del radicalismo, condujeron a la
presidencia al general Justo, candidato de la coalición conformada por el
Partido Demócrata Nacional, la Unión Cívica Radical Antipersonalista y el
Partido Socialista Independiente, la “Concordancia” como se la presentó por
entonces. Días antes Perón había declarado que “en general, la gente que piensa
entiende que la única solución es el general Justo, y creo que será
Presidente”. El sistema democrático fue sólo una apariencia ya que el “fraude
patriótico”, como se lo llamaría más adelante, se había apoderado de las urnas.
La primera de las tareas asignadas por el Ministerio de Guerra fue la de desempeñarse como agente de la autodenominada Comisión de Límites, recorriendo la frontera norte del país durante el conflicto armado que sostenían por entonces Bolivia y Paraguay, un enfrentamiento fratricida que pasó a la historia como Guerra del Chaco originado por la disputa de intereses petroleros de los Estados Unidos -a través de la Standard Oil (instalada en Bolivia)- y de Gran Bretaña -por medio de la Royal Dutch Shell (instalada en Paraguay)-. Argentina, violando su declarada neutralidad, apoyó a Paraguay debido a su marcada posición anglófila. Numerosas memorias escritas por diplomáticos paraguayos de la época, señalan a Perón como uno de los funcionarios con los que se debían tratar cuestiones que se manejaban en la más estricta reserva, aún a espaldas del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Mientras tanto, el rostro siniestro de la crisis social asomaba en todas partes. Los desocupados de ropas raídas hacían cola en las ollas populares organizadas por sociedades de socorros mutuos y algunos sindicatos obreros, las madres revolvían la basura para alimentar a sus hijos, los padres oscilaban entre la abulia y la búsqueda de empleo, los rufianes controlaban la calle Corrientes mientras sus pupilas vendían sus servicios sexuales por monedas, la tuberculosis mordía los pulmones de los argentinos mal alimentados, las calles se inundaban de pordioseros y vendedores ambulantes de los más increíbles objetos y el índice de suicidios alcanzaba cifras estremecedoras: casi dos casos por día. Fue cuando el artista plástico argentino Antonio Berni (1905-1981) pintó uno de sus cuadros más conocidos: “Manifestación”, obra en la que describió la pobreza y el desempleo de aquellos años mostrando los rostros abatidos de los desocupados que sufrían los efectos devastadores de la depresión económica. Otro tanto ocurre en la obra del escritor uruguayo radicado en Buenos Aires Elías Castelnuovo (1893-1982) quien, en su pieza teatral “La marcha del hambre”, hacía referencia a las expectativas fracasadas de los inmigrantes europeos muchos de los cuales se habían convertido en “desocupados, parias y mendigos”, una clase trabajadora derrotada, “apestada por la mugre y embrutecida por el alcohol”, un mundo obrero aherrojado por la violencia y la derrota.
El mismo
día que el general Justo asumió la presidencia de la Nación -20 de febrero-,
regresaba el líder radical Yrigoyen luego de ser indultado. A su arribo al
puerto de Buenos Aires fue recibido por una concurrida manifestación popular. A
partir de entonces el radicalismo enfrentó la situación de dos maneras
distintas, una participativa, dirigida por Alvear y sus seguidores, y otra
abstencionista liderada por el presidente de la UCR de Córdoba Amadeo Sabattini
(1892-1960), lo que generó una división importante en el seno del partido.
Mientras el gobierno fraudulento de Justo comenzó a tomar medidas económicas en
las que el Estado comenzó a jugar un rol preponderante en la dirección de la
economía, el sector más combativo del radicalismo comenzó a programar una
rebelión para derrocarlo y remplazarlo por una Junta Revolucionaria transitoria.
La conspiración contaba con el apoyo de una porción importante del Ejército
Argentino encabezada por el teniente coronel Atilio Cattáneo (1889-1957). Con
el apoyo de los regimientos de Campo de Mayo y Córdoba confirmados, el mayor
Regino Lascano (1891-1932) viajó a Curuzú Cuatiá para levantar el destacamento,
pero fue asesinado por la policía local.
Poco después, entre el 21 de julio y el 20 de agosto de 1932 el gobierno británico se reunió en Canadá con representantes de sus colonias y sus dominios autónomos para reorganizar su comercio exterior, el cual se encontraba sumergido en una considerable crisis económica a partir de la Gran Depresión de 1929. En dicha reunión, que se conocería como Conferencia de Ottawa, el primer ministro Stanley Baldwin (1867-1947) firmó convenios aduaneros con Australia, Canadá, India, Irlanda, Nueva Zelanda, Rhodesia y Sudáfrica con el fin de favorecer las importaciones desde ellos y restringir las de otros países. A fines de ese año, el gobierno imperial le comunicó a la Argentina que ya no gozaba del libre acceso al mercado británico por haberse adoptado una nueva política, lo que generó un gran desconcierto en los sectores ganaderos exportadores argentinos.
En 1916, durante su exilio en Zúrich, el líder del ala bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia y futuro principal dirigente de la Revolución de Octubre Vladimir Lenin (1870-1924), había escrito en “Imperializm, kak vysshaya stadiya kapitalizma” (El imperialismo, etapa superior del capitalismo). En dicha obra, hoy considerada clásica en materia socioeconómica, entre otras cosas decía: “No sólo existen dos grupos fundamentales de países -los que poseen colonias y las colonias-, sino también, es característico de la época, las formas variadas de países dependientes que, desde un punto de vista formal, son políticamente independientes pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática”. Como paradigma de este planteamiento, no por nada seguramente, citaba expresamente a la Argentina, país que, tras el fin de la colonización española, había pasado a depender del por entonces floreciente imperialismo británico. “Un ejemplo de esta forma de dependencia, la semicolonial, lo proporciona la Argentina. No es difícil imaginar qué sólidos vínculos establece el capital financiero -y su fiel ‘amiga’ la diplomacia- de Inglaterra con la burguesía argentina, con los círculos que controlan toda la vida económica y política de ese país”.
Este análisis resultaría irrefutable cuando, tras percatarse del impacto que tendrían las resoluciones del acuerdo firmado en Ottawa sobre la economía local, el 1º de mayo de 1933 el vicepresidente argentino Julio Argentino Roca (1873-1942) -hijo del general que entre 1878 y 1885 capitaneó la campaña militar que masacró a los indígenas de la llanura pampeana para arrebatarles sus tierras- y el presidente de la Junta de Comercio británica Walter Runciman (1870-1949) firmaron lo que se conoció como Pacto Roca-Runciman, un tratado comercial por el cual Gran Bretaña se comprometía a comprar carnes argentinas siempre y cuando sus precios fueran los más bajos mientras que, como contraparte, la Argentina aceptaba liberar de impuestos a todos los productos británicos, se comprometía a no instalar frigoríficos nacionales y le otorgaba el monopolio de los transportes públicos de la capital a una corporación inglesa. Por entonces, sin siquiera ruborizarse, uno de los más conspicuos representantes de la burguesía nacional, el ex ministro y por entonces senador nacional Matías Sánchez Sorondo afirmaba sin ambages: “Aunque esto moleste nuestro orgullo nacional, si queremos defender la vida del país tenemos que colocarnos en situación de colonia inglesa en materia de carnes. Esto no se puede decir en la Cámara, pero es la verdad. Digamos a Inglaterra: nosotros les proveeremos a ustedes de carnes pero ustedes serán los únicos que nos proveerán de todo lo que necesitamos; si precisamos máquinas americanas, vendrán de Inglaterra”.
Los términos de aquel arreglo contenían, además, una cláusula secreta que se conocería tiempo después: la creación en la Argentina de un Banco Central mixto, donde se le otorgaba a la banca privada de capital predominantemente británico el control financiero del país. Efectivamente, el gobierno argentino le había encargado a Otto Niemeyer (1883-1971), director del Banco de Inglaterra, el proyecto de creación del Banco Central de la República Argentina. El 31 de mayo de 1933 se aprobó la ley que puso al banco en funciones. De un plumazo quedó sin efecto la Caja de Conversión, herramienta institucional que regía las finanzas argentinas desde 1890, y el Banco Nación -fundado en 1891- quedó subordinado a las decisiones del nuevo banco. En su Carta Orgánica, tal vez recordando aquella frase del banquero alemán Mayer A. Rothschild (1744-1812) que rezaba “permítanme emitir y controlar la moneda de una nación y no me ocuparé por quién haga las leyes”, el banco le imponía al Estado argentino obligaciones (debía poner la mitad de los capitales) pero pocos derechos: no tenía poder de decisión (sólo cinco directores entre doce) ni la capacidad de tomar préstamos para el gobierno nacional, provincial o municipal. En suma, protegía los intereses privados británicos para que el Estado no los perjudicara, y a la vez favorecía el endeudamiento externo del país.