22 de marzo de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (XII). Hugo Montero

Así como el año 1951 fue una bisagra sustancial en la vida de Cortázar, otro tanto ocurriría en los años ’60. El paulatino proceso de descomposición democrática en la mayoría de los países latinoamericanos, el triunfo de la Revolución Cubana, la instauración en la mayoría de los países de la región de regímenes militares que contaban con el apoyo manifiesto por parte de Estados Unidos y de las oligarquías locales, no dispuestos a aceptar gobiernos que pudieran afectar sus intereses -en el caso del primero- o a renunciar a sus privilegios -en el caso de las segundas-, fueron todos sucesos que lo llevaron a involucrarse cada vez más en cuestiones políticas más allá de cualquier alineamiento ideológico.
Fue así que comenzó a participar en las sesiones del Tribunal Russell -cuyo objetivo era investigar las violaciones de derechos humanos que se estaban cometiendo en países de Latinoamérica-, a publicar en París junto a Hipólito Solari Yrigoyen (1933), Carlos Gabetta (1943) y Osvaldo Soriano (1943-1997) la revista “Sin censura” -con la intención de generar un medio de análisis y reflexión crítica desde el punto de vista democrático-, y a emprender numerosos viajes -Alemania, Costa Rica, Cuba, España, Estados Unidos, Guadalupe, Italia, Jamaica, Kenia, México, Nicaragua, Trinidad y Tobago, Venezuela- para participar en foros de defensa de los derechos humanos y de denuncia de los sistemas represores estatales.
Por entonces, cuando le preguntaban si escribiría otra novela en breve, solía decir que le gustaría, pero que escribirla exigía un tiempo del que él, por su constante y cada vez más amplio compromiso en el ámbito de lo que entendía por actividad política, carecía. Esa cuota de tiempo fragmentado, decía, sólo le permitía escribir cuentos y relatos breves, dado que eso podía hacerlo en habitaciones de hoteles, en el compartimento de un tren o en la terminal de un aeropuerto, en un receso entre conferencias o mientras volaba en un avión. Para Cortázar, según le confesaría a un amigo, la literatura había pasado momentáneamente a un segundo plano.
En aquellos tiempos, en una entrevista que le hiciera la activista y escritora mexicana Margarita García Flores (1922-2009), Cortázar declararía: “Nuestra realidad esconde una segunda realidad (una realidad maravillosa), que no es ni misteriosa ni teológica, sino, por el contrario, profundamente humana. Se trata de una realidad que, desgraciadamente, a causa de una larga serie de equívocos, ha permanecido escondida bajo otra prefabricada por muchos siglos de cultura, una cultura que puede enorgullecerse de numerosos grandes hallazgos, pero que tiene, también, oscuras aberraciones, hondas distorsiones que esconder”.
Y en otra que le realizara el periodista y escritor argentino Martín Caparrós (1957), diría: “Mi último ideal es la revolución, un cambio total de las estructuras, porque sé muy bien que las llamadas democracias de América Latina son democracias burguesas, en las que las desigualdades sociales siguen existiendo y el control sigue estando en manos de la oligarquía, del poder económico. El capitalismo hace el juego de la democracia y es un juego útil para nosotros, pero también pienso que la democracia tal como la sentimos no puede quedarse en ella misma, sino que tiene que ser una puerta que se va abriendo a una evolución más amplia, evolución que pueda eventualmente llevar a una revolución”.
“Me invade cierta melancolía al pensar que el tiempo disminuye para mí. Tengo suficiente lucidez para comprender que no asistiré a la materialización de mi sueño: la soberanía total de América Latina, pero de ningún modo asocio esto a una sensación de fracaso. Estoy seguro de que los procesos históricos se cumplirán, que los libros que ya nunca escribiré serán obra de otros creadores latinoamericanos” reconoció en 1983, cuando el final se acercaba.
Hugo Montero (1976-2021), Licenciado en Periodismo y fundador y co-director de la revista “Sudestada”, fue un habitual colaborador en diversos medios de comunicación y autor de “Por qué Stalin derrotó a Trotsky”, “Oesterheld. Viñetas y revolución”, “Entre Dios y el Pentágono” y “La guerra blanca”, entre otros ensayos. El nº 1 de la edición titulada “Sudestada de Colección” fue dedicado íntegramente a Cortázar. En él, aparecieron de su autoría “Un sueño y dos orillas” y “El último adiós”, de los cuales se reproducen a continuación algunos fragmentos.
 
Exagerando los cuidados, invadido por los nervios, el joven alto y desgarbado cruza la calle transpirando frío en todo el cuerpo. Aferrado a la carpeta con las manos empapadas en sudor, el joven alto y desgarbado encara hacia la figura que camina pesadamente con rumbo a las sombras del final de la calle. Murmura un nombre conocido, detiene su paso y repite con torpeza el puñado de palabras estudiadas hasta el hartazgo para la ocasión. Un pálido Julio Cortázar, alto y desgarbado, hecho un manojo de nervios, le entrega su cuento “Casa tomada” a Jorge Luis Borges, quien acepta el manuscrito y se marcha en silencio prometiendo su lectura. Borges publicaría luego aquel relato en la revista en que trabajaba “Los anales de Buenos Aires”. “Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra” comentaría tiempo más tarde el propio Borges.
Largo y sinuoso sería el camino para aquel joven alto y desgarbado desde el encuentro con su admirado Borges, desde aquella niñez en Banfield, rodeado de libros, de excelentes notas en el colegio y de algunos poemas borroneados; hasta aquel viaje iniciático a la capital francesa. “De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”, explicó en una carta en 1967, lejos de Buenos Aires y de una historia que hasta entonces le parecía tan ajena como aquella que escribían, muy lejos de la calma parisina, unos rebeldes barbudos en la Sierra Maestra.
“Estaba instalado en mi vida europea con muy poca, prácticamente ninguna connotación o participación de tipo ideológico o político con el socialismo, una cuestión de simpatía teórica y nada más, la actitud típica del liberal que se imagina de izquierda”, reconoció en 1970, describiendo esa etapa en donde la literatura ocupaba su tiempo de forma exclusiva. Hasta ese día en que todo cambió: una revolución, un pueblo y un destino se cruzarían por su camino. “El triunfo de la Revolución Cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre” explicaría en 1967.
¿Qué fue aquello que generó en el escritor argentino ese cambio que lo llevaría a defender durante toda su vida las conquistas de los pueblos oprimidos de América Latina? ¿Qué elementos modificaron la visión del mundo de un intelectual sensible a una realidad cruenta, a un presente de dolor y de esperanza, escenario de su obra? “Llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera yo tuve la necesidad de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme callado” señalaría el escritor sobre aquel pasaje.
Aquel flaco y desgarbado escritor había dejado atrás todo su universo lúdico y fantástico, la arcilla que conformaba hasta entonces las cuatro paredes de su obra. Ahora, de frente a una realidad cada vez más compleja, lo esperaba una ardua tarea: la de meterse sin vacilaciones en una batalla donde las críticas le llegarían de ambos flancos. Una de las primeras discusiones que protagonizó Cortázar fue aquella que intentaba definir los límites del “compromiso” para el artista, el valor de la obra como herramienta revolucionaria. Frente a este tema, jamás dudó: “El escritor que por un compromiso ideológico sacrifica su capacidad creativa, en mi opinión está perdido como escritor y además, por mala y mediocre, su obra tendrá escasa proyección. El lector se entrega a todos los mensajes cuando están envueltos en libertad creadora”, afirmó en 1983.
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El autor de “Bestiario” se oponía a la noción del artista como empleado de una causa, una visión que partía de la necesidad de seguir buscando esos puentes entre la expresión cultural de un pueblo que lucha por su liberación y la voz de sus artistas como sintetizadores de aquella experiencia, aunque nunca de forma mecánica: “Nada me parece más revolucionario que enriquecer por todos los medios posibles la noción de realidad en el ánimo del lector de novelas o de cuentos; y es ahí donde la relación del intelectual y la política se vuelve apasionada en América Latina, porque precisamente este continente proporciona la prueba irrefutable de que el enriquecimiento de la realidad a través de los productos culturales ha tenido y tiene una acción directa, un efecto claramente demostrable en la capacidad revolucionaria de los pueblos”, destacaba en 1979.
Eran tiempos en que otras discusiones se atravesaban. Debates muchas veces hijos de acartonadas perspectivas de la realidad a través de un espejo manchado por experiencias negativas en el terreno del llamado “campo socialista”. “Nuestros libros son botellas al mar, mensajes lanzados a la inmensidad de la ignorancia y la miseria, pero ocurre que si estas botellas terminan por llegar a destino y es entonces que esos mensajes deben mostrar su sentido y su razón de ser, deben llevar lucidez y esperanza a quienes los están leyendo o los leerán un día; nada podemos hacer directamente contra lo que nos separa de millones de lectores potenciales, no somos alfabetizadores, ni asistentes sociales, no tenemos tierra para distribuir a los desposeídos ni medicina para curar a los enfermos, pero en cambio nos está dado atacar de otra manera esa coalición de intereses foráneos y sus homólogos internos que generan y perpetúan el ‘status quo’ o mejor aún el ‘stand by’ latinoamericano”, destacaría Cortázar. “¿Y qué son los lectores sino ese sector del pueblo que dista de ser mayoritario, sobre todo en América Latina, pero que constituye la vanguardia de esa revolución interna, de ese hombre nuevo que toda revolución auténtica necesita, busca, y debe formar y de alguna manera inventar?”, apuntaría en 1983.
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Cuando las ruedas del avión se despegaron definitivamente de Buenos Aires, el escritor pudo respirar tranquilo. Hasta la tos, que lo había acompañado durante toda su estadía en el país, suspendió por un momento el ritmo implacable sobre su cuerpo enfermo. Desde arriba, de noche, la imagen difusa de la ciudad en las ventanas del avión era tranquilizadora. Buenos Aires, se repetía entre labios, en el silencio del vuelo, el escritor, cada vez más lejos. Ese silencio era el mismo que lo había recibido días atrás en su llegada, y esa indiferencia también lo acompañaba ahora, al igual que la tos y ese cansancio insoportable, durante sus últimos segundos sobre suelo argentino. Antes de reclinarse y entregarse al sueño que lo acercaría más al cielo francés, el escritor no pudo evitar dibujar una entrañable sonrisa mientras ese suelo se perdía en un paisaje cada vez más azul, cada vez más lejos.
Dicen sus amigos que Julio Cortázar vino a despedirse en diciembre de 1983. Dicen también que estaba consumido por la enfermedad que lo mataría apenas tres meses después, en un frío París; pero que conservaba intacta su ironía, su agudeza y su presencia provocativa, violenta, fruto de esa contextura física tan particular, con esos ojos casi independientes que siempre parecieron obra de algún pintor cubista. Cortázar era argentino, pero no lo era desde una perspectiva falsamente nacionalista. Cortázar era argentino porque escribía en argentino, y cualquier artista merece ser juzgado por su trabajo, porque allí se encuentra su raíz, su identidad. Y su obra decía siempre demasiado de Argentina.


Sin embargo, cuando llegó no pudo sentirse en su tierra; desde un principio se sintió extranjero, otra vez. En realidad, así se lo hicieron sentir siempre. Corrían en Buenos Aires vientos frescos por ese tiempo, la palabra democracia había ganado cierta sonoridad satisfactoria y la gente sentía que, de una vez por todas, atrás había quedado ese lapso histórico siniestro, simbolizado por la presencia genocida del uniforme militar. La vida cultural resurgía de las cenizas, las calles céntricas multiplicaban su oferta de obras y artistas, los libros ocultos aparecían otra vez en los estantes; volvían también algunos innombrables de afuera, pero otros se quedaban, para siempre, lejos. Cortázar, que se había instalado mucho antes del golpe militar de 1976 en Francia, que se había autocalificado como “exilado” porque carecía de la elección de poder volver a su país y porque sabía que sus palabras no podían ser leídas y escuchadas libremente en su tierra, también eligió volver. Solo, enfermo, cansado, eligió volver por última vez. A despedirse, a pasear por sus calles (las mismas calles por las que caminaron todos sus personajes), a charlar cara a cara con su madre, a saludar a los viejos amigos.
“Ese viaje lo hizo cuando no debía hacerlo, fue muy nocivo para su salud. Estaba muy agotado, exánime, fue un gran esfuerzo. Poco después fue internado y empezó el ciclo de los hospitales. Peleó inconscientemente contra la enfermedad, porque tenía muchas ganas de vivir. No estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, recordaba su amigo y colega Saúl Yurkievich, años después. Pese a todo, Cortázar se dio el gusto de salir a caminar por el centro y asistió a un único acto público durante su visita: presenció el homenaje a los autores del Teatro Abierto en el Margarita Xirgú, donde recibió una cálida ovación de la multitud allí presente.
Cuentan que Cortázar se emocionó como nunca por ese reconocimiento que, sabía, merecía con creces. Carlos Gabetta recuerda que se quedó charlando con Julio en una esquina céntrica, plena calle Corrientes, a la salida de un cine después de ver “No habrá más penas ni olvido”, la película basada en el libro de Osvaldo Soriano. Julio esperaba allí a un periodista de “Le Monde” que debía entrevistarlo en pocos minutos. De repente, comenzó a desfilar por la avenida una multitud; era una manifestación por los derechos humanos. Julio guardó silencio ante la escena, hasta que alguien lo reconoció y pegó el grito: “¡Ahí está Cortázar!”. El grito fue una señal para todos. La manifestación trocó en tumulto alrededor del cronopio.
Se mezclaron besos y abrazos, brotaron preguntas amontonadas y sonrisas de emoción, confundieron sus voces jóvenes que querían contarle en dos palabras tantas sensaciones atravesadas con sus libros y esos íntimos deseos de ser por un rato la Maga algunas, y Oliveira otros. En el rostro de Julio no cabían tantos afectos, tantas palabras, desde lo más profundo de su pecho latía con fuerza esa máquina imperfecta que habría de apagarse algunos meses más tarde. Pero ese día, rodeado de jóvenes (sus lectores, los de siempre), el corazón golpeaba contra las paredes del cronopio, pugnando por salirse de una vez y saltar a la calle donde los otros cronopios se despedían con un inolvidable cantito que hablaba de un regreso y de un amor: “¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!”
La cara marcada de besos, su autógrafo desprolijo para siempre en un montón de libros y entre sus manos, un regalo entrañable: un ramo de jazmines. Julio aspiró el aroma de aquellas flores con la certeza de volver a recorrer aires conocidos. Después, convidó a los amigos: “Huelan esto... jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna otra parte”.
“Es posible que Cortázar haya ido a Buenos Aires para mirarse al espejo por última vez. Dijo que estaba enfermo y que volvería en febrero. Quería eludir a la prensa y escaparle a la admiración beata. Temía que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y esas plazas que recordaba con la memoria de un elefante herido. Pero creo que como todos nosotros le temía, sobre todo, al olvido” escribió, días después de su muerte, Osvaldo Soriano.
Pero su presencia, gigante y conmovedora, y su compromiso inquebrantable con el socialismo, con Cuba y con Nicaragua, no eran elementos demasiado bien vistos para ciertos personajes de quinta categoría, instalados en el nuevo gobierno democrático. Mientras Cortázar paseaba por Buenos Aires, el entonces presidente electo Raúl Alfonsín organizó una recepción formal con numerosos intelectuales en un acto de reafirmación de los principios democráticos. No faltaron allí esos intelectuales, los Borges y los Sabato, los de extraño doble discurso, los que elogiaron los uniformes primero y se acomodaron rápido después, sobre la hora. Allí no estuvo Cortázar porque no fue invitado, pero él quería ir, sentía que tenía que estar. Según el escritor Miguel Briante, el organizador central del evento tenía el número telefónico de Cortázar, pero optó por no llamar.
En ese sentido, Soriano relató que “Julio no pidió la entrevista, pero le parecía interesante equilibrar o contrarrestar la presencia de los Sabato y de los extremadamente moderados en el gobierno, o gente que había estado durante la dictadura. La idea era que alguien que había estado afuera, en el centro de la famosa ‘campaña antiargentina’ pudiera ser recibido por el flamante Presidente como señal de que esto iba a ser una cosa abierta. De ahí el fuerte significado político de ese episodio”. La historia confirmaría que la cosa no iba camino a ser “muy abierta” como se decía, y por eso la ausencia de Cortázar fue un síntoma elocuente del futuro próximo.
Su amigo Hipólito Solari Irigoyen fue el encargado de confirmarle, avergonzado, que no había conseguido la audiencia. “No es nada hombre, visita más visita menos, lo que quisiera es que le fuera bien, que maneje bien el gobierno” cuentan que fue la respuesta de Julio, pocas horas antes de su partida definitiva. Quién sabe, tal vez Cortázar zafó de tener que darle la mano al hombre que tiempo después firmaría, con esa mano, los decretos de Punto Final y Obediencia Debida, y ese frustrado encuentro actúa hoy como violento contraste entre el nombre de un escritor que perduraría en el tiempo por su coherencia ideológica, por su compromiso político y por su inasible talento; y el nombre de un político radical que, en cambio, apenas perdura (como si hubiera algún mérito en ello).
La indiferencia arrogante en el trato con Cortázar desde el poder político argentino fue una pose bien estudiada desde entonces. Ya el 12 de febrero de 1984, una vez conocida la muerte del escritor en París, el gobierno de Alfonsín envió una miserable esquela, 24 horas más tarde y con una lacónica frase de compromiso: “Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”.
“El entierro fue tristísimo. Un frío polar y un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense”, sintetizó Javier Fernández, en una carta enviada al librero Héctor Yánover. Al entierro del escritor, de parte de la embajada argentina “mandaron al portero”, señaló irónico Miguel Briante. Así, en una ceremonia fría, humilde en forma extrema, Cortázar era enterrado en suelo francés.
En silencio, como siempre, Julio se fue. Queda para los de este lado del mar su desbordante talento y su compromiso ejemplar, pero también nos queda esa ridícula sensación de satisfacción al saber, casi con certeza, que la última imagen que eligió Cortázar antes de irse fue la de nuestras calles, la imagen de su gente. Consuelo que alcanza y sobra para un último adiós.