8 de marzo de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (X). Mario Goloboff

En sus primeros tiempos en París, mientras trabajaba en la distribuidora de libros armando y transportando los paquetes que debían enviarse, algo que, tal como recordaría años después en alguna entrevista, “me lastimaba mucho las manos pero me dejaba la cabeza libre para pensar. Y muchos de los cuentos que escribí en esa época fueron probablemente imaginados mientras hacía paquetes para ganarme la vida”, Aurora, su esposa, traducía obras de Jean Paul Sartre (1905-1980), de Lawrence Durrell (1912-1990) y de Italo Calvino (1923-1985). Fueron esos cuentos que escribiría por entonces -más los que ya había escrito en su etapa como docente- los que impusieron un antes y un después en la literatura argentina y latinoamericana ya que mostraron otra forma de hacer literatura, una forma que rompió moldes jugando con la temporalidad, trazando una delgada línea entre lo real y lo fantástico. Planteó así una revitalización de la realidad, una nueva aprehensión de la misma mediante imágenes y metáforas que se desprendían, generalmente, de lo fantástico.
“El sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral -explicaría Cortázar años después-, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir. Me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante. En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos”.
El escritor y docente universitario argentino Mario Goloboff (1939) es otro de los grandes estudiosos de la vida y obra de Cortázar. En 1998 publicó “Julio Cortázar. La biografía”, un exhaustivo trabajo en el que expuso en profundidad como era el niño débil, inteligente y triste; el adolescente inquieto, amante del jazz y del boxeo; el exquisito lector; el solitario fantaseador urbano. Y como el descontento e inconformista profesor que leía en varios idiomas y padecía cotidianamente el desborde popular del peronismo pasó, a partir de su fuga a París, a ser defensor y propagandista de revoluciones y un intelectual comprometido con las causas de América Latina. Además escribió una gran cantidad de artículos que aparecieron en distintos medios de prensa, entre ellos “Julio Cortázar y el relato fantástico”, “Una literatura de puentes y pasajes: Julio Cortázar”, “Cortázar y el libro”, “Cortázar reescritor”, “Cortázar latinoamericanista”, “La política en Cortázar” y “Cortázar revisitado”.
En este último sostuvo que “la idea fundamental de Cortázar sobre el género fantástico gira alrededor de la capacidad de estirar los límites de lo real, como para hacer entrar en lo que tradicionalmente llamamos realidad todo aquello que es insólito, excepcional, extraordinario. Y en consonancia, esto es lo que sucede casi siempre en sus cuentos: todo comienza en un universo trivial, familiar, concreto, en el que, poco a poco, casi imperceptiblemente, van entrando los signos de la inquietud que terminarán por descomponerlo, por crear una nueva realidad. Así se presenta, por lo general, su cuentística: puertas que se abren, caminos inesperados, relaciones insospechadas entre las cosas, entre los seres, alteración de hábitos, creación de nuevas conductas, de nuevos horizontes. Para Cortázar, la realidad, nuestra realidad, lo abarca todo, inclusive lo fantástico. Lo que, en su opinión, sucede, es que una lógica cartesiana ha invadido o, mejor dicho, limitado, los contornos de la realidad. Pero dentro de ésta caben, deben caber, los sueños, las fantasías, los desórdenes. Un verdadero realismo para él debe estirar los límites de lo real, dejar ver sus ‘intersticios’, dejar asomar lo que una mirada demasiado normalizada le oculta. El mundo fantástico, para Cortázar, está dentro del nuestro”. Otro de sus artículos, el titulado “El escritor entre el cielo y la tierra”, es el que puede leerse subsiguientemente.

La de Julio Cortázar fue una personalidad múltiple, constante y conscientemente generada, impulsada, potenciada por su prolífica escritura, la que siempre acompañó o adelantó sus preocupaciones y su actividad política, social y cultural, su solidaridad con la lucha de los pueblos por mayor igualdad y equidad, su adhesión a la Revolución Cubana, al gobierno de Salvador Allende y a la Revolución Nicaragüense, su participación en las actividades del Tribunal Russell dedicado desde 1974 a “levantar el telón sobre el cuadro espantoso de la vida en América Latina”, su lucha contra las dictaduras del Cono Sur, su defensa de los derechos humanos. Porque la literatura ocupó el centro de “su vida ardiente”: la lectura, el estudio, la enseñanza, la práctica de la literatura estuvieron presentes en él desde su más incipiente juventud y hasta los últimos días de su vida, en que redactaba los poemas de “Negro el diez”, conocidos después, póstumamente.

En ese marco, cuando todavía hay quienes se preguntan qué es lo argentino de un autor que vivió la mitad de sus años fuera del país, intento responder que todo. Es un producto bastante típico y auténtico de la cultura argentina, de su historia: plurinacional, pluricultural, pluriclasista, y sus mentes son diversas, heterogéneas. La formación de Cortázar en la Argentina lo marcó definitivamente y, además, lo cual no es poca cosa para un escritor, se llevó de aquí el ejercicio y la práctica textual de una lengua bien característica (el español argentino y, más precisamente, rioplatense), a la que trabajó, enriqueció y transformó en sus textos.
Es ya casi innegable que aquella conciencia la había heredado del surrealismo, que frecuentó y asimiló, y también de las vanguardias, que se propusieron nada menos que cambiar la vida a través de las transformaciones que introdujeron en las formas artísticas y literarias, pero también evidencia una manera personal de ver el mundo, el país, el continente, que fue evolucionando con los años y produjo la eclosión en los ‘60, cuando su figura estaba consagrándose. Una manera también muy particular de absorber la realidad, de componerla en su cabeza y en su espíritu, sin duda singular, original y, por último, un modo también personal de considerar la función del intelectual latinoamericano en nuestra época.
Todo esto confluyó en él, y por eso, debería observarse a través de ese complejo de fuerzas la importancia de su obra. Los años ‘60 representaron para Julio Cortázar un momento de intenso viraje emotivo e intelectual. Se oían en París, donde vivía, los últimos estertores de la guerra de Argelia y los del derrumbe del mundo colonial que poco antes había anticipado Dien Bien Phu. Las consecuencias se hacían sentir en toda la sociedad francesa y, naturalmente, en los medios culturales. Sus sectores políticos e intelectuales estaban profundamente conmovidos, y además la lucha se había instalado en el propio “hexágono”. Se verificaban atentados diarios con numerosas víctimas, y la respuesta a ellos, como a la guerra en la propia Argelia, era la tortura, la represión cada vez más descabellada.
A todo ello, se sumaban movimientos semejantes en otras colonias europeas, y también grandes cambios en América Latina a los que él estaba tan atento. Las inquietudes de Cortázar por comprender esa nueva realidad, harto distinta de la que había conocido aquí, aun bajo el peronismo con el cual, en aquel momento, no simpatizaba, se manifestaban en comentarios privados, en sus cartas, en su conducta pública y, como no podía ser de otro modo, en las tensiones por las que iba atravesando su concepción del papel de la literatura y su misma escritura. Comenzaba a concretarse la trama del exilio, que empezaría a aparecer en su obra.
Fuera de lo anecdótico, del volver o no al país, del estar o no estar, el “trasterramiento” empezaba a crecer como depósito de espacios: de los reales, y también como lugar de reconstrucción personal, con los recuerdos, las fantasías, los sueños y los textos. De niño mimado y conflictuado de la revista “Sur”, de solitario fantaseador urbano, de exquisito lector de la gran literatura y de refinado oyente de la música de la élite, Cortázar (algo abruptamente, para algunos; por la lógica de los tiempos y de sus propias pulsiones internas, para otros) se transformaría en defensor y propagandista de revoluciones; en convencido oficiante de una rejuvenecida, matizada y estetizada literatura comprometida con sus contemporáneos, con el prójimo.
A medida que crecía su fama y que iba tomando posiciones cada vez más asumidas en torno a la Revolución Cubana y a los movimientos de liberación, su figura y sus actitudes suscitaban agrias polémicas. Desde la derecha, se le criticaban declaraciones y posiciones progresistas y revolucionarias. Desde la izquierda (como siguió ocurriendo hasta su muerte), su instalación en París, un supuesto coqueteo con las revoluciones de moda, actitudes burguesas, pequeño-burguesas, “intelectuales”, falta de sinceridad con lo que decía sostener; traición, incluso a las ideas que pregonaba.
Estas fueron, a grandes trazos, algunas de las líneas sobresalientes por donde pasaron sus polémicas político-culturales, en un breve resumen de las relaciones que mantuvo con capas intelectuales, tanto argentinas como latinoamericanas. Diferentes eran, claro, sus contactos con el público lector, al que impactó desde sus primeros textos, y con los jóvenes, con quienes siempre mantuvo relaciones de una extraña complicidad, que han superado la distancia física y hasta la de los diferentes tiempos vividos.
En cuanto a la obra de creación, que sigue siendo lo fundamental de un escritor, habría por lo menos tres grandes campos en los cuales incidió decisivamente su actividad literaria: tienen que ver con los cambios que introdujo en el relato fantástico, con los elementos del sistema narrativo en la mitad del siglo, y con sus ideas, realmente particulares y avanzadas, sobre el sentido de la lectura y del objeto libro.
Respecto del primero, el análisis enfrenta la tan debatida cuestión de la existencia, a lo largo de su vida, de “uno” o de “dos” Cortázar. Es decir, la de una persistencia y una fidelidad primordiales a sus tempranos amores estéticos y literarios o, por el contrario, la de un abandono de los horizontes de la belleza artística en aras de compromisos políticos y sociales a los que habría advenido tardíamente. La unidad de su obra cuentística desmiente esta última versión. Desde sus primeros relatos, los contextos domésticos y cotidianos, así como los grandes contextos sociales y políticos, son fácilmente perceptibles en sus cuentos fantásticos sin que dejen por ello de ser fantásticos, y he aquí una de sus grandes singularidades. Relatos como “Casa tomada”, que salió por primera vez en “Los Anales de Buenos Aires” dirigida por Borges (nº 11, diciembre de 1946), “Ómnibus” (con las oposiciones Chacarita-Recoleta, mayorías-minorías), “Las puertas del cielo”, “Bestiario”, “Las ménades”, etc., daban cuenta de la presencia en nuestra sociedad de nuevos fenómenos colectivos y de nuevas fuerzas sociales que lo irritarían hasta el punto de pintarlas (cosa de la que luego habría de arrepentirse públicamente) con los trazos más oscuros y caricaturescos. Que después haya continuado (aunque la óptica cambiara de signo) a lo largo de muchos libros y de muchos años, introduciendo en sus cuentos fantásticos trozos de la vida cotidiana, confirma aquella unidad. Y confirma también sus ideas, según las cuales lo fantástico es algo que está en la realidad, una inquietud que surge “en un plano que yo clasificaría de ordinario”, en sus “intersticios”, como él mismo dice, y que una mirada demasiado educada por el racionalismo, “por el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII”, no nos permitiría ver.


Por eso, cada vez que habla del realismo le añade un adjetivo: “ingenuo”, “falso”, etc. Y con esto, justamente, tienen que ver los cambios que Cortázar introduce en el género. Ya que si lo fantástico, como afirma Tzvetan Todorov, es una pura invención lingüística y, casi por definición, tiene tan poco que ver con la realidad, Cortázar, por primera vez en la literatura rioplatense, lo hace partir de situaciones domésticas, cotidianas, naturales; va brotando casi imperceptible, subrepticiamente de aquellos “intersticios” y termina abarcándolo todo: “Cartas de mamá”, “Las babas del diablo”, “Autopista del sur”, relatos como los claramente políticos (que nunca dejan de ser fantásticos) “Graffiti”, “Alguien que anda por ahí”, “Apocalipsis en Solentiname” y tantos otros cuentos en los que el paso de un plano al otro es casi invisible serían los mejores ejemplos. Así, Cortázar habría obrado, alterándola, en la estructura misma del género, que hizo de la inverosimilitud y de su alejamiento de la representación de lo real sus piedras fundamentales.
Respecto del segundo campo donde aportó innovaciones considerables, el de los elementos del sistema narrativo en la mitad del siglo XX, es necesario hablar especialmente de “Rayuela” (1963). Poco antes de publicarla, declaraba: “No me gustaría nada que pusieran el acento en el lado 'novela' de este libro. Sería un poco estafar al lector. Ya sé que también es una novela y que en el fondo, quizá, lo que vale de él es su lado de novela. Pero yo la he escrito a contra novela, y Morelli se encarga de decirlo y de darlo a entender muy claramente”.
Por encima de la intencionalidad del escritor, de las valoraciones que en su momento se hicieron, incluso de las polémicas que desató, el libro introdujo cambios en la serie literaria que no pueden desconocerse. Enlazó la narrativa con las revoluciones poéticas hispanoamericanas anteriores e hizo entrar, de un modo tan ostensible como provocativo, la renovación poética en el texto de ficción. Contemporáneamente, se tuvo la impresión de que algo sucedía con el nuevo lenguaje narrativo de “Rayuela”, y de que cierto deslizamiento de la épica a la lírica y del terreno de la oralidad al de la escritura, se estaba produciendo ahora también en la novela o, mejor dicho, “Rayuela” estaba ayudando a producir.
En el gran movimiento de nuestra narrativa, que se venía insinuando desde antes pero que se manifestó tan ruidosamente como “boom” en los ‘60 (con sus alteraciones en el horizonte anecdótico y en las técnicas de contar y de organizar los elementos del sistema narrativo), sin “Rayuela” habría faltado un acento indispensable de lo fundamental: la nueva visión del género, el cuestionamiento del hecho mismo de narrar, la subversión de las costumbres de consumo en la lectura y, con ella, el sacudimiento del lector. En tal sentido, es justo decir que, de todo aquel obrar colectivo, Julio Cortázar fue uno de los pocos, si no el único, que siguió siendo fiel a la artesanía, al trabajo y a la búsqueda.
Por último, hay ideas -y prácticas- de Cortázar que tienen que ver con el sentido de la lectura y del objeto libro. Como parte de sus reflexiones, que son permanentes, pero se condensan en “Rayuela”, una segunda voz del narrador, Morelli, teoriza, retomando una expresión de Macedonio Fernández, sobre las formas de “la novela futura”, y señala, en numerosas oportunidades, que “el verdadero y único personaje que me interesa es el lector”, y que el objetivo se alcanzará cuando se consiga “mutarlo, desplazarlo, extrañarlo”. Es el modo, un tanto expreso, de alentar la participación, la “complicidad” del lector, impulsándolo a leer y a trabajar, a producir por su lectura la novela que, sin él, se considera inacabada.
En la constante lucha de Cortázar por salirse de las formas, de los géneros, aquellas ideas sobre la lectura están en la raíz de sus intentos por superar otras ataduras, otros ceñidores, otros confines de la expresión, de la escritura. Entre ellos, figuran sin duda las maneras de combatir el objeto heredado, limitado, cerrado, que para él fue eso que desde hace siglos se llama libro. Un combate, más que contra los saberes que este vehiculiza, contra los hábitos de lectura que fue engendrando a partir de los tiempos en que no tan bárbaros sajones como los que después vinieron, dueños de una adelantada metalurgia, la adaptaron a la letra haciéndola llegar hasta hoy.
Los orígenes biográficos de esta visión podrían hallarse en los primeros contactos con los libros, intensos, llevados hasta el agotamiento, y acaso en aquella precoz amistad con “El tesoro de la juventud”, una obra fragmentaria, de informaciones, de imágenes, de relatos, de vaivenes, enciclopédica; inmune, por su conformación misma, a toda lectura “corrida”. Y, evidentemente, podrían explorarse en su temprana simpatía por el surrealismo, en la necesidad que planteó ese movimiento de las vanguardias de ensanchar los límites del arte, de saltarlos, de conjugar arte y vida, obra y praxis social, en un lugar que debía inventarse para estar fuera, al margen de los espacios estéticos conocidos.
Esos “más allá” del objeto se manifiestan de diversas maneras: en los títulos y subtítulos que elige o durante mucho tiempo quiere elegir; en los intentos de reemplazar una práctica semiótica (la escritura) por otra, traducirla de otra (de la pintura, de la fotografía, de la música), como se ve en ciertos cuentos (“El perseguidor”, “Fin de etapa”, “Las babas del diablo”); en sus transformaciones de la estructura del libro para dar lugar a libros-objeto, en la composición gráfica de estos. En 1968, publica “62. Modelo para armar”, donde continúa, desde el mismo título, cuestionando el objeto y, en 1969, lleva a la práctica su desarticulación, “Último round”, un libro que contiene como mínimo dos, compuesto por “Planta baja” y “Primer piso”, donde necesariamente deben mezclarse, superponerse, las lecturas de ambas partes.
Todo ello, amén de otros volúmenes armados por “collage”, encolado o ensamblaje, como “Libro de Manuel”; la historieta “Fantomas contra los vampiros multinacionales”; el texto “Silvalandia” (que acompaña la obra gráfica de Julio Silva) y, entre otros varios, “Los autonautas de la cosmopista”, compuesto con Carol Dunlop, con dibujos de su hijo, anotaciones varias, un “Diario de ruta”, fotografías y documentos diversos; un libro escrito, además, contra la ley, ya que relata una experiencia expresamente prohibida.
Así, entre gestos voluntarios e involuntarios, entre actos más o menos llamativos y más o menos radicales, mantiene Cortázar una sostenida propuesta de trascender el objeto tradicional para configurar otra entidad. Paradójico destino el de todo creador fiel a la literatura: anunciar el fin de la especie. O el de avizorar y preparar su final. Algo de todo eso vio o presintió Cortázar, tal vez no de un modo tan preciso o que no expresó tan precisamente. Algo que, en la fascinación y la desesperación ante la cultura del libro, acaso en una ciega lucha contra la industria del libro, lo une, también por esos costados, a los grandes escritores del siglo XX.
Cortázar fue portador de esa alienación y de ese sueño. Enfrentado, negado, discutido en vida, como todo gran artista, como todo gran creador, lo persiguió casi siempre una buena cuota de incomprensión, de descreimiento en su actividad, en sus ideas, en sus propósitos. Pero también como todo gran creador (y ya lo anunció en una de sus citas famosas) fue “fiel hasta la muerte”. Los reconocimientos actuales, los homenajes de ahora, asumen un carácter reparador necesario y muy justo respecto de un escritor, de un gran poeta de las formas y de las lecturas, de un innovador del lenguaje literario, de un transformador de los géneros y también de un intelectual que entendió su participación en las luchas del continente como parte inescindible de su papel, de su función, de lo que sintió siempre como su deber.