24 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (VI). Silvina Friera

En 1999 Piglia publicó “Formas breves”, una recopilación de textos misceláneos que el propio autor describió como “páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura. Podría entenderse como un ejercicio de crítica que parte de relatos breves y que a la vez los contiene”. En sus páginas reflexionó sobre la literatura desde la ficción hasta el pensamiento crítico; desde un diálogo con los autores que se habían convertido en la estela de su obra e imaginario hasta los temas más abstractos, como la naturaleza del relato corto o el punto de inflexión entre realidad y ficción.
Luego, ya comenzado el nuevo milenio, presentó “Diccionario de la novela de Macedonio Fernández”, un ensayo centrado en la red de conjeturas e hipótesis que el escritor y filósofo argentino Macedonio Fernández (1874-1952) desarrolló sobre la teoría de ese género durante toda su vida y que volcaría en su “Museo de la novela de la Eterna”.
A esta obra le siguieron los ensayos “El último lector” en 2005 y “Teoría del complot” en 2007. En el primero de ellos, que Piglia declararía autobiográfico, relacionó biografías con contenidos ficticios y reales, y se explayó sobre el hábito de leer, la adicción a la lectura. En la obra recopiló los modos de leer que poblaron su memoria, su imaginación, y la de aquellos escritores que se cruzaron en su vida. En el segundo reprodujo una conferencia que dio en el marco de la serie de charlas que la TV Pública argentina y la Biblioteca Nacional auspiciaron en septiembre de 2013. Bajo el título “La biblioteca y el lector en Borges”, Piglia estableció los parentescos entre el conspirador, el sectario, el infiltrado, el invisible y el escritor que se define además como lector. Hay una filiación, sugirió, que anuda a la novela, cuando menos a ciertas novelas argentinas, con la esencia del complot o, en otras palabras, con el fin de la política. Esta filiación anunciaría la existencia de fuerzas ocultas que hacen posible el rumbo de la vida social y la creencia individual de saberse un instrumento de tramas secretas.
Sus últimos trabajos serían las novelas “Blanco nocturno” y “El camino de Ida”, publicadas en 2010 y 2013 respectivamente. En la primera narró la rutinaria vida en un pueblo de la provincia de Buenos Aires y el infierno de las relaciones familiares, en una trama típica de novela policíaca que concluiría con la aparición de Emilio Renzi, el tradicional personaje de Piglia. La segunda transcurre en el campus de una universidad de New Jersey adónde Renzi fue invitado por la directora del departamento, Ida Brown, para impartir un seminario sobre los años argentinos de mediados del siglo XIX. Pequeños incidentes y extraños equívocos culminan con la trágica muerte de la profesora Brown y la novela, narrada en primera persona por Renzi, pasa naturalmente de la autobiografía al registro policial.


Cabe recordar que Piglia, desde 1977 alternó su estancia entre Buenos Aires y Estados Unidos, en donde dictó sus cursos como profesor visitante y dio charlas en las universidades de Princeton, Harvard y California, una actividad que mantuvo hasta 2010. Tras ser diagnosticado con una esclerosis lateral amiotrófica en 2014, se dedicó por completo a organizar y editar los escritos que tenía pendientes. Así, sucesivamente fueron apareciendo los ensayos “La forma inicial”, “Por un relato futuro” y “Las tres vanguardias”, libro en el que reprodujo un curso dictado en 1990 dedicado a Rodolfo Walsh (1927-1977), Manuel Puig (1932-1990) y Juan José Saer (1937-2005).
También, a pesar la enfermedad que afectó a sus músculos pero no le quitó la lucidez intelectual y creativa, dedicó los últimos tramos de su vida a la transcripción de los 327 cuadernos que había escrito en forma de diarios desde fines de los años ’50. Ellos aparecerían con el título “Los diarios de Emilio Renzi”.
Subtitulados “Años de formación”, “Los años felices” y “Un día en la vida”, eran considerados por el propio Piglia como su obra más importante. En ellos es posible ver no sólo el derrotero literario y político de su autor (marxista heterodoxo en especial en cuanto a lo estético) sino también observar coyunturas y períodos muy ricos de la vida político cultural de Buenos Aires de los últimos treinta años del siglo XX.
Póstumamente se publicarían varias obras que no alcanzó a publicar en vida, entre ellas “Los casos del comisario Croce”, un tomo de doce relatos en los que se resuelven crímenes, se habla de la novela policial, del método del detective, se reflexiona sobre el crimen, el asesino y la víctima, y sobre el asesino perfecto. “La realidad está tejida de ficciones”, decía Piglia. En la página final de sus diarios lo resumió así: “¿Qué aprendí en estos largos años? Que no existen los argumentos hasta que uno no empieza a escribir, no hay nada antes. Siempre quise ser sólo el hombre que escribe”. Al día siguiente del fallecimiento de Piglia, el 7 de enero de 2017 la periodista argentina Silvina Friera (1974) publicó en el diario “Página/12” un artículo titulado “Adiós al hombre que fue una infatigable máquina de narrar”. En él recorrió la vida y la obra de Piglia. “Cuesta imaginar un panorama cultural en el que ya no estará la voz de Piglia. Desde esa adolescencia marplatense en la que se disparó su pasión, supo darle vida a una multiplicidad de voces literarias que no dejan de asombrar”.

“La fiebre lúgubre” empezó cuando a los 16 años sintió el cimbronazo de un desbarajuste existencial, la pérdida de un mundo que debía recobrar desde la palabra escrita. Entonces conjeturaba que los libros del futuro se escribirían “con la inminencia de algo que no llega y con la felicidad de la inspiración como su único tema”. El narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida. El joven escritor anota en su diario lo que le viene a la mente después de un velorio: “Dos ideas repentinas sobre la muerte. Una idea grosera, la felicidad de estar vivo. Una idea metafísica, no se vive en la muerte, la angustia es para los sobrevivientes. Ser inmortal sería no tener lazos afectivos, morir sin nadie que experimente el dolor de esa muerte. Morir sería entonces un salto al vacío”. Cuánta tristeza asedia sin tregua a los lectores del mundo. Ricardo Piglia, el mejor escritor argentino después de Jorge Luis Borges y a la par de Juan José Saer, murió ayer a los 75 años como consecuencia de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que padecía desde hace un tiempo.
Ricardo Emilio Piglia Renzi nació en Adrogué el 24 de noviembre de 1941. Tenía 11 años cuando vivió un momento histórico en la casa de una de sus tías. Los primos jugaban a las cartas. La fecha -26 de julio de 1952- se clavó como una estaca que marcará un antes y un después en la vida de esa familia. Una radio, de esas que se enchufan a la pared, escupió “la” noticia del año. Un primo repitió -a los gritos- la novedad: ha muerto Eva Perón. Las cartas volaron por los aires. Algunos puños -los del padre del futuro escritor- se cerraron automáticamente por el dolor; otras manos se expandieron sin pudor por arengar, como si estuvieran celebrando un gol. “Se armó un lío tremendo”, recordaba el escritor. “Algunos se pusieron contentos, otros lloraban. La tensión que generaba el peronismo estaba en el seno familiar”. El padre de Piglia era un peronista que sufrió en carne viva la llamada “Revolución Libertadora” de 1955. Pronto, en 1957, decidió mudar a su familia de Adrogué a Mar del Plata, con la ilusión de empezar de nuevo. El adolescente Piglia acusó recibo de esa mudanza de un modo “muy dramático”, como si fuera un exilio o un destierro, a pesar de los 400 kilómetros de distancia. Entonces tenía 16 años y era una especie de Holden Caulfield bonaerense. “Todo lo vivía rabioso y con la sensación de que tenía que escapar”, repasaba. “Pero fue muy benéfico, porque Mar del Plata es una ciudad con una vida cultural muy intensa. Y ahí empecé a escribir”. No estaba enamorado de su propio desamparo. Escribir un diario implicaba un ejercicio sencillo: nombrar las pérdidas y entablar, sin saberlo todavía, un tipo de relación diferente con la experiencia. Inventariar lo perdido para recuperarlo en la ficción.
Piglia construyó una formidable máquina de lectura que le permitió establecer un camino de diálogo entre Borges y Arlt, un itinerario “atrevido” y novedoso para una década como la del ‘60 en que las encendidas pasiones políticas -de la izquierda tanto peronista como no peronista- obstaculizaban el peaje hacia al autor de “El Aleph”. Al fin y al cabo, postula a Borges y Arlt como escrituras paralelas y simétricas en “Homenaje a Roberto Arlt”, incluido en el libro de relatos “Nombre falso” (1975), donde promueve una alianza original entre crítica y ficción policial. El joven Piglia desplegó un importante trabajo editorial junto al editor Jorge Álvarez en la editorial Tiempo Contemporáneo a partir de 1968, cuando dirigió la “Serie Negra”, la primera colección de novelas policiales norteamericanas que se tradujeron en lengua española, con ediciones muy cuidadas de autores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Horace McCoy y David Goodis, entre otros. Aunque participó desde el principio en la creación de la revista “Los Libros” (1969), recién en el número 23 figuró en el consejo de dirección, integrado además por Héctor Schmucler y Carlos Altamirano. Las divergencias políticas en relación con la evaluación del gobierno de Isabel Perón en el número 40 (marzo-abril de 1975) provocaron el alejamiento del escritor.
Emilio Renzi, el alter ego de Piglia que está ya en su primer libro “La invasión” (1967), apareció por primera vez como traductor de un cuento de Ernest Hemingway, firmado por él en el ‘65. Renzi reincidió en la selección y las notas de la antología “Cuentos policiales de la Serie Negra” (1969). El escritor construyó un personaje-alter ego que lo fue acompañando, aunque siempre advertía que envejecía más lentamente que él. “Tiene posiciones más extremas que las mías. Dice cosas que yo pienso, pero no me atrevo a decir. Renzi dice que Borges es un escritor del siglo XIX y todos creen que lo dije yo. Pero fue él, siempre está provocando”, aclaraba el escritor. Tenía apenas 26 años cuando publicó “Jaulario” en Cuba (Mención en el Premio Casa de las Américas) -viajó a La Habana en un viaje que él definió como “iniciático” junto con Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y León Rozitchner-; libro que salió por el sello Jorge Alvarez con el título “La invasión”.
Desde el inicio de su itinerario como escritor y crítico, Piglia ha problematizado la relación entre el narrador con su materia: cómo la figura del narrador implica la ilusión de una experiencia de la que se quiere apropiar, contar algo ajeno como si le hubiese ocurrido. No hay duda de que Piglia quiso dejar en claro afinidades y afiliaciones, de qué modo sin el magisterio de Borges y Arlt no sería el escritor que es; a lo que habría que añadir la importancia que también tuvieron Franz Kafka, Witold Gombrowicz, Cesare Pavese, Hemingway, William Faulkner y Scott Fitzgerald, entre otros. “Admiro las prosas lentas (Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Juan Benet), pero yo busco otra cosa. La prosa tiene que ser rápida, seguir un ritmo, un fraseo, tiene que fluir: eso es el estilo para mí, la marcha, no el léxico, el tono, no las palabras, sino algo que está entre las palabras, para decirlo así. Es lo que busco desde que empecé a escribir y es lo que me gusta cuando leo a Rodolfo Walsh o a Antonio Di Benedetto, o a Roberto Bolaño, que tiene mucha energía en la prosa, algo que viene de la generación “beat”. William S. Burroughs es el maestro de esa inmediatez, tiene un oído infalible”, planteaba el escritor.
Qué notable resulta, a medida que pasa el tiempo, “Respiración artificial” (1980), su primera novela en la que sorprende con la forma, como si arañara el ideal utópico de la novela total, atravesada por la divergencia de voces y la complejidad de una estructura escindida en dos partes. En la primera parte, trenzada en un relato epistolar mixturado con una investigación escalonada, Renzi se interesa por la vida de un tío que desconoce, Marcelo Maggi. A su vez, Maggi trata de escribir sobre unos papeles del siglo XIX que ha dejado Enrique Ossorio, turbio conspirador de la época de Juan Manuel de Rosas, que es abuelo del suegro de Maggi. La escritura une a estos sujetos: Ossorio sueña con publicar una novela, pero su prematura muerte se lo impide; Maggi quiere hacer pública la vida de Ossorio, pero su desaparición aborta el intento; y Renzi, al fin y al cabo, escribe la novela que no pudieron escribir sus dos antepasados. El personaje Renzi tiene tanta fuerza que muchas de sus afirmaciones en las páginas de la ficción -en la segunda parte- se las han atribuido a Piglia, como afirmar que Borges es el mejor escritor del siglo XIX y que con la muerte de Arlt muere la literatura moderna en Argentina. Los textos de Borges -para Renzi- “son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética”. En esta segunda parte brilla la conversación entre Renzi y el exiliado polaco Tardewski, inspirado en el escritor Witold Gombrowicz, un personaje que asume el exilio como fracaso. Tardewski lee a Kafka desde Hitler; formula un hipotético encuentro que puede ser la más formidable fabulación de la imaginación. La literatura de Kafka anticipa la máquina criminal del nazismo antes de tiempo; esboza un mundo en el que toda persona es sospechada de algo o acusada intempestivamente -el Estado pasa a tomar posesión de la existencia y el destino de sus ciudadanos- y describe a seres humanos devenidos insectos, arrestados, aplastados, imposibilitados de luchar.
En “La ciudad ausente” (1993), la segunda novela de Piglia, la imagen fantasmagórica de la ciudad configura un cuerpo femenino o una isla de la utopía. Miguel Mac Kensey, argentino hijo de ingleses y más conocido como “Junior”, es un periodista del diario “El mundo” que a la par que investiga una serie de grabaciones producidas por una máquina creadora de múltiples relatos -ubicada en un museo y al cuidado de Tanka Fuyita- va descubriendo su identidad. Otra línea de la novela tiene que ver con el origen de la propia máquina, invento ideado por Macedonio Fernández y llevado a cabo por un ingeniero, Emil Russo; máquina capaz de mezclar lenguas y modificar relatos. En tercer lugar, se narra la historia política argentina durante la dictadura militar. El dolor parece ser el hilo conductor de muchos de los relatos que produce esa máquina desde las historias de tortura, represión y desaparición, el gaucho invisible o la mujer que abandona al hijo y se suicida, entre otras. Novela compleja, circular, narrada por múltiples voces -Renzi es una más-; personajes y tramas conforman una suerte de “mamushka” que finaliza con el peronismo y la perduración de la mítica de Evita. Con “Plata quemada” (1997), novela policial inspirada en un robo millonario de mediados de los años ‘60, fue un gran éxito de ventas, obtuvo el premio Planeta y tuvo su versión cinematográfica de la mano de Marcelo Piñeyro. En “El último lector” (2005) plantea que la pregunta “¿qué es un lector?” es en definitiva la pregunta de la literatura. Como en “Crítica y ficción” (1986) y “Formas breves” (1999), demostró una vez más su maestría a la hora de construir itinerarios novedosos para leer la literatura contemporánea. Piglia se parece mucho al lector como héroe inventado por Borges: quizás una de las claves de sus innovaciones resida en la libertad con la que usa textos sobre los que teoriza y ficcionaliza. Después publicaría “Blanco nocturno” (2010) y “El camino de Ida” (2013), su última novela. 
“La vida es un impulso hacia lo que todavía no es, y, por lo tanto, detenerse a narrarla es cortar el flujo y salir de la verdad de la experiencia”, se lee en “Los años felices”, el segundo tomo de “Los diarios de Emilio Renzi”. “Por su parte, la literatura es un modo de vivir, una acción, como dormir, como nadar. ¿Le quita esta idea el sentido de construcción deliberada que tiene la literatura? No creo, el error es buscar las cenizas de esa experiencia en el interior del libro, cuando en verdad hay que buscarlas en las pausas, en los fragmentos, en las formas breves”.