Nacido en
Ingeniero Jacobacci, una ciudad de la provincia de Río Negro, Argentina, con
una vieja máquina de escribir Olympia -“no me he adaptado a la nueva
tecnología”, admitía con una sonrisa- Elías Chucair (1926-2020) se encargó
durante años de narrar la historia de la Patagonia y de consolidar la identidad
regional con sus cuentos, novelas, relatos y poemas en los que contó infinidad
de anécdotas, mitos, leyendas e historias de los pueblos y personajes de
aquella región. Con sólo estudios primarios realizados durante una infancia a
la que calificó como “muy jodida”, con la muerte de su madre cuando tenía once
años, su padre -un próspero comerciante de ramos generales de origen libanés-
decidió que estudiara la carrera de Tenedor de Libros en el Colegio Salesiano
de Viedma.
Allí empezó a leer los poemas que escribía el sacerdote Raúl Entraigas (1901-1977) publicados en un libro con el título “Bajo el símbolo austral”, lo que despertó su interés por la literatura y lo motivó a escribir. A los dieciséis años abandonó los estudios y comenzó a llevar la contabilidad del negocio paterno. Luego de cumplir con el servicio militar se inició en la política, algo que lo llevó a leer las obras de Domingo F. Sarmiento (1811-1888) y Lisandro de la Torre (1868-1939), y textos sobre Leandro N. Alem (1842-1896) e Hipólito Irigoyen (1852-1933), ambos dirigentes de la Unión Cívica Radical, partido en el que comenzó a militar y en cuya representación sería electo diputado provincial y luego intendente municipal de su ciudad natal en los años ‘60 y ‘70. También, entre los años 1949 y 1958, se desempeñó como corresponsal del diario “Esquel” de la provincia de Chubut, y colaboró en “Hora 6” y “Argentina Austral” de la provincia de Santa Cruz.
Sin dejar de lado las actividades en el comercio que heredó de su padre, en 1969 editó su primer libro: “Bajo cielo sur”, obra que marcaría el inicio de su rica trayectoria literaria que comprende cuarenta libros y treinta y dos cuadernillos titulados “Ayer Aquí”. Muchos de ellos fueron publicados a través del sello “Ediciones del Cedro”, primero, y “Remitente Patagonia”, después, ambos de la escritora, editora y correctora literaria Julia Chaktoura (1948). Fue ella quien, en ocasión del homenaje que organizaron las autoridades municipales de Ingeniero Jacobacci cuando se cumplió el primer aniversario de su muerte, escribió para la Agencia Periodística Patagónica (APP): “Pocas veces he visto un escritor tan prolífico y que cale tan hondo en el sentimiento popular. Ha transitado por la investigación histórica, la poesía y la narrativa costumbrista durante más de setenta años. En estos géneros literarios, ha puesto su creación al servicio del lector popular que siempre reclama ser interpretado y recreado en sus facetas más genuinas. Su vasta obra ha sido vehículo esencial para transmitir la historia viva del habitante del interior patagónico. Fue un observador agudo de la idiosincrasia del hombre de campo y sus anécdotas cotidianas que rescató para que -como él mismo dijo- ‘no se pierdan en los caminos del olvido’. Sus propias vivencias, las de sus antepasados y sus vecinos fueron el material primario que él recogió para alimentar la creación literaria”.
Más adelante agregó: “Su veta de historiador lo incentivó a internarse en los frondosos archivos de la justicia, en las hemerotecas, en la antigua documentación de municipios y juzgados de paz, para sacar a la luz, con la mayor fidelidad, los sorprendentes personajes de sus relatos, quienes dejaron huellas en las arenas de la meseta patagónica. En sus libros aparecen elementos que nos revelan el movimiento migratorio que se produjo en nuestro país a principios del siglo pasado. Mediante el testimonio de diversos testigos directos e informantes calificados, fue recomponiendo la urdimbre que armó el tejido social de diversos pueblos de nuestra región sureña. Así aparecen los primeros mercachifles árabes, los médicos, los maestros que sembraron su saber en tantos parajes ignotos y todos aquellos que hicieron grande a la patria llevando sus conocimientos y su esfuerzo hasta lugares que aún no estaban señalados en los mapas. También están presentes en sus relatos, muchos seres anónimos cuyos nombres no han de figurar en ningún manual escolar, pero que, sin embargo, han tenido una vida singular que vale la pena conocer. La obra de Elías Chucair es un invalorable aporte a la literatura patagónica y a la cultura del país, porque mantiene viva la llama de la memoria colectiva, que es la forma de perdurar que tienen los pueblos inteligentes”.
Entre sus libros pueden citarse “Sur adentro”, “Desde Huillimapú”, “Con viento patagónico”, “Con grillos y silencios”, “Tiempo y distancia”, “La inglesa bandolera y otros relatos”, “Desde Patagonia... De todo un poco”, “Hacia mis raíces... El Líbano” y “Etapas de mi tiempo”. Y entre los fascículos de la colección “Ayer Aquí” -que luego se publicaron en formato libro- se destacan “El Maruchito. Hacedor de milagros en la meseta patagónica”, “Hombre y paisaje”, “Partidas sin regreso de árabes en la Patagonia”, “De umbral adentro”, “El collar del chenque”, “Acercando ayeres”, “Estampas y recuerdos”, “Dejaron improntas”, “Rastreando bandoleros”, “Anécdotas de un rincón patagónico”, “Del archivo de la memoria”, “Los bandidos norteamericanos” y “Breves historias de mi pago”.
Allí empezó a leer los poemas que escribía el sacerdote Raúl Entraigas (1901-1977) publicados en un libro con el título “Bajo el símbolo austral”, lo que despertó su interés por la literatura y lo motivó a escribir. A los dieciséis años abandonó los estudios y comenzó a llevar la contabilidad del negocio paterno. Luego de cumplir con el servicio militar se inició en la política, algo que lo llevó a leer las obras de Domingo F. Sarmiento (1811-1888) y Lisandro de la Torre (1868-1939), y textos sobre Leandro N. Alem (1842-1896) e Hipólito Irigoyen (1852-1933), ambos dirigentes de la Unión Cívica Radical, partido en el que comenzó a militar y en cuya representación sería electo diputado provincial y luego intendente municipal de su ciudad natal en los años ‘60 y ‘70. También, entre los años 1949 y 1958, se desempeñó como corresponsal del diario “Esquel” de la provincia de Chubut, y colaboró en “Hora 6” y “Argentina Austral” de la provincia de Santa Cruz.
Sin dejar de lado las actividades en el comercio que heredó de su padre, en 1969 editó su primer libro: “Bajo cielo sur”, obra que marcaría el inicio de su rica trayectoria literaria que comprende cuarenta libros y treinta y dos cuadernillos titulados “Ayer Aquí”. Muchos de ellos fueron publicados a través del sello “Ediciones del Cedro”, primero, y “Remitente Patagonia”, después, ambos de la escritora, editora y correctora literaria Julia Chaktoura (1948). Fue ella quien, en ocasión del homenaje que organizaron las autoridades municipales de Ingeniero Jacobacci cuando se cumplió el primer aniversario de su muerte, escribió para la Agencia Periodística Patagónica (APP): “Pocas veces he visto un escritor tan prolífico y que cale tan hondo en el sentimiento popular. Ha transitado por la investigación histórica, la poesía y la narrativa costumbrista durante más de setenta años. En estos géneros literarios, ha puesto su creación al servicio del lector popular que siempre reclama ser interpretado y recreado en sus facetas más genuinas. Su vasta obra ha sido vehículo esencial para transmitir la historia viva del habitante del interior patagónico. Fue un observador agudo de la idiosincrasia del hombre de campo y sus anécdotas cotidianas que rescató para que -como él mismo dijo- ‘no se pierdan en los caminos del olvido’. Sus propias vivencias, las de sus antepasados y sus vecinos fueron el material primario que él recogió para alimentar la creación literaria”.
Más adelante agregó: “Su veta de historiador lo incentivó a internarse en los frondosos archivos de la justicia, en las hemerotecas, en la antigua documentación de municipios y juzgados de paz, para sacar a la luz, con la mayor fidelidad, los sorprendentes personajes de sus relatos, quienes dejaron huellas en las arenas de la meseta patagónica. En sus libros aparecen elementos que nos revelan el movimiento migratorio que se produjo en nuestro país a principios del siglo pasado. Mediante el testimonio de diversos testigos directos e informantes calificados, fue recomponiendo la urdimbre que armó el tejido social de diversos pueblos de nuestra región sureña. Así aparecen los primeros mercachifles árabes, los médicos, los maestros que sembraron su saber en tantos parajes ignotos y todos aquellos que hicieron grande a la patria llevando sus conocimientos y su esfuerzo hasta lugares que aún no estaban señalados en los mapas. También están presentes en sus relatos, muchos seres anónimos cuyos nombres no han de figurar en ningún manual escolar, pero que, sin embargo, han tenido una vida singular que vale la pena conocer. La obra de Elías Chucair es un invalorable aporte a la literatura patagónica y a la cultura del país, porque mantiene viva la llama de la memoria colectiva, que es la forma de perdurar que tienen los pueblos inteligentes”.
Entre sus libros pueden citarse “Sur adentro”, “Desde Huillimapú”, “Con viento patagónico”, “Con grillos y silencios”, “Tiempo y distancia”, “La inglesa bandolera y otros relatos”, “Desde Patagonia... De todo un poco”, “Hacia mis raíces... El Líbano” y “Etapas de mi tiempo”. Y entre los fascículos de la colección “Ayer Aquí” -que luego se publicaron en formato libro- se destacan “El Maruchito. Hacedor de milagros en la meseta patagónica”, “Hombre y paisaje”, “Partidas sin regreso de árabes en la Patagonia”, “De umbral adentro”, “El collar del chenque”, “Acercando ayeres”, “Estampas y recuerdos”, “Dejaron improntas”, “Rastreando bandoleros”, “Anécdotas de un rincón patagónico”, “Del archivo de la memoria”, “Los bandidos norteamericanos” y “Breves historias de mi pago”.
Desde 1969
hasta 1990 estuvo a cargo de la dirección del Museo de Ciencias Naturales e
Historia Regional de Ingeniero Jacobacci. También fundó el Centro de Escritorio
de Jacobacci “La Línea de los Sueños”, formó parte de la primera filial de la
Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.) en Río Negro, integró la Federación
Rionegrina de Escritores, presidió en distintas oportunidades la Comisión
Municipal de Cultura y participó en distintos eventos literarios del país,
entre ellos, la tradicional Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En
el año 2000 la Legislatura de Río Negro declaró su obra literaria de Interés
Educativo y Cultural. Luego, en 2018 lo proclamó Embajador Cultural de
Jacobacci y Ciudadano ilustre en reconocimiento a su trayectoria literaria y su
participación política y, en 2011, la Casa de la Historia y Cultura del
Bicentenario de Jacobacci fue bautizada con su nombre.
Lo que sigue a continuación es el cuento “Amigos”, el cual forma parte del libro “Cuentos y relatos patagónicos” publicado en el año 2004.
Lo que sigue a continuación es el cuento “Amigos”, el cual forma parte del libro “Cuentos y relatos patagónicos” publicado en el año 2004.
Desde la muerte de su padre, Modesto Guala se había quedado solo en el rancho, Era hombre de unos treinta años que conocía a la perfección los trabajos del campo; y sólo de vez en cuando, en la época de mayores ocupaciones, tomaba algún peoncito como para que lo sacara de apuros.
Guala era de esos paisanos fuertes, hecho desde chico para todo trabajo, y parecía que lo habían templado los machazos vientos patagónicos. Estaba entregado con un afán irrenunciable al cuidado de sus bienes: una majada de ovejas, algunos yeguarizos y unos cuantos vacunos. Ni por equivocación se arrimaba a los mostradores... Quizás el hecho de haber visto a tantos de su raza fundir lo que tenían por consecuencia de la bebida, le había servido a él para recapacitar muy seriamente sobre ese aspecto y sacar definitivas conclusiones.
En la soledad de sus horas libres se entretenía haciendo sogas, jugando con el Moro -un viejo perro que era de su padre-, tocando la guitarra o simplemente escuchando desde el patio el murmullo del brioso Limay que siempre corría embravecido, especialmente frente a su rancho, donde pasaba encajonado entre altas rocas, las que estrechaban considerablemente su cauce.
En ese hermoso lugar había pasado todos los años de su vida. Rodeado de maitenes siempre verdes y tupidos que servían de reparo a la hacienda y de alimento en los nevadores inviernos, cuando la nieve cubre por mucho tiempo los pastos. No muy lejos se levantaban los picachos desafiantes y de formas caprichosas del Valle Encantado, que junto con los rectos cipreses parecían permanentes vigías de los caminos cordilleranos.
Junto al rancho, en una actitud que parecía proteger a sus viejas paredes, se alzaba un enorme ñire, el que era visitado a diario por los pájaros del lugar que venían a pasar la noche y al día siguiente, desde ese alto mirador, saludaban la salida del sol y despertaban a Guala.
Uno de esos pajaritos del campo, una calandria, se fue familiarizando con el hombre. Quizás porque le encantaba el sonido de la guitarra o porque lo veía tan solitario. Primero comenzó a acercarse hasta el umbral de la puerta, luego se la vio pasar a la cocina y finalmente entregarse mansamente a las caricias de Guala.
El hombre se sentía hasta asombrado de la amistad de la calandria, la que diariamente venía como a saludarlo y a acompañar sus horas; y cuando él tocaba la guitarra ella se quedaba en extraña actitud, como si simplemente lo escuchara en silencio.
Al Moro se lo veía como celoso y resentido, viendo que la calandria se había ganado la amistad y la simpatía de su amigo de jornadas de trabajo y de descanso. Cuando ambos salían a recorrer el campo, la calandria desde el crucero del pozo parecía cuidar todo, alerta y vigilante al extremo.
Un día todo aquello se transformó totalmente y parecía que el rancho y sus inmediaciones se vestían de fiesta. Modesto Guala había traído para compartir sus horas a una linda paisana del lugar... En sus trenzas y en sus ojos parecía que se habían concentrado las noches más oscuras. Se llamaba Rosa y en el pago más de un criollo había perdido el sueño y suspirado por ella.
Ahora en la vida del hombre había más motivos para repartir el tiempo: Rosa, el Moro, la calandria, la hacienda, la guitarra... No obstante ello no dejaba un día en blanco para el Moro y la calandria y sus manos siempre tenían una caricia para el pelo y el plumaje de sus amigos que lo habían acompañado tanto en otras horas. Ahora no era justo olvidarlos...
La calandria continuaba entrando normalmente a la cocina como de costumbre, no le temía a la dueña de casa. Al parecer la había descubierto tan dulce y cariñosa que no le despertaba recelos.
No había transcurrido un año cuando llego un varoncito para completar la alegría y la felicidad del hogar. Era más bonito que la aurora que todas las mañanas pintaba las aguas del impetuoso Limay. Lo llamaron Juan, como para que revivieran en su nombre los dos abuelos que ya no existían.
Mientras tanto, el pájaro amigo cantaba más alegre que nunca su diana mañanera y se había hecho partícipe de la alegría que envolvía al alma de Rosa y Modesto. Juancito desde su cuna gozaba festejando con sonrisas los dulces trinos de la mansa calandria, como si él fuera el destinatario de los mismos.
A medida que pasaba el tiempo, iba creciendo la amistad de Juancito y la calandria. Comenzó a acompañarlo desde que gateaba en el patio intentando aprender los primeros pasos, hasta cuando salía montando el petiso que le regalara el padre al cumplir cinco años.
Cuando el niño salía en su caballito a recorrer las sendas rodeadas de enmarañada vegetación, el ave revoloteando a su alrededor parecía dibujar en el aire halos de protección para su amigo. Todo era felicidad y los días transcurrían sin sombras. Un cielo diáfano, azul y transparente veían los ojos de Rosa y de Modesto.
Pero una noche las horas de alegría se tornaron de inmediato en angustia y desesperación. Una fiebre que quemaba se encendió imprevistamente en las carnes de Juancito y no dio tiempo para llevarlo al pueblo. Todo fue demasiado rápido y la precipitación de los hechos superó todo lo que se podía hacer para evitarlo...
De la noche a la mañana todo cambió de color y el dolor y la angustia pasaron a reemplazar a la alegría y la felicidad que llenaban de luminosidad las horas que vivían... Todo había transcurrido de manera tal que era como increíble ver a la cruel realidad que los rodeaba y menos aún aceptar aquello.
Cuando lo llevaban sin resignación alguna al camposanto, distante una legua de la casa, donde también descansaban los restos de los padres de Modesto, la calandria en silencio, pareciendo entender el drama del momento, revoloteaba sobre el caballo oscuro que llevaba sin vida a su amiguito. Desde entonces, la vida se hizo para Rosa y Modesto una noche sin estrellas. Dejó de sonar la guitarra y la calandria también acongojada se olvidó de su canto...
Para aumentar el frío que invadía todo, el invierno llegó más cruel que nunca. La nieve cubría por semanas los valles cercanos al Limay y se quedó hasta el verano en las crestas más altas de los cerros vecinos.
Todos los domingos Rosa y Modesto, ella en el petiso que era de Juancito y él en el oscuro que lo llevó sin vida, montaban y se iban al camposanto para llevarle flores y con ellos llegaba la calandria. Esto se repetía puntualmente todas las semanas, y de vuelta al rancho con ellos llegaba la calandria, callada y sin trinos. La muerte de su amigo le había silenciado definitivamente su canto.
Una mañana Rosa y Modesto descubrieron sorprendidos la ausencia del pájaro amigo y compañero. No aparecía por ninguna parte. Ni en el refugio que le había preparado Juancito en un hueco del tronco del ñire añoso. Y comenzaron las conjeturas a querer encontrar las explicaciones del caso...
Pensaron que la habría extraviado y muerto el fuerte viento de la noche, que aún continuaba todavía hiriendo las ramas y despeinando las crines del nochero que estaba al reparo de una enramada. Pensaron también preocupados que pudo haberla congelado el intenso frío, que aún mostraba sus rastros en la gruesa escarcha del bebedero de los animales. Todo era posible en esa noche terrible que había quedado atrás, donde el viento y el frío mostraban sus consecuencias.
Cuando llegó el domingo, Rosa y Modesto como de costumbre ya estaban andando el camino conocedor de sus tristezas, pero esta vez sin la calandria. Solamente los acompañaba el Moro que iba ocupado, olfateando todo lo que encontraba a su paso.
Algún ciprés caído y ramas rotas de maitenes hablaban con claridad de la intensidad que había alcanzado el viento que las había azotado. Cuando llegaron al camposanto, encontraron allí, junto a la blanca cruz que señalaba la tumba de Juancito, muerta la calandria. Era un puñado de plumas...