Introducción. Antecedentes y primeros pasos
hacia el liberalismo
Es
innegable la estrecha relación existente entre la historia y la economía. Así como
la economía, al estudiar los procesos de producción, distribución y consumo de
bienes y servicios tiene una gran relevancia explicativa de la historia, los
hábitos de la humanidad que perviven o se disipan a lo largo de la historia
tienen a su vez un impacto real en la economía. Más allá de las modernas
escuelas económicas que usan metodologías propias de las estadísticas y las
matemáticas para estudiar un hecho económico, resulta evidente la necesidad de
una interdisciplinariedad científica entre ambas ciencias sociales para
estudiar la economía no sólo como algo material sino como un hecho asociado a
los conocimientos, las tradiciones, las costumbres y los hábitos inherentes a
las personas dentro de una sociedad.
A grandes rasgos, los sistemas económicos que han existido y predominado a lo largo de la historia pueden dividirse en cuatro categorías. En la prehistoria imperó un sistema en el cual las comunidades humanas se dedicaban a cazar, pescar, recoger leña y recolectar frutos. No existía ningún tipo de organización central ni clases sociales. Estaban organizados en grupos o clanes y eran nómadas. En esta organización social, conocida como “socialismo primitivo”, los productos se distribuían de forma igualitaria, no existían excedentes de producción ya que todas las actividades realizadas eran para cubrir las necesidades básicas. Al final del período Neolítico, con el descubrimiento de los metales, la agricultura y la ganadería, los hombres se convirtieron en sedentarios. Construyeron viviendas estables y, con la aparición de actividades productivas como la alfarería, la elaboración de metales, la confección textil, etc., surgió la propiedad privada. Ya no se consumía lo que se necesitaba ni se compartía con otros integrantes del clan sino que las cosas tenían un dueño.
A grandes rasgos, los sistemas económicos que han existido y predominado a lo largo de la historia pueden dividirse en cuatro categorías. En la prehistoria imperó un sistema en el cual las comunidades humanas se dedicaban a cazar, pescar, recoger leña y recolectar frutos. No existía ningún tipo de organización central ni clases sociales. Estaban organizados en grupos o clanes y eran nómadas. En esta organización social, conocida como “socialismo primitivo”, los productos se distribuían de forma igualitaria, no existían excedentes de producción ya que todas las actividades realizadas eran para cubrir las necesidades básicas. Al final del período Neolítico, con el descubrimiento de los metales, la agricultura y la ganadería, los hombres se convirtieron en sedentarios. Construyeron viviendas estables y, con la aparición de actividades productivas como la alfarería, la elaboración de metales, la confección textil, etc., surgió la propiedad privada. Ya no se consumía lo que se necesitaba ni se compartía con otros integrantes del clan sino que las cosas tenían un dueño.
La cultura antigua estaba asentada en la esclavitud de la inmensa mayoría de los hombres y en la libertad de unos pocos: los ciudadanos de la “Polis” griega o de la “Cives” romana. Tal era la situación del hombre en la civilización clásica. Ni Platón de Atenas (427-347 a.C.) ni Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) ni los juristas romanos se plantearon el problema de la libertad del hombre. Para ellos era una cosa natural la división de la sociedad en esclavos y hombres libres. No existía un ámbito en el cual el hombre pudiese afirmar su libertad ya que carecía de la conciencia de sí mismo como sujeto y como un ser que pudiese implicarse en una situación social que modificase su condición. Desde un punto de vista histórico y con relación al concepto de libertad, en “Vorlesungen über die geschichte der philosophie” (Lecciones sobre la historia de la filosofía) el filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831) explicó: “Los griegos y los romanos -y los asiáticos de ningún modo- nada sabían de este concepto, que el hombre como hombre ha nacido libre, que él es libre. Platón y Aristóteles, Cicerón y los maestros romanos del Derecho -y mucho menos los pueblos- no tenían este concepto, aunque únicamente el pueblo es la fuente del Derecho”.
Así, durante la Edad Antigua, esto es aproximadamente entre los años 4.000 a.C. y 500 d.C., las sociedades comenzaron a organizarse en núcleos urbanos, en los cuales existían grandes diferencias sociales con ciertas capas en posiciones de privilegio y otros estratos sin ningún derecho: los esclavos. El poder político, según la región, estaba en manos de reyes, emperadores o faraones y, con la anuencia de sacerdotes de diversas religiones politeístas, se dio nacimiento a un nuevo sistema económico: el esclavismo. Sus orígenes se remontan a la era de la revolución agrícola, época en la cual se produjeron asentamientos en comunidades agrícolas en las que se hacía necesaria la continua labor de la tierra: para ello se empleaba a los esclavos. Fueron esclavistas las economías de la Mesopotamia, el Antiguo Egipto, Grecia y Roma. Drásticamente, muchos años después durante la época colonial americana, esclavos africanos eran raptados de sus pueblos en el continente y trasladados forzosamente hacia América, donde eran vendidos a latifundistas necesitados de mano de obra.
Luego, durante la Edad Media -que se desarrolló desde la caída del Imperio Romano de Occidente hacia fines del siglo V hasta la llegada de los colonizadores españoles a América a finales del siglo XV-, las sociedades se fragmentaron en pequeños núcleos de población, los feudos. Conformado por tierras cultivables, bosques, fincas, villas y varias parroquias, la parte más importante era el castillo en el que habitaba el señor feudal. En las cercanías del castillo se situaban las villas y humildes casas de los siervos, campesinos que tenían una relación de servidumbre con el señor feudal. También existían los vasallos, nobles de categoría inferior que controlaban las tierras que dependían del señor feudal y su principal deber era guardarle fidelidad además de pagarle impuestos, tributos y ayudarlo en todas las tareas que necesitase, ya fuesen políticas o militares. Así como los vasallos tenían ciertos derechos y deberes con respecto al señor feudal, éste a su vez los tenía con el rey. La economía de este período se basó fundamentalmente en la agricultura, la ganadería, el artesanado y el comercio.
Merced a
la Revolución Francesa y a las controversias que afloraron con ella, las que
caracterizaron toda su época, tuvo lugar el advenimiento de la moderna sociedad
burguesa e industrial. Hegel, en “Grundlinien der philosophie des Rechts” (Principios
de la filosofía del Derecho), analizó los elementos que integraban a dicha
sociedad orgánicamente. Consideró la sociedad civil como el eslabón intermedio,
como “la diferencia entre la familia y el Estado aunque el desarrollo completo
de la misma ha tenido lugar más tarde que el del Estado”. A la sociedad civil
Hegel la definió como fundada en un sistema de universal dependencia en la que
la realización de un fin egoísta estaba condicionado por la universalidad, de
modo que “la subsistencia y el bienestar del individuo y de su existencia
honesta están entrelazados con la subsistencia, el bienestar y el derecho de
todos. Están fundados en este hecho y sólo en esta relación son reales y están
asegurados”.
El gran filósofo alemán tuvo en aquel tiempo una visión global de la sociedad burguesa, la que estaba en trance de consolidarse en Europa, y de los factores fundamentales que en el orden social y económico la llevaban a expandirse. Asimismo reconoció en ella la dialéctica inmanente que iba a impulsarla hacia su efectiva universalidad. Hegel supo ver y poner al descubierto en la sociedad burguesa las nacientes relaciones de producción con sus principales implicaciones. Para él, uno de los principales momentos que, juntamente con la realidad universal de la libertad, contenía la sociedad burguesa era el que representaba el “sistema de las necesidades", el cual consistía en “la mediación de la necesidad y en la satisfacción del individuo por su trabajo, y la satisfacción de las necesidades de todos los restantes por el trabajo”. Este sería entonces el supuesto básico constitutivo de la sociedad burguesa.
En su ensayo “Dialéctica e historia” el filósofo argentino Carlos Astrada (1894-1970) explicó que, para Hegel, “el orden social se asentaba políticamente en la libertad civil, en el trabajo y en la división del trabajo, factores que constituían un nexo orgánico. En virtud de su propia dialéctica la sociedad burguesa iba a ser impelida más allá de sí misma ‘para buscar fuera de ella, en otros pueblos, consumidores de los medios que ella posee en abundancia... y también los medios necesarios de subsistencia’. Hegel supo reconocer en la sociedad burguesa europea la capacidad para desarrollarse plenamente sobre la base del intercambio con otras sociedades, merced a su propia fuerza expansiva. Percibió claramente que ella sería impulsada a la colonización -‘esporádica o sistemáticamente’- de otras zonas del planeta y ‘mediante esto, por un lado procurar para una parte de su población en un nuevo terreno el retorno al principio de la familia, y por otro lado proporcionarse a sí misma una nueva necesidad y campo para su laboriosidad. La sociedad burguesa será impulsada a establecer colonias. El aumento de la población tiene ya por sí este efecto, pero particularmente surge una multitud que no puede obtener la satisfacción de sus necesidades por medio de su trabajo, cuando lo requerido por el consumo supera a la producción’. Las funciones propias, y en incremento, de la sociedad burguesa iban a integrarse en una unidad más dinámica y productiva mediante la incorporación de la técnica, el empleo de la máquina. Y Hegel fue el primero que señaló las consecuencias de la introducción de la máquina en el plexo social del trabajo”.
El gran filósofo alemán tuvo en aquel tiempo una visión global de la sociedad burguesa, la que estaba en trance de consolidarse en Europa, y de los factores fundamentales que en el orden social y económico la llevaban a expandirse. Asimismo reconoció en ella la dialéctica inmanente que iba a impulsarla hacia su efectiva universalidad. Hegel supo ver y poner al descubierto en la sociedad burguesa las nacientes relaciones de producción con sus principales implicaciones. Para él, uno de los principales momentos que, juntamente con la realidad universal de la libertad, contenía la sociedad burguesa era el que representaba el “sistema de las necesidades", el cual consistía en “la mediación de la necesidad y en la satisfacción del individuo por su trabajo, y la satisfacción de las necesidades de todos los restantes por el trabajo”. Este sería entonces el supuesto básico constitutivo de la sociedad burguesa.
En su ensayo “Dialéctica e historia” el filósofo argentino Carlos Astrada (1894-1970) explicó que, para Hegel, “el orden social se asentaba políticamente en la libertad civil, en el trabajo y en la división del trabajo, factores que constituían un nexo orgánico. En virtud de su propia dialéctica la sociedad burguesa iba a ser impelida más allá de sí misma ‘para buscar fuera de ella, en otros pueblos, consumidores de los medios que ella posee en abundancia... y también los medios necesarios de subsistencia’. Hegel supo reconocer en la sociedad burguesa europea la capacidad para desarrollarse plenamente sobre la base del intercambio con otras sociedades, merced a su propia fuerza expansiva. Percibió claramente que ella sería impulsada a la colonización -‘esporádica o sistemáticamente’- de otras zonas del planeta y ‘mediante esto, por un lado procurar para una parte de su población en un nuevo terreno el retorno al principio de la familia, y por otro lado proporcionarse a sí misma una nueva necesidad y campo para su laboriosidad. La sociedad burguesa será impulsada a establecer colonias. El aumento de la población tiene ya por sí este efecto, pero particularmente surge una multitud que no puede obtener la satisfacción de sus necesidades por medio de su trabajo, cuando lo requerido por el consumo supera a la producción’. Las funciones propias, y en incremento, de la sociedad burguesa iban a integrarse en una unidad más dinámica y productiva mediante la incorporación de la técnica, el empleo de la máquina. Y Hegel fue el primero que señaló las consecuencias de la introducción de la máquina en el plexo social del trabajo”.
Naturalmente,
el liberalismo económico desde su mismo nacimiento tuvo muchas disputas y
controversias, debido a su arquitectura ideológica basada fundamentalmente en
la defensa de los derechos individuales en desmedro de los derechos colectivos.
Puede decirse que desde la Reforma Protestante llevada adelante por el teólogo
y filósofo alemán Martín Lutero (1483-1546) hasta el estallido de la Revolución
Francesa, se produjeron cambios radicales que afectaron la vida económica de
Europa, dando como resultado tendencias opuestas a las imperantes en los
tiempos del feudalismo. Los conceptos e instituciones que hasta entonces
parecían inmutables comenzaron a evolucionar vertiginosamente, la ciencia ganó
terreno, se impuso la idea del progreso ilimitado y el individualismo alcanzó
su máxima expresión a la par de un carácter autoritario creciente a medida que
las contradicciones sociales del capitalismo liberal se fueran agravando.
Según la Real Academia Española son varias las acepciones que tiene el adjetivo “liberal”, entre ellas “generoso o que obra con liberalidad”, “que se comporta o actúa de una manera alejada de modelos estrictos o rigurosos”, “comprensivo, respetuoso y tolerante con las ideas y los modos de vida distintos de los propios”, etc. Por supuesto también hace referencia al partidario del liberalismo entendido éste como modelo económico. Originalmente, en la literatura del Siglo de Oro, se empleaba el término en el sentido original del latín, “liberalis”: desprendido. Según el Diccionario de Autoridades, un diccionario histórico de la lengua española que se publicó entre 1726 y 1739, el epíteto liberal significaba “generoso, bizarro, y que sin fin particular ni tocar en el extremo de la prodigalidad, graciosamente da y socorre no sólo a los menesterosos sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien”.
Alguna vez el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz (1914-1998) expresó que la palabra liberal “aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una ideología, era una virtud”. Efectivamente, ya a comienzos del siglo XVII aparece este término en relevantes obras como la novela “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), el poema “Esto es amor” de Lope de Vega (1562-1635) o la obra dramática “El alcalde de Zalamea” de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681); y aún en el siglo XIX, en el cuento “The masque of the red death” (La máscara de la muerte roja) de Edgar Allan Poe (1809-1849) o en la novela “Great expectations” (Grandes esperanzas) de Charles Dickens (1812-1870). En todas ellas la palabra “liberal” hace referencia a una persona de espíritu abierto, afable, honrado, decente, tolerante, es decir, no tenía una connotación política ni económica, sólo urbana y ética.
Según la Real Academia Española son varias las acepciones que tiene el adjetivo “liberal”, entre ellas “generoso o que obra con liberalidad”, “que se comporta o actúa de una manera alejada de modelos estrictos o rigurosos”, “comprensivo, respetuoso y tolerante con las ideas y los modos de vida distintos de los propios”, etc. Por supuesto también hace referencia al partidario del liberalismo entendido éste como modelo económico. Originalmente, en la literatura del Siglo de Oro, se empleaba el término en el sentido original del latín, “liberalis”: desprendido. Según el Diccionario de Autoridades, un diccionario histórico de la lengua española que se publicó entre 1726 y 1739, el epíteto liberal significaba “generoso, bizarro, y que sin fin particular ni tocar en el extremo de la prodigalidad, graciosamente da y socorre no sólo a los menesterosos sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien”.
Alguna vez el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz (1914-1998) expresó que la palabra liberal “aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una ideología, era una virtud”. Efectivamente, ya a comienzos del siglo XVII aparece este término en relevantes obras como la novela “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), el poema “Esto es amor” de Lope de Vega (1562-1635) o la obra dramática “El alcalde de Zalamea” de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681); y aún en el siglo XIX, en el cuento “The masque of the red death” (La máscara de la muerte roja) de Edgar Allan Poe (1809-1849) o en la novela “Great expectations” (Grandes esperanzas) de Charles Dickens (1812-1870). En todas ellas la palabra “liberal” hace referencia a una persona de espíritu abierto, afable, honrado, decente, tolerante, es decir, no tenía una connotación política ni económica, sólo urbana y ética.
Muy lejos están estas apreciaciones del sentido que le dio la doctrina económica surgida a mediados del siglo XVII con la intención de refutar y desplazar a los regímenes despóticos y absolutistas que gobernaban la Europa de entonces. Según sus exégetas, el liberalismo se basa en la libertad individual, el estado de derecho, la defensa de la propiedad privada y la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Así, desde el punto de vista económico, propone limitar el papel que desempeña el gobierno en la economía de un país de modo que sean los empresarios los que realicen sus actividades comerciales según su propia iniciativa. Por otro lado, desde el punto de vista político, preconiza la libertad de pensamiento, de expresión y de asociación para poder lograr sus objetivos. Y, por último, desde el punto de vista social, acepta que el Estado propicie un marco regulatorio igualitario para todos en lo concerniente a la salud, la educación y otros servicios públicos.
Son numerosos los pensadores que contribuyeron con visiones no siempre similares al desarrollo de la epistemología y la filosofía política de la noción de Estado. Uno de los primeros fue el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) quien en su obra “Leviathan” (Leviatán) desarrolló una teoría del Estado basada en el contractualismo, un contrato social en el que cada individuo celebra una suerte de pacto por el cual le transfiere el poder a un soberano y este a su vez le garantiza alcanzar el orden, la paz y la seguridad, dando origen de esta manera al Estado moderno. Dado que los hombres eran naturalmente antisociales y estaban dominados por la ambición, la avaricia, la cólera y otras pasiones que lo llevaban a una situación de permanente conflicto -algo que denominó “guerra de todos contra todos” en la que “el hombre es un lobo para el hombre”- era necesaria la presencia de un Estado que regulase esos arrebatos.
Hobbes escribió este ensayo en el contexto de la guerra civil que asolaba a Inglaterra y en la cual se enfrentaban antiguos y nuevos poderes políticos y económicos. Con su trabajó intentó demostrar las razones por las cuales todos los estamentos sociales -incluida la Iglesia misma, que por ese entonces disputaba el poder político con la Corona-, debían estar sometidos a la soberanía de un Estado. Tiempo después, el también filósofo inglés John Locke (1632-1704) desarrolló los principios del liberalismo y promovió la defensa de la propiedad y la igualdad ante la ley y el Estado. En su ensayo “Two treatises of government” (Dos tratados sobre el gobierno civil) publicado en 1689, afirmó que “el Estado en el que naturalmente se hallan los hombres es un Estado de perfecta libertad para ordenar sus actos. Es también un Estado de igualdad en el que todo el poder y la jurisdicción son recíprocos”.