27 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

V. El Octubre Rojo / La República de Weimar
 
El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia había sido fundado en Minsk en 1898 por Gueorgui Plejánov (1856-1918). En 1903, las controversias ideológicas y programáticas que se pusieron de manifiesto durante su 2º Congreso, llevaron a que el Partido se dividiera entre bolcheviques (miembros de la mayoría) y mencheviques (miembros de la minoría). La fracción de los primeros era dirigida por Lenin, mientras que la de los segundos lo era por Yuli Mártov (1873-1923). Para ambas alas era necesario derribar el orden feudal como paso previo a la destrucción del orden burgués por parte del proletariado. Sin embargo, las discrepancias surgieron a la hora de analizar el papel que debía desempeñar la burguesía en la revolución y el carácter que debía tener el partido.
Mientras los mencheviques opinaban que el socialismo sólo se podía alcanzar después de desarrollar una sociedad burguesa con un proletariado urbano que modernizara la Rusia agraria y se alcanzara un alto nivel de industrialización, los bolcheviques partían de la base de la incapacidad de la burguesía para protagonizar una revolución propia. Además, los mencheviques defendían un partido de masas según el modelo de la socialdemocracia europea, mientras que los bolcheviques concebían un partido de combate, formado por revolucionarios profesionales y con una férrea disciplina.
Finalmente, mientras se celebraba la apertura del 2º Congreso de los Sóviets, en el cual fue ostensible la mayoría bolchevique y la debilidad menchevique, cerca de la medianoche del 25 de octubre (según el calendario juliano en vigencia por entonces en Rusia), Lenin, disfrazado y acompañado únicamente por un guardaespaldas, llegó al Instituto Smolny -sede del Soviet de Petrogrado- y desde allí siguió el accionar del Comité Militar Revolucionario a cargo de Nikolái Podvoiski (1880-1948) y Vladímir Ovséyenko (1883-1939), ambos supervisados por León Trotsky (1879-1940). En el transcurso de esa noche, marinos, soldados y destacamentos de obreros que conformaban la Guardia Roja ocuparon la oficina central de correos, la central eléctrica, la central telefónica, el Banco Estatal, el Tesoro y las más importantes estaciones del ferrocarril prácticamente sin resistencia. Al amanecer, casi toda la ciudad salvo el Palacio de Invierno se hallaba bajo el control del Sóviet de Petrogrado.


A primera hora de la mañana los mandos militares comunicaban al gobierno la gravedad de la situación. Poco después, Kérenski abandonó la ciudad con el objetivo de reunir tropas leales que aplastasen la revuelta, algo que recién pudo encontrar en Peskov, una ciudad localizada a unos 20 km. al este de la frontera con Estonia. Allí logró convencer al general Piotr Krasnov (1869-1947) de reunir algunas unidades militares para marchar sobre la capital. En los alrededores de la misma mantuvieron algunos combates de poca envergadura y finalmente, ante la evidente derrota, se dispersaron en la retirada. Finalmente Kérenski, protegido por la pequeña cantidad de soldados leales que le quedaban, huyó a Francia vestido de marinero.
El golpe definitivo llegó con la toma del Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional. El mismo Lenin anunció a toda Rusia la caída del gobierno y la victoria de los bolcheviques, y la revolución no tardó en extenderse al resto del país. El periodista estadounidense John Reed (1887-1920), que en 1914 como corresponsal de la revista “Metropolitan Magazine” había escrito una crónica de la Revolución Mexicana balo el título “Insurgent Mexico” (México insurgente), fue testigo presencial de estos acontecimientos, ahora como corresponsal de la revista “The Masses”, una experiencia que volcó en 1919 en “Ten days that shook the world” (Diez días que conmovieron al mundo), un libro que se convertiría en un clásico al ofrecer una mirada viva de aquellas jornadas que cambiaron la historia.
En él dijo de Lenin: “Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad -y líder merced exclusivamente a su intelecto-, ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente. Firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en la que se conjugaban la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual”.


Las razones del triunfo de Lenin no sólo se debieron a estas cualidades; expresamente estuvieron vinculadas a la estrategia bolchevique de centrar sus demandas en el fin de la guerra (lo que les atrajo el apoyo de los soldados y las clases populares) y el reparto de tierras (que les permitió contar con la simpatía del campesinado). Fundó el Consejo de Comisarios del Pueblo, al que presidió, y cumplió sus promesas iniciales al apartar a Rusia de la guerra mundial mediante la firma del Tratado de Brest-Litowsk y al repartir a los campesinos tierras expropiadas a los grandes terratenientes. Cuando el Congreso aprobó sus mociones, los mencheviques se retiraron en protesta por esas acciones. Esta división alentó a generales zaristas contrarrevolucionarios a intentar derrocar al gobierno bolchevique, lo cual dio inicio a una Guerra Civil que se extendería hasta 1923. Para hacer frente a la rebelión Trotsky fue designado Comisario de Guerra para encargarse de la organización del Ejército Rojo, con el que consiguió resistir al ataque combinado del contrarrevolucionario Ejército Blanco y tropas extranjeras. Una vez recuperado el control del antiguo imperio de los zares se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a la que se dotó del carácter de organización formal con la Constitución de 1923.
El filósofo húngaro György Lukács (1885-1971) escribiría años más tarde en su obra “Lenin. Studie über den zusammenhang seiner gedanken” (Lenin. La coherencia de su pensamiento) que la revolución encabezada por Lenin no revestía las características de la forma “clásica” que proponía Marx en "Grundrisse der kritik der politischen ökonomie” (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política), aquella que argüía que una sociedad económica y socialmente atrasada no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productivas que pueda contener. “Lenin -dice Lukács- nunca dudó que la Revolución Rusa era algo excepcional, no del todo conforme con los juicios del marxismo. Citando en su escrito sobre la ‘enfermedad infantil del comunismo’, habla del significado internacional de la Revolución Rusa, destaca enérgicamente, con razón, su trascendencia. Sin embargo, no olvida agregar de inmediato: ‘Naturalmente, sería un error muy serio exagerar esa verdad y extenderla más allá de algunos rasgos fundamentales de nuestra revolución. Igualmente sería un error hacer caso omiso a que, después de la victoria de la revolución proletaria, aunque sea en un sólo país avanzado con toda seguridad se producirá un cambio súbito’”.
“No es muy difícil -continúa Lukács- comprender en qué pensaba Lenin cuando hablaba de este cambio. La transformación de una sociedad capitalista en una sociedad socialista es, sobre todo y ante todo, una cuestión económica. Cuanto más desarrollado está el capitalismo en un país donde triunfa la revolución, tanto más inmediatas, decisivas y adecuadas serán en su economía las tareas específicas del socialismo. A la inversa, en un país atrasado en este sentido, necesariamente deben ser puestos en el orden del día una serie de problemas que en un sentido puramente económico, es decir, normalmente según su esencia, hubieran sido competencia del desarrollo del capitalismo. Se trata, por un lado, del grado de desarrollo cuantitativo y cualitativo de la gran industria en los sectores decisivos de la producción en masa; por otro lado, de una distribución de la población entre las ramas decisivas de la producción que pueda garantizar el necesario equilibrio dinámico, la interacción y el desarrollo, el funcionamiento normal de la agricultura y de la industria en las diferentes ramas de la vida económica. En 1917, nadie puso en duda que la producción capitalista del imperio ruso estaba muy lejos aún de este nivel”.
Y agregó: “Admitir este estado de cosas, ¿no nos lleva a suponer que el derrocamiento violento del régimen capitalista en las grandes jornadas de Octubre, tal como desde el principio lo pretendió la socialdemocracia liberal, fue un ‘error’? No. Las grandes decisiones históricas, las resoluciones revolucionarias, no se imaginan nunca en el gabinete de los sabios de la ‘teoría pura’. Son respuesta a las alternativas que un pueblo que se ha puesto en movimiento impone a los partidos y a sus dirigentes en la realidad, desde el terreno cotidiano hasta las resoluciones políticas más importantes. La lucha de los bolcheviques por el poder estatal se unió así naturalmente con el deseo ardiente de millones de seres humanos de que terminara inmediatamente la guerra. Este problema real, que constituyó una motivación central para la mayoría de la población, se convirtió así en un momento decisivo en las alternativas concretas de Octubre: bajo las condiciones dadas entonces el fin inmediato de la guerra podía conducir al derrocamiento del régimen burgués-democrático”.


Recién después de la culminación exitosa de la Guerra Civil se planteó abiertamente, en el centro de la vida soviética, la problemática económica de esta forma no clásica de transición. Cuando Lenin se abocó a este conjunto de problemas a nivel teórico no olvidó destacar que se trataba de algo esencialmente nuevo. En tales circunstancias, pensó que la revolución se le iba de las manos y se enfocó en la situación económica de los millones de campesinos y proletarios que la Guerra Civil había aniquilado. Fue entonces que resolvió adoptar medidas urgentes, las que se formularon en el programa llamado Nueva Política Económica (NEP). Se hicieron algunas concesiones a la iniciativa privada y se dejó un cierto margen para las inversiones extranjeras con el fin de restablecer la producción y el comercio. En el informe que presentó en 1922 al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (nombre que adoptó la facción bolchevique en marzo de 1918), haciendo una autocrítica poco común en un líder revolucionario, Lenin dijo: “La tarea fundamental decisiva, antepuesta a todas las otras, de la Nueva Política Económica es la construcción de la vinculación entre la economía que hemos comenzado a construir (muy mal, muy torpemente, pero sin embargo la hemos comenzado sobre la base de una economía socialista totalmente nueva, una nueva producción, una nueva distribución) y la economía campesina, que es la economía de millones y millones de trabajadores”.
La intensa actividad que desarrolló en aquellos tiempos fue perjudicial para su salud. El estrés, las jaquecas y el insomnio se hicieron frecuentes en su vida. Entre 1922 y 1924 sufrió tres infartos cerebrales, el último de los cuales le produjo la muerte. Poco antes de morir dictó su testamento, en el cual, entre otras cosas expresó: “El camarada Stalin, que se ha convertido en Secretario General, ha concentrado un poder inconmensurable en sus manos, y no estoy seguro de que sepa usar el poder con suficiente precaución en todo momento. Stalin es demasiado grosero y este defecto, aunque bastante tolerable en nuestro medio y en los tratos entre nosotros, los comunistas, se vuelve intolerable en un Secretario General. Por eso sugiero que los camaradas piensen cómo eliminar a Stalin del cargo y nombrar a otro hombre en su lugar que, en todos los demás aspectos, difiera del camarada Stalin en una sola ventaja, a saber, que sea más tolerante, más leal, más cortés, más considerado con los demás camaradas y menos caprichoso”. En cambio, se deshacía en elogios hacia Trotsky, al que calificaba como “el hombre más capaz del actual Comité Central del Partido”. El despliegue de un estado burocrático y autoritario y las políticas represivas -incluido el asesinato de Trotsky- llevadas adelante durante el estalinismo demostraron que tenía razón.
La Revolución Rusa tuvo un inmediato impacto mundial, y supuso un ejemplo para los procesos revolucionarios o de intensa movilización social que se vivían en varios países de Europa. En Alemania, por ejemplo, el hecho de ser derrotada en la Gran Guerra la condujo -tras un motín de marineros apoyados por obreros- a la extinción de la monarquía de Guillermo de Hohenzollern (1859-1941) quien, con el título de Kaiser (emperador), gobernaba el imperio desde 1888. Tras firmar el Tratado de Paz de Versalles el 28 de junio de 1919, el Imperio Alemán se vio obligado a pagar indemnizaciones a los países vencedores, y tuvo que ceder los territorios de Alsacia y Lorena a Francia, una parte de Prusia a Polonia, y las colonias de ultramar se repartieron entre Australia, Bélgica, Francia, Inglaterra y Japón. Todo esto provocó una profunda crisis social y económica.


Ya desde 1918 la sociedad estaba dividida. Mientras para los sectores burgueses el fracaso militar supuso un agravio al orgullo nacionalista, las clases trabajadoras, agotadas y desesperanzadas, esperaban el fin del conflicto bélico. En 1914, después de que el Partido Socialdemócrata apoyara la declaración de guerra de Alemania al Imperio ruso, dirigentes socialistas crearon la Liga Espartaquista. Fueron sus principales mentores el abogado Karl Liebknecht (1871-1919), la antes citada economista Rosa Luxemburgo y la gran luchadora por los derechos de la mujer Clara Zetkin (1857-1933). Fueron ellos quienes, el 31 de diciembre de 1918, fundaron el Partido Comunista de Alemania (KPD).
En enero de 1919 se reunió en la ciudad de Weimar la Asamblea Nacional Constituyente y se celebraron elecciones, en las cuales resultó triunfador el socialdemócrata Friedrich Ebert (1871-1925). Esto dio paso al inicio de la República de Weimar, la cual a pesar de no tener éxito fue la primera democracia parlamentaria alemana. Se estableció un parlamento de dos Cámaras y un régimen federal de carácter presidencialista que otorgaba al presidente especiales poderes para gobernar mediante decretos en casos de emergencia. La mayoría parlamentaria quedó en manos de los socialdemócratas apoyados por los liberales y los católicos, seguidos por los socialistas independientes. En desacuerdo con estas medidas, los socialistas más radicales agrupados en los “Arbeiter und Soldatenräte”
(Consejos de Trabajadores y Soldados) intentaron llevar a cabo una revolución en Berlín. Grupos armados salieron a las calles y ocuparon edificios oficiales y redacciones de periódicos. Liebknecht y Luxemburgo, que en un principio se oponían a la rebelión, terminaron apoyándola tras llegar a la conclusión de que una conducta dubitativa de los espartaquistas podía anular su influencia sobre las masas.
Tras doce días de enfrentamientos, el alzamiento fue derrotado por un ejército conjunto formado por mercenarios socialdemócratas, restos del ejército imperial alemán y los llamados “freikorps”, cuerpos paramilitares de extrema derecha que ejercieron una represión brutal. Centenares de espartaquistas fueron ejecutados en las semanas que siguieron a la sublevación. Luxemburgo y Liebknecht fueron detenidos por un comando dirigido por el jefe de los paramilitares Waldemar Pabst (1880-1970) quien, siguiendo órdenes del presidente Ebert y del ministro de Defensa Gustav Noske (1868-1946), el 15 de enero ordenó ejecutarlos. Karl Liebknecht recibió un tiro en la nuca y su cuerpo fue enterrado en una fosa común, en tanto Rosa Luxemburgo -la “Rosa roja” como se la llamaba- fue derribada a culatazos por el soldado Otto Runge (1875-1945), luego recibió un disparo en la cabeza por parte del teniente Kurt Vogel (1889-1967) y finalmente fue arrojada al canal Landwehr. Su cuerpo aparecería cinco meses después. Los crímenes quedaron impunes. Runge y Vogel pertenecían por entonces al Reichsheer (Ejército Imperial), el cual unos años después se transformaría en la Wehrmacht (Fuerza de Defensa), las fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi.