II. Adam Smith y Karl Marx, las dos caras de una misma moneda
Hace poco
más de una década, el historiador y doctor en Ciencias Políticas belga Éric
Toussaint (1954), cofundador y portavoz del CADTM (Comité para la Anulación de
la Deuda del Tercer Mundo), una ONG (Organización No Gubernamental) miembro del
consejo internacional del Foro Social Mundial, escribió un artículo titulado “Adam
Smith est plus proche de Karl Marx que de ceux qui l’encensent aujourd’hui” (Adam
Smith está más cerca de Karl Marx que de los neoliberales que actualmente lo
ensalzan) en el cual, entre otras cosas expresó: “Una de las diferencias
fundamentales entre Adam Smith y Karl Marx es que el primero, si bien era
consciente de la explotación del obrero por el patrono, apoyaba a los patronos
mientras que el segundo estaba por la emancipación de los obreros. En las
siguientes citas descubrimos que lo que escribió Adam Smith en los años de 1770
no está tan alejado de lo que escribieron Karl Marx y Friedrich Engels setenta
años después, en el famoso ‘Manifiesto Comunista’. Según Adam Smith: ‘Por lo
general, el trabajador de la manufactura añade, al valor de los materiales
sobre los que trabaja, el de su propio mantenimiento y el beneficio de su
patrono’”. “Traducido en términos marxistas -agrega Toussaint-, eso
significa que el obrero reproduce en el transcurso de su trabajo el valor de
una parte del capital constante, es decir, los medios de producción -la
cantidad de materias primas, de energía, la fracción del valor del equipo
técnico utilizado, etc.- que entran en la producción de una mercadería
determinada, al que se agrega el capital variable correspondiente a su salario
y el beneficio de su patrono, lo que Marx denominó plusvalía. Karl Marx y Adam
Smith, en épocas diferentes, consideraron que el patrono no produce valor,
cuando, por el contrario, es el obrero el que lo produce. Según Adam Smith, el
obrero crea valor... sin ningún coste para el capitalista: ‘Aunque el patrono
adelante los salarios a los trabajadores, en realidad éstos no le cuestan nada,
ya que el valor de tales salarios se repone junto con el beneficio en el mayor
valor del objeto trabajado’”, concluye Toussaint.
Otro tema
que ambos economistas examinaron fue el de las clases sociales. Smith, en el capítulo
XI del libro I de “La riqueza de las naciones”, consideraba que había tres
clases sociales fundamentales: la clase de los terratenientes, la clase de los
trabajadores y la clase capitalista. “Todo el producto anual de la tierra y el
trabajo de cualquier país o, lo que viene a ser lo mismo, el precio conjunto de
dicho producto anual, se divide de un modo natural en tres partes: la renta de
la tierra, los salarios del trabajo y los beneficios del capital,
constituyendo, por tanto, la renta de tres clases de la sociedad: la que vive
de la renta, la que vive de los salarios y la que vive de los beneficios. Estas
son las tres grandes clases originarias y principales de toda sociedad
civilizada”.
Al hablar de la clase de los rentistas, o sea, de los terratenientes, afirmó: “Es la única de las tres clases, que percibe su renta sin que le cueste trabajo ni desvelos, sino que la percibe de una manera en cierto modo espontánea, independientemente de cualquier plan o proyecto propio para adquirirla. Esa indolencia, consecuencia natural de una situación tan cómoda y segura, no sólo convierte a los miembros de esta clase a menudo en ignorantes, si no en incapaces para la meditación necesaria para prever y comprender los efectos de cualquier reglamentación pública”. En cuanto a la clase de los trabajadores escribió: “El interés de la segunda clase, la que vive de los salarios, está tan vinculado con el interés general de la sociedad como el de la primera. Sin embargo, aun cuando el interés del trabajador está íntimamente vinculado al de la sociedad, es incapaz de comprender ese interés o de relacionarlo con el propio. Su condición no le deja tiempo suficiente para recibir la información necesaria, y su educación y sus hábitos son tales que le incapacitan para opinar, aún en el caso de estar totalmente informado. Por ello, en las cuestiones públicas su opinión no se escucha ni considera, excepto en las ocasiones en que los patronos fomentan, apoyan o promueven sus reclamaciones, no por defender los intereses del trabajador, sino los suyos propios”.
Y, por último, concluyó: “La tercera clase la constituyen los patronos, o sea, los que viven de beneficios. El capital empleado con intención de obtener beneficios pone en movimiento la mayor parte del trabajo útil en cualquier sociedad. Dentro de esta clase, los comerciantes y fabricantes son las dos categorías de personas que habitualmente emplean los mayores capitales, y que con su riqueza atraen la mayor parte de la consideración de los poderes públicos hacia sí. Cualquier propuesta de una nueva ley o reglamentación del comercio que provenga de esta clase deberá analizarse siempre con gran precaución, y nunca deberá adoptarse sino después de un largo y cuidadoso examen, efectuado no sólo con la atención más escrupulosa sino con total desconfianza, pues viene de una clase de gente cuyos intereses no suelen coincidir exactamente con los de la comunidad y que tienden a defraudarla y a oprimirla, como ha demostrado la experiencia en muchas ocasiones”.
Algunas décadas más tarde, en el capítulo 52 del volumen III de “Das kapital” (El capital), otra obra fundamental en la historia de las ciencias económicas también publicada en Londres, Marx asimismo se refirió a las clases sociales. Allí escribió: “Los propietarios de la simple fuerza de trabajo, los propietarios de capital y los propietarios de la tierra, cuyas fuentes respectivas de ingresos son el salario, la ganancia y la renta del suelo, es decir, los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes, constituyen los tres grandes clases de la sociedad moderna basada en el modo capitalista de producción”. Y especificó: “Es en Inglaterra, indiscutiblemente, donde más desarrollada se halla y en forma más clásica la sociedad moderna en su estructuración económica. Sin embargo, ni aquí se presenta en toda su pureza esta división de la sociedad en clases. También en la sociedad inglesa existen fases intermedias y de transición que oscurecen en todas partes las líneas divisorias”.
Si bien, a lo largo de la historia, la división de las sociedades en clases originadas en los diferentes modelos de organización política (amos/esclavos, patricios/plebeyos, señores feudales/siervos, burgueses/proletarios) era un fenómeno conocido mucho antes que Marx y su amigo y colaborador Friedrich Engels (1820-1895) escribieran sobre ella, es a ellos a quienes se les debe la teoría científica sobre dicha estratificación social. Ya en el siglo XVI el filósofo y teórico político italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) hizo alguna reflexión teórica sobre este fenómeno en su obra “Il príncipe” (El príncipe). Pero sería Marx quien le daría a este antagonismo social la entidad primordial para comprender la historia humana.
Había nacido así la doctrina filosófica conocida como materialismo histórico, término que fue acuñado por el filósofo, historiador, sociólogo y economista ruso Gueorgui Plejánov (1856-1918) en varios de los ensayos de su autoría que fueron recopilados y publicados en París en 1897 bajo el título “Essais sur la conception materialiste de l'histore” (Ensayos sobre la concepción materialista de la historia). Para Marx y Engels, las transformaciones sociales a lo largo de la historia eran producto de los cambios ocurridos en los modos de producción, esto es, en las actividades económicas de las sociedades, los que invariablemente condicionaban los procesos políticos y sociales.
En ese sentido, en 1859 Marx escribió en el prólogo de su obra “Zur kritik der plitischen oekonomie” (Contribución a la crítica de la economía política): “En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general”.
Otro tanto hizo Engels en 1877 en “Herr Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring) -obra que sería conocida como “Anti-Dühring”-: “La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia, la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo en que se intercambia lo producido”.
El filósofo alemán Johann Fichte (1762-1814) sostenía en “Grundlage der gesamten wissenschaftslehre” (Fundamento de toda la doctrina de la ciencia) que “el idealismo ve que la realidad deriva de la conciencia, la idea o el espíritu mientras que el materialismo ve que la conciencia, la idea o el espíritu derivan de la materia”. Por su parte, el psicoanalista y filósofo alemán Erich Fromm (1900-1980) afirmaba en “Das menschenbild bei Marx” (Marx y su concepto del hombre) que “el materialismo es una concepción filosófica que sostiene que la materia en movimiento es el elemento fundamental del universo”, es decir, se trata de un proceso que considera al hombre real en sus condiciones económicas y sociales, no sólo en sus ideas, puesto que el modo de producción -esto es, la materia en movimiento- determina su pensamiento y sus ideas.
Efectivamente, en “Zur kritik der politischen ökonomie” (Una contribución a la crítica de la economía política) Marx escribió: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre lo que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”. Y en “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana), Marx y Engels aseveraron que “el modo como los hombres producen sus medios de vida es ya más bien un modo determinado de la actividad de estos individuos, de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Los individuos son tal y como manifiestan su vida. Lo que son los individuos coincide, por tanto, con su producción, es decir, tanto con lo que producen como con el modo como producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones sociales de producción”.
Para Marx y Engels ninguno de los modos de producción surgía como consecuencia de la naturaleza humana, y consideraban que la búsqueda del máximo de ganancias no era el fin universal del hombre. La evolución histórica estaba directamente condicionada por el antagonismo entre las distintas clases sociales, algo que derivaba del conflicto de intereses que genera la estructura social propia del capitalismo. Para ellos, la propiedad privada de los medios de producción era la clara expresión de este antagonismo. Así lo expresaron en el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista): “¿Es que el trabajo asalariado, el trabajo del proletario, crea propiedad para el proletario? De ninguna manera. Lo que crea es capital, es decir, la propiedad que explota al trabajo asalariado y que no puede acrecentarse sino a condición de producir nuevo trabajo asalariado para volver a explotarlo”.
Muy lejos se sitúa esta aseveración de lo que Adam Smith afirmaba nueve décadas antes en su citada “Teoría de los sentimientos morales”, obra en la que aseguraba que los individuos “son conducidos por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos pues, al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios”. Y también de lo que pensaban los economistas de la escuela neoclásica o marginalista que surgió alrededor de 1870. Sus mentores proponían una teoría económica basada en modelos matemáticos objetivos y alejada de condicionantes históricos.
Los austríacos Carl Menger (1840-1921), Eugen Böhm von Bawerk (1851-1914) y Friedrich von Wieser (1851-1926), el francés Léon Walras (1834-1910), el italiano Wilfredo Pareto (1848-1923), los estadounidenses John Bates Clark (1847-1938), Thorstein Veblen (1857-1929) e Irving Fisher (1867-1947) y los británicos William Jevons (1835-1882) y Alfred Marshall (1842-1924) son los economistas considerados como los padres fundadores y principales difusores del neoclasicismo económico. Con algunos matices, esta doctrina tuvo tres ramas: la psicológica, la matemática y la historicista. La escuela neoclásica nació durante una época en que las fuerzas productivas de la sociedad capitalista se desarrollaron impetuosamente, sobre todo en lo que se refiere al progreso técnico.
Fue un período conocido como la Segunda Revolución Industrial en el cual los novedosos adelantos de la ciencia y la técnica propiciaron el establecimiento de métodos de producción desconocidos hasta entonces. Se hicieron frecuentes el uso de fuentes de energía como el petróleo, el gas y la electricidad; de materiales como el acero, el aluminio y el manganeso; de sistemas de transporte como el avión, el automóvil, el barco a vapor y el ferrocarril; elementos todos ellos que fomentaron el desarrollo del capitalismo monopolista y propiciaron la concentración de la producción y el capital especialmente en países como Inglaterra -epicentro de la Primera Revolución Industrial-, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia y Japón, para extenderse más tarde a España, Italia y Rusia.