20 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

III. La escuela neoclásica / Violentas refriegas en Francia y Estados Unidos

Una de las características de la escuela neoclásica fue centrarse en la interpretación de las preferencias de los consumidores en términos psicológicos. Para los neoclásicos la formación de los precios no se determinaba en función de la cantidad de trabajo necesario para producir los bienes como pensaban Adam Smith o Karl Marx, sino en función de la magnitud de la propensión de los consumidores a obtener un determinado producto. El citado Marshall, en su obra “Principles of economics” (Principios de economía) publicada en 1890, aseguraba que, en un mercado competitivo, las preferencias de los consumidores hacia los bienes más baratos y la de los productores hacia los más caros, se ajustarían hasta alcanzar un nivel de equilibrio, una armonía que se lograría cuando coincidiesen la cantidad que los compradores quisieran comprar con la que los productores deseasen vender.
En tanto Menger, en “Ursprung des geldes” (El origen del dinero), afirmaba que el valor de un producto estaba dado por las necesidades y las limitaciones de los individuos. Y sombríamente añadía que la desigual distribución de la riqueza y de los ingresos se debía en gran medida a los distintos grados de inteligencia, talento, energía y ambición de las personas. Las clases sociales y los conflictos entre ellas, preocupaciones que habían dominado tanto el pensamiento clásico como el marxista, desaparecieron de la consideración del discurso económico de los neoclásicos. Lo mismo puede decirse que ocurrió con el concepto de economía política, ya que se apartaron del estudio del crecimiento económico y su desarrollo histórico para centrarse exclusivamente en el funcionamiento de los mercados.
Como quiera que fuese, el gran crecimiento de la industria hizo aumentar notablemente la cantidad de fábricas y por ende el número de trabajadores. El hecho de que las condiciones laborales de los obreros fuesen sumamente precarias, cumpliendo largas jornadas de doce o más horas en las fábricas cobrando bajos salarios y que, inclusive, se contratara a mujeres y niños a los que se les pagaba aún menos, llevó a la clase trabajadora a protestar mediante movilizaciones y huelgas y a organizarse en sindicatos. Fue esa la razón por la que Marx y Engels junto a teóricos políticos anarquistas como el francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865) y el ruso Mikhail Bakunin (1814-1876), y a un importante número de sindicalistas y cooperativistas ingleses, franceses e italianos, fundasen en Londres en 1864 la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), una entidad más tarde conocida como Primera Internacional que tenía como objetivo central la organización política del proletariado y la abolición de todos los regímenes de clase.


El preámbulo de los estatutos de dicha asociación -redactado por Marx-, entre otras cosas declaraba que “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos; la lucha por la emancipación no ha de tender a constituir nuevos privilegios y monopolios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes. (…) El sometimiento del trabajador a los que monopolizan los medios de trabajo -o sea, la fuente de la vida- es la causa fundamental de la servidumbre en todas sus formas: miseria social, degradación intelectual y dependencia política. (…) La emancipación de los trabajadores no es un problema local o nacional, sino que, al contrario, es un problema social, que afecta a todos los países donde exista una sociedad moderna”. “Por estas razones -concluía Marx- se funda la Asociación Internacional de Trabajadores y declara que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a ella reconocerán como la base de su conducta hacia todos los hombres, sin distinción de color, creencia o nacionalidad, la Verdad, la Justicia y la Moral, y por lo tanto, ningún derecho sin deberes, ningún deber sin derechos”.
Naturalmente, mientras algunos filósofos y sociólogos progresistas reflexionaban sobre cómo conseguir una distribución equitativa de la producción para repartir la riqueza y acabar con las desigualdades, y las élites liberales teorizaban sobre las diferentes maneras de operar económicamente, distintos acontecimientos ocurrían en diversos lugares del mundo. En Francia, por ejemplo, tan sólo dos días después de que Marx y Engels publicasen en Londres el “Manifiesto del Partido Comunista” (el 21 de febrero de 1848), obreros, comerciantes, artesanos, profesionales y estudiantes ocuparon las calles de París reclamando el fin de la monarquía parlamentaria de Luis Felipe de Orleans (1773-1850). El rey, que gobernaba apoyado por la alta burguesía liberal compuesta por industriales y banqueros, abdicó el 25 de febrero dando paso a la Segunda República Francesa, la que fue gobernada a partir de entonces por Jacques Dupont de l'Eure (1767-1855) con el cargo de presidente provisional. Los únicos logros a nivel social conseguidos por el movimiento revolucionario fueron el decreto del sufragio universal masculino, la fijación de la jornada laboral de 10 horas y el reconocimiento del derecho al trabajo para todos los ciudadanos.


Poco más de dos décadas más tarde, otro episodio revolucionario sacudió a Francia, un hecho que pasaría a la historia como la Comuna de París. El 18 de marzo de 1871, los obreros y los artesanos tomaron el poder en la ciudad de París y mantuvieron el control durante 71 días. El historiador francés Louis Blanc (1811-1882), quien es considerado como uno de los precursores de la socialdemocracia, había escrito unos años antes “Organisation du travail” (Organización del trabajo), un programa de reformas que, entre otras cosas decía: “Donde no existe la igualdad, la libertad es una mentira. (…) Los trabajadores han sido esclavos, han sido siervos, hoy son asalariados; es preciso hacerlos pasar al estado de asociados. (…) Los gobernantes de una democracia bien constituida sólo son los mandatarios del pueblo; deben ser responsables y revocables. (…) Las funciones públicas no son distinciones, no deben ser privilegios; son deberes”.
Dichas proclamas fueron utilizadas sobre todo por los obreros oprimidos por unas pésimas condiciones de trabajo en una Francia que venía de ser derrotada por las tropas alemanas en lo se conoció como Guerra Franco-Prusiana. La crisis provocada por esa derrota llevó a la población obrera de París a sublevarse y constituir la Comuna, un órgano propio para regirse. Luego de la firma de un tratado de paz se celebraron elecciones en Burdeos para elegir una Asamblea Nacional, la que, asentada en Versailles, nombró como Jefe de Gobierno al conservador representante de la pequeña burguesía Adolphe Thiers (1797-1877), un viejo político que gozaba de la confianza de los círculos financieros. Fue él quien aceptó las humillantes y onerosas condiciones impuestas por los prusianos para firmar la paz, las que consistían en ceder Alsacia y Lorena y pagar una indemnización de 5.000 millones de francos, algo que los comuneros parisienses no aceptaron.
Entre los principios que regían a los integrantes de la comuna de París estaban el de reconocer y consolidar la República como única forma de gobierno compatible con los derechos del pueblo y con el libre y constante desarrollo de la sociedad, y el de concederles la autonomía absoluta a ella y a todos los municipios de Francia garantizándoles la inviolabilidad de sus derechos para ejercer sus facultades y capacidades como seres humanos, ciudadanos y trabajadores. Thiers consideró estas reivindicaciones inaceptables; su principal preocupación era, a cambio de garantizarles el orden público y una mano de obra barata y dócil, tranquilizar a los banqueros, los industriales y los grandes propietarios rurales que eran los que tenían que aportar el dinero para pagar la indemnización impuesta por el Primer Ministro del naciente Imperio Alemán Otto von Bismarck (1815-1898).
Fue entonces que, a principios de marzo decidió ahogar la rebeldía de la capital mediante la intervención de las tropas del ejército que enfrentaron a las milicias populares en encarnizados combates que se sucedieron barrio a barrio, calle a calle, lo que dejó un saldo de unos 32 mil comuneros muertos y 43 mil prisioneros, de los cuales 13.450 fueron condenados -entre ellos 157 mujeres y 80 niños- unos a la cárcel y otros al exilio en Nueva Caledonia. Los últimos 147 resistentes que se habían parapetado detrás de un muro del Cementerio de Père-Lachaise fueron fusilados y enterrados en una fosa común. Antes, Thiers ordenó que se exhibieran sus cadáveres para dar una “lección” a los rebeldes. Así, tras la violenta represión contra el proletariado que había impulsado la igualdad de salarios entre hombres y mujeres, la gestión cooperativista de las fábricas abandonadas por sus dueños, la creación de guarderías para los hijos de las obreras y la separación de la Iglesia católica y el Estado, la victoria de los liberales logró consolidar el sistema capitalista en Francia.


Otro suceso trascendental vinculado con la miserable situación de la clase trabajadora ocurrió en 1886 en la ciudad de Chicago. El 1 de mayo de ese año, cerca de 200 mil trabajadores iniciaron una huelga que duró hasta el 4 reclamando que la jornada laboral fuera de 8 horas y no de 12 e inclusive hasta de 16 horas como ocurría en esa ciudad, la que, por entonces, era el epicentro de la industrialización por el desarrollo del ferrocarril y uno de los principales centros de la actividad fabril, comercial y financiera de Estados Unidos. A principios de ese año, el presidente Andrew Johnson (1808-1875) había promulgado una ley que establecía una jornada de 8 horas para todos aquellos empleados de oficinas federales y trabajadores de obras públicas, salvo excepciones y en “casos absolutamente urgentes”. Pero esta ley no contemplaba a los obreros industriales, quienes pedían que se cumpliera la consigna que el galés Robert Owen (1771-1858), teórico y activista por los derechos laborales y sociales, había acuñado en 1817: “Ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”.
La prensa liberal calificaba a los huelguistas como “truhanes y malhechores”, “demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos”, “lunáticos poco patriotas” y “gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad”. Y a sus demandas las tildaron de “indignantes e irrespetuosas” y de “locura” al reclamar una jornada laboral de ocho horas. Mientras tanto, los días 2 y 3 las manifestaciones de los trabajadores fueron disueltas de forma violenta por la policía, dejando un saldo de seis obreros muertos y varias decenas de heridos. Ante estos incidentes, se convocó a una concentración para el día 4 en Haymarket Square, la que terminó con tres docenas de muertos y más de doscientos heridos entre obreros y policías.
Después de estos hechos, ocho trabajadores fueron acusados de ser enemigos de la sociedad y el orden establecido. Cinco de ellos fueron condenados a la horca y tres a prisión en un juicio sin ningún tipo de garantías, evidentemente muy motivado por cuestiones políticas. El escritor lituano Alexander Berkman (1870-1936), que había presenciado las protestas, manifestó que “el juicio de aquellos hombres fue la conspiración más infernal del capital contra los trabajadores que conoce la historia de América”. Cuando el 11 de noviembre de 1887 se ejecutó a cuatro de los condenados -uno de ellos se suicidó en su celda un día antes de la ejecución- un desfile fúnebre formado por 25 mil personas llenó las calles de Chicago para rendirles homenaje.
John Altgeld (1847-1902), quien más tarde sería gobernador de Illinois por el Partido Demócrata, declaró que los procesados habían sido víctimas de un complot y liberó a los presos que no habían sido condenados a muerte. Años después, un nuevo juicio restauró la memoria de los condenados al demostrarse la falsedad de todo el proceso y, en 1889, el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional declaró el 1 de mayo como el Día Internacional de los Trabajadores en memoria de “los mártires de Chicago”, una fecha que es feriado en casi todos los países del mundo con una notable excepción: Estados Unidos.


En 1905 el sociólogo y economista alemán Max Weber (1864-1920) publicó “Die protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), un ensayo premonitorio en el cual, entre otras ácidas opiniones, decía que “la llegada de la burguesía en el siglo XIX estaba fundada sobre el rechazo del sistema anterior, en el cual monarquía y aristocracia regulaban estatus, justicia y una parte de los intercambios sobre la base del nepotismo y de la prevaricación mientras la arbitrariedad del príncipe legitimaba el conjunto del sistema desde lo alto de la pirámide. La austera burguesía pretendía instaurar un reinado virtuoso y racional en el que la economía sería gobernada por las reglas del mercado, sin que ningún poder hiciera desviar su justo cumplimiento. Pero ese ideal se evaporó. El capitalismo prospera desde entonces en base al lucro, el exhibicionismo y el desprecio por las reglas colectivas”.
A todo esto, ante el aumento de la demanda de productos industriales en el mercado mundial a principios del siglo XX, los empresarios buscaron maneras de obtener una mayor producción a menor costo y en menor tiempo. Fue el ingeniero norteamericano Frederick Taylor (1856-1915) quien, en su ensayo “The principles of scientific management” (Los principios de la administración científica), esquematizó un método al que llamó organización científica del trabajo. El mismo consistía en organizar el trabajo dentro de la fábrica mediante el cálculo del tiempo exacto que llevaba elaborar cada producto. Por esa razón, cada obrero era controlado por medio de un cronómetro para que realizara su parte del trabajo en el tiempo estipulado. La aplicación de este método conocido como “taylorismo”, que suponía la alienación de los trabajadores, fue utilizada años después por el cineasta Charles Chaplin (1889-1977) como argumento para su película “Modern times” (Tiempos modernos).
Desde comienzos del siglo XX se dio un debate entre los liberales conservadores, que seguían las ideas de Edmund Burke (1729-1797) o Herbert Spencer (1820-1903), y los liberales sociales, que hacían lo propio con las propuestas de John Hobson (1858-1940) o Leonard Hobhouse (1864-1929). Los primeros se oponían férreamente a la participación del Estado en la economía, mientras que los segundos argumentaban que la intervención estatal podía promover la igualdad de oportunidades y adoptar políticas expansivas por el lado de la demanda. Pero, ante el acrecentamiento de los movimientos socialistas y anarquistas en muchas partes del mundo, los liberales iniciaron la construcción teórica del llamado “Estado de bienestar”, cimentado en una tributación redistributiva hacia los derechos de seguridad social, es decir, las pensiones, la sanidad, el desempleo, la educación, la cultura y otros servicios públicos aplicados al conjunto de los ciudadanos.
De todas maneras, para cualquiera que fuese la tendencia dogmática, los liberales seguían manteniendo la idea de la propiedad privada como una sinonimia de la soberanía individual en la cual un individuo, más allá de la potestad del poder político de turno, es dueño de determinados bienes para su propio desarrollo o beneficio. En definitiva, al igual que desde sus inicios como modelo económico, para los liberales de comienzos del siglo XX la propiedad privada era un derecho natural que limitaba la autoridad del gobierno, y cada individuo podía disponer de sus bienes sin que ello implicase un acto de enajenación del patrimonio social sino una práctica legítima de la libertad inherente a los seres humanos.