13 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

I. Sobre el rol del Estado en el mercantilismo y la fisiocracia

Por su parte el filósofo y jurista francés Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755), también definió el rol del Estado y cristalizó los fundamentos de la separación de poderes dado que dicho reparto era necesario para evitar la acumulación del mismo en un sólo gobernante que pudiese ejercerlo de manera despótica. La división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial constituiría la garantía para evitar un gobierno tiránico y despótico. “Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales de los nobles o del pueblo ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”, afirmó en “L'esprit des lois” (El espíritu de las leyes). Y agregó: “No existe tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia. Una injusticia hecha a un individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”.
Otros pensadores se expresaron sobre la emergente doctrina económica. El filósofo suizo francófono Jean Jacques Rousseau (1712-1778), por ejemplo, decía en su obra de 1762 “Du contrat social” (El contrato social) que “sólo los hombres han nacido libres e iguales” y que “cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad”. A su vez, en “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica) el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804), que advertía que el problema principal de una sociedad libre era el conflicto de intereses, afirmaba que “es crucial que el Estado asegure la libertad del pueblo dentro de la ley de manera que cada uno sea libre de buscar su felicidad como mejor le parezca, en tanto no quebrante la libertad los derechos legales de sus conciudadanos en general”. Y en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht” (Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita) reconocía la imposibilidad de la economía liberal “en tanto subsistiera entre los pueblos el liberalismo jurídicamente ilimitado”.
Con una mirada también un tanto crítica David Hume (1711-1776), filósofo, historiador y economista escocés, sostuvo en su “A treatise of human nature” (Tratado sobre la naturaleza humana) que el desarrollo económico de una sociedad era consecuencia directa de un buen gobierno, por lo que, dentro de su teoría política, una de las principales tareas del Estado era la de crear las condiciones necesarias para que la economía creciese. Pero, agregaba, “nada resulta más sorprendente para el que examina los asuntos humanos con mirada filosófica que la facilidad con que la mayoría es gobernada por la minoría. (...) El hombre es el mayor enemigo del hombre. (…) El trabajo y la pobreza, tan aborrecidos por todo el mundo, son el destino seguro de la gran mayoría”.


Fue en ese siglo XVIII que la política económica mercantilista, aquella que consideraba que la base de la riqueza de un país consistía en la acumulación de metales preciosos y productos agrícolas que podían obtenerse mediante el comercio (o lisa y llanamente mediante el brutal saqueo a que fueron expuestas las colonias conquistadas desde comienzos del siglo XVI), comenzó a decaer. En este sistema el Estado debía dirigir la economía y fomentar el comercio, impulsando las ventas y dificultando las compras de productos extranjeros. En su reemplazo surgió la fisiocracia, una corriente de pensamiento económico que sostenía que, si bien la riqueza procedía de la naturaleza y más concretamente de la minería y de la agricultura que proporcionaban artículos para la artesanía y el comercio y permitían la alimentación de los pobladores, entendía que la economía tendría unas leyes naturales en las que el Estado no debería interferir.
Dos de los principales ideólogos de la fisiocracia fueron los economistas franceses François Quesnay (1694-1774) y Vincent de Gournay (1712-1759) quienes son considerados por muchos historiadores como los primeros economistas liberales. El primero de ellos, en su “Tableau économique” (Tabla económica) dividió a la sociedad francesa de su época en tres clases: la productora (arrendatarios y trabajadores agrícolas), la propietaria (los dueños de la tierra) y la estéril (artesanos y comerciantes). También expresó que “la tierra es la única fuente de riquezas, y es la agricultura quien las multiplica. El aumento de las riquezas asegura el de la población; los hombres y las riquezas hacen prosperar la agricultura, extienden el comercio, estimulan la industria, acrecen y perpetúan las riquezas”. Para él, la agricultura debía ejercerse con total libertad tanto de cultivo como de precios. En cuanto al segundo, también entendía que las actividades comerciales debían desarrollarse en total libertad, pero sostenía que, además de la agricultura, también la industria era una fuente de riqueza importante. Se opuso a las regulaciones gubernamentales debido a las veía como una forma de atrofiar el libre comercio. Para describir esa situación acuñó el término “burocracia” (literalmente “gobierno de escritorios”). En su afán por promover la abolición de las restricciones al comercio y la industria fue que acuñó un apotegma que sería clave en la historia del liberalismo económico: “laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même”, es decir, “dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo”.


Para los fisiócratas, la propiedad privada ejercida libremente y la desigualdad social eran factores determinantes para el crecimiento económico. Su punto de vista acerca de la economía proponía que una sociedad necesitaba una diferencia en el nivel económico de sus miembros para que circularan las rentas y se originara la riqueza. El sistema económico tenía que causar desigualdades para lograr su mantenimiento indefinido y la intervención del Estado era considerada inútil, consideración esta última que se convertiría en el preludio del liberalismo. Nacida y desarrollada exclusivamente en Francia a mediados del siglo XVIII, la escuela fisiocrática tuvo su preeminencia durante alrededor de tres décadas. Fue precisamente a finales de ese siglo que Napoleón Bonaparte (1769-1821) derrocó al Directorio, última forma de gobierno de la Revolución Francesa de 1789, en lo que se conoció como el “18 Brumario”. Tras ser nombrado Primer Cónsul de la República proclamó que había dado el golpe “para defender a los hombres de ideas liberales”.
Mientras tanto en Gran Bretaña, la producción mecanizada gracias al descubrimiento del vapor generado por la combustión del carbón que sirvió para la creación de máquinas, originó un descenso del trabajo artesanal y dio lugar a que los talleres fueron desplazados por grandes centros fabriles. Ello incidió, a su vez, en que se produjese un aumento de la producción en diferentes tipos de productos, especialmente el textil. Este proceso, que entraría en la historia con el nombre de Revolución Industrial, ocasionó una expansión económica e industrial sin precedentes y un fuerte aumento de la población urbana en detrimento de la población rural dado que, con la expansión de grandes centros de producción industrial en las ciudades, muchos trabajadores rurales se concentraron en estos espacios, rompiendo así con la naturaleza de los trabajadores de épocas anteriores.
Fue así entonces que, ya en el siglo XIX, en pleno auge de la Revolución Industrial que había abolido el sistema feudal, debilitado el absolutismo que se imperaba en algunos países europeos y generado un conjunto de cambios económicos y tecnológicos que transformó la sociedad agraria y artesanal en una predominantemente industrial, se produjo la aparición de nuevas clases sociales: la burguesía y el proletariado, esto es, los propietarios de los medios de producción y los que venden su fuerza de trabajo para proporcionarse los medios de subsistencia. Fue en ese contexto que el filósofo y economista británico John Stuart Mill (1806-1873), uno de los pensadores más influyentes en la historia del liberalismo clásico, publica dos obras sustanciales: “Principles of political economy” (Principios de economía política) y “On liberty” (Sobre la libertad).
En el primero de ellos aseveró que “el valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen” y aseguró que “asuntos como el reparto de la riqueza no forman parte de la naturaleza de las cosas. Es esta cuestión una mera creación humana”. Y en el segundo afirmó que “la libertad humana comprende el dominio interno de la conciencia, la libertad de pensar y sentir. De esta libertad de cada individuo se desprende la libertad de asociación entre individuos, la libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás”. Y, con algún atisbo de reproche, agregó: “Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior”.


Pero hay que remontarse hasta mediados del siglo XVIII para encontrar a quien es considerado el padre del liberalismo económico, de la economía moderna, del libre mercado, de la ley de la oferta y la demanda como variables que determinan el valor de un producto o servicio y que empujan a la economía a un equilibrio óptimo que promueve el bienestar social sin que sea necesaria la intervención del Estado, en suma, para encontrar al “alma máter” del capitalismo. Se trata del filósofo y economista escocés Adam Smith (1723-1790) quien en sus dos obras más conocidas -“The theory of moral sentiments” (La teoría de los sentimientos morales) y “An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations” (Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones)- combinó la economía con la política, la filosofía, la ética y la psicología.
Para Adam Smith los términos liberal y liberalidad eran sinónimos de generoso y generosidad. Esa forma de usar el término liberal deriva, en ciertos pasajes de “La riqueza de las naciones”, en expresiones como “sistema liberal” y “política liberal”, refiriéndose a un sistema generoso y abierto, basado en la libertad económica y contrapuesto al sistema mercantil de su época, con su enjambre de regulaciones, monopolios e intervenciones estatales que, incluso, llega a calificar de “iliberal y represivo”. La emblemática obra está dividida en cinco libros, cada uno de los cuales contiene entre tres y once capítulos. En el primero analiza los métodos de perfeccionamiento de la productividad y la distribución del trabajo entre los diferentes sectores de la población; en el segundo explora el papel que desempeña el capital y cómo se lo puede utilizar; en el tercero examina la diferente distribución de la riqueza en distintos países; en el cuarto aborda el lado político de la economía y, finalmente, en el quinto y último discute el papel que debe desempeñar el Estado en el sistema económico.
En uno de los capítulos de este monumental tratado que fuera publicado en Londres en marzo de 1776, decía Smith: “El único motivo que mueve al poseedor de cualquier capital a emplearlo en la agricultura, en la manufactura o en alguna rama del comercio mayorista o detallista, es la consideración de su propio beneficio particular. Las diferentes cantidades de trabajo productivo que puede poner en movimiento y los diferentes valores que puede añadir al producto anual de la tierra y trabajo de la sociedad, según se emplee de una u otra forma, nunca entran en sus pensamientos”. De esta manera daba a entender que era la ambición, el egoísmo lo que llevaba a los hombres a realizar acciones enfocadas a obtener su propio beneficio, un enfoque distinto al que había dado en “La teoría de los sentimientos morales” donde afirmaba que “cuando el hombre actúa con egoísmo protegiendo sus propios intereses, aún en el caso de que lo haga de modo desordenado y vicioso, es conducido como por una especie de ‘mano invisible’ a producir efectos virtuosos, altruistas”.
Hubo otros economistas de la escuela clásica que también se refirieron a la codicia, al individualismo, al egoísmo, en alguna de sus obras. Para el economista francés Jean Baptiste Say (1767-1832), por ejemplo, si bien el interés egoísta de los hombres adolecía de insensatez, de ignorancia y de pasión, la propiedad privada, el libre mercado y la competencia eran instituciones que organizaban a una sociedad de individuos libres en donde sus “intereses egoístas” terminaban generando un “bienestar social” para todos. Otro tanto hizo el economista inglés David Ricardo (1772-1823) en su ensayo “On the principles of political economy and taxation” (Principios de economía política y tributación), en el cual justificaba el egocentrismo de los empresarios al dar por hecho que era necesario que éstos sólo abonasen a sus trabajadores salarios suficientes para que sobrevivieran y se reprodujeran dadas “las dificultades que suponen los costes de producción (incluyendo mano de obra) para el comercio internacional”.


Casi medio siglo más tarde, en una publicación editada en París bajo el nombre
“Deutsch-französische jahrbücher” (Anales franco-alemanes), aparecía un texto lapidario: “El derecho humano de la propiedad privada es el derecho a disfrutar y disponer de los propios bienes a su antojo, prescindiendo de los otros hombres, independientemente de la sociedad; es el derecho del egoísmo. Aquella libertad individual, al igual que esta aplicación suya, constituye el fundamento de la sociedad burguesa”. El título del ensayo era “Zur judenfrage” (Sobre la cuestión judía) y su autor el sociólogo, economista y filósofo alemán Karl Marx (1818-1883).
Así como para uno de los mayores representantes de la escuela liberal francesa, el economista Frédéric Bastiat (1801-1850) -quien es considerado como uno de los mayores teóricos del liberalismo de la historia-, el Estado era “esa gran ficción mediante la cual todos intentan vivir a costa de los demás” y la tarea de quienes lo gobernaban debía limitarse a proteger las libertades y las propiedades de los ciudadanos, para el citado Marx “el Estado es siempre el Estado de la clase dominante”, y el gobierno “es el órgano de la sociedad para el mantenimiento del orden social”. Por otro lado, en sus “Sophismes économiques” (Sofismas económicos), con respecto a los salarios Bastiat sencillamente señalaba que “cuando dos obreros corren hacia un amo, los salarios bajan; y en sentido inverso, suben cuando dos amos corren hacia un obrero”. En cambio para Marx la situación era mucho más compleja. En “Kritik des Gothaer Programms” (Crítica al Programa de Gotha) afirmaba que “el ser humano que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo debe, en todas las situaciones de sociedad y cultura, ser esclavo de otros seres humanos que se han hecho dueños de las condiciones materiales del trabajo. Sólo puede trabajar con su permiso, por lo tanto, sólo puede vivir con su permiso”.
También, en un pasaje de “La riqueza de las naciones”, Adam Smith analizó el conflicto de intereses entre capitalistas y obreros: “Los salarios corrientes del trabajo dependen del contrato establecido entre dos partes cuyos intereses no son, en modo alguno, idénticos. Los trabajadores desean obtener lo máximo posible, los patronos dar lo mínimo. Los primeros se unen para elevarlos, los segundos para rebajarlos. No es difícil, sin embargo, prever cuál de las partes vencerá en la disputa y forzará a la otra a aceptar sus condiciones. Los patronos, al ser menos en número, pueden unirse fácilmente, y además la ley lo autoriza, o al menos no lo prohíbe, mientras que prohíbe las uniones de los trabajadores. No tenemos leyes parlamentarias contra la asociación para rebajar los salarios; pero tenemos muchas contra las uniones tendientes a aumentarlos. Además, en tales confrontaciones los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un colono, un comerciante o un fabricante pueden, normalmente, vivir un año o dos con los capitales que ya han adquirido, y sin tener que emplear a ningún trabajador. En cambio, muchos trabajadores no podrían subsistir una semana, unos pocos podrían hacerlo durante un mes, y un número escaso de ellos podría vivir durante un año sin empleo. A largo plazo, el trabajador es tan necesario para el patrono como éste lo es para él, pero la necesidad del patrono no es tan inmediata”.