Epílogo. La neurociencia como motor del consumismo
/ La derechización de la ortodoxia neoliberal
Un largo
camino ha recorrido la humanidad para llegar a esbozar nociones sobre la
capacidad humana de razonar para transformar la información en conclusiones.
Sobre la vaga localización de la inteligencia fueron los griegos Pitágoras de
Samos (569-475 a.C.), Hipócrates de Cos (460-370 a.C.) y Nemesio de Emesa
(350-402 a.C.) quienes la ubicaron en el cerebro. En cambio Aristóteles de
Estagira (384-322 a.C.) y Galeno de Pérgamo (129-216) le atribuyeron al corazón
ser el motor de la vida mental y del comportamiento. Serían necesarios los
estudios de anatomistas, médicos y fisiólogos como Andreas Vesalio (1514-1564),
Thomas Willis (1621-1675), Franz Joseph Gall (1758-1828), Johann Spurzheim
(1776-1832), Paul Broca (1824-1880), Roger Sperry (1913-1994) y David Hubel
(1926-2013), por nombrar sólo algunos de los centenares de científicos que se
dedicaron al tema, para llegar a las neurociencias, un conjunto de disciplinas
cuyo propósito es desentrañar los enigmas del cerebro y del sistema nervioso,
comprender como funcionan a la hora de producir y regular emociones, pensamientos,
conductas y funciones corporales básicas.
Conceptos elementales
de la psicología establecen que entender el cerebro es entender el
comportamiento humano. Fue Sigmund Freud (1856-1939), el médico neurólogo
austríaco padre del psicoanálisis, quien estableció que los seres humanos están
a merced de instancias ingobernables e incluso incognoscibles que están en
algún lugar ignoto de la mente, demostrando que gran parte de los procesos
mentales son inconscientes. Con el desarrollo de la neuropsicología desde la
segunda mitad del siglo XX, se llegó a determinar la correlación existente
entre el cerebro y los procesos cognoscitivos y emocionales, y a comprender
como éstos influyen en las interacciones que el ser humano establece en el
mundo social. Pero no sólo los psicoanalistas recurrieron al cerebro para
conocer mejor la toma de decisiones, también lo hicieron los economistas con el
fin de entender los procesos cerebrales que empujan a las personas a tomar
decisiones económicas. En “Neuroeconomics” (Neuroeconomía), el economista e
ingeniero alemán Franz Heukamp (1973) describió la estructura física y los
procesos básicos del cerebro y explicó cómo los economistas pueden aplicar las
ideas y los resultados de las investigaciones de la neurociencia a su propio
campo.
A partir
de estos criterios, hacia fines del siglo pasado los economistas
estadounidenses Vernon Smith (1927) y Daniel Kahneman (1934) centraron sus
investigaciones en la profundización del conocimiento de la psicología
individual a fin de tornar más previsibles las decisiones de los individuos
ante las posibilidades que ofrece el mercado. Esto significó, en suma, el
nacimiento de la neuroeconomía y su aplicación, el “neuromarketing”,
disciplinas derivadas de las neurociencias que sirven para profundizar los
principios del neoliberalismo basados en la tan mentada libertad de mercado.
Estas ramas de la neurociencia se ocupan en indagar la relación que existe
entre las decisiones que toma un individuo y el significado que ello tiene para
cada uno en cada circunstancia. Se parte de la idea de que la red neuronal
ligada a las decisiones racionales funcionaría en relación a la totalidad del
sistema nervioso y, por ende, a los centros vinculados a las emociones,
pasiones, recuerdos y significados que los acontecimientos tienen para cada
uno.
Estas
interacciones psicológicas son el escenario en donde se producen decisiones
cerebrales económicas y sociales que tienen que ver con el consumo. En relación
a ello, en un artículo titulado “Subjetividad y psicología en el capitalismo
neoliberal”, que apareció en septiembre de 2017 en la revista “Psicología
Política”, el psicólogo y filósofo mexicano David Pavón Cuéllar (1974) señala
que “antes como ahora, en el viejo liberalismo como en el actual
neoliberalismo, el capital se entrega libremente a su movimiento vertiginoso y
desenfrenado en los mercados liberalizados. Tal movimiento del capitalismo
tiene efectos desastrosos en el mundo: inestabilidad económica, destrucción de
la riqueza, desempleo y pauperización, creciente precariedad social e
inseguridad laboral, dislocación de las comunidades, corrupción en los
gobiernos, mayor concentración de la riqueza, incremento de las desigualdades y
aceleración en la contaminación y devastación de la naturaleza. Estos efectos
amenazan con destruir la sociedad, la humanidad y hasta la vida sobre la
tierra, pero aparecen como el justo precio a pagar por la elevada libertad a la
que aspiran liberales y neoliberales”.
Y añade:
“Una sociedad como la actual, profundamente estructurada por un mercado
generalizado que convierte en mercancía todo lo que toca, que impone en todos
los aspectos del vivir las leyes de la competencia y la exigencia de
rendimiento, ¿cómo influye en los modos de vida, cómo se inmiscuye en zonas de
la intimidad que antes parecían libres de esta clase de influencia? Desde luego
que la base material de las políticas liberales no deja de ser el sistema
capitalista que las requiere para su funcionamiento. Sin embargo, al funcionar
así a través del liberalismo, el capitalismo está sirviéndose también de la
psicología en la que radica el fundamento de su dispositivo liberal”. Ya en
1937 el mencionado filósofo y sociólogo alemán Max Horkheimer afirmaba en
“Traditionelle und kritische theorie” (Teoría tradicional y teoría crítica) que
la ideología liberal “con rasgos propios del sentido común es, en su esencia,
psicológica. Los seres humanos son individuos que persiguen sus propios
intereses y obedecen a fuerzas psíquicas al actuar como comerciantes en el
juego recíproco de la sociedad concebida como un mercado”.En una
dirección similar, pero con mucha más crudeza, el filósofo Gilles Deleuze
(1925-1995) junto al psicoanalista Félix Guattari (1930-1992), franceses ambos,
platearon en “Capitalisme et schizophrénie” (Capitalismo y esquizofrenia) el
modo en que funciona el capitalismo y su ensamble histórico con el
psicoanálisis en el terreno de la producción de deseos y de enunciados como
experimentaciones inconscientes, sociales y políticas. “Toda la existencia humana
se ha reducido a las categorías más abstractas. De un lado el capital y del
otro, o quizás en el otro polo del sinsentido, la locura y, dentro de la
locura, justamente la esquizofrenia. Estos dos polos, en su tangente común de
sinsentido, guardan relación. No solamente la relación contingente, según la
cual puede afirmarse que la sociedad moderna enloquece a la gente. Es mucho más
que eso: para dar cuenta de la alienación, de la represión que sufre el
individuo cuando cae presa del sistema capitalista, y también para entender la
verdadera significación de la política de apropiación de la plusvalía, hay que
poner en juego conceptos que son los mismos a los que hay que recurrir para
interpretar la esquizofrenia”.
La
esquizofrenia es un trastorno que afecta como las personas piensan, sienten y
actúan. Uno de los síntomas propios de esta enfermedad mental es la conducta
desorganizada con relación a gastos innecesarios y excesivos con el fin de
salir de la angustia y lograr llevar adelante una vida plena y feliz. Fue en
esa dirección que la socióloga franco-israelí Eva Illouz (1961) en
“Happycratie. Comment l'industrie du bonheur a pris le contrôle de nos vies”
(Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras
vidas) difundió una serie de reflexiones derivadas de numerosos años de estudio
de la historia social de las emociones y sus dispositivos políticos y
económicos. “Vivimos una época en la que ser feliz es un imperativo moral,
cuyos mecanismos son funcionales a un sistema que privilegia el individualismo
al mismo tiempo que lo explota y precariza; que genera lo mismo ansiedad y
pesadumbre que soluciones de mercado para evadirlas. Un sistema que, sostenido
por el estigma y la sanción social que recaen sobre la infelicidad y la
tristeza como signos de ineficiencia, disfuncionalidad o fracaso, consigue
incrustarse en el núcleo más profundo de las emociones y se experimenta no sólo
como un asunto de voluntad personal, sino como un deber. Vista así, la
felicidad, esta idea de la felicidad al menos, es una norma, una economía y una
tecnología de dominación”.
En medio
de una realidad socioeconómica que frustra -consciente o inconscientemente- a una
buena parte de la humanidad, la obsesión por la felicidad ha sobrepasado la
esfera de los individuos para instalarse en los discursos económicos que
señalan la felicidad como una medida del bienestar. De esta forma, existe
dentro de la economía una rama, la economía emocional, que estudia aspectos del
comportamiento humano relacionados con el consumismo exacerbado. En la economía
emocional las empresas se valen de la publicidad para supuestamente hacer feliz
a los consumidores y crear vínculos emocionales con ellos. Tal como dice el
licenciado en Ciencias de la Información español Raúl
Eguizábal Maza (1955) en “Teoría de la publicidad”, “relacionar publicidad y
felicidad no es algo novedoso, puesto que la publicidad desde sus inicios ha utilizado
una propuesta de venta implícita de felicidad, la cual se alcanza mediante el
consumo de los productos que se publicitan”. Con el apoyo de los medios de
comunicación, especialmente la televisión, la publicidad instala el concepto de
felicidad de una forma sencilla en la mente del consumidor al recordarle o crearle
una insatisfacción material, insatisfacción que se resuelve con la compra del
producto o servicio que aparece en el anuncio. Se trata de aprovechar, en definitiva, la seducción de la comunicación digital, aquella que el filósofo francés Étienne
Balibar (1942) define en “Citoyen sujet” (El sujeto ciudadano) como “el imperialismo de la comunicación”.
La
transmutación del capitalismo a partir de los años ‘70 tuvo profundas
consecuencias psicosociales. Progresivamente, el primitivo capitalismo de
producción se transformó en un neocapitalismo de consumo en el que lo simbólico
ganó cada vez más importancia. A propósito de esta variación el filósofo y
sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1944) publicó en el año 2006 “Le bonheur
paradoxal. Essai sur la société d'hyperconsommation” (La felicidad paradójica.
Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo), ensayo en el que, entre otras
cuestiones, aseveró: “En apariencia, nada o casi nada ha cambiado, sin embargo,
en los dos últimos decenios se ha puesto en marcha una nueva fase del
capitalismo de consumo y es la sociedad de hiperconsumo. La nueva era del
capitalismo se construye estructuralmente alrededor de dos agentes fundamentales:
el empresario por un lado y el consumidor por el otro. (…) Ha nacido el ‘homo
consumericus’, una especie de ‘turboconsumidor’ desatado, móvil y flexible,
liberado en buena medida de las antiguas culturas de clase, con gustos y
adquisiciones imprevisibles. Del consumidor sometido a las coerciones sociales
de la reputación se ha pasado al hiperconsumidor al acecho de experiencias
emocionales y de mayor bienestar. (…) Condición profundamente paradójica del
hiperconsumidor. Por un lado se afirma como consumidor-actor informado y libre,
que ve ampliarse su abanico de opciones, que consulta portales y comparadores
de costos, aprovecha las ocasiones de comprar barato, se preocupa por optimizar
la relación calidad- precio. Por el otro, los estilos de vida, los placeres y
los gustos se muestran cada vez más dependientes del sistema comercial”.
Y agregó:
“El hiperconsumidor ya no está sólo deseoso de bienestar material: aparece como
demandante exponencial de confort psíquico, de armonía interior y plenitud subjetiva.
El materialismo de la primera sociedad de consumo ha pasado de moda:
actualmente asistimos a la expansión del mercado del alma y su transformación,
del equilibrio y la autoestima, mientras proliferan las farmacopeas de la
felicidad. En una época en que el sufrimiento carece totalmente de sentido la
cuestión de la felicidad interior vuelve a estar ‘sobre el tapete’. (…) La
tristeza y la tensión, las depresiones y la ansiedad forman un río que crece de
manera inquietante. Un número creciente de personas vive en la precariedad y
debe economizar en todas las partidas del presupuesto, ya que la falta de
dinero se ha vuelto un problema cada vez más acuciante. Las incitaciones al
hedonismo están por todas partes: las inquietudes, las decepciones, las inseguridades
sociales y personales aumentan. Son estos aspectos los que hacen de la sociedad
de hiperconsumo la civilización de la felicidad paradójica”.
Desde que
irrumpió en la escena política global para reorganizar radicalmente el orden de
la posguerra, el neoliberalismo se mostró resistente, cambiante, adaptativo.
Varias veces, tras las crisis, pareció condenado a la desaparición, pero
siempre logró sobrevivir. Una de las claves que explican esta asombrosa
supervivencia es su capacidad de ensayar múltiples fórmulas para reconstruir
sociedades cuya institución principal sea el mercado. A lo largo de su período
de hegemonía, el neoliberalismo ha demostrado que es lo suficientemente dúctil
como para expandirse tanto en los gobiernos democráticos como en las dictaduras. No
son pocos los sociólogos y economistas que advirtieron que los problemas
actuales de desigualdad social, debilitamiento de las democracias y degradación
ecológica son generados por los imperativos sistémicos de la acumulación
capitalista en su actual fase global. La filósofa y politóloga estadounidense
Wendy Brown (1955) desmenuzó los efectos que la racionalidad neoliberal había
tenido en el cuestionamiento del rol regulatorio del Estado y en la consecuente
deslegitimación de la democracia vía la objeción permanente a la política en su
ensayo “Undoing the demos. Neoliberalism's stealth revolution” (El pueblo sin
atributos. La secreta revolución del neoliberalismo) publicado en 2015.
Cuatro
años después, en “In the ruins of neoliberalism. The
rise of antidemocratic politics in the West (En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las
políticas antidemocráticas en Occidente), aportó algunas consideraciones sobre
las acciones y los discursos antidemocráticos de importantes sectores de la
derecha. Escribió: “Por sorpresa, incluso para sí mismas, las fuerzas de la
derecha dura han llegado al poder en las democracias liberales a lo ancho del
mundo. Estas nuevas fuerzas aúnan elementos conocidos del neoliberalismo
(desregulación del capital, represión de los trabajadores, demonización del
Estado y lo político, ataque a la igualdad, promulgar la libertad) con sus
aparentes opuestos (nacionalismo, refuerzo de la moral tradicional, populismo
antielitista y demandas de soluciones estatales a problemas sociales y económicos).
Combinan su supuesta superioridad moral con una conducta casi celebratoriamente
amoral e irrespetuosa. Respaldan la autoridad, al tiempo que presentan una
desinhibición social pública y una agresión sin precedentes. Desprecian a los
políticos y a la política y a la vez evidencian una voluntad de poder y una
ambición política feroces. ¿En qué quedamos?”.
En la
actualidad, sumado a las crecientes desigualdades sociales, al incremento
generalizado del hambre y la pobreza, al calentamiento global y la crisis
ecológica, al agotamiento de las energías fósiles, a los desplazamientos
masivos de población emigrante y refugiada, hay que agregar la pandemia de
coronavirus y la guerra en Ucrania con sus efectos devastadores. Pero, a pesar
de todas estas tragedias, el capitalismo en su fase neoliberal ha seguido
favoreciendo el aumento de la riqueza y el poder de una pequeña minoría. Si se
observa el extraordinario aumento de la capacidad productiva que se ha
alcanzado bajo este sistema, uno de sus resultados debería haber sido la
abolición de las privaciones y la miseria en amplios sectores de la sociedad.
Sin embargo, no ha sido ese el resultado. La irracionalidad y la injusticia siguen
predominando en el mundo.
“Para
algunos, la respetabilidad es tener dinero. Si le quita usted al rico la
satisfacción de saber que mientras él duerme otro se hiela y que mientras él
come otro se muere de hambre, le quita usted la mitad de su dicha”, escribió
alguna vez el novelista español Pío Baroja (1872-1956). Y con una monumental crudeza calificó
al hombre: “Un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo
del cerdo”. Mientras
desprecia opciones productivas más justas y equitativas como el cooperativismo,
el sistema capitalista ha demostrado ser ineficiente y destructivo porque,
entre otras desavenencias, sigue explotando a los trabajadores, no sólo para
producir los bienes elementales para la vida de los pueblos sino también para
producir los más extravagantes bienes de lujo para las clases privilegiadas.
Todo esto no hace más que garantizar el mantenimiento de la ortodoxia
neoliberal. Como decía el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), “la
humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado
la explotación del hombre por el hombre”.