9 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XX. El crecimiento exponencial de China / Paraísos fiscales y fuga de capitales

A todo esto, el papel de China en la economía mundial se incrementaba significativamente, al punto de convertirse en la segunda economía a nivel global. Su preponderancia no sólo abarcó la producción, el consumo y el comercio mundial, sino que también se transformó uno de los actores más importantes del sector financiero siendo el principal acreedor de los bonos del Tesoro de Estados Unidos. La magnitud de su incidencia en el comercio internacional residía en que era el mayor exportador mundial de bienes y el segundo mayor importador del mundo detrás del país norteamericano. En ese sentido, la nación asiática se convirtió en un socio estratégico para América Latina. El comercio bilateral entre ambas creció cuantiosamente a lo largo de la primera década del siglo XXI. La mayoría de los países sudamericanos y México impulsaron sus economías en ese período al posicionarse como los proveedores oficiales de un importante número de productos que China utilizaba para impulsar su desarrollo, fundamentalmente bienes primarios -conocidos como “commodities”- ya fuesen agrícolas (trigo, maíz, soja), ganaderos (ganado en pie, carne vacuna), energéticos (petróleo, carbón, gas natural) y minerales (cobre, níquel, zinc). A su vez, América Latina importaba productos industriales con contenido tecnológico elevado (máquinas, productos electrónicos) y bienes manufacturados de menor proceso (prendas de vestir).
Semejante progreso del país oriental originó una suerte de guerra comercial con Estados Unidos. Dada su influencia en todo el mundo, las dos superpotencias enfrentadas directamente ocasionaron efectos globales. El trasfondo de la disputa comercial fue el fenomenal crecimiento que tuvo el comercio entre ambos países desde que China se uniera a la Organización Mundial del Comercio en 2001. Dicha relación de intercambio comercial arrojó, año tras año, un creciente saldo negativo para Estados Unidos. La coyuntura generada entre Estados Unidos exportando insumos intermedios e importando bienes terminados de China fue un patrón típico de la globalización en el que se introdujeron varios países asiáticos, entre ellos Corea del Sur, India, Indonesia, Tailandia y Taiwán.
Este proceso se debió básicamente al hecho de que muchas empresas de los países desarrollados llevasen a Asia, aprovechando los bajos salarios, las tareas más intensivas en mano de obra mientras que retenían las partes del proceso productivo vinculadas al diseño o la elaboración de bienes de alta complejidad. Por esa razón se ocasionó la paradojal dinámica de que Estados Unidos exportase piezas de computadoras e importase computadoras terminadas. De todas maneras este proceso se fue modificando a medida que, tanto China como los otros países del sur asiático, fueron avanzando en la incorporación local de conocimientos tecnológicos más complejos, lo que les permitió ingresar en el reducido club de países que lograron desarrollarse durante las dos primeras décadas del siglo XXI.


Así como la máquina de vapor fue la gran impulsora de la Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XVIII, puede afirmarse que las tecnologías de la información y las telecomunicaciones desarrolladas vertiginosamente desde el último cuarto del siglo XX, han impactado en la evolución de la industria e impulsaron la transformación de la economía global. Por un lado, las empresas hacen raudos buenos negocios comunicándose mediante los avanzados sistemas de redes y utilizan todo tipo de medios digitales para sus campañas de comercialización. Pero, por otro lado, sustituyen a trabajadores por sistemas de automatización y robótica industrial, lo cual genera mayor mano de obra desocupada y los consiguientes problemas sociales de exclusión, deterioros psicológicos y pobreza.
Además, el gran avance tecnológico jugó un rol sustancial en la realización de actividades delictivas como el lavado de dinero, también conocido en algunos países como lavado de capitales, lavado de activos, blanqueo de dinero, blanqueo de capitales o legitimación de capitales. Mediante este procedimiento se encubre el origen de fondos generados mediante el ejercicio de algunas actividades ilegales o criminales, y se los hace aparecer como fruto de actividades legítimas para que circulen sin problemas en el sistema financiero. El desarrollo de Internet y de la nueva tecnología del dinero digital favoreció ampliamente el accionar de las organizaciones delictivas en este proceso, ya que amplió las diferentes posibilidades en los mecanismos de transferencia, otorgándoles mayor rapidez y anonimato. Asimismo, hay ambientes que inherentemente son más propensos que otros a favorecer estas operaciones ilícitas. Los países denominados “paraísos fiscales”, entre ellos las británicas islas Bermudas, Vírgenes y Caimán, Emiratos Árabes Unidos, Hong Kong, Luxemburgo, Singapur y Suiza permiten la existencia de las denominadas “empresas fantasmas” en las que se legalizan todos los activos de origen ilegal.
Un buen ejemplo de ello fue el escándalo de los “Panamá Papers”. El 3 de abril de 2016, el diario alemán “Süddeutsche Zeitung” recibió de una fuente anónima 11,5 millones de documentos internos del estudio de abogados panameño Mossack Fonseca & Co. Los archivos incluían correos electrónicos, listados de sociedades, actas, cuentas bancarias, escrituras y registros de sociedades “offshore” (empresas registradas en un país en el que no realizan ninguna actividad) intercambiados entre el estudio jurídico y sus clientes desde hacía cuarenta años. Esa filtración de documentos, los que pasarían a conocerse como los “Panamá Papers”, llevaron a la ICIJ (International Consortium of Investigative Journalists / Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación) a realizar una pesquisa a nivel mundial que arrojó como resultado que políticos, empresarios, narcotraficantes, deportistas, actores y directores de cine de algo más de doscientos países poseían en total 214.488 empresas “offshore”. Entre los nombres que aparecieron figuraban doce jefes de Estado, entre ellos el del 
“liberal democrático” presidente de Argentina. Hasta su cierre definitivo en marzo de 2018 a raíz del escándalo, el estudio panameño brindaba el servicio de creación de sociedades en la jurisdicción elegida por el cliente con el fin de ocultar negocios espurios, actos de corrupción o para evadir impuestos.


Por otra parte, el mundo siguió azotado por diversos conflictos bélicos. En el año 2013 fue el de mayores enfrentamientos armados desde la Segunda Guerra Mundial. Al imperecedero conflicto árabe-israelí y las guerras ya enquistadas en Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán y Siria, se le sumaron entre otras las de Filipinas, Libia, Mali, República Centroafricana, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. A ello hay que sumarle la innumerable cantidad de protestas, tanto pacíficas como violentas, que ocurrieron en muchos lugares del mundo causadas por la crisis financiera y económica global. Todos estos conflictos hicieron aumentar notoriamente el número de personas forzadas a huir de sus países en calidad de refugiados o asilados. Según un informe de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), en 2014 se contabilizó la cifra más alta de desplazados forzosos desde la Segunda Guerra Mundial. Fueron casi 60 millones de personas de las cuales más de la mitad eran niños.
Sumado a todos estos infortunios, la caída de los precios de las materias primas (minería, energéticos, alimentos y en especial el petróleo), la laxitud de la demanda global, la desaceleración del crecimiento del consumo, la volatilidad de los mercados financieros, la reducción de las inversiones y el aumento de la inestabilidad política mostraron sus efectos en el crecimiento de la economía mundial hacia 2015, aunque ya desde 2011 atravesaba una disminución conjunta, tanto de la producción como del volumen del comercio. En ese período, la tasa de crecimiento del PBI mundial cada año fue menor que la del anterior, un trastorno que no sólo se observó en las economías avanzadas sino también en las emergentes. En el caso particular de China, la desaceleración de su economía fue el resultado de factores externos e internos. Por un lado, la crisis financiera internacional de 2008 tuvo un impacto negativo sobre sus exportaciones. Los principales mercados de destino de sus ventas al exterior eran Estados Unidos y Europa, que experimentaban por entonces tasas de crecimiento cada vez más lentas. El exceso de endeudamiento, origen de la crisis, llevó a una disminución en el consumo de manera de liberar recursos para poder pagar las deudas. Al comprarle menos Estados Unidos y Europa, China se desaceleró y por ende fue menor su demanda de materias primas a los países de América Latina. De esta forma, la crisis se extendió a través del canal comercial por el resto del mundo. Por esa razón, China comenzó un conjunto de reformas estructurales que implicaron una reducción de las inversiones y las exportaciones para centrarse más en el consumo privado interno y en la industria de servicios.
El hecho de que las economías latinoamericanas en general y sudamericanas en particular fuesen dependientes en un promedio de algo más del 80% de las exportaciones de materias primas, la baja de la demanda constituyó un determinante fundamental para la caída de sus respectivas economías. Fue así que el endeudamiento externo volvió a ser una forma de paliar provisoriamente los menores ingresos pero, al mismo tiempo, sirvió para poner de manifiesto una vez más las debilidades de la estructura productiva latinoamericana. Desde hace varias décadas la deuda externa se constituyó en una verdadera carga sobre los habitantes de la región en general y de Argentina en particular, a partir de las crecientes partidas presupuestarias destinadas al pago de sus intereses. Esos desembolsos impactan inevitablemente en el debilitamiento estructural de la economía, en la posterior falta de divisas y en el achicamiento de las reservas de los bancos centrales, lo cual siempre se traduce en volatilidad cambiaria, ciclos inflacionarios y aumento de la pobreza.


Es evidente el impacto que genera la deuda externa en materia de derechos humanos, incluido el hecho de que los escasos recursos nacionales de los programas fundamentales de educación, salud, vivienda, agua y saneamiento e infraestructura pública se desvíen al pago de la deuda. Además, las condiciones que los países tienen que cumplir para conseguir nuevos préstamos o para calificar para el alivio de la deuda a menudo obligan a realizar nuevas reducciones en el gasto público destinado a los servicios sociales básicos. Un estudio realizado por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) de Argentina en el contexto de su programa “Aula Global” señala que “mientras persistan condiciones tales como las medidas de austeridad, la privatización de las empresas públicas, las reformas estructurales, la liberalización del sector financiero y la liberalización del comercio, que hipotéticamente tienen como objetivo promover el crecimiento económico y restaurar la capacidad de pago de la deuda de los países endeudados, los estudios indican que a menudo estas condiciones tienen un impacto negativo en la realización de los derechos humanos en el largo plazo y que han contribuido a la pobreza y la desigualdad en muchos países”.
En estas condiciones, la desaceleración de la economía sudamericana fue acompañada por un acentuado descontento con la calidad del crecimiento económico desde el punto de vista social y ambiental, en un contexto de desigualdades generalizadas y una crisis climática creciente. Dada la irrebatible preeminencia de la globalización económica, los problemas de desarrollo a los que se enfrentaron los países sudamericanos durante la segunda década del siglo XXI eran de carácter mundial, por lo que las políticas estructurales nacionales por sí solas no fueron suficientes para resolverlos. Forzosamente dichas políticas no hicieron más que confirmar la condición semicolonial de los países de la región. Porque, si bien la crisis iniciada en 2008 generó pérdidas económicas en los países de altos ingresos, el costo humano de los desastres recayó de forma abrumadora en los países de ingresos bajos y medios bajos, lo que no hizo más que poner de manifiesto la vulnerabilidad de estos últimos.
En su Balance Preliminar de las Economías de América Latina y el Caribe 2019, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) llegó a la conclusión de que la región mostraba una desaceleración económica generalizada. El balance económico era particularmente complejo al completar seis años consecutivos de bajo crecimiento. El organismo regional de las Naciones Unidas indicó que “la desaceleración en la demanda interna se acompañó de una baja demanda externa y de mercados financieros internacionales más frágiles. A ese contexto se le sumaron las crecientes demandas sociales y las presiones por reducir la desigualdad y aumentar la inclusión social”. “Por ello -agrega el informe- es fundamental reactivar la actividad económica mediante un mayor gasto público en inversión y políticas sociales. Asimismo, para dar cuenta de las demandas sociales, los esfuerzos redistributivos de corto plazo deben complementarse con aumentos en la provisión y calidad de bienes y servicios públicos”.
Como ya se ha dicho, la Argentina no fue ajena al desbarajuste socio-económico que se vivía por entonces en buena parte del mundo. El neoliberalismo y su lógica económica, basada en la doctrina del libre mercado y la desregulación económica, dejó afuera del sistema económico y social a bastante más de un tercio de la población. Y en una sociedad tan conflictuada como la argentina fue natural que, ante la transferencia de recursos a los sectores más concentrados de la economía en desmedro de los sectores populares, emergiesen cantidad de conflictos sociales de diferentes magnitudes y trascendencia. Movimientos sociales conformados por trabajadores desocupados o precarizados protagonizaron acciones colectivas de protesta en las calles de las grandes ciudades del país, reclamando y formulando propuestas de políticas públicas que atendiesen sus necesidades.


“Desde sus orígenes -dice la socióloga argentina Maristella Svampa (1961) en “Cambio de época. Movimientos sociales y poder político”-,  estos movimientos estuvieron atravesados por diferentes corrientes político­ideológicas que incluyen desde el populismo nacionalista hasta una multiplicidad de organizaciones de corte anticapitalista, ligadas a las diferentes vertientes de la izquierda. Sin embargo, más allá de la heterogeneidad, estos grupos reconocen un espacio común recorrido por determinados repertorios de acción, entre los cuales se encuentra el piquete o corte de ruta, el trabajo comunitario en el barrio, la democracia directa y, por último, la institucionalización de una relación con el Estado a través del control de planes sociales y del financiamiento de proyectos productivos como huertas comunitarias, panaderías, emprendimientos textiles, cooperativas de limpieza integral de espacios públicos y de construcción, entre otros”.
Los integrantes de estos movimientos sociales conforman lo que se conoce como “economía social” o “economía popular” según las diferentes ópticas políticas de apreciación. Las crisis económicas de los últimos años integraron en este sector tanto a los trabajadores que fueron parte de la economía del trabajo registrado como a quienes lo hicieron de manera informal. En un escenario en el que los grandes monopolios transnacionales que manejan la economía argentina priorizan la especulación financiera, el boom tecnológico y la maximización de sus ganancias, la economía popular es una experiencia colectiva e inclusiva de trabajadores que con escasa tecnología, sin financiamiento y en su gran mayoría sin derechos, a partir de sus propios esfuerzos logran subsistir a pesar del maltrato que reciben por parte de una economía que funciona cada vez peor y por parte de los sectores adinerados de la sociedad que los trata de holgazanes mantenidos por el Estado.
Lo que debería tenerse en cuenta antes de hacer este tipo de apreciaciones es que múltiples estudios realizados por distintos investigadores en el mundo -entre ellos, economistas del Banco Mundial- han demostrado el nexo existente entre los numerosos problemas sociales que afectan a una comunidad con los altos niveles de desigualdad. En ese sentido, la socióloga argentina Roxana Kreimer (1959) afirma en su ensayo “Desigualdad y violencia social. Análisis y propuestas según la evidencia científica” que “no es la pobreza, la falta de educación o el desempleo lo que determina el mayor o menor grado de inseguridad en los países, sino la desigualdad social. Las sociedades de consumo proponen, en lo formal, las mismas metas para todos pero, en la práctica, sólo algunos las pueden alcanzar. La frustración, la violencia y el delito son los frutos de la desigualdad. Desde ya que la inequidad no es la única variable que produce violencia social, pero sí es la más influyente”. Habría que preguntarles a los fomentadores del individualismo liberal qué piensan al respecto.