7 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XIX. Primera década del siglo XXI: atentados, nueva crisis económica, gobiernos populistas y más conflictos bélicos

La creciente turbulencia en el sistema financiero internacional ocasionó que en el año 2001 se registrara la primera declinación del volumen del comercio mundial de mercancías desde 1982 y la primera disminución de la producción mundial de mercancías desde 1991. Las desbastadoras consecuencias económicas y sociales que se venían evidenciando desde fines de los años ‘90, y que se incrementaron en el contexto de esa crisis, provocarían en los años siguientes una ola de protestas populares contra el proceso de globalización y las políticas del Consenso de Washington que ocasionaban profundas crisis económicas, sociales e institucionales. Para el año 2001 ya existían en varias partes del mundo expresiones contundentes de distintos movimientos sociales que se oponían a la globalización y a la hegemonía neoliberal.
Con la intensión de evitar una mayor recesión, en noviembre se realizó en Qatar una reunión de la Organización Mundial del Comercio con la intención de avanzar en la progresiva liberalización de los intercambios comerciales. Fue allí cuando, el 11 de diciembre, China ingresó a la OMC incorporándose así plenamente al mercado mundial y acelerando su participación en el intercambio de bienes y servicios. Este acontecimiento y el inusitado crecimiento de su economía a una tasa media anual del 10%, la convirtieron en un actor crucial en la recuperación económica mundial en general, y en la latinoamericana en particular. Durante la primera década del siglo XXI, los países de América del Sur se transformarían en importantes proveedores de productos primarios y de manufacturas basadas en recursos naturales para ese mercado asiático.
Tres meses antes, más precisamente el 11 de septiembre, se producían en Estados Unidos alevosos atentados. Alrededor de veinte extremistas musulmanes secuestraron aviones comerciales en la costa este y los estrellaron contra las Torres Gemelas -sede del World Trade Center (Centro de Comercio Mundial)- en Nueva York y contra el Pentágono -sede del Departamento de Defensa- en Washington. Los atentados, que dejaron un saldo de cerca de 3 mil víctimas fatales, impulsaron al gobierno estadounidense a invadir Afganistán con el fin de desmantelar a la organización Al Qaeda, responsable de dichos atentados. Esto daría comienzo a una guerra que se extendería por veinte años. También Estados Unidos, en el marco de lo que oficialmente llamó  “Global War on Terrorism” (Guerra contra el Terrorismo Internacional), multiplicó sus bases militares en la zona del Golfo Pérsico y en Asia Central. No fue ésta la única intervención militar de Estados Unidos en lo que va del siglo XXI. Con el paso de los años se sucederían en Irak, Filipinas, Somalia, Libia, Yemen, Pakistán y Siria, hechos todos ellos que evidenciaron una estrategia tendiente a incrementar la militarización y fortalecer una situación de unipolaridad.


Indiscutiblemente los atentados del 11 de septiembre de 2001 motivaron que el gobierno norteamericano hiciese un replanteo radical de sus prioridades y objetivos estratégicos en materia de política exterior. Específicamente, los ataques terroristas constituyeron un punto de inflexión decisivo tanto para Estados Unidos como para la comunidad internacional en su conjunto. La criminal agresión no sólo alteró para siempre el paisaje urbano de la ciudad de Nueva York sino que, de hecho, cambió radicalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y la política exterior estadounidense. El gobierno utilizaría este episodio como pretexto para justificar la invasión a Irak en marzo de 2003. Bajo la consigna de “ataque preventivo” ante la supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Saddam Hussein (1937-2006), se dio comienzo a la Guerra del Golfo que duraría hasta fines de ese año.
Para América Latina, mientras tanto, el 2001 fue un año difícil debido a la retracción de la economía y la fuga de capitales. La extranjerización de sus economías, la redistribución regresiva de los ingresos, la concentración económica y el incremento del desempleo y la pobreza eran tesituras que venían acentuándose desde la década de los años ’70 producto de la implementación de severos ajustes y reformas estructurales según lo estipulaban las consignas del neoliberalismo, difundidas y defendidas por el bloque vencedor de la Guerra Fría y las élites nacionales, con amplio respaldo de los organismos multilaterales de crédito. Frente a esta situación, los países latinoamericanos tuvieron que ajustarse a una mayor restricción financiera ya que a la caída en el ingreso de capitales se le sumaron las transferencias al exterior en concepto de pago de las respectivas deudas externas.
La inestable economía internacional y el endeudamiento externo habían posicionado al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y al Club de París como protagonistas decisivos en la formulación y gestión de las políticas económicas de estos países, las que, en mayor o menor medida, se formulaban, condicionaban y monitoreaban desde el exterior, limitando así sus autonomías y a la vez resignando la implementación de políticas de desarrollo nacional. De esta manera, la región mostró un exiguo crecimiento del PBI y un alarmante aumento de la pobreza, de la indigencia y del desempleo que alcanzó una de las mayores tasas observadas en los diez años anteriores.
En el caso específico de la Argentina, la crisis de 2001 probablemente haya sido el peor derrumbe social de su historia. Hacia fines de ese año, la disolución de los vínculos políticos, económicos y sociales -producto del colapso del aparato productivo, bancario y de las finanzas públicas como consecuencia de las políticas neoliberales implementadas durante la década anterior-, generó un verdadero cataclismo. Amplias franjas de la población se vieron afectadas, el malhumor social se expresó cada noche en cacerolazos, manifestaciones callejeras en los barrios y múltiples saqueos a supermercados, almacenes y comercios de todo tipo. Todas estas protestas no fueron más que un episodio de la historia de los pueblos postergados, olvidados, que de tanto en tanto gritan basta. Como respuesta al estallido, el presidente Fernando de la Rúa (1937-2019) anunció mediante una cadena nacional al atardecer del 19 de diciembre que había decidido “decretar el estado de sitio para asegurar la ley, el orden y terminar con los incidentes”.


Dicho anuncio generó diferentes protestas a lo largo y a lo ancho del país. Esa noche una multitud se concentró en la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno al grito de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, una consigna que se generalizó y se volvió uno de los lemas que caracterizó las protestas. Ante esta situación, para tratar de controlar las manifestaciones y el caos social, el Gobierno desplegó las fuerzas de seguridad, las que reprimieron a la multitud con gases lacrimógenos. No obstante ello, al día siguiente las manifestaciones se multiplicaron. Al mediodía la Plaza de Mayo estaba colmada de oficinistas, operarios, jubilados, incluso familias enteras con sus pequeños hijos. Pronto, la plaza quedó rodeada por carros hidrantes y agentes de la Policía Federal, quienes comenzaron a reprimir a los manifestantes no sólo con gases lacrimógenos sino también con balas de goma. Una situación similar se replicó en las principales ciudades del país.
Mientras las centrales sindicales convocaban a un paro general por tiempo indeterminado, tanto las protestas como la violencia policial se extendieron hasta la tarde de ese 20 de diciembre. Poco después de las 19 hs., cuando ya la policía usaba balas de metal contra los manifestantes, después de renunciar, el presidente abandonó la Casa de Gobierno en un helicóptero. Durante las extensas jornadas de protestas, la represión dejó un saldo de treinta y ocho muertos, cientos de heridos, y algo más de 4 mil detenidos en todo el país. En su libro “La comuna de Buenos Aires” la periodista y crítica cultural argentina María Moreno (1947) comentó que este hecho causó una “conmoción económica, política y social con que terminó por derrumbarse el modelo neoliberal argentino -‘la dictadura del peronismo menemista’- y que a continuación sumió al país en densos años de especulación y desconcierto”. En los diez días siguientes cuatro presidentes se sucedieron. Recién el último de ellos -Eduardo Duhalde (1941)- logró acordar una salida política y gobernó al país como presidente interino hasta el 25 de mayo de 2003. A la par de estos acontecimientos, surgieron asambleas populares, se multiplicaron las fábricas ocupadas por los trabajadores y cobraron fuerza los movimientos de desocupados combativos.
En su conjunto, buena parte de América Latina comenzó el nuevo siglo con la instauración de gobiernos populistas. Estos gobiernos, si bien combinaron políticas reformistas en materia económica y fomentaron el equilibrio social con medidas inclusivas, nunca cuestionaron -más allá de los enfáticos y agresivos discursos- la estructura del liberalismo económico, orientándose más a reformarlo que a cuestionarlo. Partiendo de la base de que bajo el rótulo de populismo se suelen incorporar una gran variedad de movimientos populares y tendencias políticas con contradictorias posiciones políticas e ideológicas que deben analizarse en cada contexto en particular, puede decirse que hubo populismos de “derecha” en Chile, Colombia, Paraguay y Perú, y de “izquierda” en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela. En todos los casos, la clasificación de “derecha” e “izquierda” resultan sumamente ambiguas en un mundo en el cual no se sabe muy bien si lo que impera es la miseria de las ideologías o la ideología de la miseria.


Mientras tanto, al norte del continente, el déficit comercial de Estados Unidos llegaba casi al 7% de su PBI, un nivel extraordinario para cualquier país, pero especialmente para la economía más grande del mundo. Sus habitantes habían comenzado a vivir por encima de sus medios tomando préstamos a gran escala para sostener su excesivo consumo. Además, gran cantidad de ellos se vieron atraídos por la posibilidad de invertir en el mercado de la vivienda. Las bajas tasas de interés y los precios de las viviendas que crecían rápidamente hacían aparecer a estas inversiones como una oportunidad en las que el inversor no podía perder. La idea, profundamente especulativa, era venderlas después a precios más altos de modo de poder reembolsar la hipoteca y obtener una buena ganancia. Enormes recursos se invirtieron para construir nuevas viviendas, lo que llevó a lo que se conocería como “burbuja inmobiliaria”. Pero, a fines de 2007, los precios de las viviendas no sólo dejaron de subir sino que comenzaron a bajar, las tasas de interés para los compradores de aumentaron y muchos de aquellos que habían comprado viviendas dejaron de pagar sus créditos hipotecarios.
Esto generó que las instituciones financieras que habían concedido esos créditos se enfrentasen a graves problemas. Muchas de ellas quebraron, otras fueron rescatadas por el gobierno con gran costo para los contribuyentes. Las más grandes empresas de ese rubro eran Goldman Sachs, Morgan Stanley, Merrill Lynch y Lehman Brothers. Las tres primeras fueron respaldadas por el gobierno o adquiridas por otros bancos, pero la última de ellas quebró estrepitosamente provocando el colapso del sistema financiero de Estados Unidos. A partir de ese momento pareció que muchas naciones tomaron conciencia de la elevada inseguridad de las políticas crediticias y de los efectos del impago de las hipotecas de alto riesgo, por lo que, rápidamente, la crisis financiera se contagió al conjunto de las economías de buena parte del mundo y provocó la primera gran crisis económica global del siglo XXI. De alguna manera se estaba reproduciendo el “crack” de 1929.
Puede decirse que, de alguna manera, esta crisis aceleró el declive de Estados Unidos como garante del orden económico internacional. En tal sentido se expresó el economista venezolano director ejecutivo del Banco Mundial Moisés Naím (1952) en “Rethink the world. 111 Surprises from the 21st. Century” (Repensar el mundo. 111 sorpresas del siglo XXI), obra en la cual opinó que “la crisis de 2008 tuvo un fuerte impacto en sentido geopolítico, ya que vino a erosionar más aún la posición hegemónica de Estados Unidos y con ello la estabilidad internacional que se había logrado tras el fin de la Guerra Fría. De hecho, incluso afectó las tendencias globales dominantes, al grado que ha sido calificada como un síntoma de la globalización que se tornó inmanejable, y a la globalización como una víctima de la crisis”.
Fue así que tanto la crisis financiera como la crisis de la economía real pronto comenzaron a tener un gran efecto sobre las finanzas públicas de los países y sobre los balances de los bancos centrales. Así lo entendió el economista ítalo-estadounidense Vito Tanzi (1935) quien, en su ensayo “Government versus markets. The changing economic role of the State” (Gobierno versus mercados. El cambiante papel económico del Estado), precisó que “la crisis condujo a una aguda reducción de la confianza entre las instituciones financieras. La confianza es, obviamente, un activo fundamental para el mercado financiero. Sin confianza no puede operar con eficiencia. Los bancos dejaron de prestarse unos a otros y a otras instituciones financieras y no-financieras. Las empresas tuvieron dificultades para obtener préstamos para sus inversiones. Las empresas pequeñas se vieron particularmente golpeadas. El crédito a las exportaciones se vio afectado y tanto las exportaciones como las importaciones declinaron mucho por primera vez en muchos años. En este punto, la economía financiera se convirtió en una crisis de la economía real”.


A la quiebra de Lehman Brothers le siguió una crisis económica global que duraría poco más de un año y medio. El colapso de los mercados fue tan drástico que obligó a la Reserva Federal de Estados Unidos y al Banco Central Europeo a poner en marcha un programa de inyección masiva de liquidez en los circuitos financieros con el fin de evitar una recesión como la de los años ‘30 del siglo XX. Durante ese período se perdieron 8.7 millones de empleos en las economías industrializadas, y muchos que no perdieron sus empleos vieron recortados sus sueldos o fueron forzados a trabajar a tiempo parcial. La falta de crecimiento y las quiebras bancarias fueron la pauta predominante en los países industrializados. La crisis fue más allá de las instituciones financieras y embistió también a las economías productivas y el comercio global, e hizo impacto en la vida cotidiana de millones de personas.
La desaceleración de la economía complicó más gravemente la situación de los países de la eurozona que ya tenían niveles de deuda insostenibles, como eran los casos de Chipre, España, Irlanda, Italia, Portugal y Grecia. Las tensiones aumentaron particularmente en este último, donde hubo violentos enfrentamientos durante las protestas contra la crisis. Las políticas de austeridad destinadas a disminuir el déficit presupuestario implementadas por los gobiernos de Alemania y Francia, principales pilares de Eurozona, y que fueron adoptadas por sus diecisiete integrantes, incluyeron a cambio del apoyo financiero la reducción de subsidios sociales y el aumento de impuestos, lo que provocó indignación en los ciudadanos. En muchos países se manifestaron contra las políticas de austeridad y emitieron votos de castigo, sobre todo en las elecciones presidenciales en Francia, las generales en Grecia y las municipales en Alemania e Italia.
Mientras tanto, a fines de 2010 comenzó en el Norte de África y Oriente Medio un estallido sin precedentes de protestas populares y exigencias de reformas. Se inició en Túnez y, en cuestión de semanas, se extendió a Bahréin, Egipto, Libia, Siria y Yemen. Los efectos de estas masivas manifestaciones, que serían conocidas tiempo después como la “Primavera árabe”, fueron los derrocamientos de líderes autoritarios que ostentaban el poder desde hacía mucho tiempo, sobre todo en Egipto y Túnez. Mucha gente albergaba la esperanza de que, con esas movilizaciones, se lograría la instauración de nuevos gobiernos que implementasen reformas políticas y mejorasen las condiciones de la población en materia de  justicia social. Pero, transcurrido el tiempo, tras una feroz represión, los derechos humanos siguieron siendo atacados en toda la región y la guerra y la violencia continuaron asolando Libia, Siria y Yemen. Cientos de miles de personas murieron en los conflictos armados y muchas huyeron de sus países generando la mayor crisis de refugiados del siglo XXI.