XVIII. La ineficacia de las políticas
neoliberales frente al deterioro medioambiental y el crecimiento de la pobreza
Los problemas de la relación del hombre con la naturaleza, por otra parte, adquirieron un nuevo significado cuando ya no fueron pensados a propósito de la alteración de ecosistemas en delimitadas regiones geográficas sino como referidos al planeta en su conjunto. Los debates que desde hace años se fueron dando en organismos internacionales como la FAO (Food and Agriculture Organization / Organización para la Alimentación y la Agricultura), el WWF (World Wildlife Fund / Fondo Mundial para la Naturaleza), el WFP (World Food Programme /Programa Mundial de Alimentos) o la WCED (World Commission on Environment and Development / Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo) demostraron la importancia que tienen los problemas ambientales y su relación con los modelos productivos hegemónicos.
Al respecto, el sociólogo venezolano Edgardo Lander (1942) detalla en “La ciencia y la tecnología como asuntos políticos. Límites de la democracia en la sociedad tecnológica” que “el primer motivo de preocupación es el llamado efecto invernadero, el aumento de la temperatura media de la superficie terrestre como consecuencia del incremento del dióxido de carbono y otros gases en la atmósfera. Se calcula que las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera han aumentado en un 25% desde que el carbón, el petróleo y el gas se convirtieron en las fuentes primarias de energía para la revolución industrial y que el efecto de la acumulación en la atmósfera de éste y otros gases producto de la actividad humana ha producido grandes aumentos de la temperatura. No se trata de pequeñas variaciones, se trata de un proceso 15 a 40 veces más acelerado que los cambios naturales que han ocurrido con los ciclos de glaciación, lo cual limitará severamente la capacidad adaptativa de plantas y animales, amenazando la diversidad genética del planeta”.
“La elevación del nivel del mar -agrega- es una de las consecuencias más directas y más previsibles del incremento de la temperatura de la superficie terrestre, tanto por expansión de las aguas como por el deshielo de los casquetes polares. El 20% de la población del mundo vive en terrenos que serían inundados o dramáticamente alterados por la elevación del nivel de las aguas. Otra amenaza inmediata representada por la alteración del ambiente por la acción del hombre está en el acelerado proceso de destrucción de los bosques tropicales, un proceso devastador que se ha incrementado notoriamente en los últimos años. Los bosques tropicales cubren sólo 7% de la superficie terrestre y sin embargo contienen más de la mitad de las especies del planeta. Se calcula que la pérdida de especies por deforestación ocurre en una proporción diez mil veces mayor que la que ocurría naturalmente antes de la aparición del hombre. A lo anterior se agrega el efecto destructivo de la lluvia ácida sobre lagos y bosques y el aniquilamiento de suelos fértiles por uso excesivo, salinización por irrigación sin drenaje adecuado y la escasez creciente de agua como consecuencia de un uso por encima de las capacidades de recuperación. Estos procesos están alterando las condiciones de vida en el planeta, reduciendo acelerada y dramáticamente la diversidad genética”.
Y en cuanto a la incidencia de la tecnología en la naturaleza, Lander sostiene que en las posturas teóricas y políticas liberales “existen limitaciones básicas que le impiden dar una respuesta adecuada a los retos que plantea la dinámica del desarrollo científico-tecnológico en su relación con la preservación de la vida. En primer lugar, está la concepción del individuo como ilimitadamente adquisitivo, que legitima el proceso de trasformación de la naturaleza y de acumulación material sin límite, y le asigna un peso preponderante a la abundancia material en la felicidad humana. El crecimiento económico, entendido como el aumento constante del bienestar material es concebido como una condición para la ampliación de la libertad humana. En estos valores liberales no está incorporada noción alguna de equilibrio ni de límite en relación a la naturaleza. Y en segundo lugar, está la confianza en que el individualismo y el mercado son los mejores garantes del bienestar colectivo, pero hay asuntos para los cuales, obviamente, el mercado es incapaz de dar respuestas adecuadas, ya que la suma de las racionalidades individuales en búsqueda de la maximización del beneficio individual puede convertirse, como de hecho se convierte en muchos asuntos, en una irracionalidad global. Esta irracionalidad puede conducir al fin de la vida en el planeta Tierra. Se trata de una postura que no puede ser catalogada sino como de una profunda irresponsabilidad ética”.
Resulta evidente que buena parte de los actuales esfuerzos por mantener e incluso aumentar el progreso, satisfacer las necesidades y realizar las ambiciones humanas en base a recursos del medio ambiente son simplemente insostenibles. El historiador y antropólogo estadounidense Oscar Lewis (1914-1970) afirmaba en “The culture of poverty” (La cultura de la pobreza) que “las ciudades, que deberían ser el lugar destinado a la liberación humana, se han convertido en otro ambiente distinto porque las innumerables industrias las invaden de humo y basura, destrozan sus contornos, las convierten en un caos intransitable y las transforman en un escenario hostil alejándolas progresiva e irremediablemente de la naturaleza y por ende del hombre mismo”. Y también hablaba sobre las necesidades básicas insatisfechas: “La pobreza puede entenderse muy bien en las sociedades modernas como una manera de ser o situación social generada más por el despilfarro que por la escasez y por una gran diferenciación de clases sociales que determina la desigual distribución de la riqueza y los recursos. Ahora bien, si el concepto de pobreza es carencia de algo necesario, la definición de miseria supone los grados más extremos de ella y se considera que allí se llega cuando las personas no tienen lo mínimo necesario para satisfacer sus más apremiantes necesidades”.
En el año 2000, en su informe anual sobre el desarrollo mundial a cargo por entonces del profesor de teoría económica Ravi Kanbur (1954), el Banco Mundial estimó que el 50 % de la población de la Tierra se encontraba por debajo de la línea de pobreza. Más de 1.300 millones de personas no podían satisfacer sus necesidades básicas, 1.200 millones de personas carecían de agua potable lo cual provocaba 3.350 millones de casos anuales de enfermedades (80% de las enfermedades en los países pobres están relacionadas con la calidad del agua) y cada año, morían por su escasez más de 5 millones de niños y más de 3 millones de adultos. Más de 300 millones de estos pobres absolutos eran niños cuyas madres nunca recibieron ninguna atención durante el embarazo; sus nacimientos, no fueron asistidos por personal capacitado. El informe del Banco Mundial consideraba además que esos niños jamás se alimentarían adecuadamente para el crecimiento de su mente y de su cuerpo y nunca serían vacunados contra enfermedades infantiles prevenibles, hechos que los condenarían irremediablemente a tener una baja expectativa de vida.
Mientras tanto, en ese mismo año, el 20% más rico recibía el 74% de la renta mundial en tanto que el 20% más pobre recibía únicamente el 2%. El Producto Bruto Interno de las cuarenta y ocho naciones más pobres (casi la cuarta parte de los países del mundo) era menor que la riqueza de las tres personas más ricas. La apertura comercial, la liberalización financiera y las privatizaciones propugnadas por el neoliberalismo habían dado el resultado esperado por sus patrocinadores. Por supuesto ninguno de ellos se tomó la molestia de leer el informe de las Naciones Unidas que destacaba que los gastos militares de sólo medio día serían suficientes para financiar todo el programa de la Organización Mundial de la Salud para erradicar el paludismo de la faz de la tierra.
El citado antropólogo Oscar Lewis decía también que “a finales del siglo XX existían en el mundo 1.000 millones de personas que carecían totalmente de albergue. En la India, por ejemplo, se cuentan por decenas de miles el número de personas que viven y mueren en las calles de las ciudades. Por lo tanto, si valoramos a la pobreza en función de necesidad, la gran mayoría de los habitantes de las ciudades modernas se están aproximando a ella”. En la misma sintonía, la antropóloga franco-chilena Larissa Adler (1932 -2019) observaba en “Cómo sobreviven los marginados” que “la vida en el submundo de la pobreza urbana es violenta y los pobres tienen que adoptar sistemas de vida y de defensa dentro de esa sociedad que no los acoge ni siquiera en las posiciones más bajas de sus estratos. Así, las personas transformadas por las circunstancias económicas y sociales que les rodean en individuos marginal es a quienes les esperan la desocupación, la frustración y una vida de infortunios, sumida en barrios marginales que, como cinturones de miseria, proliferan en las grandes ciudades”.
“Villas miseria” en Argentina, “favelas” en Brasil, “poblas” en Chile, “llegaypón” en Cuba, “chabolas” en España, “shanty towns” en Estados Unidos, “bidonvilles” en Francia, “slums” en India, “baraccopolis” en Italia, “gecekondus” en Turquía, “cantegriles” en Uruguay, como quiera que se los conozca a estos asentamientos informales, en ellos, en promedio, la mitad de sus habitantes padecen desnutrición, el abastecimiento de agua no es seguro ni higiénico, la esperanza de vida está por debajo de los 50 años, el índice de alfabetización es bajísimo y la mortalidad infantil es alarmante. Pero, como rezan los manuales del liberalismo, no importan los intereses colectivos sino los individuales; la realización de su propia felicidad es el más alto objetivo moral de un hombre; sólo con una reducción drástica y un control estricto del gasto público se logrará una enorme prosperidad económica.
Mientras tanto, los obreros vietnamitas explotados laboralmente en una fábrica china de neumáticos en Serbia, las mujeres de Bangladesh que trabajan en fábricas inglesas de confección de ropa en condiciones de semiesclavitud, los miles de niños congoleños que excavan en las minas de columbita y tantalita, minerales que se utilizan para las baterías de los celulares que se fabrican en Suecia, los migrantes guatemaltecos que trabajan hasta quince horas diarias en las zonas agrícolas de México para posibilitar las exportaciones a Estados Unidos, por citar sólo algunos ejemplos, seguirán esperando el resultado de la aplicación de las políticas de “derrame”, según las cuales alcanza con el enriquecimiento de los grandes grupos concentrados ya que ellos luego distribuirán sus beneficios hacia el resto de la sociedad.
En el capítulo titulado “Towards the millenium” (El fin del milenio) de la citada obra de Hobsbawm, dice el historiador británico: “La creencia, de acuerdo con la economía neoclásica, de que el comercio internacional sin limitaciones permitiría que los países pobres se acercaran a los ricos va contra la experiencia histórica y contra el sentido común. Una economía mundial que se desarrolla gracias a la generación de crecientes desigualdades está acumulando inevitablemente problemas para el futuro. Tres aspectos de la economía mundial de fines del siglo XX han dado motivo para la alarma. El primero es que la tecnología continuaba expulsando el trabajo humano de la producción de bienes y servicios, sin proporcionar suficientes empleos del mismo tipo para aquellos a los que había desplazado, o garantizar un índice de crecimiento económico suficiente para absorberlos. El segundo es que mientras el trabajo seguía siendo un factor principal de la producción, la globalización de la economía hizo que la industria se desplazase de sus antiguos centros, con elevados costos laborales, a países cuya principal ventaja era que disponían de cabezas y manos a buen precio”.
Y concluye: “De esto pueden emerger una o dos consecuencias: la transferencia de puestos de trabajo de regiones con salarios altos a regiones con salarios bajos y, según los principios del libre mercado, la consiguiente caída de los salarios en las zonas donde son altos ante la presión de los flujos de una competencia global. Históricamente estas presiones se contrarrestaban mediante la acción estatal, es decir, mediante el proteccionismo. Sin embargo, y este es el tercer aspecto preocupante de la economía mundial de fin de siglo, su triunfo y el de una ideología de libre mercado, debilitó o incluso eliminó, la mayor parte de los instrumentos para gestionar los efectos sociales de los cataclismos económicos. La economía mundial era cada vez más una máquina poderosa e incontrolable. ¿Podría controlarse? y, en ese caso, ¿quién la controlaría?”.
Difícil resulta encontrar una respuesta a esta pregunta, pero lo concreto es que esa máquina poderosa e incontrolable hizo que, lejos de reducirse, el abismo entre países ricos y países pobres se agrandase cada vez más. El proceso de globalización liderado por poderosos grupos transnacionales, el relevante papel desempeñado por el sector financiero y la internacionalización económica influyó notablemente sobre las economías de los países en vías de desarrollo. Uno de los motores de esta transición acelerada al nuevo milenio fue la espectacular revolución tecnológica que favoreció la mundialización de los negocios del conglomerado transnacional de grandes empresas, donde lo decisivo es el mundo de las finanzas en su dimensión más especulativa, codiciosa y avarienta, y totalmente desconectada de la economía productiva y de las necesidades y los derechos humanos y democráticos del común de los seres humanos. Esos intereses macroeconómicos no están sujetos a ningún tipo eficaz de control político sino más bien todo lo contrario: el desgobierno global de la economía es el mayor e inquietante déficit democrático que sufre el mundo actual.
“El vertiginoso desarrollo de los mercados financieros globales -comenta el economista e historiador argentino Mario Rapoport (1942) en “Historia económica, política y social de la Argentina. 1880-2003”-, aceleró a su vez los procesos de acumulación y concentración de capitales, beneficiando a aquellos países, corporaciones y redes financieras que tenían condiciones para trasladar sus capitales de acuerdo con su lógica de acumulación. Esta primacía del capital financiero estuvo legitimada y alentada por el Consenso de Washington, quien instaló la idea de que los mercados liberados de la injerencia del Estado optimizaban la asignación eficiente de los recursos. Los movimientos especulativos de capital cada vez más disociados del sector productivo gestaron una ‘economía virtual’ que afectó especialmente a los países receptores de inversiones y fondos especulativos como los latinoamericanos, en los que se instaló una situación de volatilidad e inestabilidad crónicas que poco tenían que ver con el desarrollo sustentable”.
En el ámbito económico la caída del bloque socialista a principios de la década de los ‘90 intensificó la globalización del capitalismo. En un artículo publicado en la página web de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN), la profesora de Historia Sandra Colombo (1966) afirma: “Los flujos de comercio de bienes y servicios y sobre todo de capitales financieros, se incrementaron gracias a la difusión de las políticas de liberalización y al desarrollo de las nuevas tecnologías -como la informática y las telecomunicaciones- que permitieron realizar operaciones en tiempo real las 24 horas del día en cualquier parte del mundo. De las operaciones en los mercados cambiarios, un 95% correspondía a movimientos financieros y sólo un 5% a cancelación de transacciones reales de comercio de bienes y servicios e inversiones privadas directas”.
Indudablemente, esos movimientos especulativos de capitales -cada vez más disociados del sector productivo- gestaron una “economía virtual” que afectó especialmente a los países receptores de inversiones y fondos especulativos como los latinoamericanos, en los que se instaló una situación de volatilidad e inestabilidad crónicas que poco tenían que ver con el desarrollo sustentable. La vulnerabilidad de las economías nacionales quedó en evidencia durante las sucesivas crisis financieras que sacudieron el sistema económico internacional durante la primera década del siglo XXI.