Cortázar sobre Borges (y viceversa)
Puede decirse que la relación entre Borges y Cortázar estuvo signada por la ambivalencia. Si bien hubo cierto respeto mutuo en lo referido a sus respectivos escritos, algo que se puso de manifiesto en muchas ocasiones, y de haber entre ellos algunas coincidencias existenciales, también mantuvieron posiciones diametralmente opuestas en sus concepciones políticas e ideológicas. Pero, como quiera que fuese, sus vidas se cruzaron considerablemente al ser ambos amantes del relato breve, exponentes privilegiados de las letras argentinas y grandes paradigmas de la literatura fantástica latinoamericana. Con quince años de diferencia (Borges nació en 1899 y Cortázar en 1914), ambos llegaron a ser dos de los escritores más importantes del siglo XX con sus obras colmadas de simbolismos, enigmas cotidianos, metáforas, acertijos y la fusión entre la realidad y la ficción. Y también coincidieron en su amor por las bibliotecas, algo de lo que Borges habló muchas veces recordando la de su padre y la importancia que tuvo en su proyección como escritor, y Cortázar reconociendo en varias entrevistas que una de sus mayores aficiones era “acumular” libros ya que su desbordado amor por la lectura le había permitido desarrollar su imaginación y madurar su lenguaje para escribir. Tras sus fallecimientos, sus bibliotecas personales fueron donadas, en el caso del autor de “Elogio de la sombra”, a la Fundación Internacional Jorge Luis Borges de Buenos Aires por su esposa María Kodama (1937-2023), y en el caso del autor de “Rayuela”, a la Fundación Juan March de Madrid por su esposa Aurora Bernárdez (1920-2014).
También hubo otros puntos de contacto entre los dos cuentistas argentinos. Uno de ellos tiene que ver con los motivos que inspiraron los cuentos “El sur” de Borges, y “La noche boca arriba” de Cortázar. Borges lo escribió evocando un accidente que había sufrido en la Nochebuena de 1938 cuando iba a buscar a una amiga para invitarla a cenar. Tras comprobar que el ascensor no funcionaba, al subir por la escalera se cortó la cabeza con un ventanal que había quedado abierto. La herida se infectó, sufrió una septicemia y tuvo que pasar casi un mes internado al borde de la muerte. Es el mismo accidente que sufrió Juan Dahlmann, el protagonista del cuento, quien un día se golpeó la cabeza con el borde de una ventana que alguien había dejado abierta y, después de ocho días de fiebre, fue llevado a un hospital en donde murió en una camilla. En el caso de Cortázar, la inspiración surgió luego de sufrir un accidente con su moto Vespa en las calles de París el 14 de abril de 1953. “Ese día me puse la Vespa de sombrero para no matar a una vieja idiota que se me cruzó en una esquina cuando yo cruzaba con todo derecho y las luces verdes”, contó. El percance le provocó una doble fractura de la pierna izquierda, por lo que tuvo que pasar un mes y medio internado víctima de una infección y viviendo “muchos días en un estado de delirio en el que todo lo que me rodeaba me sumía en contornos de pesadilla”, según sus propias palabras. En el cuento, un joven sale de un hotel en su moto y pasea por la ciudad. “Quizá algo distraído -escribió-, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe”. Con varias heridas, fue llevado a un hospital donde se quedó dormido soñando pesadillas.
En lo que no coincidieron fue en sus juicios sobre la muerte. En una entrevista que le concedió en 1978 a Evelyn Picon Garfield (1940-2000), una profesora de Español y asistente del Departamento de Italiano en la Montclair State University de Estados Unidos, Cortázar contó: “Precisamente porque en el fondo soy alguien muy optimista y muy vital, es decir alguien que cree profundamente en la vida y que vive lo más profundamente posible, la noción de la muerte es también muy fuerte en mí. Yo no tengo ningún sentimiento religioso. Nunca se despertó en mí el menor sentimiento religioso. Y entonces la noción de la muerte para mí no es una noción que yo pueda esconder o disimular o buscarle un consuelo con la idea de una resurrección, de una segunda vida. Para mí la muerte es un escándalo. Es el gran escándalo. Es el verdadero escándalo. Yo creo que no deberíamos morir y que la única ventaja que los animales tienen sobre nosotros es que ellos ignoran la muerte. El animal no sabe que va a morir. El hombre lo sabe, lo sabe y reacciona de distintas maneras, histórica o personalmente. La muerte es un elemento muy importante y muy presente en cualquiera de las cosas que yo he escrito”.
Según cuenta el Profesor
de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Zaragoza Daniel Mesa
Gancedo (1969) en su ensayo “De la casa (tomada) al café (Tortoni). Historia de
los dos que se entendieron: Borges y Cortázar”, “la comparación entre las
respectivas obras cuentísticas se convirtió también en tópico de las
entrevistas. Cortázar asumió la contraposición tradicional entre el ‘intelectualismo’
del relato borgesiano y el ‘vitalismo’ del suyo (lo que ilustró con la imagen
de ‘escribir en casa’ y ‘escribir en el café’), pero siguió insistiendo en la
común exigencia lingüística, y subrayó la pertenencia a una misma familia
espiritual marcada por la ironía ‘porteña’”. Y agregó un fragmento de la
entrevista que Cortázar le concedió al Doctor en Lingüística y Letras Walter B.
Berg (1943) en los años ‘70. “Lo que voy a decir no es una calificación de
valores, pero Borges ha escrito toda su obra en su casa y yo he escrito toda mi
obra en los cafés. Bueno, eso es una metáfora para tratar de explicar que el
mundo de Borges es un mundo intelectual cerrado, admirablemente hecho, pero de
alguna manera sin comunicación con la vida cotidiana, con lo que pasa en la
esquina, con esa gatita que está jugando ahí, y bueno... Yo no podría escribir,
si no estuviera conectado con mi gatita y con lo que pasa en la esquina, porque
la literatura no tendría sentido para mí”, le dijo Cortázar al profesor de
Literatura Latinoamericana en la Albert Ludwigs Universität de Freiburg,
Alemania, y autor de los ensayos “Die amerikanität von Julio Cortázar:
literatur, politik, kultur” (La americanidad de Julio Cortázar: literatura,
política, cultura) y “Grenz zeichen. Cortázar: leben und werk eines
argentinischen schriftstellers der gegenwart” (Señales fronterizas. Cortázar:
vida y obra de un escritor argentino contemporáneo).
Unos años antes, exactamente el 30 de noviembre de 1964, Cortázar le envió una carta a su editor Francisco Porrúa (1922-2014), en la que le dijo: “No te podés imaginar cómo se me llena el corazón de azúcar y de agua florida y de campanitas, cuando, al cruzar el hall de la UNESCO con Aurora para ir a tomarnos un café a la hora en que está terminantemente prohibido y por lo tanto es muchísimo más sabroso, lo vimos a Borges con María Elena Vázquez, muy sentaditos en un sillón, probablemente esperando a Caillois. Cuando me di cuenta, cuando reaccioné, ya nos estábamos abrazando con un afecto que me dejó sin habla. Mirá, fue algo maravilloso. Borges me apretó fuerte, ahí nomás me dijo: ‘Ah, Cortázar, a lo mejor, ¿no?, usted se acuerda, ¿no?, que yo le publiqué cosas suyas en aquella revista, ¿no? ¿Cómo se llamaba la revista, che, cómo se llamaba?’. Yo casi no podía hablar, porque el grado de idiotez a que llego en momentos así es casi sobrenatural, pero me emocionó tanto que se acordara con un orgullo de chico de esa labor de pionero que había hecho conmigo. Entonces le recordé a mi vez todo lo que eso había significado para mí, sobre todo porque él me había publicado sin conocerme personalmente, lo que le daba muchísimo más valor a la cosa. Y entonces Borges dijo: ‘Ah, sí, claro… Y usted a lo mejor se acuerda, ¿no?, que mi hermana Norah le hizo unos dibujos muy preciosos, ¿no?’. En fin, che, yo estaba hecho un pañuelo. Después lo escuchamos a Borges en su conferencia sobre literatura fantástica, dicha en un francés excelente, y a los días vino a la Unesco y les rajó una charla sobre Shakespeare que los dejó a todos mirando estrellas verdes. La chica Vázquez me arrancó la lectura de dos cuentos para una emisión de Radio Municipal, y se fueron a España. Por supuesto, los periodistas se ingeniaron como siempre para hacerle decir a Borges cuatro pavadas sobre política, pero qué poco importa, o en todo caso, qué poco me importa”.
Unos años antes, exactamente el 30 de noviembre de 1964, Cortázar le envió una carta a su editor Francisco Porrúa (1922-2014), en la que le dijo: “No te podés imaginar cómo se me llena el corazón de azúcar y de agua florida y de campanitas, cuando, al cruzar el hall de la UNESCO con Aurora para ir a tomarnos un café a la hora en que está terminantemente prohibido y por lo tanto es muchísimo más sabroso, lo vimos a Borges con María Elena Vázquez, muy sentaditos en un sillón, probablemente esperando a Caillois. Cuando me di cuenta, cuando reaccioné, ya nos estábamos abrazando con un afecto que me dejó sin habla. Mirá, fue algo maravilloso. Borges me apretó fuerte, ahí nomás me dijo: ‘Ah, Cortázar, a lo mejor, ¿no?, usted se acuerda, ¿no?, que yo le publiqué cosas suyas en aquella revista, ¿no? ¿Cómo se llamaba la revista, che, cómo se llamaba?’. Yo casi no podía hablar, porque el grado de idiotez a que llego en momentos así es casi sobrenatural, pero me emocionó tanto que se acordara con un orgullo de chico de esa labor de pionero que había hecho conmigo. Entonces le recordé a mi vez todo lo que eso había significado para mí, sobre todo porque él me había publicado sin conocerme personalmente, lo que le daba muchísimo más valor a la cosa. Y entonces Borges dijo: ‘Ah, sí, claro… Y usted a lo mejor se acuerda, ¿no?, que mi hermana Norah le hizo unos dibujos muy preciosos, ¿no?’. En fin, che, yo estaba hecho un pañuelo. Después lo escuchamos a Borges en su conferencia sobre literatura fantástica, dicha en un francés excelente, y a los días vino a la Unesco y les rajó una charla sobre Shakespeare que los dejó a todos mirando estrellas verdes. La chica Vázquez me arrancó la lectura de dos cuentos para una emisión de Radio Municipal, y se fueron a España. Por supuesto, los periodistas se ingeniaron como siempre para hacerle decir a Borges cuatro pavadas sobre política, pero qué poco importa, o en todo caso, qué poco me importa”.
El 20 de octubre de 1968, en una carta que le envió a su amigo, el poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar (1930- 2019) expresó: “Borges pronunció una conferencia en Córdoba sobre literatura contemporánea en la América Latina. Habló de mí como un gran escritor, y agregó: ‘Desgraciadamente nunca podré tener una relación amistosa con él porque es comunista’. Cuando leí la noticia en los diarios, me alegré más que nunca del homenaje que le rendí en ‘La vuelta al día...’. Porque yo, aunque él esté más que ciego ante la realidad del mundo, seguiré teniendo a distancia esa relación amistosa que consuela de tantas tristezas. Me temo que esa posición no sea entendida por los que cada vez pretenden más que el escritor sea como un ladrillo, con todas las aristas a la vista, el paralelepípedo macizo que sólo puede ajustarse a otro paralelepípedo. No sirvo para hacer paredes, me gustan más echadas abajo”. Un año antes, 29 de octubre de 1967, le había mandado otra carta en la que le dijo: “Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribir coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones. No sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo. Allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me avergüenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces”.
En octubre de 1967, Borges estaba dictando una clase de Literatura Británica en la Universidad de Buenos Aires cuando un estudiante entró al aula con la noticia de que Ernesto Guevara (1928-1967) había sido asesinado en la sierra boliviana. El estudiante se paró delante de los alumnos y exigió suspender la clase para rendir un homenaje al guerrillero argentino. “Las clases quedan interrumpidas por duelo: ha muerto el Comandante Che Guevara” dijo, a lo que Borges contestó: “A la memoria del Comandante no le afectará que termine con los veinte minutos de clase que faltan”. Esa respuesta irritó al estudiante, que insistió con voz desafiante: “Tiene que ser ahora, ¡y usted se va!”. Entonces Borges golpeó el escritorio y replicó con firmeza: “¡No me voy nada! Y si usted es tan guapito, venga a sacarme de aquí”. El estudiante, furioso, se retiró del aula y Borges continuó con su clase. El interruptor del suministro eléctrico estaba afuera, por lo que el enfurecido estudiante cortó la luz del aula. Pero, como Borges ya estaba casi ciego, siguió dando su clase como si nada hubiese pasado, hasta que otro estudiante le dijo: “Maestro, cortaron la luz”, a lo que Borges contestó: “En previsión de este día he tomado la precaución de quedarme ciego”, lo que provocó carcajadas en el alumnado. Esta anécdota demuestra el enorme contraste político-ideológico que distanció a Borges, quien en 1919 había escrito “Los ritmos rojos”, un poemario elogioso de la Revolución Rusa que nunca publicó, y a Cortázar, quien en el nº 163 de la revista “Sur”, aparecido en mayo de 1948, publicó un artículo con motivo del fallecimiento del escritor francés Antonin Artaud (1896-1948), lo que fue su primera colaboración en la publicación trimestral fundada en 1931 por la escritora Victoria Ocampo (1890-1979).
Años después, en 1973, Cortázar fue entrevistado por el periodista y locutor radial peruano Hugo Guerrero Marthineitz (1924-2010) en el programa “El show del minuto” transmitido por radio Continental. En la entrevista -que fue publica con el nombre “La vuelta a Julio Cortázar en 80 preguntas” en la revista “Siete Días”- Cortázar declaró sin tapujos: “En la actualidad, cada vez que se menciona a Borges inmediatamente la gente se divide en bandos perfectamente diferenciados... En América Latina, diría yo. En otros lugares se lo conoce como escritor, y lo que pasa en América latina es que, en estos últimos años, además de su trabajo como escritor, hemos conocido los puntos de vista geopolíticos de Borges. Esto ha creado con respecto a él un antagonismo manifiesto de parte de mucha gente que no puede aceptar cierto tipo de declaraciones hechas por alguien cuya palabra tiene tanta repercusión en el interior y en el extranjero. Yo personalmente no puedo aceptar que diga, por ejemplo, que el único defecto de Estados Unidos es haberle dado educación a los negros. Sin embargo, Jorge Luis Borges ha escrito algunos de los mejores cuentos de la historia universal de la literatura. El escribió también una ‘Historia universal de la infamia’” (libro en el que tres de los cuentos, las tramas están relacionadas con personajes negros). El distanciamiento se agravó tras el golpe de Estado llevado adelante por los militares en marzo de 1976, un hecho que contó con el apoyo público de Borges. Al año siguiente viajó a París invitado por la editorial Gallimard, la cual organizó un almuerzo en su honor. Al evento también fue invitado Cortázar, pero no asistió. Quien sí lo hizo fue su pareja por entonces, la escritora lituana Ugnė Karvelis (1935-2002), quien años después contó que “Cortázar me encargó decirle a Borges que seguía siendo un gran admirador de su obra, pero le resultaba imposible encontrarlo por razones que ciertamente él comprendería. Transmití el mensaje y Borges estaba contento”. Nunca más se comunicaron.



