Allá por 1997, el empresario estadounidense
de ascendencia japonesa Robert Kiyosaki (1947) junto a la empresaria también estadounidense
Sharon Lechter (1954) publicaban “Rich dad, poor dad” (Padre rico, padre pobre),
obra en la que hablaron de la necesidad de las personas de alcanzar una sólida
educación financiera para no tener que trabajar para otros sino hacerlo sólo
para sí mismas. Afirmaron que ser inversor en alguna corporación era mucho
mejor que ser un empleado asalariado, ya que esa era la manera de ganar dinero
sin necesidad de trabajar activamente ya que, según sus propias palabras, “los
pobres y la clase media trabajan para ganar dinero, los ricos hacen que el
dinero trabaje para ellos”. Parece evidente que muchos de los funcionarios del
gobierno argentino y los grandes empresarios que lo apoyan han leído ese libro.
Día tras día se suceden nuevos episodios de corrupción vinculados a estafas,
sobornos, cohechos, vínculos con el narcotráfico, etc. etc., todo lo cual hace
que ese grupo de inescrupulosos se enriquezcan a costa del Estado, la entidad
política, jurídica y social que supuestamente venían a destruir. Basta con ver
sus declaraciones juradas que, a pesar de estar amañadas, muestran sus
descomunales aumentos patrimoniales. No sorprende entonces que, según informes
del Foro Económico Mundial de Davos, además de sus gravísimos problemas
vinculados a la recesión económica, la deuda externa, el desempleo, la pobreza
y la desigualdad, la Argentina se encuentre entre los países con mayor
corrupción y con bajísimas calificaciones en los indicadores de calidad
institucional y transparencia.
Entonces, cuando uno se pregunta qué es lo que mueve a estos personajes a actuar de la manera en que lo hacen, podría conjeturar que padecen lo que en psicología se conoce como “crematomanía”, un término proveniente del griego -“krematos” (dinero) y “mania” (frenesí)- que significa “obsesión por el dinero”, una enfermedad cuya sintomatología se caracteriza por el obstinado apego a la acumulación de riquezas como el principal objetivo en la vida. Esta adicción desmedida se hizo muy evidente en el presidente Javier Milei y la secretaria general de la presidencia, su hermana Karina Milei, tras divulgarse los siderales montos en dólares que cobraba para dar una conferencia o asistir a una cena privada, y tras conocerse los casos de la estafa con la criptomoneda $Libra y el cobro de coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS). También podría vincularse a esta obsesión a los secuaces del gobierno libertario, sean estos ministros, secretarios, senadores, diputados, gobernadores, intendentes, jueces o grandes empresarios oligarcas que, con sus medidas económicas, dejan de lado cuestiones esenciales como la salud, la educación, la ciencia, la cultura, la seguridad, las obras públicas y una correcta administración de los recursos naturales y económicos. O tal vez padezcan el síndrome de Hubris, un trastorno psiquiátrico acuñado por el médico neurólogo británico David Owen (1938). En 2008, partiendo del término griego “hybris”, en su ensayo “In sickness and in power” (En el poder y en la enfermedad) se refirió a las personas que ejercen algún poder sumidas en la arrogancia, la soberbia, la desmesura, el narcicismo y el desprecio por las críticas y las opiniones de los demás, cualidades todas ellas que bien podrían aplicarse al presidente argentino y a muchos de sus lacayos.
Justamente sobre este trastorno psicológico, allá por 2013 el periodista y médico neurólogo argentino Nelson Castro (quien hace poco sin ser un “zurdo de mierda” le soltó la mano a la derecha libertaria), en un programa televisivo diagnosticó que la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner padecía el síndrome de Hubris. Y hace unos días, en el editorial de su programa radial, aseveró que, al igual que la ex presidenta, el actual presidente padece el mismo síndrome y explicó que, en estos casos, “la persona cree que es la dueña de la verdad, que es infalible y que, si alguien le dice algo, tiene una finalidad conspirativa”. “Estamos ante un presidente de la República con un problema psíquico importante en cuanto a comportamiento y conducta”, subrayó. Y agregó que se trata de un “tema de extrema sensibilidad” y que el presidente mantiene “una relación patológica con su hermana”. Por su parte, la psiquiatra y docente argentina Graciela Peyrú (1941), presidenta de la Fundación para la Salud Mental, en una entrevista analizó las características de las personas que padecen manías y sugirió que Javier Milei tiene muchos rasgos que podrían coincidir con ese diagnóstico. “Hay una patología mental, una enfermedad mental que se llama manía”, explicó. “Es un trastorno mental que se caracteriza por tener una gran imagen, una excelente opinión sobre uno mismo y no conocer límites”. Y agregó: “Quien padece una manía no tiene casi autocrítica, no tiene casi dudas, porque se siente a sí mismo como un genio todopoderoso. Y otra característica de la manía es la irritabilidad, enojarse, insultar al otro, despreciarlo, humillarlo. Los comentarios, por ejemplo, de Milei sobre los periodistas son absolutamente despreciativos, y sobre otra gente también, absolutamente humillantes, absolutamente despectivos. Y eso está dicho desde un ser que cree que es mucho mejor que los otros”.
También la psicoanalista, politóloga y docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires Nora Merlin (1982) se refirió a la salud mental del presidente. En varias entrevistas brindadas en 2023, poco antes de que ganara las elecciones, la especialista consideró que las distintas manifestaciones en público de Milei durante la campaña electoral, más allá de su salud mental, lo que habían mostrado eran rasgos de una personalidad que “excede los límites del sistema democrático”. “Hay una incontinencia verborrágica agresiva, violenta, misógina, hostil. Sin hacer diagnóstico psicológico, esos son rasgos de carácter que son incompatibles con la democracia. Porque en la democracia hay reglas, hay límites, no se puede decir cualquier cosa, y este personaje pasa esos límites. La vida democrática y civilizada requiere de filtros y de diques, no se puede decir cualquier cosa. Este personaje tiene una modalidad fascista. Sus modos de relacionarse son modos fascistas”, manifestó. En otra entrevista aseveró que uno de los idearios del sistema neoliberal es que es una fábrica de individuos emprendedores (sos el empresario de vos mismo, sos tu propia construcción), una fábrica de deudores a los que se les llama ‘capital humano’. En él, la subjetividad es mercancía, cada individuo debe valerse por sí mismo en una concepción meritocrática, es un sálvese quien pueda”. Y prosiguió: “El neoliberalismo se ha anudado a la revolución tecnológica que virtualizó la vida. Es un dispositivo de poder que está organizado por la pulsión de muerte, orientada a la desintegración de todo: de los lazos amorosos, amistosos, de la cultura, de la democracia, de los Estados, de las regulaciones, de la autoridad, de la política. Este sistema no sólo está enfermo, como decía Freud, sino que va a explotar. Es un sistema enfermo que enferma, por eso la depresión se tornó en una epidemia global”.
Todo esto en medio de un régimen político basado en la mercantilización, la privatización y la financiarización como ejes centrales de la acumulación de riquezas. Esto es un capitalismo ilimitado que el presidente llama “anarcocapitalismo”, el cual privatiza los beneficios y socializa las pérdidas amparado por un Poder Legislativo que actúa como un mero espectador y un Poder Judicial convertido en el principal aliado de las corporaciones económico-financieras y mediáticas. Así, es dable pensar que este proceso de enriquecimiento de los menos, acompañado por un afán obsceno de ostentación, y el empobrecimiento de los más, acompañado por un estado ánimo que oscila entre el inconformismo y la resignación, no es una “revolución liberal” como la llama el presidente sino una “revolución pasiva”, término que el filósofo, sociólogo y periodista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) acuñó en sus “Quaderni del carcere” (Cuadernos de la cárcel) para referirse a un proceso de transformación gradual y progresivo de las estructuras sociales, políticas e institucionales desarrollado desde el poder, apoyándose en la alta burguesía acomodada en desmedro de las clases medias y populares desorganizadas. La noción de “revolución pasiva” no sólo es aplicable al gobierno libertario, sino también a gobiernos como el kirchnerismo, el cual implementó algunas transformaciones estructurales, pero preservó las relaciones capitalistas fundamentales mientras aparentaba responder a las demandas populares.
En este escenario, no son pocos los filósofos y sociólogos que definen este fenómeno que ha emergido en el contexto de la digitalización y la globalización neoliberal como “neofascismo”, un sistema que se distingue del fascismo clásico por su capacidad de operar mediante redes digitales, su articulación con el capitalismo financiero y su adaptación a las condiciones de la democracia formal. Así por ejemplo, el Doctor en Comunicación Social argentino Fernando Esteche (1967) escribió en “Autoritarismo en nuestra América en el siglo XXI”, un ensayo que forma parte del libro “No al fascismo”, que “el neofascismo contemporáneo se caracteriza por la utilización de las redes sociales para la manipulación cognitiva, la construcción de realidades paralelas mediante la desinformación sistemática”, un método habitual utilizado no sólo por el presidente argentino, sino también por otros mandatarios de América como el estadounidense Donald Trump, el panameño José Mulino, el costarricense Rodrigo Chaves, la peruana Dina Boluarte, el paraguayo Santiago Peña, el salvadoreño Nayib Bukele y el ecuatoriano Daniel Noboa en la actualidad, y en su momento también utilizado por el chileno Sebastián Piñera, el brasileño Jair Bolsonaro, el uruguayo Luis Lacalle Pou y el colombiano Iván Duque.
Allá por los años ’50 del siglo
pasado, cuando todavía no existían las redes sociales, la manipulación de la conciencia
de las personas se hacía mediante una propaganda efectiva realizada con el control
de medios de comunicación como los periódicos y las revistas. En ese sentido se
expresó la filósofa e historiadora alemana nacionalizada estadounidense Hannah
Arendt (1906-1975) en su ensayo “The origins of totalitarianism” (Los orígenes
del totalitarismo), libro en el cual expresó que el mecanismo de la propaganda era
“una mezcla curiosamente variable de credulidad y cinismo con la que se espera
que las personas reaccionen a las cambiantes declaraciones mentirosas de los
líderes”. Y agregó premonitoramente: “Las formas de la organización totalitaria
están concebidas para traducir las mentiras propagandísticas tejidas en torno
a una ficción central; para construir, incluso bajo circunstancias no
totalitarias, una sociedad cuyos miembros actúen y reaccionen según las
normas de un mundo ficticio”. Y en un artículo publicado en el diario
“Página/12” en mayo de 2016, la citada psicoanalista Nora Merlin decía que
resultaba acuciante considerar lo que se plantea como una amenaza para la
sociedad. “Los medios de comunicación -escribió- están patologizando la
cultura, generando diversas formas de malestar, como sentimientos negativos,
inhibiciones y la ruptura de lazos sociales, al alimentar la intolerancia, la
segregación y el aislamiento. Gran parte del espacio público ocupado por los
medios de comunicación se transformó en la sede del odio y la agresión entre
las personas. El prójimo es atacado, concebido como a un enemigo o un objeto
hostil al que se lo puede humillar, degradar, maltratar, etc. Se produce un
efecto de identificación entre los espectadores que conduce a una cultura
transformada en un campo minado por la violencia y el odio en sus variadas
expresiones”.
Añadió luego: “Frente a este panorama, surgen interrogantes: ¿dónde quedan las categorías de verdad, decisión racional y autonomía del sujeto para filtrar y administrar la información y los afectos que éstos instalan? ¿Quién se hace responsable de los efectos patológicos que se constatan en la subjetividad y en los lazos sociales?”. Es una pregunta que deberían responder todos los presidentes mencionaos anteriormente porque, como escribió la psicóloga, “responder a estas cuestiones resulta indispensable para una concepción democrática que debe incluir no sólo la lógica de las instituciones y de la división de poderes, sino también un debate plural, que nunca se agote ni cancele, entre los distintos actores sociales involucrados. Resulta altamente saludable que se escuchen pluralidad de voces, evitando la monopolización de la palabra y la instalación de un discurso único, asegurando que los mensajes sean transmitidos libremente, pero garantizando el derecho que tienen los ciudadanos a que la información sea veraz, vertida de manera responsable y racional”. Y concluyó: “Ante la constatación de la patología que producen los medios de comunicación y con el objetivo de proteger la salud de la población, resulta necesario atender los efectos negativos que ellos producen. No se trata aquí de una práctica de censura ni de un planteo de tipo moral, sino de asumir una decisión responsable fundamental a favor de preservar la salud psíquica de la comunidad. El Estado, sus representantes e instituciones, deben encarnar una función simbólica, de contención y pacificación a nivel individual y social, capaz de garantizar el bien común, la disminución de la violencia y de la hostilidad en los lazos sociales”.
Así como el nazismo alemán creó el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, el fascismo italiano la Secretaría de Prensa y Propaganda y el franquismo español la Cadena de Prensa del Movimiento para influir en la opinión pública, el actual neofascismo utiliza las redes sociales como medio de difusión de su ideología con un discurso sustentado en el odio, las narrativas extremistas, las teorías de la conspiración y los perfiles falsos, manteniendo de ese modo una férrea comunicación con la población para intentar vencer en lo que denominan “batalla cultural”. Sus responsables, financiados por los respectivos gobiernos y los grandes empresarios, asumen que deben ganar la batalla cultural para conseguir la hegemonía del anarcocapitalismo, el neoliberalismo, el libertarismo o como quiera que se autodenominen los actuales exponentes del neofascismo. Hace años que varios prestigiosos historiadores, sociólogos y filósofos opinaron sobre el progenitor de esta ideología política: el fascismo. Lo hicieron, entre otros, Walter Laqueur (1921-2018) en “Fascism. Past, present, future” (Fascismo. Pasado, presente, futuro), Umberto Eco (1932-2016) en “Il fascismo eterno” (El fascismo eterno) y Michael Löwy (1938) “Neofascismo: um fenômeno planetário” (Neofascismo: un fenómeno planetario). Más recientemente lo hizo Jason Stanley (1969) en “How fascism works” (Cómo funciona el fascismo), obras todas ellas en las cuales desarrollaron el concepto de fascismo como una variante radicalizada, hiper autoritaria y violenta del capitalismo, que no vacila en privar de sus derechos fundamentales a los sectores vulnerables, agudiza la explotación laboral y reprime con dureza a los opositores. Todos estos conceptos son ampliamente compatibles con el neofascismo que predomina en numerosos países en la actualidad. ¿Esto ocurrirá porque, tal como decía el dramaturgo y poeta alemán Berthold Brecht (1898-1956), “no hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado”?
Como bien dice el dirigente político salvadoreño Sigfrido Reyes (1960) en “La ola neofascista en América Latina: fundamentos ideológicos y ejercicio del poder”, ensayo que forma parte del mencionado libro “No al fascismo”, “la última figura en abonar el terreno del neofascismo en América Latina la constituye Javier Milei y su autoproclamado movimiento ‘libertario’. Es una verdadera paradoja que a los fascistas modernos les incomode llamarse como tales y prefieren usar el mote de libertarios, o incluso anarco-capitalistas. En el caso de Milei estamos en realidad frente a un caso de neoliberalismo radical que combina autoritarismo con el desmantelamiento acelerado del Estado, aderezado todo ello con un discurso de intolerancia, fanatismo y adhesión incondicional a la política de los Estados Unidos en todos los ámbitos, incluyendo el alineamiento con el sionismo internacional. Milei, tanto en la campaña que lo llevó al gobierno como sus prácticas al frente de la Argentina, apuesta por la consumación de la política neoliberal iniciada por gobiernos derechistas tradicionales del pasado, incluyendo el último de Mauricio Macri”. En definitiva, puede aseverarse que el neofascismo neoliberal llevado adelante por Milei está directamente emparentado con el mercado, la iniciativa privada y el extremo individualismo, favoreciendo a las grandes corporaciones en desmedro de las pequeñas y medianas empresas al generar políticas flexibilizadoras y aperturistas que repercuten negativamente sobre la producción nacional. Además, en consonancia con los fascismos del siglo XX, se ocupa de la represión sistemática de los opositores políticos sean estos movimientos sociales, grupos minoritarios o sectores marginados considerados peligrosos para sus planes. De modo que, retomando los conceptos vertidos inicialmente sobre los trastornos psiquiátricos, cabe asegurar que, para mantener la salud mental, los ciudadanos comunes y corrientes además de alimentarse saludablemente, mantenerse hidratados, dormir bien y practicar alguna actividad relajante, es indispensable que luchen contra el neofascismo.
Entonces, cuando uno se pregunta qué es lo que mueve a estos personajes a actuar de la manera en que lo hacen, podría conjeturar que padecen lo que en psicología se conoce como “crematomanía”, un término proveniente del griego -“krematos” (dinero) y “mania” (frenesí)- que significa “obsesión por el dinero”, una enfermedad cuya sintomatología se caracteriza por el obstinado apego a la acumulación de riquezas como el principal objetivo en la vida. Esta adicción desmedida se hizo muy evidente en el presidente Javier Milei y la secretaria general de la presidencia, su hermana Karina Milei, tras divulgarse los siderales montos en dólares que cobraba para dar una conferencia o asistir a una cena privada, y tras conocerse los casos de la estafa con la criptomoneda $Libra y el cobro de coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS). También podría vincularse a esta obsesión a los secuaces del gobierno libertario, sean estos ministros, secretarios, senadores, diputados, gobernadores, intendentes, jueces o grandes empresarios oligarcas que, con sus medidas económicas, dejan de lado cuestiones esenciales como la salud, la educación, la ciencia, la cultura, la seguridad, las obras públicas y una correcta administración de los recursos naturales y económicos. O tal vez padezcan el síndrome de Hubris, un trastorno psiquiátrico acuñado por el médico neurólogo británico David Owen (1938). En 2008, partiendo del término griego “hybris”, en su ensayo “In sickness and in power” (En el poder y en la enfermedad) se refirió a las personas que ejercen algún poder sumidas en la arrogancia, la soberbia, la desmesura, el narcicismo y el desprecio por las críticas y las opiniones de los demás, cualidades todas ellas que bien podrían aplicarse al presidente argentino y a muchos de sus lacayos.
Justamente sobre este trastorno psicológico, allá por 2013 el periodista y médico neurólogo argentino Nelson Castro (quien hace poco sin ser un “zurdo de mierda” le soltó la mano a la derecha libertaria), en un programa televisivo diagnosticó que la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner padecía el síndrome de Hubris. Y hace unos días, en el editorial de su programa radial, aseveró que, al igual que la ex presidenta, el actual presidente padece el mismo síndrome y explicó que, en estos casos, “la persona cree que es la dueña de la verdad, que es infalible y que, si alguien le dice algo, tiene una finalidad conspirativa”. “Estamos ante un presidente de la República con un problema psíquico importante en cuanto a comportamiento y conducta”, subrayó. Y agregó que se trata de un “tema de extrema sensibilidad” y que el presidente mantiene “una relación patológica con su hermana”. Por su parte, la psiquiatra y docente argentina Graciela Peyrú (1941), presidenta de la Fundación para la Salud Mental, en una entrevista analizó las características de las personas que padecen manías y sugirió que Javier Milei tiene muchos rasgos que podrían coincidir con ese diagnóstico. “Hay una patología mental, una enfermedad mental que se llama manía”, explicó. “Es un trastorno mental que se caracteriza por tener una gran imagen, una excelente opinión sobre uno mismo y no conocer límites”. Y agregó: “Quien padece una manía no tiene casi autocrítica, no tiene casi dudas, porque se siente a sí mismo como un genio todopoderoso. Y otra característica de la manía es la irritabilidad, enojarse, insultar al otro, despreciarlo, humillarlo. Los comentarios, por ejemplo, de Milei sobre los periodistas son absolutamente despreciativos, y sobre otra gente también, absolutamente humillantes, absolutamente despectivos. Y eso está dicho desde un ser que cree que es mucho mejor que los otros”.
También la psicoanalista, politóloga y docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires Nora Merlin (1982) se refirió a la salud mental del presidente. En varias entrevistas brindadas en 2023, poco antes de que ganara las elecciones, la especialista consideró que las distintas manifestaciones en público de Milei durante la campaña electoral, más allá de su salud mental, lo que habían mostrado eran rasgos de una personalidad que “excede los límites del sistema democrático”. “Hay una incontinencia verborrágica agresiva, violenta, misógina, hostil. Sin hacer diagnóstico psicológico, esos son rasgos de carácter que son incompatibles con la democracia. Porque en la democracia hay reglas, hay límites, no se puede decir cualquier cosa, y este personaje pasa esos límites. La vida democrática y civilizada requiere de filtros y de diques, no se puede decir cualquier cosa. Este personaje tiene una modalidad fascista. Sus modos de relacionarse son modos fascistas”, manifestó. En otra entrevista aseveró que uno de los idearios del sistema neoliberal es que es una fábrica de individuos emprendedores (sos el empresario de vos mismo, sos tu propia construcción), una fábrica de deudores a los que se les llama ‘capital humano’. En él, la subjetividad es mercancía, cada individuo debe valerse por sí mismo en una concepción meritocrática, es un sálvese quien pueda”. Y prosiguió: “El neoliberalismo se ha anudado a la revolución tecnológica que virtualizó la vida. Es un dispositivo de poder que está organizado por la pulsión de muerte, orientada a la desintegración de todo: de los lazos amorosos, amistosos, de la cultura, de la democracia, de los Estados, de las regulaciones, de la autoridad, de la política. Este sistema no sólo está enfermo, como decía Freud, sino que va a explotar. Es un sistema enfermo que enferma, por eso la depresión se tornó en una epidemia global”.
Todo esto en medio de un régimen político basado en la mercantilización, la privatización y la financiarización como ejes centrales de la acumulación de riquezas. Esto es un capitalismo ilimitado que el presidente llama “anarcocapitalismo”, el cual privatiza los beneficios y socializa las pérdidas amparado por un Poder Legislativo que actúa como un mero espectador y un Poder Judicial convertido en el principal aliado de las corporaciones económico-financieras y mediáticas. Así, es dable pensar que este proceso de enriquecimiento de los menos, acompañado por un afán obsceno de ostentación, y el empobrecimiento de los más, acompañado por un estado ánimo que oscila entre el inconformismo y la resignación, no es una “revolución liberal” como la llama el presidente sino una “revolución pasiva”, término que el filósofo, sociólogo y periodista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) acuñó en sus “Quaderni del carcere” (Cuadernos de la cárcel) para referirse a un proceso de transformación gradual y progresivo de las estructuras sociales, políticas e institucionales desarrollado desde el poder, apoyándose en la alta burguesía acomodada en desmedro de las clases medias y populares desorganizadas. La noción de “revolución pasiva” no sólo es aplicable al gobierno libertario, sino también a gobiernos como el kirchnerismo, el cual implementó algunas transformaciones estructurales, pero preservó las relaciones capitalistas fundamentales mientras aparentaba responder a las demandas populares.
En este escenario, no son pocos los filósofos y sociólogos que definen este fenómeno que ha emergido en el contexto de la digitalización y la globalización neoliberal como “neofascismo”, un sistema que se distingue del fascismo clásico por su capacidad de operar mediante redes digitales, su articulación con el capitalismo financiero y su adaptación a las condiciones de la democracia formal. Así por ejemplo, el Doctor en Comunicación Social argentino Fernando Esteche (1967) escribió en “Autoritarismo en nuestra América en el siglo XXI”, un ensayo que forma parte del libro “No al fascismo”, que “el neofascismo contemporáneo se caracteriza por la utilización de las redes sociales para la manipulación cognitiva, la construcción de realidades paralelas mediante la desinformación sistemática”, un método habitual utilizado no sólo por el presidente argentino, sino también por otros mandatarios de América como el estadounidense Donald Trump, el panameño José Mulino, el costarricense Rodrigo Chaves, la peruana Dina Boluarte, el paraguayo Santiago Peña, el salvadoreño Nayib Bukele y el ecuatoriano Daniel Noboa en la actualidad, y en su momento también utilizado por el chileno Sebastián Piñera, el brasileño Jair Bolsonaro, el uruguayo Luis Lacalle Pou y el colombiano Iván Duque.
Añadió luego: “Frente a este panorama, surgen interrogantes: ¿dónde quedan las categorías de verdad, decisión racional y autonomía del sujeto para filtrar y administrar la información y los afectos que éstos instalan? ¿Quién se hace responsable de los efectos patológicos que se constatan en la subjetividad y en los lazos sociales?”. Es una pregunta que deberían responder todos los presidentes mencionaos anteriormente porque, como escribió la psicóloga, “responder a estas cuestiones resulta indispensable para una concepción democrática que debe incluir no sólo la lógica de las instituciones y de la división de poderes, sino también un debate plural, que nunca se agote ni cancele, entre los distintos actores sociales involucrados. Resulta altamente saludable que se escuchen pluralidad de voces, evitando la monopolización de la palabra y la instalación de un discurso único, asegurando que los mensajes sean transmitidos libremente, pero garantizando el derecho que tienen los ciudadanos a que la información sea veraz, vertida de manera responsable y racional”. Y concluyó: “Ante la constatación de la patología que producen los medios de comunicación y con el objetivo de proteger la salud de la población, resulta necesario atender los efectos negativos que ellos producen. No se trata aquí de una práctica de censura ni de un planteo de tipo moral, sino de asumir una decisión responsable fundamental a favor de preservar la salud psíquica de la comunidad. El Estado, sus representantes e instituciones, deben encarnar una función simbólica, de contención y pacificación a nivel individual y social, capaz de garantizar el bien común, la disminución de la violencia y de la hostilidad en los lazos sociales”.
Así como el nazismo alemán creó el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, el fascismo italiano la Secretaría de Prensa y Propaganda y el franquismo español la Cadena de Prensa del Movimiento para influir en la opinión pública, el actual neofascismo utiliza las redes sociales como medio de difusión de su ideología con un discurso sustentado en el odio, las narrativas extremistas, las teorías de la conspiración y los perfiles falsos, manteniendo de ese modo una férrea comunicación con la población para intentar vencer en lo que denominan “batalla cultural”. Sus responsables, financiados por los respectivos gobiernos y los grandes empresarios, asumen que deben ganar la batalla cultural para conseguir la hegemonía del anarcocapitalismo, el neoliberalismo, el libertarismo o como quiera que se autodenominen los actuales exponentes del neofascismo. Hace años que varios prestigiosos historiadores, sociólogos y filósofos opinaron sobre el progenitor de esta ideología política: el fascismo. Lo hicieron, entre otros, Walter Laqueur (1921-2018) en “Fascism. Past, present, future” (Fascismo. Pasado, presente, futuro), Umberto Eco (1932-2016) en “Il fascismo eterno” (El fascismo eterno) y Michael Löwy (1938) “Neofascismo: um fenômeno planetário” (Neofascismo: un fenómeno planetario). Más recientemente lo hizo Jason Stanley (1969) en “How fascism works” (Cómo funciona el fascismo), obras todas ellas en las cuales desarrollaron el concepto de fascismo como una variante radicalizada, hiper autoritaria y violenta del capitalismo, que no vacila en privar de sus derechos fundamentales a los sectores vulnerables, agudiza la explotación laboral y reprime con dureza a los opositores. Todos estos conceptos son ampliamente compatibles con el neofascismo que predomina en numerosos países en la actualidad. ¿Esto ocurrirá porque, tal como decía el dramaturgo y poeta alemán Berthold Brecht (1898-1956), “no hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado”?
Como bien dice el dirigente político salvadoreño Sigfrido Reyes (1960) en “La ola neofascista en América Latina: fundamentos ideológicos y ejercicio del poder”, ensayo que forma parte del mencionado libro “No al fascismo”, “la última figura en abonar el terreno del neofascismo en América Latina la constituye Javier Milei y su autoproclamado movimiento ‘libertario’. Es una verdadera paradoja que a los fascistas modernos les incomode llamarse como tales y prefieren usar el mote de libertarios, o incluso anarco-capitalistas. En el caso de Milei estamos en realidad frente a un caso de neoliberalismo radical que combina autoritarismo con el desmantelamiento acelerado del Estado, aderezado todo ello con un discurso de intolerancia, fanatismo y adhesión incondicional a la política de los Estados Unidos en todos los ámbitos, incluyendo el alineamiento con el sionismo internacional. Milei, tanto en la campaña que lo llevó al gobierno como sus prácticas al frente de la Argentina, apuesta por la consumación de la política neoliberal iniciada por gobiernos derechistas tradicionales del pasado, incluyendo el último de Mauricio Macri”. En definitiva, puede aseverarse que el neofascismo neoliberal llevado adelante por Milei está directamente emparentado con el mercado, la iniciativa privada y el extremo individualismo, favoreciendo a las grandes corporaciones en desmedro de las pequeñas y medianas empresas al generar políticas flexibilizadoras y aperturistas que repercuten negativamente sobre la producción nacional. Además, en consonancia con los fascismos del siglo XX, se ocupa de la represión sistemática de los opositores políticos sean estos movimientos sociales, grupos minoritarios o sectores marginados considerados peligrosos para sus planes. De modo que, retomando los conceptos vertidos inicialmente sobre los trastornos psiquiátricos, cabe asegurar que, para mantener la salud mental, los ciudadanos comunes y corrientes además de alimentarse saludablemente, mantenerse hidratados, dormir bien y practicar alguna actividad relajante, es indispensable que luchen contra el neofascismo.