31 de julio de 2008

Conversaciones (I). H.G. Wells - Iósif Stalin. Sobre la economía planificada y la revolución

En 1934, en el transcurso de su segundo viaje a la Unión Soviética, el escritor y periodista inglés Herbert George Wells (1866-1946) se entrevistó con el Secretario General del Partido Comunista, el controvertido Iósif Stalin, quien por entonces comandaba con mano férrea un estado que lejos había quedado de ser socialista, para convertirse en un estado de trabajadores burocratizado y degenerado; un estado en el que la economía estaba controlada por una casta dirigente que, aunque no era propietaria de los medios de producción y no era una clase social, acumulaba beneficios y privilegios a costa de la clase trabajadora. La entrevista fue publicada en la revista semanal londinense "The New Statesman and Nation" el 27 de octubre de 1934 bajo el título "Stalin-Wells talk" (Conversación entre Stalin y Wells). Dicha publicación generó inmediatamente una gran polémica entre los intelectuales de izquierda. George Bernard Shaw (1856-1950) y Ernest Toller (1893-1939) publicaron sus comentarios al respecto en el número siguiente de la revista, y en el número posterior, el economista John Maynard Keynes (1883-1946) -a la sazón presidente del directorio de la revista- respondió a las burlas del primero sobre el "acartonamiento" de la conversación, defendiendo la fidelidad del texto de Wells: "la reproducción es excelente, la grabación impecable, palabra por palabra".


H.G.W.: Estuve en los Estados Unidos recientemente. La vida económica del país se está reorganizando sobre nuevas líneas. Me parece que lo que está ocurriendo en los Estados Unidos es una profunda reorganización de la economía. Tuve una larga conversación con el presidente Roosevelt y traté de averiguar cuáles son sus principales ideas. Usted y Roosevelt tienen diferentes puntos de partida, pero ¿no existe acaso cierta rela­ción en lo que se refiere a las concepciones, cierta proximidad en las ideas y necesidades, entre Washington y Moscú?

I.S.: Estados Unidos persigue un obje­tivo diferente al de la Unión Soviética. El que persiguen los norteamericanos deri­va de sus problemas económicos, de la crisis económica. Los ameri­canos pretenden superarla por medio de la iniciativa capitalista pri­vada, sin cambiar para nada sus bases económicas. Intentan reducir al mínimo la ruina y las pérdidas causadas por el actual sistema. Aquí, por el contrario, para sustituir a la vieja y destruida economía se ha creado, como ya sabe, una base económica completamente diferen­te, totalmente nueva. Incluso aun­que, como usted mencionaba, los norteamericanos alcanzaran par­cialmente su objetivo, es decir, aun­que consiguieran reducir sus pérdi­das al mínimo, no destruirían con ello las raíces de la anarquía inhe­rente al actual sistema capitalista. Están preservando un sistema eco­nómico que les llevará inevitable­mente, como no puede ser de otro modo, a la anarquía productiva. En el mejor de los casos será, pues, un problema, no de reorganizar la sociedad ni de abolir el viejo sistema social que da lugar a la anarquía y las crisis, sino de restringir la mani­festación de algunos de sus peores rasgos, de sus excesos. Quizá, a nivel subjetivo, los norteamericanos pien­sen que están reorganizando su sociedad; objetivamente, no obs­tante, lo que están haciendo es pre­servar la base actual de su socie­dad. Por ese motivo, desde el punto de vista objetivo, no se producirá tal reorganización. Tampoco introducirán la planifi­cación económica.

H.G.W.: ¿Qué es una economía planificada? ¿Cuáles son algunos de sus atributos?

I.S.: La eco­nomía planificada lucha por eliminar el desempleo. Supongamos que fuera posible preservar el sistema capita­lista reduciendo al mismo tiempo el desempleo hasta un nivel mínimo determinado. Ningún capitalista aceptaría jamás una erradicación completa del desempleo, una total aboli­ción del ejército de reserva de los desempleados, cuyo fin es ejercer presión sobre el mercado de traba­jo para garantizar la disponibilidad de mano de obra barata. Ahí tiene usted una de las contradicciones de la economía en las sociedades burguesas. Además, la planificación de la economía presu­pone un incremento en la produc­ción de aquellas ramas de la indus­tria que generan bienes que las masas necesitan. Pero, como usted bien sabe, el incremento de la producción bajo el capitalismo obede­ce a motivos muy distintos. El capi­tal fluye hacia aquellos sectores de la economía en los que las tasas de beneficios son mayores. Nunca conseguirá que un capitalista acep­te incurrir en una pérdida de bene­ficios para sí mismo en aras de satis­facer las necesidades del pueblo. Sin librarnos antes de los capitalis­tas, sin abolir el principio de la propiedad privada de los medios de producción, es imposible crear una economía planificada.

H.G.W.: Estoy de acuerdo con mucho de lo que usted ha dicho, pero quisiera destacar que si un país en su conjunto adopta el principio de economía planificada, si el gobierno, poco a poco, paso a paso, comienza a aplicar este principio, la oligarquía financiera se suprimirá y el socialismo, en el sentido anglosajón de la palabra, será instaurado. El efecto de las ideas de Roosevelt -el "New Deal"- es muy poderoso y, en mi opinión, son ideas socialistas. Me parece que en lugar de hacer hincapié en el antagonismo entre los dos mundos, deberíamos, en las circunstancias actuales, esforzarnos por establecer una lengua común para todas las fuerzas constructivas.

I.S.: Al hablar de la imposibilidad de hacer realidad los principios de la economía planificada preservando al mismo tiempo la base económica del capitalismo no estoy en lo más mínimo restando importancia a las excelentes cualidades personales de Roosevelt, su iniciativa, valor y determinación. Roosevelt, sin duda, se destaca como una de las figuras más fuertes entre todos los dirigentes del mundo capitalista contemporáneo. Es por ello que quisiera, una vez más, poner de relieve que mi convicción de que la economía planificada es imposible bajo las condiciones del capitalismo, no significa que tengo dudas sobre la capacidad personal, talento y valentía del presidente Roosevelt. Pero si las circunstancias son desfavorables, los más talentosos dirigentes no pueden alcanzar el objetivo al que usted hace referencia. Teóricamente, por supuesto, la posibilidad de marchar poco a poco, paso a paso, con arreglo a las condiciones del capitalismo, hacia el objetivo que usted llama "socialismo a la anglosajona" no queda excluida. Pero ¿que es este "socialismo"? En el mejor de los casos, controlar en cierta medida el desenfrenado beneficio de los capitalistas y lograr cierto aumento en la aplicación del principio de la regulación en la economía nacional. Todo esto está muy bien. Pero tan pronto como Roosevelt, o cualquier otro dirigente en el mundo contemporáneo burgués, proceda a realizar algo serio contra la base del capitalismo, inevitablemente sufrirá una absoluta derrota. Los bancos, las industrias, las grandes empresas, las grandes explotaciones agrícolas no están en las manos de Roosevelt. Todos son propiedad privada. Los ferrocarriles, la flota mercantil, todos pertenecen a propietarios privados. Y, por último, el ejército de trabajadores cualificados, los ingenieros, los técnicos, no están bajo el mando de Roosevelt, sino que están bajo el mando de empresarios privados, trabajando para empresarios privados. No debemos olvidar las funciones del Estado burgués en el mundo. El Estado es una institución que organiza la defensa del país, organiza el mantenimiento del orden, es un aparato para la recaudación de impuestos. El Estado capitalista no trata mucho con la economía en el sentido estricto de la palabra, ya que ésta no está en manos del Estado. Por el contrario, el Estado está en manos de la economía capitalista. Es por eso que me temo que, a pesar de toda su energía y habilidad, Roosevelt no va a alcanzar el objetivo que usted menciona, si es verdad que ese es su objetivo. Tal vez, en el curso de varias generaciones, será posible acercarse un poco a este objetivo, pero yo personalmente creo que incluso ésto no es muy probable.

H.G.W.: Tal vez crea más firmemente en la interpretación económica de la política que usted. Enormes fuerzas que impulsan hacia una mejor organización, para el mejor funcionamiento de la comunidad, es decir, por el socialismo, se han puesto en acción por la invención y la ciencia modernas. La organización y regulación de la acción individual se han convertido en necesidades mecánicas, con independencia de las teorías sociales. Si comenzamos con el control estatal de los bancos y luego seguimos, por ejemplo, con el control del transporte, de las industrias pesadas, de la industria en general y del comercio, un control global sería equivalente a la propiedad estatal de todas las ramas de la economía nacional. Este sería el proceso de socialización. El socialismo y el individualismo no son contrarios como el blanco y el negro. Hay muchas etapas intermedias entre ellos. No el individualismo que linda con el bandidaje; debe haber disciplina y organización, que son valores del socialismo. La introducción de la economía planificada depende, en gran medida, de los organizadores de la economía, de los técnicos calificados, de los intelectuales que, paso a paso, se pueden convertir a los principios socialistas de organización. Y esto es lo más importante, ya que la organización precede al socialismo. Es el hecho más importante. Sin organización socialista, la idea es una mera idea.

I.S.: No hay o no debería haber, un enfrentamiento irreconciliable entre lo individual y lo colectivo, entre el interés personal y el social. No debería existir confrontación alguna, digo, porque el colectivismo, el socialismo, no niega, sino que com­bina, los intereses del individuo con los de la colectividad. El socialismo no puede hacer abstracción de los intereses individuales. Solo la sociedad socialista puede satisfacer por completo esos intereses persona­les. Lo que es más, únicamente la sociedad socialista puede llegar a satisfacer los intereses del indivi­duo. En este sentido no hay dife­rencias irreconciliables entre indivi­dualismo y socialismo. Y, no obs­tante, ¿podemos acaso negar las diferencias existentes entre las clases, entre la clase de los propietarios, la capitalista, y la clase traba­jadora, la proletaria? Por un lado tenemos a una clase que posee bancos, fábricas, minas, transpor­tes, plantaciones en las colonias. Para esas gentes no existe otra cosa que su propio interés, su lucha por obtener beneficios. No se someten a la voluntad del colectivo, sino que luchan por subordinar a sus deseos a todas las colectividades. Por otro lado, tenemos la clase de los desposeídos, los explotados, que no poseen ni fábricas ni máquinas, ni bancos, los que se ven empu­jados a sobrevivir vendiendo su fuer­za de trabajo a los capitalistas y no tienen medios para satisfacer sus necesidades más elementales. ¿Cómo es posible conciliar intere­ses tan encontrados? Por lo que yo sé, Roosevelt no parece haber teni­do éxito en su búsqueda de un cami­no para lograrlo. Como la experien­cia demuestra, es sencillamente imposible. Incidentalmente, usted conoce la situación en Estados Unidos mejor que yo, ya que nunca he estado allí. Mi perspectiva sobre los asuntos norteamericanos procede fundamentalmente de la literatura. Sin embargo, tengo cierta experien­cia en la lucha por el socialismo y esa experiencia me dice que si Roosevelt hace un intento real de satisfacer los intereses del proleta­riado a expensas de la clase capita­lista, ésta le sustituirá por otro pre­sidente. Los capitalistas dirán: los presidentes van y vienen, pero nos­otros permanecemos. Si este presidente no protege nuestros intereses, busquemos otro que le sustituya. ¿Qué puede hacer el presidente para oponerse a la voluntad de la clase capitalista?

H.G.W.: No estoy de acuerdo con esa clasificación simplista de la humanidad entre pobres y ricos. Por supuesto, hay una categoría de gente que se esfuerza únicamente con fines de lucro. Pero, ¿no existe acaso un gran número de artífices y constructores de la economía, capaces y entregados, que tienen como estímulo para sus activida­des algo muy distinto al benefi­cio? En mi opinión, hay una numerosa cantidad de gente capaz que admitir que el actual sistema no es satisfactorio y están destinados a jugar un gran papel en la futura sociedad socialista. Durante los últimos años me he dedicado en gran parte a realizar propaganda a favor del socialismo y el cosmopolitismo entre amplios círculos de ingenieros, aviadores, militares, técnicos, etc. Es inútil intentar aproxi­marse a estos círculos emplean­do la típica propaganda maniquea sobre la lucha de clases...

I.S.: Veamos, rechaza usted como sim­plista la división de la humanidad en pobres y ricos. Por supuesto, exis­te un estrato intermedio; está esa intelectualidad que mencionaba usted, y en su seno hay gente buena y honrada. Pero también hay perso­nas malvadas y deshonestas. Hay gente de todas clases. Ante todo, los hombres se dividen en ricos y pobres, en propietarios y explota­dos. Ignorar esta división funda­mental y el antagonismo existente entre ricos y pobres, es pasar por alto el hecho determinante. No niego la existencia de capas intermedias, que participan en el conflicto de clases tomando partido por uno u otro de los contendientes, o bien man­tienen una posición neutral o semineutral en la lucha. Pero, repito, pasar por alto esta división funda­mental en la sociedad y la lucha entre las dos clases principales sig­nifica negar lo evidente. La batalla ha comenzado y seguirá adelante. Su resultado vendrá determinado por la clase trabajadora, por el pro­letariado.

H.G.W.: Pero ¿no existe mucha gente, que no es pobre, y sin embargo trabaja, trabaja productivamente?

I.S.: Por supuesto, hay pequeños propietarios, artesanos, pequeños comerciantes; pero no son estas personas las que deciden el destino de un país, sino los que trabajan en masa, los que producen todas las cosas que la sociedad requiere.

H.G.W.: Pero hay muy diferentes tipos de capitalistas. Hay capitalistas que sólo piensan en los beneficios, en cómo hacerse ricos; pero también están aquellos que están dispuestos a hacer sacrificios. Piense en Morgan, por ejemplo. El sólo pensaba en los beneficios, era un parásito en la sociedad; simplemente se limitaba a acumular riqueza. Pero piense en Rockefeller. El es un brillante organizador que ha dado un ejemplo de cómo organizar la entrega de petróleo que es digno de emulación. O piense en Ford. Por supuesto, Ford es egoísta, pero ¿él no es un organizador apasionado de la racionalización de la producción de la cual usted toma lecciones? Me gustaría hacer hincapié en el hecho de que, recientemente, un importante cambio de opinión hacia la Unión Soviética ha tenido lugar en países de habla inglesa. La razón de ello, en primer lugar, es la posición de Japón y los acontecimientos en Alemania. Pero hay otras razones además de las derivadas de la política internacional. Hay una razón más profunda, a saber, el reconocimiento por parte de muchas personas del hecho de que el sistema basado en el beneficio privado se está desmoronando. En estas circunstancias, me parece, no debemos poner en primer plano el antagonismo entre los dos mundos, sino que debemos tratar de combinar todos los movimientos constructivos, todas las fuerzas constructivas aunadas lo más posible. Me parece que estoy más a la izquierda que usted, señor Stalin; creo que el antiguo sistema está más cerca de su fin de lo que usted piensa.

I.S.: Cuando digo que los capitalistas persiguen exclusivamente su pro­vecho, que aspiran sólo a hacerse ricos, no quiero decir con ello que se trate de gente sin valor alguno, despreciable e incapaz de nada más. Indudablemente, algunos poseen un gran talento como orga­nizadores que no les niego ni por un momento. Los ciudadanos soviéti­cos hemos aprendido mucho de los capitalistas. Morgan, al que tan des­favorablemente ha retratado usted, fue sin duda un organizador magní­fico, muy competente. Pero si de lo que estamos hablando es de gente dispuesta a reconstruir el mundo, por supuesto no podrá encontrarla usted entre las filas de quienes sir­ven a la causa del propio enriqueci­miento. Nosotros y ellos constitui­mos polos opuestos. Ha menciona­do usted a Ford. Es, claro está, un competente organizador de la producción, pero ¿está usted informa­do de cual es su actitud hacia los trabajadores? ¿Sabe a cuantos obreros ha echado a la calle? El capitalista está indudablemente unido a sus beneficios y no hay poder en la tierra capaz de arran­cárselos. El capitalismo no será abolido por los organizadores de la producción ni por los técnicos e intelectuales, sino por la clase obre­ra, porque los mencionados estra­tos no juegan un papel indepen­diente. Los ingenieros, o los res­ponsables de la organización pro­ductiva, trabajan, no como les gus­taría hacerlo, sino con arreglo a las órdenes que reciben que, a su vez, están al servicio de los intereses de sus empleadores. Por supuesto, existen excepciones. Hay gente que ha reaccionado ante la intoxicación capitalista. La intelectualidad puede, bajo determinadas condiciones, conseguir milagros y beneficiar enormemente a la humanidad, pero también puede ocasionar grandes daños. Nosotros, los soviéticos, tenemos una experiencia nada des­preciable en ese terreno. Tras la Revolución de Octubre, un determi­nado sector de la intelectualidad téc­nica se negó a participar en la tarea de construcción de la nueva socie­dad. Y no sólo se opusieron; tam­bién sabotearon el trabajo de los demás. Hicimos todo lo posible para atraerlos hacia la gran tarea común. Lo intentamos de todas las maneras posibles. Hubo que espe­rar bastante tiempo para que la inte­lectualidad aceptara trabajar activa­mente a favor del nuevo sistema. Hoy en día los mejores intelectuales y técnicos están en las primeras filas de los constructores del socialismo. Después de la experiencia vivida, no somos propensos a subestimar las ventajas e inconvenientes de la intelectualidad. Por un lado, sabemos que puede hacer mucho daño y, por otro, es capaz de realizar "milagros". Por supuesto las cosas serían distintas si, de golpe, fuese posible separar espiritualmente del mundo capita­lista al conjunto de sus intelectuales y técnicos. Pero eso no es mas que una utopía. ¿Existen muchos miem­bros de ese grupo que sean capa­ces de romper con el mundo bur­gués para ponerse a trabajar en la reconstrucción de la sociedad? ¿Cree usted que hay mucha gente así en, digamos, Inglaterra o Francia? No, muy pocos estarían dispuestos a librarse de sus patrones para comenzar una reconstruc­ción del mundo. ¿Podemos, además, perder de vista el hecho de que para transfor­mar el mundo es necesario disponer de poder político? Me parece, señor Wells, que subestima gravemente la cuestión del poder político, que ni siquiera la tiene en cuenta. ¿Qué pueden hacer, incluso con las mejo­res intenciones del mundo, quienes ni siquiera pueden plantearse la toma del poder ni disponen de él? Como mucho, ayudar a la clase que toma el poder, pero no cambiar el mundo por ellos mismos. Esto sólo puede hacerlo una gran clase que ocupe el lugar de la clase capitalis­ta y se convierta en dueña y sobe­rana como lo fue aquella. Esa clase es la clase trabajadora. La colabo­ración de la intelectualidad debe ser aceptada, por supuesto, y ésta, a su vez, ha de ser respaldada. Pero no debemos dar crédito a la impresión de que los intelectuales y los técnicos puedan desempeñar un papel his­tórico independiente. La transfor­mación del mundo es un proceso enorme, complicado y doloroso. Para tan grande tarea se precisa una clase. Sólo los grandes barcos rea­lizan los largos viajes.

H.G.W.: Si, pero para un largo viaje se requieren un capitán y un nave­gante.

I.S.: Muy cierto, pero ante todo hay que disponer de un gran barco. ¿Qué es un navegante sin un barco? Un hombre inútil.

H.G.W.: El barco es la humanidad, no una clase.

I.S.: Evidentemente, señor Wells, usted parte del supuesto de que todos los hombres son buenos. Yo, por el contrario, no olvido que existen muchos hombres malvados. No creo en la bondad de la burguesía.

H.G.W.: Si hay alguien que sabe algo sobre revoluciones desde el punto de vista práctico, ese es usted, señor Stalin. ¿Se alzan realmente las masas? ¿No es una ver­dad universalmente aceptada que todas las revoluciones son obra de una minoría?

I.S.: Para llevar adelante una revolución se requiere una minoría revolucio­naria que la lidere, pero incluso la minoría más entregada, enérgica y capaz no conseguiría nada sin con­tar con el apoyo, al menos pasivo, de millones de personas.

H.G.W.: ¿Al menos pasivo? ¿Subcons­ciente, quizá?

I.S.: En parte también semi-instintivo y semi-inconsciente, pero sin el apoyo de millones, incluso la mejor mino­ría se vería impotente.

H.G.W.: Cuando veo la propaganda comunista en Occidente me da la impresión de que, en las presen­tes circunstancias, resulta muy anticuada, al tratarse de propa­ganda a favor de la insurrección. Derribar por la violencia el siste­ma social estaba muy bien cuan­do éste se trataba de una tiranía, pero en las actuales circunstan­cias, ahora que el sistema se hunde de todos modos, debería­mos poner el énfasis en la eficacia, en la competencia, en la pro­ductividad y no en la insurrec­ción. La propaganda comunista en Occidente es una molestia para las personas de mentalidad constructiva.

I.S.: El viejo mundo se viene abajo, pero se equivoca al pensar que lo hace espontáneamente. No, la sustitución de un sistema social por otro es un proceso revolucio­nario complicado y largo. No es un simple proceso espontáneo, sino una lucha, un proceso vinculado al choque entre las clases. El capita­lismo degenera, pero no puede comparársele con un árbol podri­do que cae al suelo por sí mismo. No, la revolución, la sustitución de un sistema por otro, siempre ha sido una lucha, una cruel y dolorosa batalla a vida o muerte. Cada vez que la gente con nuevas ideas llegó al poder, tuvo que defenderse contra los intentos del viejo mundo para restaurar el viejo orden por la fuerza; estas personas del nuevo mundo siempre tenían que estar en alerta, siempre tenían que estar dispuestos a repeler los ataques del viejo mundo al nuevo sistema. Sí, tiene usted razón al decir que el antiguo sistema social se rompe, pero no es una ruptura por su propia voluntad. Tome por ejemplo al fascismo. El fascismo es una fuerza reaccionaria que está tratando de preservar el viejo mundo por medio de la violencia. ¿Qué haría con los fascistas? ¿Discutir con ellos? ¿Tratar de convencerlos? No conseguiría ningún efecto sobre ellos en absoluto. El comunismo no idealiza en absoluto la violencia, pero tampoco quiere que lo tomen por sorpresa, no puede contar con que el viejo mundo renuncie y abandone volun­tariamente la escena. Por el contra­rio, ve cómo se defiende con uñas y dientes, y por ese motivo le dice a la clase trabajadora que responda a la violencia con violencia, que haga todo lo que esté en su mano para impedir que el viejo orden agoni­zante la aplaste, que no permita que le esposen las manos con las que ha de derribar ese sistema.

H.G.W.: Viendo lo que pasa ahora en el mundo capitalista, el colapso no es sencillo. Es un estallido de violencia reaccionaria que está degenerando en gangsterismo. Y me parece que, cuando se trata de un conflicto de esta naturaleza, los socialistas deben apelar a la ley. Creo que es inútil que operen con los métodos del viejo socialismo rígido insurreccional.

I.S.: Los comunistas se basan en una rica experiencia histórica, que nos enseña que las clases obsoletas no abandonan de buen grado el esce­nario de la historia. Recuerde la Inglaterra del siglo XVII. ¿No fueron muchos los que proclamaron que el viejo sistema había muerto? ¿No fue necesario, aun así, un Cromwell para aplastarlo por la fuerza?

H.G.W.: Cromwell se basaba en la Constitución y actuaba en nom­bre del orden constitucional.

I.S.: ¡En nombre de la Constitución recurrió a la violencia, decapitó al rey, disolvió al Parlamento, arrestó a unos y ejecutó a otros! ¿Y la Revolución de Octubre? ¿Acaso no eran muchos los que cre­ían que sólo nosotros, los bolchevi­ques, mostrábamos el camino correcto? ¿No estaba claro que el capitalismo ruso se había descom­puesto? A pesar de todo, usted sabe perfectamente lo enconada que fue la resistencia, cuánta san­gre costó defender la Revolución de Octubre de todos sus enemigos, tanto de dentro como de fuera del país. O piense en la Francia de finales del siglo XVIII. Ya antes de 1789 mucha gente era consciente de que el poder de la realeza, el sistema feu­dal, estaba corrompido. Aun así no pudo evitarse, no había modo de hacerlo, una insurrección popular, un enfrentamiento entre las clases. ¿Por qué? Porque las clases a las que les toca retirarse de la escena histórica son las últimas en con­vencerse de que su intervención ha terminado. Piensan que es posible reparar las grietas, que aún se puede salvar el tambaleante edifi­cio del viejo orden. Por eso, las cla­ses que se extinguen toman las armas y recurren a cualquier medio con tal de conservar su posición como clase dominante.

H.G.W.: ¿No hubo unos cuantos hom­bres de leyes al frente de la Revolución Francesa?

I.S.: No pretendo negar el papel de los intelectuales en los movimientos revolucionarios. ¿Fue la Revolución Francesa una revolución de aboga­dos o una revolución popular? ¿No se alcanzó la victoria movilizando grandes masas contra el feudalismo y a favor de los intereses del Tercer Estado? ¿Actuaron de acuerdo con las leyes del viejo orden esos abo­gados que se encontraron entre los líderes de la gran Revolución Francesa? ¿Acaso no introdujeron otras nuevas de signo revoluciona­rio-burgués? La experiencia histórica nos enseña que hasta nuestros días, ni una sola clase ha cedido voluntariamente su sitio a otro. No hay pre­cedente alguno de tal fenómeno. Los comunistas han aprendido esa lección de la historia. Por supuesto, les encantaría que la burguesía se mar­chara por su propia voluntad, pero la experiencia enseña que es impo­sible un giro semejante en los acon­tecimientos. Por eso los comunistas tienen que estar preparados para lo peor y piden a la clase trabajadora que se mantenga vigilante y lista para la batalla. ¿A quién le interesa un capitán que no mantiene alerta a su ejército, que no comprende que el enemigo no cejará, que será necesario aplastarlo? Un capitán semejante decepcionaría y traicio­naría a la clase trabajadora. Por ese motivo opino que lo que a usted le resulta anticuado es, de hecho, una medida de importancia revolucio­naria para la clase trabajadora.

H.G.W.: No niego que la fuerza tiene que ser usada, pero creo que las formas de lucha deben encajar lo mejor posible en las oportunidades que presentan las leyes vigentes, las que deben ser defendidas contra los ataques reaccionarios. No es necesario desorganizar el sistema antiguo porque suficientemente desorganizado está. Es por eso que me parece que la insurrección contra el viejo orden, contra la ley, es obsoleto, anticuado. Por cierto, exagero deliberadamente con el fin de llevar la verdad de la forma más clara. Puedo formular mi punto de vista de la siguiente manera: primero, estoy a favor del orden; segundo, ataco al sistema existente en tanto que no puede garantizar el orden; tercero, temo que la propaganda a favor de la guerra de clases vaya a alejar del socialismo justamente a aquellas personas cultas, que el socialismo necesita.

I.S.: Con el fin de lograr un gran objetivo, un importante objetivo social, debe haber una fuerza principal, un baluarte, una clase revolucionaria. A continuación, es necesario organizar la asistencia de una fuerza auxiliar de esta fuerza principal: en este caso la fuerza auxiliar es el Partido, al que pertenezcan las mejores fuerzas de la intelectualidad. Usted acaba de hablar de personas cultas. Pero ¿en qué personas cultas pensaba? En Inglaterra durante el siglo XVII, en Francia a fines del siglo XVIII, y en Rusia durante la época de la Revolución de Octubre, ¿no estaban muchas personas del lado del viejo orden? El viejo orden tenía a su servicio a muchas personas sumamente cultas, que defendían el viejo orden, que combatían el nuevo orden. La cultura es un arma, cuyo efecto depende de qué mano la haya forjado, qué mano la dirija. Por supuesto, el proletariado necesita personas sumamente cultas. Ciertamente; los ingenuos no pueden ser de ninguna ayuda para el proletariado en su lucha por el socialismo, en la edificación de una nueva sociedad. No subestimo el rol de los intelectuales; al contrario, lo subrayo. Pero la pregunta es la siguiente: ¿de qué inteligencia estamos hablando? Porque hay diferentes tipos de inteligencia.

H.G.W.: No puede haber revolución sin cambios radicales en la instrucción pública. Basta citar dos ejemplos: el ejemplo de la República alemana, que no tocó el viejo sistema educacional, y que por eso nunca se convirtió en República; y el ejemplo del Partido Laborista inglés, que no tiene la intención de insistir en una transformación radical de la instrucción pública.

I.S.: Es cierto. Permítame ahora responder a sus tres puntos. Primero: lo más importante para la revolución es la existencia de un baluarte social. Tal baluarte social es la clase obrera. Segundo: se precisa de una fuerza auxiliar, aquello, que los comunistas llaman Partido. Al Partido está afiliada la inteligencia obrera, y aquellos elementos de la inteligencia técnica que están estrechamente ligados a la clase obrera. La inteligencia es fuerte solamente, si se une con la clase obrera. Si se contrapone a la clase obrera, se convierte en una simple cifra. El nuevo poder político crea las nuevas leyes, el nuevo orden, el cual es un orden revolucionario. Yo no estoy a favor del orden sin más ni más. Yo estoy a favor de un orden que corresponda a los intereses de la clase obrera. Por supuesto, si algunas leyes del viejo orden pueden ser utilizadas en interés de la lucha por un orden nuevo, esto debería de hacerse. No tengo objeciones contra su postulación de que el sistema actual debería ser atacado, en tanto que no puede garantizar el orden necesario para el pueblo. Por último, está en un error si cree que los comunistas adoran la violencia. Estarían encantados de olvidar tales métodos si la clase diri­gente accediese a ceder su puesto a la clase trabajadora. Pero la experiencia histórica presta poca verosi­militud a semejante supuesto.

H.G.W.: Sin embargo la historia de Inglaterra conoce un caso en que una clase le dejó el poder a otra clase voluntariamente. En el periodo entre 1830 a 1870, la aristocracia, que en las postrimerías del siglo XVIII tuvo aún una influencia considerable, voluntariamente, sin lucha seria, le cedió el poder a la burguesía, lo cual fue una de las causas para el sentimental mantenimiento de la monarquía. En lo sucesivo, esta transferencia del poder condujo a que erigiera su dominio la oligarquía financiera.

I.S.: Pero usted ha pasado imperceptiblemente de cuestiones de la revolución a cuestiones de la reforma. Eso no es lo mismo.

H.G.W.: ¿No es una reforma una peque­ña revolución?

I.S.: Debido a la presión ejercida desde abajo, a la presión de las masas, la burguesía puede en ocasiones conceder reformas parcia­les siempre y cuando no rebasen los límites del sistema socioeconó­mico en vigor. Al proceder de ese modo lo hace porque estima que dichas concesiones son necesa­rias para preservar el predominio de su clase. Esa es la esencia de la reforma. Sin embargo, la revolución implica la transferencia del poder de una clase a otra. Por eso es imposible considerar revoluciona­ria ninguna reforma. Por eso no podemos considerar con que el cambio de sistema social adopte la forma de una transición impercep­tible de un sistema a otro median­te reformas y concesiones otorga­das por la clase dirigente.