Si bien es frecuente encontrar estudios que rastrean el origen de lo policial desde textos como "Edipo Rey" de Sófocles (496-406 a.C.), parece no haber dudas en cuanto a que lo policial propiamente dicho comienza en la literatura a partir de la existencia de policías y detectives.
La aparición de la figura del policía en la literatura se encuentra vinculada a la irrupción de la clase burguesa y su desarrollo en el contexto de la modernidad; al respecto, el crítico literario norteamericano Fredric Jameson (1934) dice en "Twentieth century dialectical theories of literature" (Teoría dialéctica de la literatura del siglo XX, 1971): "Es obvio que el origen del detective literario se encuentra en la creación de la policía profesional, que articuló la exigencia de prevención general del crimen con la necesidad de los gobiernos modernos de conocer y, por lo tanto, controlar los variados elementos de sus áreas administrativas".
El historiador y crítico literario italiano Benedetto Croce (1866-1952) decía en su "Estetica come scienza dell'espressione e linguistica generale" (La estética como ciencia de la expresión y lingüistica general, 1902) que "afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda". Jorge Luis Borges (1899-1986), en una conferencia dictada en la Universidad de Belgrano en junio de 1976, explicaba que de esta manera se negaban los géneros y se afirmaban los individuos.
"A esto cabría decir que, desde luego, aunque todos los individuos son reales, precisarlos es generalizarlos -continuaba Borges-. Pensar es generalizar y necesitamos esos útiles arquetipos platónicos para poder afirmar algo. Entonces, ¿por qué no afirmar que hay géneros literarios? Yo agregaría una observación personal: los géneros literarios dependen, quizás, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos. El hecho estético requiere la conjunción del lector y del texto y sólo entonces existe. Es absurdo suponer que un volumen sea mucho más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre.
Entonces existe el fenómeno estético, que puede parecerse al momento en el cual el libro fue engendrado. Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector, que se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones, ha sido engendrado por Edgar Allan Poe".
Para cierta crítica contemporánea, el género policial es uno de los más convencionales, por cuanto responde a reglas ineludibles que funcionan como molde, lo que lleva a los narradores a partir de un enigma que los coloca de lleno en un género. El filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004) en "La loi du genre" (La ley del género, 1980), afirmaba por su parte que "todos los textos establecen relación con uno o más géneros, pero esa relación jamás significa pertenencia, sino solamente participación". Efectivamente, el relato policial, además de ser extraordinariamente popular, es objeto de interés para disciplinas tan diversas como el psicoanálisis, la sociología y la semiología.
"La novela policial -especificaba Borges- ha creado un tipo especial de lector. Porque si Poe creó el relato policial, creó después el tipo de lector de ficciones policiales. Para entender el relato policial debemos tener en cuenta el contexto general de la vida de Poe, un hombre que llevó una vida desventurada. Murió a los cuarenta años, estaba entregado al alcohol, a la melancolía y a la neurosis. No tenemos por qué entrar en los detalles de la neurosis; bástenos con saber que Poe fue un hombre muy desdichado y que se movió predestinado a la desventura. Para librarse de ella dio en fulgurar y, acaso, en exagerar sus virtudes intelectuales".
Para Borges, el hecho de un misterio descubierto por obra de la inteligencia, por una operación intelectual, es una tradición dentro del cuento policial: "Tenemos, pues, al relato policial como un género intelectual. Como un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales. Es decir, Poe había creado un genio de lo intelectual".
Edgar Allan Poe (1809-1849), ciertamente, vivió una vida desdichada que, según el testimonio de sus contemporáneos, se agravó por su tendencia al alcoholismo y al consumo de drogas, lo que, muy probablemente, terminó por causar su deceso. Cuenta Borges que a su muerte, Walt Whitman (1819-1892) escribió una nota necrológica diciendo que Poe "era un ejecutante que sólo sabía tocar las notas graves del piano" y que "no representaba a la democracia americana", algo que Poe "nunca se había propuesto", aclara el creador de "El Aleph", quien termina diciendo: "Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio".
Bertold Brecht (1898-1956), en un ensayo publicado recién en 1973 "Die popularität des romans polizei" (De la popularidad de la novela policial), decía que "quien al enterarse de que la décima parte de los asesinatos ocurre en un patio rectoral exclama: ¡Siempre lo mismo!, es que no ha comprendido la novela policíaca. El 'siempre lo mismo' del profano se basa en el mismo error de juicio del hombre blanco que dice que todos los negros se parecen". Y así debe ser nomás, si no sería difícil explicar la fecunda evolución histórica del relato policial, que, con el correr del tiempo, superó los límites de la literatura para diseminarse en crónicas, películas, series televisivas, telenovelas, historietas e investigaciones periodísticas.
Retomando la idea de Borges, los personajes centrales del relato policíaco -el detective y el criminal- son dos intelectuales, producto de condiciones históricas concretas para su aparición. La administración de justicia siempre despertó la curiosidad del lector y fue la desconfianza y el descrédito frecuente de la misma los que proporcionaron el terreno fértil para la aparición en escena del detective privado. Asimismo, durante el siglo XVIII, esa visión desconfiada del aparato judicial fue acompañada por una mirada complaciente hacia algunos delincuentes, los que aparecían como los representantes de la verdadera justicia.
Ciertos criminales fueron tolerados por la población, y esto representó un serio inconveniente para la burguesía. Con el proceso de industrialización capitalista, la burguesía debió confiar su riqueza -maquinarias, materias primas- a las clases populares que constituían la mano de obra que la haría reproducir. Este hecho volvió imperiosa la necesidad de proteger ese capital contra cualquier riesgo y, por lo tanto, era imprescindible separar al pueblo de los delincuentes.
"Así surgen las campañas de moralización -dice Michel Foucault (1926-1984) en 'Surveiller et punir' (Vigilar y castigar, 1975)- que consisten en la divulgación de horribles crímenes y la confesión de culpabilidad y retractación pública de los ajusticiados, tendientes a la construcción del delincuente como sujeto peligroso, tanto para ricos como para pobres, mostrándolo cargado de todos los vicios y como el origen de los más grandes peligros. A mediados del siglo XIX, la burguesía transforma este sujeto social en héroe literario y le otorga los rasgos de la clase social de ella. El delincuente ya no pertenece al pueblo y el crimen ya no es considerado desde su aspecto moral, sino desde la forma perfecta que lo constituye como una de las bellas artes que sólo la burguesía es capaz de producir".
Al respecto, el escritor inglés Thomas de Quincey (1785-1859), afirmaba en "Murder considered as one of the fine arts" (Del asesinato como una de las bellas artes, 1827): "En este mundo todo tiene dos lados. El asesinato, por ejemplo, puede tomarse por su lado moral y, lo confieso, ese es su lado malo, o bien cabe tratarlo estéticamente -como dicen los alemanes-, o sea en relación con el buen gusto. Las viejas y la muchedumbre de lectores de periódicos se conforman con cualquier cosa siempre que sea lo bastante sangrienta: el hombre de sensibilidad exige algo más".
Más adelante, en el mismo ensayo, agrega: "Hablemos primero del tipo de persona que mejor se adapta al propósito del asesino; segundo, del lugar apropiado; tercero, del momento justo y otros pequeños detalles. En cuanto a la persona, supongo que debe ser un buen hombre pues, de otro modo, él mismo podría estar pensando en la posibilidad de cometer un asesinato.
Podría mencionar a ciertas personas asesinadas en callejones oscuros; a esto no hay nada que objetar pero, mirando las cosas más de cerca, el público se da cuenta de que, al ocurrir los hechos, la víctima se proponía robar a su asesino -por lo menos- y aun matarlo si le alcanzaban las fuerzas. Cualquiera sea el caso o -cualquiera pueda suponerse que fue el caso- hay que despedirse de todo verdadero efecto artístico. La finalidad última del asesinato considerado como una de las bellas artes es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, o sea, purificar el corazón mediante la compasión y el terror".
En esta mirada de la criminalidad se puede observar un doble proceso: el de la separación del pueblo de sus héroes delincuentes y el de la apropiación de la burguesía de ese héroe bajo una nueva forma. "En este nuevo género no hay ya ni héroes populares ni grandes ejecuciones; se es perverso, pero inteligente, y de ser castigado no hay que sufrir. La literatura policíaca traspone a otra clase social ese brillo que rodeaba al criminal", finaliza Foucault en el ensayo citado.
El relato policial entonces, creó un delincuente de origen burgués lo suficientemente inteligente como para confrontar en igualdad de condiciones con el detective. Con sus tretas y sutilezas, el criminal -un sujeto incomparablemente inteligente y sensible- se encontraba libre de toda sospecha y convertía al crimen en un producto perfecto. De esta manera, la lucha entre las dos inteligencias -la del criminal y la del detective-, constituyeron la forma del enfrentamiento que exhibían los relatos policiales. El interés del lector pasó de estar puesto en la exposición de los hechos al proceso de descubrimiento que llevaba a la resolución del crimen misterioso. He allí la lucha entre dos intelectos de la que hablaba Borges.