La que elegí para la edición italiana muestra un dibujo preparatorio -e inédito- de Picasso para Guernica. La foto de la edición francesa nos hace entrar de lleno en cierto universo portugués. Se la debo a Gérard Castello Lopes, un amigo de hace años. Fotografió los años sesenta en Lisboa, un Portugal que ya no existe. Esta imagen, muy bella, muy plástica, que muestra chicos de la calle jugando al fútbol, es a la vez inquietante: no parece ser un juego. Ese chico que tiende los brazos al cielo podría estar perfectamente muriendo por un balazo.
Su novela está construida a partir de una muerte violenta, o al menos de su constatación: en los barrios de Oporto, Manolo el Gitano descubre el cuerpo decapitado de un tal Damasceno Monteiro. Como en su novela precedente, "Sostiene Pereira", usted habla de un hecho policial. Y, de la misma manera, estos dos libros dan indicaciones precisas sobre los personajes y los hechos, reales, que inspiraron su relato, en forma de notas liminares. ¿Quién era Carlos Rosa, el modelo de Damasceno Monteiro?
Ignoro aún quién era exactamente Carlos Rosa. Tenía veinticinco años, era un pequeño bandido, un ladrón de estéreos. Fue detenido por ese tipo de delitos. Aunque se descubrió todo sobre su asesinato, sí se sabe que después de una noche de detención en una comisaría de los suburbios de Lisboa, en Sacavem, su cuerpo fue encontrado decapitado en una plaza, con marcas de crueldad. Fue en mayo de 1996. Estaba entonces en Lisboa. La prensa de Portugal hizo explotar el escándalo llamando la atención de Amnesty Internacional. Me acuerdo de esta emisión de televisión: "Licencia para matar". El responsable y sus cómplices están actualmente en prisión, a la espera del juicio. De hecho, este caso reveló abusos policiales hasta entonces encubiertos. Los diarios españoles e italianos hablaron mucho sobre el tema. Para mí fue una descarga eléctrica, el punto de partida de una reflexión sobre la violencia contemporánea y la tortura.
En el momento de la aparición de "Sostiene Pereira", en 1994, Italia estaba en plena campaña electoral. "Sostiene Pereira" fue bienvenida por la prensa de izquierda, desde "La República" hasta "L'Unitá", como un mensaje, adoptado como un signo de alianza renovada por los opositores a Silvio Berlusconi. Usted dijo: "Pienso que la lectura política de mi novela es la responsable de su éxito". ¿Podemos ver en usted, si no a un militante, al menos a un escritor comprometido?
Sería una definición demasiado limitada. Me sentiría como esos insectos pinchados en una caja. La pertenencia a un partido o el compromiso no serán jamás para mí un instrumento suficiente para medir la realidad. La vida es vasta. Y la literatura y el arte, también. Y, sin duda, su función más noble es la de captar todos sus aspectos. El hombre es un universo. Todos los telescopios del mundo no lograrán captar todas las estrellas, los planetas, los satélites. Uno de mis planetas se llama, digamos, las flores de mi jardín. Otro, la frustración de Madame Bovary. Otro más, la tontería de Bouvard y Pécuchet. O la inepcia de la policía. O la belleza del cielo florentino. Todo eso para decir que no privilegio el compromiso, ni ninguna faceta de la vida, ni ninguna de mi vida de escritor. Si se pudiera clasificar a los escritores por familias, siempre me imaginé flaubertiano. Amo infinitamente a Flaubert. Y con esta novela me descubro post-stendhaliano: un caso policial, ese caso tan apreciado por Stendhal, me llevó a escribir una novela.
El cuarto descubrimiento explica que se trata de una novela "con apariencia de thriller". Es conocido su gusto incondicional por Chandler, Hammet, Simenon. ¿Qué proporción de policial quiso ponerle a "La cabeza perdida..."?
Soy todo lo contrario a un escritor "proyectual". Desde hace tiempo, me di cuenta de que la obra literaria es una criatura cabal y posee vida propia. Sería aventurado pretender dominar perfectamente su historia. De modo que "con apariencia de thriller" va perfectamente bien. De todos modos, es cierto que soy un apasionado de esa literatura "policial" (insisto en las comillas). Usted citó a Simenon: si le digo que lo considero uno de los grandes escritores del siglo, no hago más que unirme a una opinión que Gide ya expresó, y muchos otros antes de mí. Pero tomemos a Dürrenmatt: ¡lo adoro! O a Sciascia, en Italia. O a Patricia Highsmith. Es la élite de la literatura policial. Pero a veces, incluso la más popular revela mecanismos perfectos. Dejando de lado la consideración del estilo, la principal cualidad del policial es la de ser una novela "activa", que implica la complicidad del lector: a toda costa hay que descubrir algo. Es un esfuerzo, así como una sinergia. La literatura policial investiga la realidad. Plantea cuestionamientos, tanto sobre el mundo tangible como sobre la cara oculta del ser humano. Interroga. No es la menor de sus cualidades.
Ya que estamos hablando de investigación, uno se sus personajes, el joven Firmino, es periodista para una página sensacionalista. El doctor Pereira también era periodista. ¿Existe un parentesco entre ambos?
Se emparientan por su profesión, pero el nivel cultural de Pereira es infinitamente superior. Se alimenta de literatura francesa: de Balzac, de Daudet y de esos escritores católicos de los años treinta, Maritain, Bernanos, Mauriac. Firmino es alguien anclado en la praxis. Se pega a la realidad más miserable: los hospitales, las cárceles, la morgue. Siento una gran admiración por Firmino. Este tipo de periodista que toca cotidianamente lo más sórdido nos enseña más de la vida que una página de "La crítica de la razón pura".
Otro personaje fuerte de la novela -desde todo punto de vista: en lo físico es una especie de Orson Welles- es Don Juan Fernando, amante de la buena carne, de los cigarros, bibliófilo y abogado. ¿Quién es realmente?
Como un novelista puede decir de sus personajes, es alguien que me gustaría conocer en la vida real. En un mundo chato, homogeneizado, se atreve a afirmar ciertas realidades, incluidas las de la tortura, los abusos policiales. A veces eso vira hacia la metafísica. Pero siempre con una cuota de autoironia. Es el opuesto a un dogmático. Es un abogado de provincia, pero que cita a Hölderin. ¿Un esteta? Sí, pero no estetizante. Espía la vida desde su ventana. Es ante todo un marginal.
Damasceno Monteiro: ese nombre está tomado de una calle de Lisboa...
Una calle de la Graca, ese barrio popular, muy vivo, arriba del castillo Sao Gorge. Mi mujer y yo vivimos ahí. Era muy modesto, pero dos ventanas nos ofrecían una vista magnífica de la ciudad y del Tajo. Conservo una profunda nostalgia por ese departamentito. No habíamos colgado nada de las paredes: las ventanas servían de cuadros.
Contrariamente a la realidad de los hechos y a sus costumbres, Oporto es el marco de la novela y no Lisboa . ¿Por qué?
Es una elección intencional. Una novela también es una puesta en escena. Además, en una historia como ésta, de carácter policial, el decorado no es "decorativo" sino que se convierte en algo al menos tan importante como los personajes. Cuando empecé mi novela, en Lisboa, pensé: una historia tan sombría, con una violencia tal, no podría tener como marco una ciudad tan sonriente. Ya sabe: las palmeras, el sol, todo eso... Entonces, me dije, tomemos Oporto, ciudad austera, con sus edificios de piedra gris, su calor sofocante y brumoso. Estuve allí quince días. Sentí una extraña fascinación. La elección que había tomado de una manera, digamos... cínica, se convirtió en una evidencia.
Para usted, una novela también es una puesta en escena. En entrevistas anteriores usted subrayó la importancia en su vida y en su vocación de escritor de películas como "La dolce vita" o "Blow up", que le provocaron el deseo definitivo de escribir. Algunos de sus libros fueron adaptados a la pantalla, entre los que figuran "Sostiene Pereira", con Marcello Mastroianni y "Nocturno hindú", de Alain Corneau, que, según usted, supo cumplir con el desafío de partir de la historia de otro para convertirla en su historia.
La película de Alain Corneau, que para mí es una excepción, me gustó mucho. El error de la mayoría de los directores de cine cuando adaptan una obra literaria es querer completar a todo precio los vacíos de la narración, procedimiento del que desconfío. Mis historias están llenas de agujeros. Si quisiera colmarlos, estaría en problemas; dejo esta tarea al lector. La mayoría de las veces, cuando uno las ve colmadas en la pantalla no quieren decir nada. El gran mérito de Corneau es que tuvo el coraje, el talento, de hacer una película que es una no-historia: no tapó los agujeros.
La obra de Fernando Pessoa lo incitó a escribir al menos tanto como la película de Antonioni. Usted vivió durante mucho tiempo en Portugal y su "Réquiem" fue escrito en portugués. Cioran decía: "El que niega su lengua para adoptar otra cambia de identidad, incluso de decepciones". ¿Qué piensa usted de esto?
A decir verdad, escribí "Réquiem" sin plantearme preguntas, sin saber exactamente por qué. Soy incapaz de dar una razón de eso. Era un conjunto de mil cosas: la lengua, el alma, los sentimientos, el sonido de la voz, es decir, "lo vivido". Apenas ayer di una conferencia, que sin duda algún día publicaré, y que por primera vez era un esbozo de respuesta. Fue la oportunidad para dar algunas indicaciones, a los demás y a mí mismo. No faltan antecedentes: Beckett es el ejemplo más claro. Escribió en francés, en la "otra" lengua. Luego se tradujo él mismo al inglés, su lengua materna. Yo no me atreví o no tuve ganas de hacer el recorrido inverso, ese camino de regreso. Todavía no me explico la experiencia de "Réquiem". Sin duda va a ser única. ¿Pero uno puede jurar algo? Agregaría al resto, exponiéndome a parecer sibilino: uno puede olvidar en una lengua y recordar en otra.
Si el médico de Pereira le prescribe dejar de "frecuentar el pasado", su otro problema verdadero es su apetito, su obesidad, su régimen de omelettes y de limonadas. En "La cabeza perdida...", Don Fernando está planteado como un glotón, como un gourmet. Firmino, por su lado, siente náuseas con solo pensar en un plato de mondongo, esa especialidad de Oporto que también es una especie de motivo conductor de la novela. ¿Existiría un dietética de Tabucchi? ¿Es usted del tipo asceta o glotón?
Personalmente, no tengo una inclinación especial por el mondongo. Si usted sigue un poco más adelante por la calle donde vivo, Borgo Pinti, el barrio se hace muy popular. Todavía se encuentran algunos vendedores ambulantes de sandwiches de mondongo. Es muy sabroso, es una tradición florentina. ¿Si soy glotón? Sí y no... Si le atribuí a Fernando el gusto del buen comer, tal vez sea porque es un hombre que vivió penas de amor. Es un frustrado sentimentalmente hablando. Tal vez sea una compensación. Pero, ¿no nace el deseo de escribir a partir de una insatisfacción? A propósito de esto, recuerdo una frase de Pessoa, que cuando le preguntaron qué era para él la literatura dijo: "Es la demostración de que la vida no es suficiente".
En muchos aspectos, e incluso en el físico, silueta, bigotes, anteojos, usted se parece al autor del "Libro del desasosiego". Como usted cuenta en "Los tres últimos días de Fernando Pessoa", lo último que hizo antes de morir fue pedir sus anteojos. Usted ¿partiría al cielo con sus anteojos?
Lo ignoro. Pessoa estaba muy inclinado hacia el ocultismo, la teosofía. Era más o menos rosacruz. La fe en otro mundo lo acompañó durante toda su vida. Para mí no es tan evidente. Mis anteojos corrigen mi miopía, me ayudan a mirar el mundo, a mirar a los demás. Es un juego de espejos: uno mira la realidad, que luego lo penetra y le pertenece. Uno mira en uno mismo. Nuestro mundo interior ya es el otro mundo. ¿Soy agnóstico, ateo? Supongamos que soy agnóstico... No llego a hacerme a la idea de que el hombre es solamente un conjunto de partículas. Hay algo más. Un aire. Un plus, como se dice. Pero prefiero buscarlo dentro del ser humano más que en la bóveda celeste.
Ignoro aún quién era exactamente Carlos Rosa. Tenía veinticinco años, era un pequeño bandido, un ladrón de estéreos. Fue detenido por ese tipo de delitos. Aunque se descubrió todo sobre su asesinato, sí se sabe que después de una noche de detención en una comisaría de los suburbios de Lisboa, en Sacavem, su cuerpo fue encontrado decapitado en una plaza, con marcas de crueldad. Fue en mayo de 1996. Estaba entonces en Lisboa. La prensa de Portugal hizo explotar el escándalo llamando la atención de Amnesty Internacional. Me acuerdo de esta emisión de televisión: "Licencia para matar". El responsable y sus cómplices están actualmente en prisión, a la espera del juicio. De hecho, este caso reveló abusos policiales hasta entonces encubiertos. Los diarios españoles e italianos hablaron mucho sobre el tema. Para mí fue una descarga eléctrica, el punto de partida de una reflexión sobre la violencia contemporánea y la tortura.
En el momento de la aparición de "Sostiene Pereira", en 1994, Italia estaba en plena campaña electoral. "Sostiene Pereira" fue bienvenida por la prensa de izquierda, desde "La República" hasta "L'Unitá", como un mensaje, adoptado como un signo de alianza renovada por los opositores a Silvio Berlusconi. Usted dijo: "Pienso que la lectura política de mi novela es la responsable de su éxito". ¿Podemos ver en usted, si no a un militante, al menos a un escritor comprometido?
Sería una definición demasiado limitada. Me sentiría como esos insectos pinchados en una caja. La pertenencia a un partido o el compromiso no serán jamás para mí un instrumento suficiente para medir la realidad. La vida es vasta. Y la literatura y el arte, también. Y, sin duda, su función más noble es la de captar todos sus aspectos. El hombre es un universo. Todos los telescopios del mundo no lograrán captar todas las estrellas, los planetas, los satélites. Uno de mis planetas se llama, digamos, las flores de mi jardín. Otro, la frustración de Madame Bovary. Otro más, la tontería de Bouvard y Pécuchet. O la inepcia de la policía. O la belleza del cielo florentino. Todo eso para decir que no privilegio el compromiso, ni ninguna faceta de la vida, ni ninguna de mi vida de escritor. Si se pudiera clasificar a los escritores por familias, siempre me imaginé flaubertiano. Amo infinitamente a Flaubert. Y con esta novela me descubro post-stendhaliano: un caso policial, ese caso tan apreciado por Stendhal, me llevó a escribir una novela.
El cuarto descubrimiento explica que se trata de una novela "con apariencia de thriller". Es conocido su gusto incondicional por Chandler, Hammet, Simenon. ¿Qué proporción de policial quiso ponerle a "La cabeza perdida..."?
Soy todo lo contrario a un escritor "proyectual". Desde hace tiempo, me di cuenta de que la obra literaria es una criatura cabal y posee vida propia. Sería aventurado pretender dominar perfectamente su historia. De modo que "con apariencia de thriller" va perfectamente bien. De todos modos, es cierto que soy un apasionado de esa literatura "policial" (insisto en las comillas). Usted citó a Simenon: si le digo que lo considero uno de los grandes escritores del siglo, no hago más que unirme a una opinión que Gide ya expresó, y muchos otros antes de mí. Pero tomemos a Dürrenmatt: ¡lo adoro! O a Sciascia, en Italia. O a Patricia Highsmith. Es la élite de la literatura policial. Pero a veces, incluso la más popular revela mecanismos perfectos. Dejando de lado la consideración del estilo, la principal cualidad del policial es la de ser una novela "activa", que implica la complicidad del lector: a toda costa hay que descubrir algo. Es un esfuerzo, así como una sinergia. La literatura policial investiga la realidad. Plantea cuestionamientos, tanto sobre el mundo tangible como sobre la cara oculta del ser humano. Interroga. No es la menor de sus cualidades.
Ya que estamos hablando de investigación, uno se sus personajes, el joven Firmino, es periodista para una página sensacionalista. El doctor Pereira también era periodista. ¿Existe un parentesco entre ambos?
Se emparientan por su profesión, pero el nivel cultural de Pereira es infinitamente superior. Se alimenta de literatura francesa: de Balzac, de Daudet y de esos escritores católicos de los años treinta, Maritain, Bernanos, Mauriac. Firmino es alguien anclado en la praxis. Se pega a la realidad más miserable: los hospitales, las cárceles, la morgue. Siento una gran admiración por Firmino. Este tipo de periodista que toca cotidianamente lo más sórdido nos enseña más de la vida que una página de "La crítica de la razón pura".
Otro personaje fuerte de la novela -desde todo punto de vista: en lo físico es una especie de Orson Welles- es Don Juan Fernando, amante de la buena carne, de los cigarros, bibliófilo y abogado. ¿Quién es realmente?
Como un novelista puede decir de sus personajes, es alguien que me gustaría conocer en la vida real. En un mundo chato, homogeneizado, se atreve a afirmar ciertas realidades, incluidas las de la tortura, los abusos policiales. A veces eso vira hacia la metafísica. Pero siempre con una cuota de autoironia. Es el opuesto a un dogmático. Es un abogado de provincia, pero que cita a Hölderin. ¿Un esteta? Sí, pero no estetizante. Espía la vida desde su ventana. Es ante todo un marginal.
Damasceno Monteiro: ese nombre está tomado de una calle de Lisboa...
Una calle de la Graca, ese barrio popular, muy vivo, arriba del castillo Sao Gorge. Mi mujer y yo vivimos ahí. Era muy modesto, pero dos ventanas nos ofrecían una vista magnífica de la ciudad y del Tajo. Conservo una profunda nostalgia por ese departamentito. No habíamos colgado nada de las paredes: las ventanas servían de cuadros.
Contrariamente a la realidad de los hechos y a sus costumbres, Oporto es el marco de la novela y no Lisboa . ¿Por qué?
Es una elección intencional. Una novela también es una puesta en escena. Además, en una historia como ésta, de carácter policial, el decorado no es "decorativo" sino que se convierte en algo al menos tan importante como los personajes. Cuando empecé mi novela, en Lisboa, pensé: una historia tan sombría, con una violencia tal, no podría tener como marco una ciudad tan sonriente. Ya sabe: las palmeras, el sol, todo eso... Entonces, me dije, tomemos Oporto, ciudad austera, con sus edificios de piedra gris, su calor sofocante y brumoso. Estuve allí quince días. Sentí una extraña fascinación. La elección que había tomado de una manera, digamos... cínica, se convirtió en una evidencia.
Para usted, una novela también es una puesta en escena. En entrevistas anteriores usted subrayó la importancia en su vida y en su vocación de escritor de películas como "La dolce vita" o "Blow up", que le provocaron el deseo definitivo de escribir. Algunos de sus libros fueron adaptados a la pantalla, entre los que figuran "Sostiene Pereira", con Marcello Mastroianni y "Nocturno hindú", de Alain Corneau, que, según usted, supo cumplir con el desafío de partir de la historia de otro para convertirla en su historia.
La película de Alain Corneau, que para mí es una excepción, me gustó mucho. El error de la mayoría de los directores de cine cuando adaptan una obra literaria es querer completar a todo precio los vacíos de la narración, procedimiento del que desconfío. Mis historias están llenas de agujeros. Si quisiera colmarlos, estaría en problemas; dejo esta tarea al lector. La mayoría de las veces, cuando uno las ve colmadas en la pantalla no quieren decir nada. El gran mérito de Corneau es que tuvo el coraje, el talento, de hacer una película que es una no-historia: no tapó los agujeros.
La obra de Fernando Pessoa lo incitó a escribir al menos tanto como la película de Antonioni. Usted vivió durante mucho tiempo en Portugal y su "Réquiem" fue escrito en portugués. Cioran decía: "El que niega su lengua para adoptar otra cambia de identidad, incluso de decepciones". ¿Qué piensa usted de esto?
A decir verdad, escribí "Réquiem" sin plantearme preguntas, sin saber exactamente por qué. Soy incapaz de dar una razón de eso. Era un conjunto de mil cosas: la lengua, el alma, los sentimientos, el sonido de la voz, es decir, "lo vivido". Apenas ayer di una conferencia, que sin duda algún día publicaré, y que por primera vez era un esbozo de respuesta. Fue la oportunidad para dar algunas indicaciones, a los demás y a mí mismo. No faltan antecedentes: Beckett es el ejemplo más claro. Escribió en francés, en la "otra" lengua. Luego se tradujo él mismo al inglés, su lengua materna. Yo no me atreví o no tuve ganas de hacer el recorrido inverso, ese camino de regreso. Todavía no me explico la experiencia de "Réquiem". Sin duda va a ser única. ¿Pero uno puede jurar algo? Agregaría al resto, exponiéndome a parecer sibilino: uno puede olvidar en una lengua y recordar en otra.
Si el médico de Pereira le prescribe dejar de "frecuentar el pasado", su otro problema verdadero es su apetito, su obesidad, su régimen de omelettes y de limonadas. En "La cabeza perdida...", Don Fernando está planteado como un glotón, como un gourmet. Firmino, por su lado, siente náuseas con solo pensar en un plato de mondongo, esa especialidad de Oporto que también es una especie de motivo conductor de la novela. ¿Existiría un dietética de Tabucchi? ¿Es usted del tipo asceta o glotón?
Personalmente, no tengo una inclinación especial por el mondongo. Si usted sigue un poco más adelante por la calle donde vivo, Borgo Pinti, el barrio se hace muy popular. Todavía se encuentran algunos vendedores ambulantes de sandwiches de mondongo. Es muy sabroso, es una tradición florentina. ¿Si soy glotón? Sí y no... Si le atribuí a Fernando el gusto del buen comer, tal vez sea porque es un hombre que vivió penas de amor. Es un frustrado sentimentalmente hablando. Tal vez sea una compensación. Pero, ¿no nace el deseo de escribir a partir de una insatisfacción? A propósito de esto, recuerdo una frase de Pessoa, que cuando le preguntaron qué era para él la literatura dijo: "Es la demostración de que la vida no es suficiente".
En muchos aspectos, e incluso en el físico, silueta, bigotes, anteojos, usted se parece al autor del "Libro del desasosiego". Como usted cuenta en "Los tres últimos días de Fernando Pessoa", lo último que hizo antes de morir fue pedir sus anteojos. Usted ¿partiría al cielo con sus anteojos?
Lo ignoro. Pessoa estaba muy inclinado hacia el ocultismo, la teosofía. Era más o menos rosacruz. La fe en otro mundo lo acompañó durante toda su vida. Para mí no es tan evidente. Mis anteojos corrigen mi miopía, me ayudan a mirar el mundo, a mirar a los demás. Es un juego de espejos: uno mira la realidad, que luego lo penetra y le pertenece. Uno mira en uno mismo. Nuestro mundo interior ya es el otro mundo. ¿Soy agnóstico, ateo? Supongamos que soy agnóstico... No llego a hacerme a la idea de que el hombre es solamente un conjunto de partículas. Hay algo más. Un aire. Un plus, como se dice. Pero prefiero buscarlo dentro del ser humano más que en la bóveda celeste.