18 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (1)

Contadas son las veces en que el hombre se dedicó a la ambiciosa y ardua tarea de unificar todo el ámbito de su saber. Quizás la intención alentó a muchos, pero el esfuerzo y la acción los realizaron muy po­cos. El camino, como en tantas otras cosas, lo abrieron los griegos: el genio sistemático de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) lo recorrió hasta el final. Sus ideas fueron consideradas por siglos como asertos intelectuales que debían ser incorporados al mundo de los conocimientos definitivamente adqui­ridos. Recién en la época moderna se puso en tela de juicio la verdad de este patrimonio supuestamente insuperable y fue el filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) quien lo hizo a través de lo que él llamó "la duda metódica", un sistema que tenía como objetivo la fundamentación radical del conocimiento y que consistía en rechazar como inadecuadas todas aquellas creencias en las cuales podía plantearse alguna duda. Descartes se propuso empezar por cosas de plena evidencia -de donde vinculó toda su filosofía en su célebre "pienso, luego existo"- y rechazó el razonamiento silogístico, base del escolasticismo, considerando que no añadía nin­guna verdad al conocimiento.
La originalidad de su sistema no implica que no tenga algunos puntos de contacto más o menos cercanos con pensadores anteriores. Remontándose a los presocráticos Parménides de Elea (515-450 a.C.) y Zenón de Elea (490-430 a.C.) se pueden encontrar algunas coincidencias entre aparentes y curiosas. Pero, aparte del enraizamiento de su teoría con las ideas del idealismo de Platón de Egina (427-347 a.C.) y Agustín de Hipona (354-430), es más significativa su inserción en la trayectoria de los escépticos, que arrancó con el propio Sócrates de Atenas (470-399 a.C.) y se formuló propiamente con Pirrón de Elis (360-270 a.C.) cuando plantearon la no fiabilidad de los datos sensoriales, y la duda y la suspen­sión del juicio como única respuesta posible. En ese sentido, puede decirse que Descartes fue el fundador del racionalismo, el que se formó como resultado de entender de manera unilateral el carácter lógico del conocimiento matemático. Su sistema influyó considerablemente en la filosofía de los siglos XVI y XVII a partir del filósofo humanista y moralista francés Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) y de Marín Mersenne (1588-1648), filósofo y científico francés, amigo y corresponsal de Descartes y una de las grades figuras de la revolución intelectual del siglo XVII. Y lo hizo tanto en el idealismo como en el materialismo, corrientes filosóficas subsiguientes (en cuanto a sus teorías sobre el conocimiento de la conciencia de uno mismo, de las ideas como el principio del ser y del conocer, en el primero; en cuanto a sus ideas sobre el desarrollo de la naturaleza, hostil a la teología, en el segundo).
A lo largo de la historia diversos filósofos han reflexionado sobre la relación entre el conocer y el actuar. Tanto el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831) en sus "Vorlesungen über die geschichte der Philosophie" (Lecciones sobre la historia de la Filosofía) como luego otros grandes pensadores llamaron a Descartes "padre de la filosofía moderna". "Vivir sin filosofar -diría Descartes- equivale a tener los ojos cerrados sin alentar el deseo de abrirlos; no obstante, el placer de observar todas las cosas que nuestra vista descubre, no es comparable en modo alguno a la satisfacción que genera el conocimiento de lo que la Filosofía descubre; más aún, este estudio es más necesario para reglar nuestras costumbres y nuestra conducta en la vida de lo que lo es el uso de los sentidos para guiar nuestros pasos". En efecto, fue el primero en liberar al pensamiento de los límites de la escolástica tradicional, desarro­llando la filosofía que presidió la revolución cien­tífica del siglo XVII, la filosofía mecanicista que definió la materia como pura extensión, redujo el cambio al movimiento en el espacio y consumó la ruptura absoluta con Aristóteles y el pensamien­to escolástico medieval. Al plantear un dualismo radical de alma o mente y cuerpo o materia en general, sintió la necesidad de proporcionar una explicación de esta última sobre la base de principios puramente mecanicistas.
"El pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí -escribió-. Pienso, luego existo; eso es cierto, pero, ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando. Así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa. Y, ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y que siente". Con esa convicción, desde muy joven alentó en Descartes el ideal de una ciencia universal, un ideal que no abandonaría nunca. Lo mostró en toda su obra, desde la juvenil "Musicae compendium" (Tratado de música) hasta "Meditationes de prima philosophia" (Meditaciones metafísicas), pasando por "Regulae ad directionem ingenii" (Reglas para la dirección del espíritu), "Principia philosophiae" (Principios de la filosofía), "Les passions de l'âme" (Las pasiones del alma), "Traité du monde et de la lumière" (Tratado del mundo y de la luz) o el célebre "Discours de la méthode" (Discurso del método). Y, desde luego, en su correspondencia, siempre ilustrativa acerca de los problemas que le preocupaban.
Su poderosa inteli­gencia y su sed de conocimiento lo llevaron a combinar la introspección y la meditación solitaria durante sus períodos de aislamiento -sobre todo en los largos años de su estancia holandesa- con la expe­riencia del mundo exterior en sus numerosos via­jes que lo llevaron a recorrer desde París y Copenhague hasta Roma y Venecia, pasando por Utrecht, Praga, Neuburg, Leiden y otras muchas ciudades europeas durante sus pe­ríodos de inquietud. En aras de inventar una "ciencia admira­ble" destinada a unificar todos los conocimien­tos, se propuso llevar a la filosofía por cauces más ricos y fecundos y aproximarla a la labor de Niccolo Fontana Tartaglia (1499-1557), Girolamo Cardano (1501-1576), Miguel Servet (1511-1553), Andreas Vesalio (1514-1564), François Viète (1540-1603), Tycho Brahe (1546-1601), John Neper (1550-1617), Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630) o Willebrord Snellius (1580-1626), científicos todos ellos que venían transformando la física, la astrono­mía, la medicina, las matemáti­cas, y que hicieron con su obra que la revolución car­tesiana no fuese un hecho aislado.


En la formación científica de Descartes mucho tuvo que ver su encuentro y amistad con Isaac Beeckman (1588-1637), un científico holandés especialista en matemáticas y física, muy informado y de sedimentados conocimientos, ocho años ma­yor que el joven soldado francés de paso por Holanda, quien influyó notoriamente en él para la búsqueda e invención de un método único que permitiese constituir una ciencia universal. A Beeckman fueron dirigidas sus primeras obras y las cartas de mayor interés científico, y por él se habría sentido inclinado Descartes a ver en las matemáticas el paradigma de su método. Mientras Europa se desangraba por la Guerra de los Treinta Años, el gran conflicto político-reli­gioso de la época, Descartes llevó una especie de vida militar durante los primeros meses del conflicto, pero no participó en ningún aconteci­miento bélico. Al parecer, su papel fue el de un mero espectador más ocupado en su pro­pia vida interior y en sentar las primeras bases de su filosofía, reveladas según sus propias palabras por "sueños maravillosos". El hallazgo se produjo en la noche del 10 de noviembre de 1619. Así lo confiesa su autor en una página de sus "Olympicae" (Olímpicas), textos publicados en 1691. Más que el método mismo, lo descubierto habría sido su alcance universal. Es decir, el encadenamiento forzoso de todas las verdades dentro de la unidad del saber, lo que posibilitaría el uso de un método de estilo matemático.
Las premisas fundamentales de ese método, así como la con­cepción de la ciencia universal perseguida, fueron claramente expuestas por Descartes en sus famosas "Reglas para la dirección del espíritu". Escritas hacia 1628, durante su estadía de dos años en Pa­rís, quedaron sin terminar e inéditas hasta 1684, fecha en que se publicaron en flamenco, y 1701 en que recién aparecieron en latín, su idioma original. Las "Reglas..." constituyeron no sólo la primera gran obra filosófica de Descartes sino también la expresión madura de sus conocimientos científicos, sobre todo matemáticos. De ellas se puede extraer su concepto de ciencia, cuya primera nota es la universalidad. Todas las ciencias -dice en la "Regla primera"- no son más que el conjunto de la sabiduría humana, sabiduría universal siempre una e idéntica cualesquiera fueran sus objetos.
Lo que entendía Descartes por esta sabiduría universal lo aclaró en un texto posterior: la carta al abate Claude Picot (1614-1668), traductor de los "Principios...", que sirvió de prefacio a la edición francesa de 1647 de esa obra. Allí habló también de la sabiduría como el más perfecto conocimiento de todas las cosas que el hombre pueda poseer, agregando -aristotélicamente- que era el proveniente de las primeras causas, o sea de los principios, y que estos principios debían reunir las condiciones -ahora si, cartesianamente- de ser tan claros y evidentes que el espíritu humano no pudiese du­dar de su verdad y ser verdaderos principios universales, es decir, puntos de partida de todos los conocimientos posibles. Esta búsqueda de las primeras causas y verdaderos principios, claros y evidentes, fundamentos de todo conocimiento, debía ser la tarea de los filósofos. La filosofía era esta sabiduría universal, un árbol cuyas raíces la formaban la metafísica, el tronco la física y el follaje las restantes ciencias agrupadas en tres ramas: la medicina, la mecánica y la moral. Como se advierte, para Descartes la filosofía como ciencia universal, desempeñaba el papel de ciencia primera, fundamentadora de todas las restantes.
A las características mencionadas añadió, en la misma "Regla primera", la conexión sistemática. La filosofía, como ciencia universal, debía establecer la unidad o encadenamiento de los diversos conocimientos. Todas las ciencias debían constituir un sistema único, una conexión universal de verdades, en donde cada verdad descubierta sirviese de principio para la deducción de las demás. Por eso resultaba de suma importancia el hallazgo de una verdad fundamental que permitiera el descubrimiento de todo el sistema científi­co, así como también la invención de un método que posibilitase la deducción ordenada y rigurosa de todas las verdades. Y una mayor gravitación adquirió la cuestión del método cuando se advirtió -tal como luego sucedió efectivamente- que él por si solo podía conducir al encuentro de esa primera ver­dad.


En la "Regla segunda" completó el concepto con una nota más: la ciencia como conocimiento cierto y evidente, y como entendimiento de aquellas cosas que pudiesen ser perfectamente conocidas, de modo tal que tornase imposible toda duda. Esto es, la necesidad íntimamente ligada -como siempre en Descartes- a la evidencia. Pero en la misma "Re­gla" hay algo más: el paradigma matemático que se refiere más que nada al método. Porque, de todas las cien­cias ya constituidas, sólo la aritmética y la geometría podían observar la condición de la certeza y la evidencia, vale decir de la necesidad. Ambas serían para Descartes las más ciencias de todas las ciencias y su certeza debía ser el ejemplo que tenía que seguir todo otro tipo de conocimiento. La ciencia universal, en conclusión, tendría que poseer aquellos caracteres que eran propios de las matemáticas.
Pero, ¿que eran las matemáticas para Descartes? En la "Regla cuarta" se hacía precisamente esta pregunta, así como por qué la astrono­mía y la música, la óptica y la mecánica y muchas otras ciencias eran con­sideradas como formando parte de ella. La respuesta que encontró era que todas las ciencias que se referían al orden y la medida eran matemáticas, cualesquiera fuesen sus objetos. En consecuencia,  debería haber una ciencia general del orden y la medida, abstrac­ción hecha de los objetos particulares a que ellas se aplicasen. Esa ciencia era la matemática universal. Y, lo más importante, en tanto todos los problemas humanos podían prácticamente ser abordados por el la­do del orden y la medida, esa matemática universal podía constituir el método único e instrumento legal de una ciencia universal.
Este fue el verdadero uso de las matemáticas que Descartes creyó haber hallado. Por eso es que en la primera parte del "Discurso del método", refiriéndose a su temprana afición por las matemáticas, diría que gustaba de ellas por su certeza y evidencia, pero que aún no había advertido cuál era su verdadero uso. Y en la ya citada carta a Picot, luego de destacar la importancia del méto­do, propuso una nueva lógica en reemplazo de la lógica escolástica, una lógica fecunda,  descubridora, inspirada en las matemáticas y en su procedimiento básico fundado en el orden y en la medida. En esa línea, en 1631 aplicó la formulación algebraica a problemas geométri­cos (un concepto básico de la moderna geometría analítica) y formuló en óptica la ley de la re­fracción. Esta fue la perspectiva cartesiana del ideal de ciencia universal y del método que le convenía. Ella corresponde a su primera formación y preocupación, que fueron, al parecer, ambas científicas. Esto se vería reflejado en los tres pequeños opúsculos que publicó en 1637: "Dioptrique" (Dióptica), "Météores" (Meteoros) y "Géométrie" (Geometría).